Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
Salvo los monstruos de piedra, no vio ninguna sombra pavorosa, pero oyó, al otro lado de las vidrieras, los rugidos amenazadores de los truenos, que, como los ladridos de Cerbero, parecían advertir de la apertura próxima del mundo subterráneo del Hades. Se estremeció de frío y de miedo. Su imaginación galopaba. Pensó en los rayos que habían caído en varias ocasiones sobre la iglesia y habían propagado el fuego y la ruina. Salió del edificio y observó el cielo: unos relámpagos desgarraban la capa negra. El encuentro funesto del septentrión y el poniente se acercaba, la explosión de los elementos era inminente, pero el aire aún se mantenía seco, sacudido por las estrías deslumbrantes y el jadeo de los vientos.
Eran las diez menos diez. Buscó a Tom en vano. Demasiado pronto para alarmarse por su ausencia. Volvió al nártex y subió unos peldaños. Al final de la escalera, la llave giró en la cerradura de una puerta de madera. La cerró a su espalda, subió otra escalera y llegó finalmente a la antigua capilla de San Miguel y a las tribunas. Puso una mano sobre la cabeza del Arcángel derrotando al dragón, se obligó a respirar, apagó la linterna y admiró la nave que se extendía abajo. Unos focos escondidos en los pilares de piedra, así como los cirios del coro y de las capillas resplandecientes, difundían una luz suave y serena. La nave románica desprendía tal belleza, una armonía tan grande que Johanna sintió una oleada de calor inundarle el alma. Una frase de Jules Roy acudió a su memoria: «Sabbat de amor, a la vez que mañana de resurrección, eso es Vézelay».
Recordó que al día siguiente, solsticio de invierno, el prodigio establecido por los arquitectos de los tiempos pasados se produciría: el sol iluminaría frontalmente los capiteles de la nave central, simbolizando el milagro de la fe, y poco antes de Navidad, al amanecer, el nártex adquiriría una tonalidad rojo sangre.
«Mañana, la tormenta será vencida —se dijo, relajando sus nervios tensos—. Animo, Jo, calma ese temor irracional. La clave del misterio se acerca. Dentro de unos minutos, Tom estará aquí con una copia de la carta de Pompeya. El Arcángel vela por mí, como lo hizo hace seis años. Los asesinos están lejos de aquí. Dentro de una hora, le enseñaré las palabras de Cristo a Romane y todo habrá acabado. Dentro de unos meses, se lo contaré todo. Nunca más me callaré. Hablaré con ella, y ella comprenderá…»Un ruido sordo interrumpió ese pensamiento apaciguador, seguido de lo que parecían pasos. Johanna aguzó el oído. «Tom», pensó. Salió de la tribuna, bajó la escalera y entró en el nártex. Nadie. Llamó a su amigo, pero fue la tormenta quien le respondió: una deflagración extraordinaria laceró la atmósfera. Se habría dicho que el cielo caía sobre la tierra. Levantó la cabeza hacia la imponente bóveda de crucería: un relámpago centelleó a través de una ventana en arco de medio punto, la lluvia golpeaba los cristales, los truenos fustigaban la montaña. Johanna había visto pocas veces una tormenta tan violenta.
De pronto, la puerta que daba al exterior se abrió. Johanna la enfocó con la linterna y vio la imponente silueta de su amigo, encorvado bajo la furia de la naturaleza. Soltó un suspiro de alivio y fue corriendo hacia el anticuario.
—¡Tom, por fin! Estaba preocupada…
—Aquí me tienes, Jo. Completamente empapado, pero aquí estoy.
Ella le dio sendos besos en las mejillas mojadas.
—No hay manera de oírse, con el estruendo de la tormenta —dijo—. ¿Dónde podemos hablar sin tener que gritar?
—Pensaba que estaríamos bien aquí, pero… tienes razón —admitió Johanna al comprobar que sus palabras quedaban ahogadas por los truenos y el golpeteo de la lluvia—. Sígueme.
