Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
—No tengo a nadie a quien pedirle que se quede con Romane. Y además, le he prometido que no volveré a dejarla sola.
El anticuario guardó silencio unos instantes.
—De acuerdo —dijo—,1o hago por ella. Alquilo un coche en el aeropuerto, como la otra vez, y voy. ¿Crees que podrás descifrar la misiva?
—Ni por asomo. Sé griego antiguo y domino a la perfección el latín, como tú, pero no tengo ni idea de arameo, la lengua del profeta.
—Es una pena…
—¡No importa, puesto que la sola visión de esos signos puede salvar a mi hija! Comprendo tu curiosidad, pero encontrarás un especialista en lenguas antiguas capaz de satisfacerla. Lo más urgente ahora es curar a Romane, mostrarle ese antídoto que expulsará a Livia de sus pesadillas y de su cuerpo.
—Está bien. Pero debemos ser prudentes. No olvides que los asesinos de Roberto, Beata y James siguen estando sueltos.
—Probablemente han sido ellos los que han borrado el archivo del ordenador de Roberto.
—Seguro. Pero me pregunto cómo accedió él a la frase, puesto que nadie antes que nosotros había entrado en la tumba subterránea…
Johanna pensó en el Monte y en el secreto que había profanado allí.
—El mensaje ha podido transmitirse por otra vía hasta nuestros días —dijo—. En cualquier caso, tienes razón, debemos permanecer atentos. Pueden estar al corriente de que tienes el archivo. Ten cuidado para que no te sigan y…
—Haré lo que esté en mi mano, pero no soy un profesional. De forma involuntaria, puedo atraer a los criminales a tu casa.
—Sí. Quedemos en un lugar neutral…
—En tu yacimiento —propuso Tom.
—Está al descubierto, cualquiera puede vernos y constatar que me das un papel. Y la caseta es demasiado frágil. Se puede forzar fácilmente la puerta. Necesitamos un lugar más discreto y, sobre todo, más seguro. Déjame que piense… ¡Ya lo tengo! ¡La basílica!
—¿Tú crees? Están los monjes y las monjas…
—No viven en la basílica, y ya no estamos en la Edad Media, Tom. Las Fraternidades de Jerusalén cantan el último oficio, el de vísperas, a las cinco y media, y no se levantan por la noche para vigilias. La iglesia cierra a las ocho y a partir de ese momento, aparte de los fantasmas y tal vez los ángeles, no entra nadie. Pero yo tengo las llaves.
—Es una buena idea.
—Espero que Romane duerma y no se dé cuenta de tú ausencia. Mañana, a las diez de la noche, en el nártex de la basílica. Entra por la puerta de la izquierda. La dejaré abierta.
—Allí estaré.
—Hasta mañana, Tom.
Cuando Johanna entró en el dormitorio de su hija, vio que esta se había vuelto a dormir. Le tomó la temperatura: 38,2 °C. La fiebre había cedido una décima. Sobre el pupitre, Hildeberto jugaba maullando con la escultura de María Magdalena, sentado sobre el álbum de fotos. Johanna lo apartó, comprobó que el objeto sacro no tenía ningún rasguño y acercó un taburete. Puso a María Magdalena a buen recaudo sobre la cornisa de estuco que se extendía por todo el perímetro de la habitación, ocultando unos tubos de neón que Johanna no encendía nunca, pero que en otros tiempos servían para iluminar el trabajo de joyero del marido de Louise Bornel, que utilizaba esa estancia como taller. Situada sobre la cabeza de su hija, le parecía que la santa protegía su sueño. Se sentó detrás del pupitre y se dejó llevar por sus reflexiones. «Es increíble —pensó, con el corazón palpitante—. ¡La misteriosa frase escrita por Livia existe y Tom la tiene! Mañana, esta pesadilla