Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
—Livia —la corta la cocinera—, ves señales que no existen. Pero sé que tienes sueños violentos. Anoche volviste a gritar mientras dormías. Gemías tan fuerte que me levanté y fui a tu cabecera. Pobrecita, son solo pesadillas…
Esa mañana del noveno día antes de las calendas de septiembre
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, la cocinera, la pequeña Asellina y la escriba caminan por el
decumanus maximus
lleno a rebosar, atestado de carros cargados de productos alimentarios o materiales de construcción, de vendedores ambulantes, de puestos fijos, de plebe que ha ido a comprar.
Las tres mujeres se dirigen hacia el Foro en busca de los comerciantes de la puerta sudoeste, a fin de aprovisionarse de pescado fresco. Algunas veces, Livia acompaña a las dos encargadas de la
culina
a hacer sus compras casi diarias. En esa quinta hora
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, suele descansar en su cuarto después de haber puesto el sello en el correo del señor que ha escrito a su dictado desde el alba, mientras que Javoleno habla con Escílax sobre la finca y luego de los asuntos de la
domus
con Barbidio. A veces aprovecha ese tiempo libre para pasear por la ciudad. No vuelve a la biblioteca hasta alrededor del mediodía, para comer un poco de pan y fruta, leer y conversar con Javoleno hasta media tarde, momento en que el señor la deja para darse un baño. Después vuelve a reunirse con él y, si el sol no es demasiado implacable, dan un paseo por el peristilo antes de cenar los dos solos. Terminada la cena, deambulan por el jardín charlando e intercambiando gestos de ternura; luego cada uno se retira a su aposento hasta el amanecer del día siguiente, en que todo empieza de nuevo.
La extraña pareja está encantada con ese ritmo metódico, circunscrito al espacio de la casa, que saben, sin embargo, que es efímero: en otoño, Saturnina y su familia volverán de la isla de Aenaria. En ese mismo período, la vendimia obligará al terrateniente a ausentarse todo el día a fin de dirigir la cosecha y la transformación de la uva. Antes o después, su unión platónica y secreta tendrá que buscar una salida, una legitimidad a ojos de los demás que, por el momento, esquivan: o bien la esclava capitula y Javoleno lleva a cabo las gestiones necesarias para manumitirla y casarse con ella —pese a la esperada oposición de su hija y la desconfianza de los notables de la ciudad—, o bien el amo acepta la negativa de la esclava, el respeto de las castas y de las normas sociales, y Livia se convierte en su amante oficial, lo que hará sonreír a los pompeyanos, pero no dejará de provocar una feroz protesta por parte de Saturnina. Desde principios de verano, momento en que amo y esclava creyeron resolver su dilema inventando esa armonía casta y perfectamente regulada, son conscientes de vivir en una suspension del tiempo, un intersticio irreal y frágil, lejos del mundo y fuera de la condición humana. Pero su pasión ya era insólita desde su nacimiento. Livia y Javoleno querrían que el verano no acabara jamás. En su felicidad recién estrenada, cada uno implora a su Dios a fin de que la abrumadora canícula se prolongue, de que la vid no madure nunca y de que ese mes de agosto dure eternamente.
—Olvidas las sacudidas, Helvia —prosigue Livia—. ¿Recuerdas que, poco después de la violenta tormenta sobre la tumba de Gala Minervina, las paredes de ciertas casas situadas al norte se agrietaron y sus pozos se secaron?
—Nadie se alarmó por eso, Livia, aparte del señor y tú.
—¿No tuviste miedo cuando, hace cuatro días, de repente se puso a tronar, la tierra empezó a temblar y el mar, habitualmente tan plácido, a agitarse con olas enormes?