Lo condujo hacia la escalera por la que se accedía a las tribunas. Una vez allí, continuó y atravesó el edificio hasta el lado sur, antes de detenerse delante de una puerta. Sacó el manojo de llaves y la abrió.
—¿Adonde me llevas? —preguntó Tom.
—A la torre de San Miguel. Allí no nos molestará nada, ni siquiera la colera de los elementos. Aquí estamos seguros —dijo, entrando en el recinto—. Desde arriba, el panorama es espectacular, pero te lo enseñaré cuando haya un cielo menos tormentoso…
Tom la siguió por la torre cuadrada, sumida en las tinieblas. El pequeño círculo amarillo de la linterna iluminó unos escalones de madera carcomida y una estructura maciza que subía hacia el infinito y albergaba las campanas. Allí reinaba el silencio. Johanna se sentó en el primer escalón y Tom frente a ella, en el suelo de tierra. Mientras la joven colocaba la luz entre ellos, el pompeyanista retiró de sus anchos hombros una pequeña mochila de lona. Fue entonces cuando Johanna se fijó en su tez terriblemente pálida y en el temblor de sus enormes manos.
—Tom, ¿no te encuentras bien?
—Tengo la impresión de que me han seguido. No he observado nada raro en el aeropuerto de Nápoles ni en Roissy, pero hace un momento, en la carretera, habría jurado que un coche me pisaba los talones.
—¿Estás seguro? —insistió ella, pensando en el ruido de pasos que había precedido la llegada del neozelandés.
—No, estaba oscuro, solo he visto los faros del coche, pero… ¿Has hablado con alguien de nuestra cita?
—¡Te prometo que no! Ni siquiera se lo he dicho a mi vecina, que está con Romane en este momento.
—¿Y a Isabelle?
—Apenas he podido hablar con ella. Desde que ha vuelto a París, está desbordada. Te juro que nadie está al corriente.
Omitió su rápida conversación con fray Pacifique, el único que sabía dónde se encontraba en ese momento y, sobre todo, por qué. No se imaginaba al anciano saliendo de su celda y de la perplejidad en la que lo había sumido, para correr, bajo la tormenta, a desvelar el secreto a sus hermanos de La Cordelle o a sus vecinos de las Fraternidades de Jerusalén.
—Confío en ti, Jo, ya lo sabes, pero no puedo olvidar lo que ha pasado en Pompeya. Quizá los asesinos me hayan seguido desde Campania, o tengan cómplices aquí…
—Sí, comprendo —dijo ella, pensando en la sombra que la espiaba en Vézelay.
—¿Llevas un arma? —preguntó Tom.
—Claro que no, mi arma eres tú.
—Así es —contestó él, sacando un revólver de la mochila ante los ojos atónitos de Johanna—. No te preocupes, simplemente se lo he pedido prestado a un amigo napolitano. El episodio de los perros, cuando estábamos en el sótano, me sirvió de lección. Prefiero tomar precauciones.
Cogió la linterna y barrió los alrededores con el haz de luz. Su expresión era de preocupación.
—Tom, aquí estamos solos —afirmó Johanna.
—Eso espero —murmuró él.
—Por favor, no me hagas esperar más. Dame lo que has venido a traerme.
—¿Cómo está tu hija?
—Mejor. Pero sigue teniendo fiebre. Sanderman pasará mañana. De todas formas, estoy convencida de que la hipnosis no puede curarla. Solo la visión de la palabra perdida de Cristo, escrita por Livia, podrá liberarla del hálito malsano de esa pobre mujer. ¿Dónde está el mensaje?
—En lugar seguro.
—¿No lo llevas encima?
A modo de respuesta, Tom se levantó e inspeccionó otra vez las proximidades, con la linterna en una mano y el arma de fuego en la otra. Johanna no lo había visto nunca tan febril y ansioso.
—¡Tom! —gritó, furiosa—. ¡No me digas que has dejado el documento de Roberto en Pompeya!
