Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
Frente al umbral, donde Tom y Johanna permanecían petrificados, un camastro conservaba restos de telas y mantas. Sobre el jergón, dos esqueletos arrodillados y engarzados se apoyaban en la pared del sepulcro.
Los arqueólogos se acercaron a los cadáveres, cuyas negras cavidades oculares estaban enfrentadas. El último gesto de su agonía era un gesto de amor. La osamenta adosada a la pared era la de un hombre que estrechaba entre sus brazos la fina carcasa de una mujer agarrada a su pecho, con la cabeza dirigida hacia él. Unos jirones de tela colgaban de los cuerpos completamente descarnados, fijados en su último suspiro desde hacía casi dos milenios, sin capa de ceniza para vestir su agonía.
Tom se desentendió de los muertos, de los preciosos objetos de oro y plata, de la inestimable máscara fúnebre, hizo caso omiso de las banales monedas y se dirigió hacia un cofre ennegrecido. Tras abrirlo con precaución, lo iluminó con la linterna extremando el cuidado para no tocar su contenido. Profirió otro grito. Esta vez no era una exclamación de sorpresa, sino un clamor de victoria.
—¡Johanna!
¡Volumina!
¡Rollos! ¡Mi intuición no me engañaba! ¡Está repleto de papiros! ¡Y el baúl los ha protegido del humo! ¡Están deteriorados, pero no negros como los de la villa de Herculano! ¡Podremos desplegarlos! Es increíble, es maravilloso…
Se arrodilló e intentó leer las palabras escritas en las finas hojas de papel enrolladas, teniendo mucho cuidado para no acercar demasiado el calor de la linterna a los frágiles cilindros.
—Espera… ¡Sí! ¡Es griego! ¡Griego! Si pudiera ver… sin tocarlos… ni siquiera con guantes… Ahí… arriba… Parece un título… No… No doy crédito a mis ojos… Jo, escucha, es
La república
de Zenón! ¡Esta obra estaba completamente perdida, solo conocemos la vaga descripción que hace de ella Plutarco!
La república
de Zenón por fin encontrada… Es increíble, asombroso… ¡Es el día más feliz de mi vida!
Llorando de emoción, de espaldas a Johanna, iba de un baúl a otro lanzando exclamaciones, exultante, comentando para su amiga y sobre todo para sí mismo sus prodigiosos descubrimientos.
—¡Los tratados de lógica de Crisipo! ¡Diantre, y parece que están los treinta y nueve libros! Es pasmoso, es fantástico, uno de los escasos fragmentos que existen es el que encontraron en Herculano en un estado lamentable… Ja, ja, ja! ¡Pompeya gana a Herculano! ¡La villa de los Papiros va a quedar a la altura del betún! ¡Ahora, la casa del filósofo será famosa en el mundo entero, y yo también! ¡Estos rollos van a tener ocupados a los helenistas y los filólogos durante varios siglos, y mi nombre quedará vinculado para siempre a la historia de Pompeya! ¡Para siempre!
Dando vueltas como si estuviera borracho, bailando junto a los cofres, abrió otro.
—Papiros vírgenes, cañas para escribir, tablillas de cera de dos y tres hojas! ¡Las cuentas de la casa! ¡Estaba seguro, tenía razón! Hay algo envuelto en una tela de seda parcialmente carcomida… Parecen… parecen cartas. ¡Dios mío, Epicteto! ¡Correspondencia del gran filósofo Epicteto! ¡Qué maravilla! El superintendente se va a quedar boquiabierto… Ya me estoy imaginando su cara… Y los demás… todos los demás… van a ponerse verdes de envidia… Mira, un sello…, el del propietario de la villa, nuestro filósofo erudito, coleccionista de libros y amigo de Epicteto… Por fin vamos a saber su nombre… ¡Demonios! «J. Saturno Vero.» Me quito el sombrero, Jo, tenías razón, la pista que dio tu hija era correcta, aquí está nuestro Saturno, cuyo esqueleto yace al lado…
Mientras Tom se maravillaba ante estos descubrimientos, Johanna se agachó junto a los dos cadáveres. Profundamente emocionada, incapaz de pronunciar una sola palabra, acarició los cuerpos con la luz de la linterna. Los huesos negros no llevaban ninguna joya. Solo la fibula que cerraba el manto del hombre colgaba todavía de su hombro, con unos jirones de la tela gris oscuro del
pallium.