—Sí —confiesa Helvia—, me asusté mucho. Como todos los habitantes de esta ciudad, temí que los gigantes subterráneos que viven en el fondo del Vesubio empezaran de nuevo a pelearse, como hace diecisiete años, y provocaran otro terremoto. ¡Pero después volvió la calma, Livia! Mira a tu alrededor: ¿has visto alguna vez un cielo más azul, sin ninguna nube, y un mar más remansado? No fue nada, una pequeña sacudida de las que se producen con frecuencia en Campania y…
—¡Los pájaros! —interviene Asellina señalando el éter—. ¡Mirad cómo vuelan sin orden ni concierto, en todas direcciones! ¡Escuchad! ¡Ya no cantan! ¡Los pájaros se han quedado mudos!
Ya ante el Foro, las tres mujeres observan la bóveda cerúlea. La cocinera suspira, deja el cesto y pone los brazos en jarras.
—Sigue su ejemplo y cállate —le ordena a la niña—.Y tápate los oídos también, no quiero que oigas lo que tengo que decirle a Livia. En cuanto a ti, querida Livia, voy a decirte lo que realmente pienso, aunque no te guste y deba pagar las consecuencias: tus pesadillas y tus terrores no son el anuncio de una calamidad futura, sino el castigo de los dioses por tu comportamiento ultrajante con el señor. ¿Crees que en la villa estamos todos ciegos y sordos? ¿Qué tramas? ¡Nos hemos dado cuenta de tu coqueteo! ¿Por qué no compartes la cama con él? ¿Qué esperas para darle lo que él no se atreve a tomar porque es demasiado bueno y respetuoso con todos, incluido el ganado humano que somos nosotros? Cupido y Venus lo han golpeado bien, vamos… No puede disimularlo, rebosa por todos los poros de su piel. Y tú, ¿eres insensible a su encanto viril, a su pena por haberse quedado sin mujer y ser desdichado desde hace diez años? ¿Acaso tu corazón es tan duro como esta piedra? —dice Helvia, golpeando el suelo con el pie—. ¡No te hemos visto nunca retozar con nadie, como hacen todas las chicas, y hasta te escabulles del hombre al que perteneces! ¿Padeces quizá un mal que no quieres transmitirle, una enfermedad intima e inconfesable? ¿O bien no hay fuego alguno en ti, salvo en tus sueños?
En el momento en que Livia, consternada, abre la boca para responder, una detonación formidable hace temblar el suelo y la atmósfera. Como la mayoría de los transeúntes, las dos mujeres y la chiquilla pierden el equilibrio y caen. Otras deflagraciones estallan.
—¡Los titanes prisioneros del Vesubio! ¡Los veo, se escapan! ¡Escapan de la montaña! —grita un vendedor.
Helvia, Asellina y Livia se levantan y se vuelven hacia el norte. Petrificados por la sorpresa, los pompeyanos descubren que la cima de su montaña se ha escindido en dos. Una temible columna de fuego y una nube de humo negro se elevan en el aire. Del cráter salen volando rocas enormes. El estruendo es ensordecedor. De pronto, un pájaro cae a los pies de Livia. Ha sido fulminado en pleno vuelo. Ella levanta los ojos: una lluvia de piedras, terrones de tierra y
lapilli
desgarra el cielo.
—¡Por Cibeles, la madre de los dioses! —grita Helvia poniéndose el cesto sobre la cabeza en un reflejo ridículo.
Asellina llora, la multitud aterrorizada grita y echa a correr en todas direcciones, sin rumbo, como los pájaros en el cielo. Las estatuas de mármol del Foro caen y se rompen. Los tenderetes se vienen abajo y las mercancías se desperdigan. Bajo el granizo de piedras incandescentes, los majestuosos templos recién restaurados se resquebrajan y amenazan con derrumbarse como casuchas. Los albañiles que trabajan en la reconstrucción del edifício de Eumaquia saltan de los andamios y salen corriendo. La escultura de Venus, patrona de la ciudad, que se alza sobre el tejado del santuario se abate sobre el atrio: partida en varios trozos, la diosa alada está impotente y desarmada.
—¡A las termas! ¡Hay que refugiarse en las termas! —brama un oficial municipal, que se enreda los pies con la toga.