habrá terminado… Mañana por la noche podré estar segura de que Livia descansa en paz, de que mi hija está a salvo, y todo esto no será más que un mal recuerdo… Mañana, las dos nos habremos librado de los espectros y será Navidad con unos días de antelación …»Un débil grito ronco la hizo volverse. Romane gemía moviendo la cabeza. Al parecer, su hija estaba de vuelta en Pompeya. La chiquilla empezó a sudar y a toser. El terror se leía en su rostro, pese a tener los ojos cerrados. La fiebre subía de nuevo. Johanna le cogió las manitas, que temblaban. Visualizó las calles de la ciudad invadidas de humo, de
lapilli
y de gases tóxicos, imaginó a Livia luchando contra el cielo para llegar a la casa del filósofo. Volvió a ver mentalmente la calle de la Abundancia, la de Noie, la del Centenario, el edificio, el fresco de los estoicos agrietándose bajo la tormenta de ceniza y de azufre. J. Saturno Vero la abrazaba nada más cruzar el umbral. El atrio, el
tablinum
, el peristilo, el jardín, el pozo, el sótano. Por doquier yacían cuerpos transformados en estatuas. La palanca, la losa, los peldaños de piedra de lava, la sala de cinco metros bajo la superficie del suelo, a cinco metros del apocalipsis. Mientras los vapores ácidos se comían la tela que taponaba el conducto, Johanna tuvo la impresión de ver a su hija: arrodillada delante de un cofre que contenía manuscritos griegos, trazaba sobre un papiro extraños signos en arameo.
—¡Gracias, señora Borne!. Estaré de vuelta lo antes que pueda.
—¡Márchese, hija, y no se preocupe, tengo municiones para las dos! —contestó la anciana señalando una jarra de limonada y una botella de aguardiente de Borgoña.
Johanna sonrió, se puso el anorak y salió de casa con cuidado para no hacer ruido al cerrar la puerta. Después de la subida de la noche anterior, la fiebre de Romane se había estabilizado en 38 °C. El doctor Sanderman había prometido que iría al día siguiente, sábado, a fin de examinar a la chiquilla y, si su estado lo permitía, trabajar con ella bajo hipnosis. Romane estaba débil y somnolienta, pero las fases de delirio habían cesado. Madre e hija habían pasado el día mirando las fotos del álbum y escribiendo la carta a Papá Noel bajo la mirada de María Magdalena, que las observaba desde lo alto de la cornisa. Hildeberto estaba tumbado sobre los pies de la chiquilla. De cuando en cuando, levantaba sus ojos amarillos y tendía una de sus grandes patas negras hacia la escultura de la santa, emitiendo maullidos furtivos que parecían una llamada.
«Mamá, ¿tú crees que él también le reza a María Magdalena?», había preguntado la niña.
«Yo creo más bien que confunde la imagen con un juguete nuevo y se muere de ganas de afilarse las uñas con ella —había respondido la arqueóloga—. ¡Lo siento, amiguito, confórmate con tus croquetas y las cortezas de los árboles!»Pese a este reproche, el gato rompió sus costumbres y no salió de casa. Parecía hablarle a la escultura a la vez que vigilaba a la chiquilla, y Johanna se acordó de las palabras de Isabelle sobre el presunto poder psicopompo y nigromante de los felinos. Luego apartó ese pensamiento de su mente.
El relato que le hizo a su hija de su historia de amor con su padre y de los acontecimientos del Monte resultó dificultoso, entrecortado y doloroso. La pequeña bebía las palabras de su madre con avidez y parecía contentarse con lo que Johanna quería o podía decirle, que representaba mucho más de lo que había oído hasta entonces.
