Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
—Depende —contestó ella, acompañando sus palabras con un guiño y una amplia sonrisa.
Tom hizo una mueca y sacó el metro ultrasónico.
—Por ahí —dijo, señalando la oscura galería que se extendía enfrente—. Hay que avanzar seis metros y ocho centímetros, ligeramente a la izquierda.
Cogieron unas linternas y echaron a andar en la dirección indicada. Apenas habían dado unos pasos cuando tuvieron que pararse. Un montículo de piedras, tierra, ánforas rotas y residuos de ceniza compactos obstruía el paso.
—¡Oh, no! —suspiró Tom.
—¿Michele y De Petra no despejaron y limpiaron el conjunto de los sótanos?
—Por desgracia, no. Esto de abajo era un auténtico desastre. Las piedras pulverulentas y la ceniza se habían metido por los respiraderos y lo habían cubierto todo hasta el techo, sin dejar el menor intersticio. Los obreros de la época desescombraron, pero, evidentemente, aquello había causado terribles destrozos en reservas, fresqueras y estancias diversas que se sucedían y la mayoría de las cuales se habían derrumbado por completo. Retiraron el cadáver del esclavo que había sucumbido en la entrada y prefirieron concentrarse en la excavación total de la casa, más interesante que los sótanos. En cuanto a nosotros, bueno… en unos meses no hemos podido restaurar la villa…, lo esencial de nuestro cometido y, en cierta forma, mi coartada…, y al mismo tiempo terminar el trabajo aquí… Me decía que había que verificar primero mi presentimiento y averiguar si los sótanos albergaban la sala secreta antes de embarcarnos en unos trabajos tan importantes…
«Curioso método —pensó Johanna—, aunque Tom no podía proceder de otro modo, puesto que las excavaciones de los sótanos no eran realmente oficiales…»—Rodeemos el obstáculo —dijo.
Volviendo sobre sus pasos, pasaron por encima de un murete de apenas un metro de alto y desembocaron al otro lado de la montaña de escombros. Tendiendo el instrumento de medición como una vara de zahorí, Tom se desplazaba alrededor de la montaña de cascotes.
—No me lo puedo creer… —dijo—. Jo, estamos gafados! ¡El punto de intersección entre la longitud desde el pozo y la anchura hasta la pared de contención está justo ahí abajo, a un metro de mi mano!
—¡Dios…!
—¡Por todos los demonios! —gritó Tom, tirando el metro al suelo.
Siguió un monólogo en una lengua quejo no identificó, quizá maori, pero cuyo contenido no se alejaba mucho, con toda seguridad, de una retahíla de tacos.
—Tan cerca de la meta… —dijo, calmándose—, tan cerca de la meta…
Johanna no contestaba, barría los contornos con una linterna, examinaba el suelo alrededor de los escombros arrodillándose y rascando la tierra con las manos.
—¿Qué haces? —preguntó Tom.
—Busco un indicio del paso original hacia el sótano secreto —respondió ella—. Tenía que haber forzosamente una puerta, una trampilla, unos escalones o una escala… En cualquier caso, una abertura que permitía acceder a la cámara… Con un poco de suerte, todavía existe. Si la encontramos, podremos entrar por la entrada principal, sin tener que excavar este suelo impenetrable… Por favor, ve a buscar una piocha, un cincel, un buril, una pala, piquetes, puntales, cepillos duros y un foco. No hay peligro de que alguien vea la luz a esta profundidad…
Admirado por la capacidad de reacción, la profesionalidad y el tesón de su amiga, que parecía no darse jamás por vencida, Tom se alejó. A cuatro patas, Johanna rascaba la tierra y la ceniza con las manos, limpiando la superficie alrededor de la montaña de ruinas, hasta dar con la capa de piedra volcánica. Después de apartarse el pelo de la cara metiéndolo por detrás de las orejas, se quitó el anorak y, esforzándose en no pensar en una posible presencia a su espalda, prosiguió su búsqueda siguiendo un plan lógico, desde el montículo hacia el exterior. «Ignoramos el tamaño de la cavidad y eso no ayuda —se dijo—. Pero no creo que la cámara sea muy grande… La urgencia de protegerse, la dificultad de perforar esta roca con los instrumentos de la época… Las dimensiones de la sala debían de ser modestas. Está aquí abajo, justo bajo mis pies… Tengo que encontrar la entrada…, tengo que…»El ruido de motor característico del grupo electrógeno redobló su ardor. Al cabo de un momento, Tom regresó cargado con los útiles y el potente foco, que iluminó la zona. Sin decir palabra, se puso él también a cuatro patas para rascar como un perro ante una madriguera.