La mujer lucía los pobres restos de una túnica blanca, cuyo cinturón le cubría el talle. Los dos esqueletos llevaban sandalias de cuero intactas. Johanna examinó los dientes y los huesos: sus nociones de paleontología le permitieron calcular que, en el momento de su muerte, el hombre tenía entre cuarenta y cincuenta y cinco años, y la mujer alrededor de veinte. Junto a Livia, la arqueóloga vio en el suelo unos curiosos objetos de pequeño tamaño. Los cogió: eran horquillas para el pelo de madera y de hueso, que Livia se había quitado o que habían caído durante el proceso de descomposición del cuerpo. Con lágrimas en los ojos, Johanna se las guardó en el bolsillo. Recordó las palabras que había pronunciado Philippe el día antes: la erupción había finalizado la mañana del 27 de agosto. Livia y el filósofo habían expirado, pues, entre el 24 y el alba del 27. ¿Cuánto tiempo habían tardado los vapores de azufre en roer la tela que obturaba el tubo? Los especialistas lo determinarían con precisión. Por el momento, Johanna esperó que su agonía hubiera sido dulce y rápida, aun sabiendo que la asfixia provocada por los gases era brutal y particularmente dolorosa. Lo único que los diferenciaba de las otras víctimas era que ellos sabían que iban a sucumbir y que habían podido prepararse para la muerte. Johanna imaginó al hombre ante las máscaras del larario, invocando a sus ancestros, y a Livia rezando a Jesús. ¿Había esperado hasta el último momento para escribir el mensaje? ¿Por qué era ella su depositaria? ¿Cuál era su rango en la Iglesia naciente y clandestina? Era demasiado joven para haber conocido a Jesús… ¿Quién le había confiado las palabras prohibidas? ¿La mujer adúltera, un apóstol, un discípulo? Y sobre todo… ¿por qué? Era de suponer que debía transmitirlas a alguien, si no, no se habría molestado en escribirlas antes de expirar y no hostigaría a su hija para que las encontrara, casi dos mil años después… ¿Por qué Livia había elegido a Romane? ¿Había atormentado a otras personas a lo largo de los tiempos? ¿Cómo podía el asesino de los arqueólogos conocer el mensaje, si nadie, aparte de Tom y ella, había entrado jamás en la cámara?
A la vez que se hacía todas estas preguntas, Johanna buscaba febrilmente la misteriosa misiva. Mientras que Tom, unos metros más allá, lanzaba exclamaciones de júbilo ante los cientos de rollos guardados en los cofres, ella a duras penas dominaba el miedo a que uno solo de ellos, el único papiro que le importaba entre semejante abundancia de manuscritos, hubiera sido destruido por el humo o por el tiempo. Nada alrededor de los cuerpos. Nada sobre el jergón. ¿Había escondido Livia el mensaje en un arcón, entre las obras de los filósofos estoicos o las cartas de Epicteto que arrancaban exclamaciones a Tom?
De pronto vio algo que sobresalía de la mano izquierda de la joven, que esta mantenía apretada contra su corazón y el pecho de Saturno. El brazo estaba doblado, pegado a los dos esqueletos. Johanna empuñó la linterna como si fuera una pistola: entre los huesos emergía, aproximadamente un centímetro y medio, lo que podía ser un pequeño cilindro, delgado y negro. Johanna se quedó sin respiración.
Pese a la muerte, pese a los siglos, Livia no se había separado del papiro. Seguía estando allí, contra su pecho, formando cuerpo con ella y con el cuerpo de su amante.