—Cálmate —ordenó él con voz angustiada—. He depositado una copia en una consigna del aeropuerto de Roissy hace un rato, por si… Pero para ti tengo algo mucho mejor.
—¿Qué?
—Anoche —dijo, volviendo a sentarse—, fui a Roma, a casa de un colega de la universidad que es especialista en lenguas antiguas y, en concreto, en arameo.
Johanna se quedó de piedra.
—Por supuesto, le mentí sobre la procedencia y el autor de la carta, pero… tradujo la frase secreta.
—¡Tom, es sensacional! —exclamó Johanna, levantándose de un salto—. ¡Has hecho descifrar las palabras ocultas de Jesús, las palabras hurtadas al mundo desde hace casi dos milenios! Es inaudito, déjame leer esa frase, deprisa…
—Siéntate, por favor.
Ella obedeció. Tom, lívido, dejó la linterna en el suelo y, lentamente, abrió la cremallera de la mochila. Frente a él, la joven a duras penas lograba dominar su agitación. El arqueólogo sacó un papel normal y corriente y se lo tendió. Cuando Johanna cruzó la mirada con la suya, vio que unas lágrimas brillaban en sus ojos. Cogió el papel doblado en cuatro, se acercó a la luz de la linterna y desplegó la hoja en la que estaba escrito uno de los mayores secretos de la humanidad.
«Me entristece. Pero debes morir. Como los demás.»—Tom, ¿qué significa esto? —preguntó, estupefacta.
Levantó la cabeza en el momento en que el cañón del revólver apuntaba hacia ella.
—¡Tom! —balbució—. ¿Qué pasa? ¿Qué haces? ¿Te has vuelto loco?
—Johanna, me entristece muchísimo —dijo con la voz quebrada—. Mucho más que en el caso de James, Beata o Roberto, porque tú eres una verdadera amiga. Juntos hemos penetrado el misterio de la casa del filósofo, que jamás habría descubierto sin ti. Pero no tengo elección. No. No puedo hacer otra cosa…
Desconcertada, la joven observaba sin salir de su asombro al arqueólogo amenazándola con el arma. Veía la escena, entendía lo que él decía, sin embargo, su cerebro era incapaz de comprender el sentido de sus palabras y sus gestos.
—No… no entiendo —balbució—.Tom, ¿qué te pasa?
Anonadada, observó de nuevo el papel que tenía entre los dedos, la boca negra del revólver, el rostro de su amigo, que poco a poco adoptaba un aspecto que no conocía: sus rasgos se endurecían, su mirada se volvía fría, fija, tan horripilante como el arma. Se cogió la cabeza entre las manos.
—¡No, no, no es verdad, estoy soñando, es una pesadilla, tú no, Tom, tú no, voy a despertarme!
Él se puso a reír. Era una risa de demente, compulsiva, estridente, incontrolada. Su hilaridad absurda desencadenó en ella una ráfaga de recuerdos. «No es posible —pensó—. ¡La historia se repite!» Las lágrimas se agolparon en sus ojos.
—Tom, tienes que darme una explicación… ¿Por qué me apuntas con la pistola?… ¿Qué significa esto? —añadió, señalando el papel—. Formas parte de… de esa secta, los guardianes de la palabra de Cristo, ¿es eso? ¿Eres su jefe? ¿Has matado a tus arqueólogos?
El se calmó y meneó la cabeza de derecha a izquierda, emitiendo quedos gruñidos de contrariedad.
—Jo, en Pompeya tu inteligencia funcionaba de maravilla, pero aquí se te ha reblandecido el cerebro. Me he visto obligado a eliminar a James, Beata y Roberto, es verdad, pero no por la razón que apuntas.
Johanna se tapó la boca con las manos. ¡Tom era un asesino! ¡Tom era el criminal y ella no se había dado cuenta de nada, no había intuido nada! Una arcada le revolvió el estómago.