—Tom, si te parece bien, sugiero que busques por el otro lado de la montaña de cascotes. Así ganaremos tiempo.
—Tienes razón —convino él, levantándose.
4.00 h. Manchados de tierra, extenuados, los dos arqueólogos se pusieron de pie después de haber terminado su círculo. A cinco metros alrededor de los cascotes, la superficie del sótano estaba limpia y delimitada por piquetes. El suelo estaba irremediablemente liso, sin ninguna abertura, sin ninguna marca, sin nada. Secándose la cara con el brazo, Johanna bebió café frío de un termo dejado por Roberto y Francesca.
—Jo —dijo por fin Tom—, hemos fracasado. ¿Qué hacemos ahora?
—Pensemos. Acabamos de eliminar una posibilidad, de invalidar una hipótesis. Pero quedan dos.
—¿Cuáles?
—Una, que la entrada esté más lejos, fuera del perímetro, y por lo tanto que la sala sea más grande de lo que yo creía. En cuyo caso, hay que continuar con este trabajo.
—¿Y la segunda idea?
—¡Esa cae por su propio peso! Si la entrada no está en el exterior de la montaña de escombros, es que está justo debajo.
Tom contempló el montículo de ruinas que culminaba a tres metros de altura y se extendía sobre un diámetro de dos metros. Era una curiosa mezcla de piedras con argamasa de las antiguas paredes, tierra del sótano, ganga de la ceniza,
lapilli
y objetos corrientes semidestruidos. Frustrado, agachó la cabeza. Pero enseguida la levantó con un aire desafiante, dirigiendo al obstáculo una mirada rabiosa.
—Estoy agotado —confesó—, pero no pienso abandonar estando a dos dedos del objetivo de mi vida. Tengo que llegar hasta el final. Por todos los sacrificios hechos, por la importancia del trabajo presente y pasado, y sobre todo por mi futuro. Jo, puedo hacerlo solo, descansa si quieres.
Observó a su amiga. De pie y erguida, con la cabeza alta, la mandíbula firmemente apretada, la mirada encendida, casi temible, su aspecto era el de la antigua Johanna, la de Mont-Saint-Michael que Tom había visto en una foto en casa de Matthieu y Florence.
—Jamás abandonaré cuando la existencia de mi hija está en juego ,—contestó.
El sonrió, le tendió una piocha, cogió otra y, con un mugido de animal, atacó violentamente el montículo.
4.40 h. Los restos de ánfora eran afilados como cuchillas y cortaban los guantes de los arqueólogos. De cuando en cuando, después de haber retirado grandes piedras, Tom alejaba a su amiga e intentaba derribar la montaña empujando con todas sus fuerzas. Johanna se limitaba a golpear con las herramientas que tenían, haciendo caso omiso de todas las normas de salvaguarda de los vestigios. Destrozados, reventados, acordaron hacer un breve descanso y se dejaron caer al suelo.
—Tom, ¿cómo nació tu pasión por Pompeya? —preguntó la medievalista cuando hubo recobrado el aliento.