Sin pararse a pensar, la arqueóloga dejó la linterna y se quitó los guantes. Todo lo que ocupaba su mente se esfumó salvo un nombre, Romane, con una orden, un imperativo absoluto y urgente: la vida. Acercó sus manos a la mano izquierda de Livia, sujetó con decisión la muñeca de la joven y separó los dedos apretados sobre el
volumen.
Sus labios rozaban el cadáver. Liberadas pero rigidificadas, las falanges del pulgar y del anular se desprendieron de los restos mortales y cayeron entre los huesos de la pelvis. Johanna, sin preocuparse de eso, agarró el rollo y lo extrajo de su prisión ósea.
Antes incluso de que hubiera podido acercarlo al haz de luz de la linterna, sintió sobre su piel un contacto aterrador, a la vez que oía un sonido ínfimo y terrible. Abrió los dedos: en lugar del rollo, solo vio polvo negro y fragmentos semejantes a virutas de carbón. Su mano empezó a temblar convulsivamente.
Carbonizada por el humo, corroída por los gases y el azufre, sin la protección de un cofre, la delgada hoja, al igual que los
Volumina de Herculano
, se había desintegrado. Destruida, solo quedaban de ella unos residuos negros sobre su piel desnuda. La liberación de Romane, la única esperanza de su madre para curarla, había quedado reducida a cenizas.
—¡Dios mío! ¿Qué has hecho?
Postrada en la caverna, Johanna permanecía muda, incapaz de responder, ajena a la realidad. Pese a las invectivas ele su amigo, seguía tan silenciosa e inmóvil como los dos difuntos. Tom dirigió la linterna hacia su cara: sus ojos claros estaban muy abiertos, embargados por un estupor aterrador, en estado de pasmo. Ni siquiera parpadeó en respuesta a la luz. El hombre iluminó el resto de su cuerpo, del que solo una parte parecía aún con vida: manchada de restos negruzcos, su mano derecha temblaba. Dejó la linterna, se arrodilló y la rodeó con sus grandes brazos para hacerla volver a la realidad.
—Jo —le dijo al oído—,Johanna, lo comprendo… Has pensado en tu hija y has olvidado las reglas elementales de precaución… Yo, en tu lugar, habría actuado igual… No te reproches nada, el papiro estaba demasiado dañado, aunque hubiera sido posible retirarlo, jamás se habría llegado a leer una línea… Era demasiado tarde, no era más que un pedazo de carbón, Jo, un vulgar pedazo de carbón Tú no tienes la culpa…
Ella clavó los ojos en los de Tom y se derrumbó contra su robusto pecho rompiendo a llorar, en la misma postura que Livia a su lado. Tom trató de consolarla.
—Jo, la culpa no es tuya…, debes aceptar…
—¿Quieres que acepte la muerte de mi hija? —gimió ella, en un grito de animal.
—No, por supuesto que no, pero tu hija va a curarse…, estoy convencido… Ahora que hemos encontrado la cueva gracias a ella, siguiendo sus indicaciones…, porque, no lo olvides, sin ella no habríamos podido…, va a curarse… Esto era lo que ella quería, que descubriéramos los cuerpos, que exhumáramos su tumba, sus tesoros, su historia…
—El mensaje secreto de Cristo…
—Estoy convencido de que ese famoso papiro no era más que un pretexto, una invención, una historia insólita para atraer tu atención… Lo que has cogido era simplemente una carta de despedida, estoy seguro, Jo… La carta de despedida de una mujer y un hombre que saben que van a morir, y que la conservan cerca de ellos, contra su corazón, como hace instintivamente todo ser humano enfrentado a semejante situación… Si no, habrían guardado la hoja en un cofre para que estuviera protegida, junto con los valiosos manuscritos… Piénsalo, es lógico…
—¿Cómo iba a poder inventarse eso mi hija? Es imposible…
—No lo sé, Jo. Pero, pese a su edad, forzosamente ha oído hablar de Jesús. Sobre todo en Vézelay. Además, la mente humana es capaz de prodigios y de misterios incomprensibles, la prueba es… Vamos, deja de atormentarte… Créeme, una carta de despedida, eso es todo. Hemos descubierto a tu Livia. Su fantasma, o quienquiera que sea, va a dejar de atormentar a tu hija. Ya no tendrá más pesadillas, estoy seguro…
—Pero… ¿y los crímenes, Tom? ¿Y el móvil del asesino o los asesinos?