Bajo el torrente de piedras ardientes, algunos lo siguen. Otros corren a refugiarse en el templo de Apolo o bajo las columnas de la basílica, que los aplastan al caer. Una masa enloquecida se precipita hacia la puerta sudoeste para dirigirse a Herculano sin saber que, en el mismo instante, la ciudad vecina es devastada por un torrente de fango. Tan aterrorizados como los hombres, los caballos se encabritan y escapan, aplastando todo lo que se cruza en su camino. La plaza del Foro está sembrada de cadáveres.
Pasado el primer momento de estupor, Livia coge a Asellina de la mano y le grita a Helvia:
—¡A casa! ¡Tenemos que volver a casa! ¡Allí estaremos a salvo! ¡Deprisa!
El pedrisco ardiente continúa cayendo. El calor se acentúa. Las dos mujeres y la chiquilla toman la dirección del este e intentan abrirse camino por el
decumanus maximus
, entre la muchedumbre vociferante que va en sentido inverso. Helvia está herida, una piedra candente le ha arrancado una oreja: la sangre le corre por el cuello y el hombro y hace chillar a Asellina, a quien las dos adultas mantienen firmemente agarrada entre ellas, transportándola y protegiéndola lo mejor que pueden de la tormenta mineral.
De pronto, el sol queda tapado y la noche cae en pleno día. La oscuridad sobrenatural es rasgada por relámpagos.
—¡El sol ha muerto! —braman los pompeyanos—. ¡Los dioses bajan del panteón para castigarnos, salen del Olimpo! ¡Las divinidades de los Infiernos suben hasta nosotros! ¡Estamos perdidos, estamos perdidos!
La brutal aparición de las tinieblas termina de llevar el pánico general a su paroxismo. Las tres esclavas chocan con las personas que vagan y huyen dando tumbos en el caos infernal, sin saber adonde van. Dando codazos, indiferente a la desbandada, apartando a la multitud como un animal terco y obstinado, Livia avanza lo más deprisa que le es posible con Asellina agarrada a su brazo. Si estuviera sola, echaría a correr, pero no puede abandonar a sus compañeras. «Javoleno… el sótano secreto —piensa—. Javoleno, no debería haber salido de casa, no debería haberme alejado de ti ni un instante…» Tiene la impresión de que sus fuerzas se redoblan a cada paso que la acerca al ser amado y a la posible salvación.
—¡Asellina, Helvia, ánimo! —dice—. ¡Vamos a llegar! ¡Tenemos que llegar a la villa y estaremos salvadas, os lo prometo! ¡Deprisa! ¡Deprisa!
Algo le pincha el antebrazo. En la bruma sombría que las envuelve, unas manchas claras se mezclan con la escoria gris y negra. Livia extiende la mano.
—Parece nieve —murmura, sin dejar de avanzar.
Pero los copos están calientes, tan calientes que aparta los dedos, casi inflamados por su contacto; aquello parece polvo ardiente.
—Ceniza —dice, atónita—. ¡Llueve ceniza! ¡Señor Jesús, llueve ceniza!
—¡Por Orco y Tánatos, las tumbas de la tierra se han abierto y se esparcen sobre nosotros! —ruge Helvia—. ¡Las Furias y los lémures salen del Hades! ¡Los sepulcros están abiertos, los muertos vienen a vengarse, nuestros antepasados nos han maldecido! ¡Plutón es el nuevo señor de la tierra, vamos a perecer todos, devorados por nuestros propios difuntos!
—No, Helvia —contesta Livia—, no si llegamos a casa… ¡Te lo suplico, haz un esfuerzo! ¡Más rápido, más rápido!