El le contó su infancia en una próspera granja de Nueva Zelanda, en la región de Canterbury de la Isla Sur, en medio de la naturaleza, de pastos interminables y de rebaños de miles de cabezas de ganado. Un día —tenía él seis años—, un viejo militar inglés que había pasado la vida en las antiguas colonias se instaló en la propiedad vecina, con el propósito de experimentar nuevos métodos de cría y de escribir sus memorias. Gracias a su relación con el veterano excéntrico, Tom había descubierto los herbarios, los relatos de viajes y especialmente
Las ruinas de Pompeya
, cuatro tomos de planos, trazados de monumentos, reproducciones de objetos y sobre todo cientos de dibujos realizados en el siglo XIX por François Mazois, un arquitecto enviado a Campania por Murât. Esos volúmenes ilustrados habían sido un verdadero flechazo y le habían abierto la puerta de la ciudad antigua.
—¿Cómo se llamaba tu ciudadano británico y padre espiritual? —preguntó Johanna.
—Era el mayor Cornelius Harrison. Murió cuando yo tenía quince años; su ganado había perecido hacía tiempo y él no había terminado sus memorias. En el testamento me legó a mí, hijo de granjero que apestaba a cordero y caballo, todos los libros de su biblioteca sobre la Antigüedad grecorromana. Todavía tengo
Las ruinas de Pompeya
en mi habitación, no me separo nunca de esa obra.
Johanna sonrió al pensar en el extraño ser que había despertado su propia pasión por la arqueología, un monje benedictino del siglo XI, fray Román.
—Entonces, es también en recuerdo del mayor por lo que excavas — dijo.
—Tal vez…
Con un impresionante empujón de Tom, la montaña se derrumbó por fin.
—¡El mausoleo de Hércules! —gritó Johanna, antes de precipitarse sobre los restos que cubrían el suelo para apartarlos lo más deprisa posible.
Colorado por el esfuerzo y rebosante de alegría, Tom echó las piedras hacia atrás con sus manazas y luego retiró la tierra del sótano. Unos instantes más tarde, bajo los restos carbonizados de una antorcha apareció una losa de mármol claro de aproximadamente un metro cuadrado.
—¡Por Venus, Hércules y Baco, dioses fundadores de Pompeya! —gritó Johanna—. ¡Mira, Tom, aquí está la entrada! ¡Utilizó la antorcha esa mañana para llegar hasta aquí con Livia! ¡Es la suya, la de J. Saturno Vero! —exclamó, tocando los fragmentos con emoción.
—Dios… Es increíble, lo hemos conseguido, Jo, ¡lo hemos conseguido! ¡Mira!
Junto a la losa había una barra de hierro. Intacta.
—Con esa palanqueta levantó la losa —constató Johanna—. Rápido, pásame el cincel y el buril…
Delicadamente, limpió el contorno de la losa, lleno de una mezcla compacta de tierra y ceniza. Tom retiraba el polvo y la ganga con un cepillo.
—Es gruesa, así que pesará mucho —constató Johanna—. En mi opinión, tenemos que hacer palanca nosotros también.
—Saturno o como se llamara tuvo la amabilidad de dejarnos la herramienta.
Tom colocó la barra bajo la losa de mármol y la desplazó sin dificultad: apareció un abismo negro que se hundía en las profundidades de la piedra de lava. Se arrodillaron y dirigieron ambos la luz de la linterna hacia la cavidad. Unos peldaños bajaban hacia lo desconocido.
—Lo sabía —balbució Tom, emocionadísimo—. ¡Estaba seguro, siempre lo he sabido! Johanna se levantó. Se disponía a bajar la escalera cuando su amigo la detuvo, sin agresividad pero con firmeza.
—Perdona, Tom —murmuró ella retrocediendo— es tu descubrimiento. El honor te corresponde a ti. Le costaba recobrar el aliento. Incapaz de moverse, temblaba de la cabeza a los pies. Johanna conocía esa sensación: el miedo que precede a un descubrimiento o decepción, el temor ante el supremo descubrimiento de la verdad. Tom había soñado con ese instante durante años, seguramente décadas. Ese sueño infantil lo había animado, había construido su vida. Por fin iba a saber si la cámara subterránea contenía los tesoros esperados o el vacío de la nada. Pero, independientemente de lo que descubriera en la cavidad, su existencia sufriría un cambio radical, sería diferente para siempre de lo que había sido hasta entonces. Tom retrasaba el momento fatídico.