—No sé… Seguramente es otro… Como siempre he presentido y como indica la primera referencia evangélica, el motivo del asesinato de James sin duda son los celos. Quizá Beata sabía algo, quizá sorprendió al asesino y este la eliminó para impedirle hablar… En cuanto a Roberto, tal vez se suicidó… Ninguna secta quiere impedirnos acceder a este sótano y al famoso mensaje… No hemos visto a nadie, somos los primeros en penetrar aquí, tú misma lo has visto, el único paso es el que hemos tomado y estaba sellado, nadie lo había tocado desde la erupción…
Johanna pensó de nuevo en los crímenes de Mont-Saint-Michael, en el móvil real de los trágicos acontecimientos que habíanS 04tenido lugar allí, en el abismo donde ella había estado a punto de perder la vida.
—No sé, Tom… Ya no sé nada, ya no puedo razonar, tengo demasiado miedo por Romane…, mi niña…, mi niña…
—Cálmate… Vamos a salir de aquí y vas a llamar a tu casa. Confía en mí. Se lo contarás todo y sus síntomas desaparecerán, se pondrá mejor. Si quieres, coge con cuidado un trozo de tela de la túnica de la mujer para ponerla en la mano de tu hija…
—No hace falta, he… he encontrado unas horquillas…
—Perfecto. Quédatelas. Ahora ven, hay que subir… Voy a ayudarte, levántate despacio… Eso es, apóyate en mí…
7.00 h. La claridad entraba lentamente por los respiraderos. Había dejado de llover. Arrebujada en su anorak, sentada en el suelo de las bodegas subterráneas al lado del gravímetro y de los aparatos de prospección inertes, Johanna se tomaba el resto de café frío del termo dejado por Roberto y Francesca. Tom la mimaba como a una niña, pero le costaba controlar la excitación prodigiosa que se había adueñado de él desde el fabuloso descubrimiento.
—El superintendente llega dentro de una hora —dijo, yendo de un lado para otro como una fiera enjaulada—. Lo más sensato es que le enseñe inmediatamente la sala. Me mostraré evasivo sobre el modo en que la hemos encontrado. De todas formas, estará tan atónito que no me preguntará nada, pero tomará las medidas necesarias para proteger la zona y preservar los tesoros… ¡Seguro que deja sin efecto la suspensión de los trabajos! Sí… ¡No puede mantener la prohibición de las excavaciones y el cierre de la casa después de esto! No correrá el riesgo de dejar el botín ahí abajo, a merced de una indiscreción; querrá, como yo, examinarlo todo a la luz del día, fotografiar, catalogar, medir, efectuar los primeros análisis y desplegar los rollos, es indudable…, es forzoso… ¡No puede, honradamente, apartarme cuando soy el autor de este descubrimiento! Tengo que avisar primero a Philippe… Sí, a Philippe. ¡No me creerá hasta que no lo vea! Voy a decirle que venga con el superintendente. Voy…
Tom fue interrumpido por un ruido sospechoso.
—¿Qué es eso? —preguntó, quedándose inmóvil—. ¿De dónde viene?
—No lo sé.
Johanna se levantó y barrió los alrededores con una mirada inquieta. Frenada en el umbral del sótano, la luz del amanecer no lograba penetrar las angustiosas tinieblas que se abrían ante ellos y que parecían infinitas. La arqueóloga desplazó la linterna, pero el débil sol artificial chocó contra los escombros de las paredes derrumbadas. Volvió a oírse el ruido, seco y sordo como un golpe.