Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
—Si sobrevive, Barbidio nos encontrará —dice él con calma—. Le hablé de este lugar antes, hace una eternidad, cuando le ordené que se refugiara aquí con Escílax y los niños.
—Le describiste nuestro escondrijo en el tumulto de la catástrofe —objeta ella—, bajo la tormenta de piedras y ceniza, en el momento en que una parte del tejado del atrio se derrumbaba sobre tus sirvientes, mientras Barbidio, como todos nosotros, cedía a la confusión general… ¿Crees que se acordará de tus palabras, una vez pasado el peligro?
—Soy incapaz de responder a esas preguntas. Pero, si hay una posibilidad, ínfima, lo reconozco, de que nos encuentren, es a través de mi intendente. Escribe, Livia. Traza los signos arameos y cuenta lo que no has podido hacer en vida. Relata toda la historia y un día…, mañana o dentro de cien años…, alguien recibirá el mensaje oculto de tu profeta. Si no tienes fe en mí, confía en el destino, o en tu señor Jesús… Si es quien tú crees y quiere que su mensaje sea revelado al mundo, alguien bajará hasta aquí y encontrará tu escrito. Así, en la muerte, habrás cumplido tu promesa.
Livia, muda, observa a Javoleno. Este sonríe. Ella, emocionada, se inclina hacia él y le susurra algo al oído. El asiente, la abraza y la besa. Luego, ella se levanta.
Los baúles están llenos de rollos de obras poéticas y filosóficas, de obras de teatro, de estudios sobre la naturaleza, de tratados sobre la razón, la música, la pintura. Las cartas de Epicteto y de los amigos estoicos están envueltas en una tela de seda de color azafrán, junto al sello de Javoleno. Las obras de Zenón, Cleantes, Crisipo y la escuela del Pórtico están reunidas al lado de las de Cicerón, Séneca, Thrasea Peto, Musonio Rufo y Helvidio Prisco. Livia las acaricia con la mano, en un gesto respetuoso y melancólico. Coge un papiro virgen y entonces descubre, en un rincón, un volumen cuya visión vela sus ojos malvas:
La Eneida
, de Virgilio. La pasión de Dido y Eneas. Eneas, el progenitor del pueblo romano. Dido, la reina de Cartago que, por amor, se mata.
Livia se ve, con nueve años, vagando sola por las calles de Roma, llevando apretada contra su corazón la página arrancada del rollo de
La Eneida
de su padre, en la que Rafael había escrito el mensaje de Cristo. Se acuerda de la sangre que manchaba el papiro. Revive la interminable espera en el puerto, cuando pensaba que sus padres habían huido a Creta y volverían a buscarla. Cuando los creía borrados de su memoria, recuerda de pronto el rostro de su madre y el de su padre, oye los juegos de sus hermanos como si estuvieran vivos, al lado de ella, y por fin fueran a salvarla.
Sin vacilar, coge una caña, tinta y un papiro y los pone sobre la tapa de un arcón. Javoleno se acerca y se tiende sobre sus rodillas abrazándola por la cintura. Su cuerpo la envuelve como el de un gato. Ella empieza entonces a llenar la hoja con su bonita escritura. Bajo la mirada del señor, a la luz de un velón, la escriba traza una palabra tras otra. Por primera vez, no son las palabras de Javoleno lo que escribe.
Una vez que ha terminado, contempla su obra: su secreto tiene el mismo aspecto que cualquiera de los mensajes que escribe a diario, el de un poema banal dirigido a un amigo que reside en otra ciudad. De no ser por los misteriosos signos en arameo que cierran la misiva, podría pasar por una carta de Javoleno a Epicteto. Con la diferencia de que ignora si su declaración será leída un día.
Livia enrolla el papiro, lo aprieta con una mano y con la otra abraza al hombre tendido contra ella. Se inclina, estira las piernas y funde su cuerpo con el del otro. Ya no hay ni amo ni esclava.
El Vesubio lo ha destruido todo. No queda nada de su pasado, de su vida, salvo ese manuscrito y su amor por Javoleno.
Bajo el rostro de Livia, los destellos dorados de los iris masculinos se ensombrecen como si fueran a apagarse. Después se iluminan y el hombre la estrecha firmemente contra su pecho. Sus ojos se sonríen. Durante largo rato, se observan, beben la mirada del otro como si fuera un vino nuevo. Piensan que, en cierto modo, sus deseos se ven cumplidos: las vides del Vesubio no madurarán jamás y ellos no verán el otoño anunciar el fin de su verano. Lentamente, Javoleno acaricia a Livia y hace rodar su cuerpo hasta situarlo bajo el suyo.
Mientras tanto, en el exterior, la ceniza ardiente ha terminado de devorar la ciudad. Bajo el sudario de entre cinco y ocho metros de profundidad, el silencio es tan profundo como en el sótano. Ni un soplo. Ni rastro de vida. Las fuentes se han secado. No hay luz en las casas. No hay ruido. Solo el vacío de una ciudad muerta, donde ya no se distinguen las ruinas de mármol de los cadáveres transformados en piedras. En su nuevo cuerpo de ceniza, los difuntos están congelados para siempre en el gesto supremo de su agonía, habitantes mudos de una ciudad fantasma.