Sin interrumpirla, la niña absorbía no solo las frases, sino también los silencios, las lágrimas y la confusión de su madre con voracidad. Johanna describió el aspecto y el carácter de Simon, sus orígenes, su pasión por las leyendas, su casa del Monte, su tienda de Saint-Malo y su cariño mutuo. Evocó la armonía casi sobrenatural que había habido entre ellos y la noche de abril en que Romane había sido concebida en Mont-Saint-Michael, y se dio cuenta de que era la primera vez que lo recordaba y dejaba emerger ese sol de las brumas que lo habían cubierto. Aquella noche había sido su último momento de felicidad antes de la tormenta que los había aniquilado. Hizo brevemente alusión a la ruptura y terminó con el fin trágico de Simon, del que la chiquilla lo ignoraba todo. Para hablar de su desaparición, Johanna se había limitado hasta entonces a decir «tu padre murió» o «papá está muerto». Comprendió hasta qué punto esas palabras eran el lacónico reflejo de una verdad que la niña, en el secreto de su imaginación, se esforzaba en vano en dotar de realidad. Romane suponía que su padre había fallecido a causa de una enfermedad o de un accidente y que estaba enterrado en un cementerio. Johanna le enseñó una foto del velero en el que se había hecho a la mar. Le habló largamente de la Mancha y de sus tempestades, que podían hacer naufragar a los marinos más experimentados. Esquivó el asunto del suicidio de Simon confiando en que, de momento, la niña achacaría la muerte a una lucha desigual con las fuerzas de la naturaleza, lo que, sin ser totalmente cierto, tampoco era una mentira.
Ahora Romane entendía por qué su madre, cuyo oficio consistía en descubrir a los difuntos olvidados en la tierra, no le había enseñado nunca la tumba de su padre. La niña lo imaginó con traje de tres piezas y una pipa en la mano, hundiéndose con su barco y durmiendo sobre un lecho de arena con los peces, al lado del barco. Por fin podía poner palabras y una imagen a la muerte de su padre.
En la carta a Papá Noel que le dictó a su madre, pidió un libro de leyendas bretonas y un viaje a Mont-Saint-Michael. Muda y con el corazón encogido, Johanna escribió su encargo.
A última hora de la tarde, el cielo se cubrió de nubarrones. El viento del norte, el septentrión, barría la montaña, pero se levantó el viento del oeste, el poniente. El encuentro de los soplos antagonistas era fuente de tormenta o tempestad. Johanna consideró imprudente dejar a su hija sola en casa cuando acudiera a la cita con Tom. Telefoneó a Louise Bornel para pedirle que se quedara con ella, pretextando que había surgido un problema en el yacimiento y debía ir urgentemente. La anciana no se hizo de rogar y se presentó para cuidar de Romane. Esta última dormitaba en su habitación.
21.25 h. Johanna aspiró la noche negra cargada de electricidad. Los pájaros estaban callados. Ráfagas violentas agitaban los árboles descarnados. Las luces navideñas se balanceaban. El frío era intenso. Se subió la cremallera, se aseguró de que llevaba una linterna en el bolsillo, giró en la calleja del Chevalier-Guérin y desembocó en la explanada de la basílica, expuesta a la furia del viento. Las calles estaban vacías y, de no ser porque veía luz en las ventanas de las casas, habría podido creer que el pueblo estaba abandonado. Observó los alrededores en busca de su amigo, pero no vio a nadie. En cambio, vio luz en casa de fray Pacifique. Corriendo empujada por el septentrión, se dirigió hacia la casa rectoral. El viejo franciscano estaba arrodillado, pero interrumpió su oración en cuanto reconoció sus pasos. En un tono exaltado y lanzando constantes miradas al reloj, Johanna le contó su viaje a Pompeya y le habló del descubrimiento del sótano secreto, del papiro de Livia, de la secta de Roberto, de la última llamada de Tom y de su cita en la basilica.
—¡En cuanto le enseñe a Romane las palabras ocultas de Jesús, se curará! —dijo, excitada.
—Mmm… —murmuró el monje—. El mensaje del Señor contenido en los Evangelios es, en efecto, un remedio universal que cura el alma de los enfermos. En cuanto a esa frase, confieso que estoy perplejo… Si no se perdió, si todavía existe… ¡Por todos los santos!
La mirada clara del anciano monje, normalmente tan serena, dejaba traslucir su emoción. Pasaba sus dedos nudosos por la palma de las manos, miraba la cruz colgada de la pared, la Biblia que descansaba en la mesilla de noche, daba vueltas sobre sí mismo, perdido en una maraña de preguntas que lo estremecían en lo más profundo de su ser. Johanna interrumpió esa agitación desconocida: no podía exponerse a llegar tarde.