Johanna, por su parte, estaba muerta de impaciencia. El rostro de su hija pasaba sin cesar ante sus ojos, torturado por la fiebre, sacudido por espasmos. Romane no estaba en su cama, sino al fondo de una gruta subterránea, sumida en la oscuridad; se ahogaba mientras un conducto de plomo extendía la muerte por la caverna. Junto a ella lloraba un hombre que tenía el rostro del gran amor de Johanna, el padre desaparecido de su hija. Luego, el hombre se desvanecía, Romane se quedaba sola y expiraba, prisionera para siempre de su tumba.
Retorciéndose las manos, Johanna esperaba que Tom recuperara el dominio de sí mismo y se decidiera a penetrar por fin en la cavidad. De pie detrás de él, dirigía su linterna hacia los oscuros escalones de piedra: parecían haber sido tallados el día antes, estaban limpios, sin rastro alguno de ceniza. La losa de mármol había actuado como una tapa hermética, aislando la caverna de la cólera del volcán. Johanna se preguntó si Livia y Saturno Vero habrían podido sobrevivir, en caso de que hubieran conseguido taponar el conducto y que el sótano quedara totalmente estanco.
«Habrían muerto por falta de oxígeno —se dijo—. Estaban condenados de todas formas… Su refugio se convirtió en su mausoleo.»
Unos minutos antes de las seis, Tom puso el pie sobre el primer peldaño de piedra volcánica. Sin decir nada, con una lentitud solemne, bajó. Johanna lo siguió. El descenso le pareció interminable. Sin embargo, tal como habían calculado, la cavidad no era muy profunda. Estaba dos metros y medio por debajo de la superficie de las bodegas; pero a cinco metros del aire libre. Olía a una mezcla de humedad y de cerrado; era un olor como de tumba o de mazmorra. Cuando la luz amarilla de las dos linternas rozó una sala al final de la escalera, Tom detuvo su avance y se pegó a la pared. Detrás de él, Johanna puso una mano sobre su ancha espalda con ternura.
—Tom, cierra los ojos y respira hondo —le aconsejó—. No pienses en nada, deja la mente en blanco. Olvida tus deseos, tus sueños, tu miedo a sentirte decepcionado. Cuando estés preparado, abre los ojos y avanza despacio…
El obedeció. Cuando entró en la habitación, Johanna se colocó a su lado. Los haces de luz barrieron el lugar y los dos arqueólogos profirieron un grito.
La caverna no medía mucho más de cinco metros por tres. Pero los quince metros cuadrados estaban llenos de cofres de madera apilados y ánforas intactas alineadas a lo largo de las paredes, junto a palas y picos. Vajillas de oro y de plata emergían de profundos cestos de mimbre. En una esquina había vestigios de comida carbonizada al lado de una jarra de plata batida y ennegrecida, de dos copas cinceladas, también negruzcas, de una estufa de bronce mate con tres patas esculpidas en forma de patas de león, a juego con un gran candelabro provisto de varios velones de dos picos. De una especie de cuévano sobresalían anchas bolsas de piel que parecían llenas de monedas. A la derecha de la entrada, desde el fondo de un nicho excavado en la pared, encima de tres pequeños recipientes de ofrendas, ojos extraños observaban a los visitantes: caras pintadas sobre máscaras de cera o de yeso ensombrecidas por el humo contemplaban, con expresión de sorpresa, a los dos indiscretos. En medio de los recelosos semblantes de los ancestros, brillaba un rostro de destellos dorados, rasgos lisos y puros, cabellos recogidos, cuello fino, ojos azules. Como una evocación del Egipto de los faraones y el tesoro de Tutankamón, la curiosa máscara era de oro, aparentemente de oro macizo, con ojos de lapislázuli. Junto al larario, un cofrecillo abierto permitía ver unas joyas. A la izquierda de la entrada, un poco por encima del suelo, estaba el conducto de plomo: unos jirones de tela estaban adheridos aún al tubo que había propagado el humo y los mortales vapores.