Por encima de la necrópolis mineral, en la noche saturada de azufre y de chispas lívidas, el Vesubio ruge y hace temblar la tierra. El volcán enfurecido continúa arrojando sus entrañas sobre la región. Las villas construidas en sus laderas y los pueblos de la llanura han sido borrados. En ese instante, solo Herculano y Estabia luchan todavía contra la montaña, en un ilusorio reflejo de supervivencia.
Esa mañana del noveno día antes de las calendas de septiembre, cuando la séptima hora toca a su fin
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, Pompeya queda enterrada y así seguirá durante varios siglos.
—Dieciocho siglos enterrada —murmuró Tom, anímicamente hundido—. Dieciocho siglos antes de que por fin la descubrieran, luego ciento treinta años durante los cuales nadie se ha interesado en ella, lo que suma 1.930 años de olvido, de amnesia, de abandono…, ¡y en el momento en que la saco de las tinieblas, en que la resucito de sus cenizas, hay que pararlo todo, para que desaparezca de nuevo y su secreto permanezca sepultado para siempre!
—¿Te refieres a la casa del filósofo? —preguntó Johanna.
—¡Me refiero a mi casa, mi yacimiento, mi intuición, mi descubrimiento, que ya no se producirá jamás, a mi razón de vivir, que el superintendente de Pompeya acaba de aniquilar suspendiendo las excavaciones!
Esa noche de diciembre, a una semana de Navidad, aniversario del nacimiento de Jesús y punto de referencia cronológico que se toma para datar la historia de la humanidad, el tiempo había perdido su sentido. Dominado por la cólera y la desesperación, Tom se perdía en su rencor para no seguir pensando en la muerte de Roberto Cartosino, encontrado ahorcado en su casa esa misma mañana, después del asesinato de James y de Beata. Sentada frente a él en un pequeño restaurante de la calle Cristóbal Colón, ante la bahía de Nápoles y una pizza fría, Johanna volvía a sentirse como seis años atrás, en una montaña de piedra que, al igual que el Vesubio, era un santuario del terror. Los arqueólogos muertos en Pompeya, a los que no conocía, se mezclaban con los arqueólogos difuntos de Mont-Saint-Michael, en una confusión que el interrogatorio de la tarde había incrementado. La cara del comisario Bontemps, de la policía judicial de Saint-Lô, se superponía a la del comisario Sogliano, de la brigada criminal napolitana, mientras este último le hacía preguntas y ella le respondía en una mezcla de italiano, francés e inglés. En espera de los resultados de la autopsia del cuerpo de Roberto, Sogliano se inclinaba por un suicidio, lo mismo que Bontemps había creído, tiempo atrás, cuando Johanna había descubierto los restos mortales de uno de los miembros de su equipo. El policía hablaba de los tres difuntos de Pompeya, pero Johanna veía los dos cadáveres del Monte, a los que añadía la desaparición del padre de Romane. Tres muertes violentas. El balance era idéntico.
Aterrorizada, revivía todos los acontecimientos que habían precedido a su accidente. Como en el Monte, en Pompeya acababan de suspender el permiso para realizar excavaciones. La misma amenaza planeaba sobre los arqueólogos, un peligro impreciso que podía destruirlos a todos, un peligro nebuloso pero real que entonces había estado a punto de matarla. Se había salvado gracias a su enfermiza obstinación en hacer hablar a las piedras, y también a su capacidad para sobrevivir en circunstancias extremas, tan vehemente e impetuosa como el ardor con el que habían querido acabar con ella.
Bebiendo grandes copas de lacryma christi, intentaba, no obstante, separar los dos mundos y apaciguar su memoria: esta vez era Tom el director de las excavaciones. Era él quien sacrificaba su alma, su vida, a la exhumación de un secreto que alguien quería impedir a toda costa. Obsesionado con su trabajo como en el pasado lo había estado ella, atormentado por las piedras que el superintendente acababa de condenar al silencio, estaba sentado, abatido e impotente, en el lugar que ella ocupaba entonces. Era él el objetivo de los crímenes, era él el que se jugaba la piel. Ella no era más que un testigo de paso, un observador fortuito y sin importancia, tal como había dado a entender el comisario Sogliano al final del interrogatorio. Sin embargo, el oficial de policía italiano se equivocaba, igual que Bontemps se había equivocado acerca de la naturaleza y el móvil de los asesinatos del Monte. Porque Johanna tenía la clave del enigma, de un enigma que era la única en conocer. Se sabía en posesión de la fórmula mágica que revelaría a Tom la causa de los homicidios de sus colegas y que lo pondría en el camino del asesino. Pero, esta vez, si fracasaba, no sería ella quien pagaría, sino su hija, el ser al que más quería en el mundo y cuya frágil existencia tenía entre sus manos.
—Tom —dijo con voz débil—, tengo que decirte una cosa. Te he mentido sobre la verdadera razón de mi súbita visita. Me disponía a decirte la verdad esta mañana, en el peristilo, cuando Philippe apareció con los policías.