El agua del cielo se mezcla con la ceniza. El diluvio demoníaco arrecia. Al cabo de un momento, el suelo está cubierto de carbonilla clara que brilla sobre las piedras pómez y reluce en la oscuridad. El
lapilli
y las cenizas se acumulan, mientras que los guijarros pulverulentos continúan cayendo. El avance resulta cada vez más difícil, obstaculizado por el calor de la atmósfera, los cascotes de los derrumbes, las piedras y la capa de ceniza, cada vez más gruesa, cada vez más alta, que despide un humo sospechoso y un atroz olor de azufre, semejante al de huevo podrido. Empapada de agua y de polvo blanco, tosiendo, Livia se arranca la prenda que lleva bajo la túnica y la rasga en dos: coloca uno de los trozos de tela sobre la nariz y la boca de Asellina y lo ata detrás de la cabeza de la niña. Ata el otro pedazo detrás de su propia cabeza, mientras que la cocinera efectúa la misma operación. Antes de anudar la tela sobre sus cabellos, Helvia le dice a Livia:
—Tenías razón, hija mía… Tus pesadillas anunciaban la verdad…, la horrible verdad…
Un ruido sordo las hace volverse. A su derecha, el tejado de una villa se hunde bajo un bloque de piedra gigante, que ha atravesado los cielos como un meteoro. Cierran los ojos, horrorizadas, antes de reanudar su agotador periplo. Jamás les ha parecido la
domus
tan lejos. Los gritos continuos de los hombres y de los animales dominados por la locura incrementan el ruido del estruendo celeste que cae sobre la ciudad. Algunos se protegen con una teja caída de un tejado. El aire es irrespirable, la ceniza húmeda se les pega a las piernas, esa ceniza terrible que continúa extendiéndose y subiendo en un torrente inexorable, horrenda boca sepulcral que quiere engullir la tierra.
Cuando llegan por fin a la esquina de la calle principal y el
cardo maximus
, asfixiándose bajo la mordaza, ven salir a un sacerdote de Isis que corre llevando un enorme fardo al hombro. De pronto, se detiene, escruta un punto invisible y cae de cabeza entre la ceniza deletérea. El saco se abre y esparce su contenido: monedas con la efigie de Tito, estatuillas de Isis y de Osiris, objetos de culto, cálices de oro. Más allá es toda una familia que se disponía a huir la que ha perecido bajo el atrio derrumbado de su casa, con sus riquezas alrededor. Solo el perro, atado a una cadena, ladra como si quisiera devorarlos. Cual ganga de nieve ardiente, la ceniza se introduce en los pliegues de la ropa, en las cavidades de los cuerpos y de los rostros, antes de sepultarlos bajo su implacable caída. Las piedras pómez se amontonan sobre los restos mortales, consumen las carnes y descarnan los esqueletos. La materia lívida y nauseabunda les llega ahora a las dos mujeres hasta más arriba de las rodillas. Asellina está sumergida hasta el vientre. Helvia la sienta sobre sus robustos hombros ensangrentados. Una mujer embarazada a la que su marido arrastra, con una linterna en la mano, grita que no abandonará a sus ancestros en el larario. Entra en la casa, sale con las máscaras y los cuadros, cierra la puerta con llave y se desploma en el umbral.
Las víctimas asfixiadas por los gases, la ceniza o el calor, aplastadas por desprendimientos en la calle o por el derrumbe de su propia casa siembran la ciudad. La mayoría aprietan todavía contra sí una bolsa llena de sestercios, una bandeja de bronce o de plata, joyas, esculturas y objetos de arte envueltos en una tela. Los niños tienen la cabeza pegada al regazo de su madre. Frente a la muerte, amos y esclavos son al fin iguales. Solo la ropa y las joyas que adornan los cadáveres permiten distinguirlos.
Un grito amortiguado de Asellina saca a Livia de su lucha contra la ceniza empapada. Helvia yace al lado de ella, inmóvil sobre el empedrado. La niña parece haberse fracturado la muñeca al caer. La joven se precipita sobre el cuerpo inerte de la cocinera. El semblante de Helvia está congelado en una expresión de sorpresa e intenso dolor. Los ojos de Livia se llenan de lágrimas, coge a la chiquilla de la mano y, trabajosamente, paso a paso, cegada tanto por su llanto como por la nebulosidad circundante, se dirige hacia el norte, en dirección a la montaña que les aseguraba la vida y que hoy extiende la muerte. Imperceptiblemente, se acerca a casa. Gira a la derecha. Su calle ya no está muy lejos. Lo sabe, lo siente, pese a que no ve casi nada.