—Piensa un poco —continuó él, sonriendo—, ¿me ves dirigiendo un grupúsculo de locos de Dios? ¡Pero si ni siquiera creo en Dios! ¡Esa famosa secta no existe, Jo, no ha existido nunca salvo en tu cerebro envenenado por las pesadillas de tu hija!
—Pero, pero… la frase… Livia… en el sótano… escribió…
—¡Una vulgar carta de despedida, sin duda alguna, como siempre te dije! Jo…, pobre Jo…, ese supuesto mensaje prohibido tampoco existe, ¡has creído en quimeras!
—El documento en el ordenador de Roberto, la carta en arameo, Roma, el profesor universitario…
—Tendrás que perdonarme esas mentiras hechas a tu medida —ironizó—, pero no tenía más remedio…
—Los panfletos encontrados en casa de Roberto, con las cosas de James y de Beata…
—Eso lo hice para la policía, para que Sogliano tuviera un asesino y un móvil a los que hincarle el diente y dejara de rondar a mi alrededor.
—Pero ¿por qué, Tom? ¿Por qué? —dijo Johanna, gritando.
El dejó de sonreír y, sin dejar de apuntarla con el revólver, se sentó frente a ella, igual de tranquilo que si se preparara para un picnic.
—Evidentemente —dijo en un tono agrio—, tú, con tus diez años de estudios, tu tesis y tu Centro de Investigaciones Científicas, no puedes comprender…
—¿Qué, Tom?
—¡Que soy el mejor arqueólogo pompeyanista del mundo aunque no forme parte de vuestro pequeño clan, vuestra casta cerrada de universitarios arrogantes y pretenciosos forrados de diplomas!
—Efectivamente, Tom, no comprendo.
El la escrutó con desprecio.
—¿Crees acaso que en las llanuras de Canterbury, en medio de los corderos, hay una facultad de historia especializada en Antigüedad romana opción arqueología? —preguntó con agresividad.
—No… no lo sé.
—¡Por supuesto, no sabes nada de mi vida porque nadie sabe nada!
Johanna consideró conveniente callar mientras se rehacía con mucha dificultad tras el momento de sorpresa.
—A los dieciséis años, dejé los estudios para trabajar en la granja de mis padres —dijo, dolido—. Ni siquiera hice el bachillerato, o su equivalente. Mi padre y mi madre eran ganaderos acomodados, poseían miles de cabezas de ganado, tenían medios para enviarme a estudiar a Christchurch, Wellington o Auckland, que disponen de facultades excelentes, incluso, ¿por qué no?, a Australia, Estados Unidos o Europa. Pero jamás, pese a mis ruegos, mis súplicas y mis lágrimas, consintieron que me dedicara a algo que no fuese lo que ellos me ofrecían, que rechazara su herencia y los condenara a vender la explotación a un extraño. La transmisión debía efectuarse. Soy hijo único, mi madre era estéril y, al parecer, mi nacimiento había sido un milagro que ellos atribuían a Jesucristo. Mis padres, en su afectuoso egoísmo y su piedad de protestantes rigoristas, se negaban a que me alejara, aunque mi felicidad dependiera de ello. Si el mayor Cornelius Harrison hubiera vivido más, tal vez habría podido convencerlos de que me dejaran elegir mi vida. Pero había muerto.
—Podías escaparte y financiar tus estudios con pequeños trabajos —se aventuró a decir la arqueóloga.
—¡No, no, era totalmente imposible! Si hubiera abandonado a mis padres y la granja, habrían muerto de pena.
Tom guardó silencio un instante, con la mirada perdida en el vacío.
—Yo los quería pese a todo, solo los tenía a ellos en el mundo. Así que acepté. Me hice cargo de los rebaños, me pasaba los días a caballo, de la mañana a la noche, me convertí en un auténtico vaquero. Dormía con los animales, al aire libre, esquilaba a los corderos con los empleados, decidía los que iban al matadero, a veces los degollaba yo mismo. Mi padre se encargaba de la contabilidad y parecía satisfecho. La explotación prosperaba. Algunos se habrían conformado con esa existencia de western…