Tom levantó la cabeza. La luz de neón que iluminaba la mesa hacía que sus ojos parecieran todavía más claros, daba a su rostro bronceado una tonalidad enfermiza. Como su amiga, no había comido casi nada y se limitaba a beber largos tragos de aquel vino con cuerpo y casi negro. Al contrario que el agradable y ligero Vézelay blanco, las «lágrimas de Cristo» recogidas alrededor del Vesubio eran densas y ásperas.
—¿Cómo dices? —preguntó, como si despertara de un sueño.
—Escucha, Tom, ¿te acuerdas de cuando estuviste en Vézelay en octubre, poco después de la… de la muerte de James?
—Claro.
—¿Recuerdas que le regalaste a Romane un denario de plata antiguo encontrado en Pompeya, con la efigie del emperador Tito?
—Sí. Pero no entiendo qué relación hay…
Johanna se lo contó todo: las noches atroces de su hija desde su visita, la moneda en su mano, la fiebre, la tos, las pesadillas, la ausencia de patología orgánica, las sesiones de hipnosis, Pompeya, la erupción del volcán, el sótano, Livia, el hombre junto a ella, el papiro con el misterioso mensaje de Cristo.
—Estoy convencida de que, si no encuentro esas palabras, Romane morirá. Porque el sepulcro del espíritu de Livia es el alma de mi hija, y la devora como si fuese un fruto. Estoy segura de que ese papiro sigue enterrado en alguna parte, en una sala subterránea de Pompeya. Sin duda junto con… Livia y el hombre que la acompañaba. Si hubieran sobrevivido, no habrían dejado el manuscrito en el sótano. Esa es mi hipótesis. Antes de que me contaras tu presentimiento y el verdadero objetivo de tus excavaciones, esta mañana, no sabía dónde buscar. Ahora sé que tu búsqueda y la mía están relacionadas: la cavidad que tú buscas no solo contiene los tesoros de la casa del filósofo y el pensamiento perdido de los estoicos, sino también la palabra perdida de Jesús.
Tom, atónito, guardaba silencio. Johanna prosiguió:
—Deduzco que el hombre desconocido con toga oscura que estaba en el sótano junto a Livia es tu famoso filósofo, el propietario de la casa, cuyo cadáver no ha sido encontrado y cuyo nombre ignoramos.
—;Y tu hija no ha revelado, en su delirio hipnótico, sus tres nombres romanos y su árbol genealógico? —preguntó él con ironía.
—No me crees —dijo Johanna con lágrimas en los ojos, tan apenada como dolida—. ¡No me crees, cuando tú, Tom, eres la única persona que podría escucharme y comprenderme!
Muerta de cansancio, rompió a llorar como una niña, tapándose los ojos con la servilleta.
—Johanna —dijo Tom cogiéndole la mano—, perdóname. No quería disgustarte… Pensaba que había algo extraño en tu visita inesperada, pero no me esperaba esto. Esta historia de posesión por encima del tiempo… Reconocerás que todo lo que acabas de contarme es… no solo sorprendente, sino completamente irracional.
—¡No más que tu idea de un patricio pompeyano que, presintiendo la catástrofe, cuando esta pilló por sorpresa a toda la región, excava una habitación secreta bajo su villa y mete ahí sus bienes más preciados, en especial papiros griegos cuyos autores vivían en el siglo III antes de Jesucristo, obras helenísticas que, salvo algunos fragmentos, desaparecieron de la faz de la tierra con la caída del Imperio romano y que nadie ha podido leer enteras desde hace dieciséis siglos!
—Tienes razón, Jo. Desde ese punto de vista, tu tesis no es más absurda que la mía. Pero… ¿qué relación tiene con los crímenes? ¿Por qué la iba a tomar alguien con mis excavaciones, con mis colaboradores? ¿Por qué iba a querer eliminarnos?
Johanna se secó los ojos con la servilleta y dejó en ella rastros de rímel.
—Por esa misteriosa frase de Cristo —respondió—, para impediros exhumarla.
Tom frunció el entrecejo.
—Hummm…, en realidad —dijo, pensativo—, no se me ocurre por qué alguien querría evitar el descubrimiento de los
Volumina
de los primeros partidarios del Pórtico… Nerón, Vespasiano y Domiciano, entre otros, eran feroces adversarios del estoicismo y habrían destruido de buena gana tales obras, al mismo tiempo que a los que las concibieron… Pero en la actualidad, en nuestras democracias, la oposición de los estoicos a la arbitrariedad imperial no tiene sino un valor histórico, y su pensamiento un interés intelectual.
—En cambio —completó Johanna, triunfal—, una frase de Cristo… hurtada al conocimiento del mundo durante dos mil años podría cuestionar las posiciones de la Iglesia, incluso expresar algo totalmente opuesto a aquello en lo que se ha convertido… Quedan bastantes fanáticos religiosos para continuar persiguiendo y matando en nombre de Dios…
—Quizá, Jo, quizá tu idea no sea tan descabellada…
—¿Te imaginas, Tom, si desenterráramos en un sótano de Pompeya las únicas palabras escritas por Jesucristo? ¿Recuerdas la referencia evangélica escrita en la pared del lupanar?