—Váyase, hija, váyase —dijo él, cogiéndole las manos—. Pero, sobre todo, no olvide que ya han matado por ese mensaje. Sea prudente. Mi oración la acompaña.
En el exterior, Johanna lanzó una mirada en dirección al yacimiento sumergido en las tinieblas y azotado por el viento, antes de levantar la cabeza hacia el Arcángel de piedra situado en la esquina sudoeste de la torre de San Miguel. En la oscuridad, intuyó sus alas, su lanza y su escudo con la cruz; luego, en la esquina sudeste, la escultura de san Pedro con una llave en la mano. Se acercó al pórtico y pasó junto al tímpano del Juicio Final. Se dirigió hacia la entrada de la izquierda, sacó el manojo de llaves, subió los peldaños y abrió la pesada puerta de madera de color sangre de buey. Llamó a Tom en voz baja, pero solo el viento contestó. Entró en la basílica y cerró la puerta, pero sin pasar el pestillo. Sumido en la oscuridad, el nártex exhalaba un olor de incienso y de vieja piedra caliza. Esa atmósfera calmó su excitación, pero le pareció sentir una mirada sobre ella. Con ayuda de la linterna, comprobó que los tres batientes por los que se accedía a la nave estaban cerrados. Johanna estaba sola en el grandioso vestíbulo del siglo XII, entre los santos, los mártires y los demonios de las escenas sagradas.
Iglesia dentro de la iglesia, la vasta antecámara estaba concebida como un preludio a la gloria de la nave, una etapa purificadora en el camino del coro. En otros tiempos, ese espacio era de libre acceso para todos, a cualquier hora del día y de la noche. De día, el nártex estaba bañado de reflejos dorados y de una atmósfera de recogimiento apacible. De noche, las cabezas grotescas y amenazadoras de los monstruos de los capiteles asustaban a los penitentes. Esa noche, la tormenta inminente y el peligro relacionado con el mensaje secreto de Jesús hacían que el edificio resultara casi aterrador. Johanna hizo caso omiso de los animales fantásticos y las figuras de Sodoma que se enfrentaban a su alrededor y dirigió el haz de luz de la linterna hacia el gran tímpano medieval. Jesús irradiaba su luz de piedra sobre la cabeza de los apóstoles, transmitiéndola en largos rayos que brotaban de sus manos. El semblante alargado de Cristo, en el centro de la mandorla, era sereno pero decidido. La arqueóloga se preguntó cuál sería el contenido del verbo oculto. ¿Por qué esconder esa frase? El resplandor iluminó el sutil drapeado de la túnica de Cristo, inflada por el soplo divino. A ambos lados del Salvador estaban los apóstoles, con un libro en las manos. Bajo unas nubes apacibles, los situados a su derecha exhibían un Evangelio abierto, mientras que los situados a su izquierda llevaban, bajo los nubarrones de una tormenta, un volumen cerrado con roblones. Johanna observó las cubiertas selladas. De nuevo, pensó en el mensaje en arameo. ¿Había ordenado su autor ocultarlo, o bien eran sus herederos, los apóstoles, los que habían optado por no divulgarlo? ¿Qué podía decir que fuera tan sorprendente y que justificara el asesinato de tres personas: James, Beata y Roberto? Pensó que, a lo largo del tiempo, probablemente otros seres humanos habían sido sacrificados para sustraer de la faz del mundo esas palabras misteriosas. A la curiosidad y la frustración por no poder traducirlas, se sumó el miedo de que Tom atrajera a Vézelay a los criminales de Pompeya. Lamentó no haberse metido un cuchillo en el bolsillo. Después se dijo que no sería capaz de utilizarlo y que, como en la casa del filósofo, era preferible contar con la fuerza de su amigo. No obstante, sintió un escalofrío al recordar la desaparición inexplicable de la fotografia y, sobre todo, la silueta incierta que en los últimos meses la había seguido. Inspeccionó otra vez los alrededores.