La palabra de fuego (73 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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Entonces todo sucedió muy deprisa. En el momento en que giraba sobre sus talones para abalanzarse sobre el arma, una sombra surgió de la abertura dejada por la trampilla y agarró a Tom por detrás. Paralizado por la sorpresa, este permaneció inmóvil una fracción de segundo antes de debatirse y acabar logrando sacar a la silueta furtiva de la torre. La débil luz de la linterna, que Tom no había soltado, permitió a Johanna entrever un sombrero oscuro de ala ancha que ocultaba el rostro del individuo, una capa negra de la que salían dos brazos, dos manos enguantadas y unas piernas negras. Retrocedió mientras los dos hombres luchaban encarnizadamente al borde del precipicio. Sus gritos quedaban cubiertos por la tormenta. El desconocido intentaba estrangular a Tom con un brazo, mientras que con el otro trataba de apoderarse del revólver. El neozelandés era más alto, más corpulento y más fuerte que su adversario, pero este último desplegaba una energía nerviosa y una determinación sobrehumanas, en un cuerpo a cuerpo de desenlace incierto.

Petrificada, Johanna observaba la escena sin poder intervenir. Se oyó un disparo, seguido de otro, que solo alcanzaron el cielo enfurecido. «El arma estaba cargada y preparada para ser utilizada —pensó Johanna—. ¡El seguro estaba quitado!»La linterna y el arma cayeron al mismo tiempo al suelo de piedra cuando Tom consiguió voltear al hombre por encima de su hombro. Johanna se precipitó y cogió la pistola mientras el desconocido se levantaba y agarraba de nuevo a su adversario. No podía disparar sin arriesgarse a herir a su defensor. En medio de la refriega, la linterna rodó hasta la trampilla y se perdió en las profundidades de la torre en el momento en que el sombrero del desconocido caía al suelo. En la oscuridad entrecortada por los relámpagos, bajo la lluvia y el viento, nada distinguía a los dos combatientes.

Impotente, aterrorizada, Johanna intentaba ver la fantasmal silueta que, jadeando, resoplando, plegándose bajo fuerzas contrarias, se desplazaba unos centímetros, chocaba contra el pretil y regresaba hacia la cornisa de piedra, como un monstruo ebrio o poseído por el demonio.

Un grito agudo indicó la separación de los dos cuerpos. Johanna distinguió una forma gigantesca cayendo al vacío. Pese a la oscuridad, reconoció a Tom. Se acercó al pretil y se inclinó sobre el negro abismo. Nada. La tormenta y el vacío habían engullido a Hércules.

Cuando se volvió, con el revólver todavía en la mano, tanteó y llamó en vano. El hombre de la capa se había ido en el breve instante en que ella se había asomado al vacío.

En la balaustrada desde la que se dominaba el valle de Vézelay, en medio de la tormenta, en la cima del monte Escorpión, Johanna estaba sola. Con el corazón desbocado y los nervios destrozados, empapada, puso el arma sobre el pretil, se dejó caer al suelo y recogió el sombrero del desconocido que acababa de salvarle la vida.

Estupefacta, lo reconoció como el de su vecino el escultor.

Capítulo 40

Los agentes de policía de Avallon salieron del domicilio de Johanna a las tres de la madrugada. Por la mañana llegarían los de Auxerre y habría que volver a contar los sucesos de la torre de San Miguel, la confesión de Tom, los asesinatos de Pompeya. Después le tocaría el turno al comisario Sogliano y los carabineros napolitanos, que irían a interrogarla para cerrar el caso de Pompeya. Cabía la posibilidad también de que la familia de James enviara a un detective de San Francisco para tomar declaración a Johanna. ¿Intervendrían las autoridades neozelandesas en el asunto? ¿Y la policía alemana? Johanna lo ignoraba. No les había dicho nada a los investigadores de la enfermedad de Romane, sus pesadillas, las sesiones de hipnosis y la razón por la que Tom había querido suprimirla. Había dicho que había ido a eliminarla porque creía que la curtida arqueóloga, como los otros, había descubierto su impostura. También quería mantener a distancia a los periodistas, para proteger a su hija y a Tom. Pese al horror que le inspiraban sus crímenes y el trauma que acababa de sufrir, no podía evitar compadecerse de un colega que lo había sacrificado todo en aras de su sueño, de su pasión absoluta por la arqueología. Tom había mentido, pero la máscara con la que se había cubierto no había hecho sino revelar su verdadero rostro y le había permitido llegar a ser él mismo, es decir, el mejor especialista en Pompeya de su época, mientras que su familia de sangre, la sociedad y sus iguales le negaban ese derecho. Es verdad que su mistificación lo había vuelto paranoico y lo había empujado a matar. Eso era imperdonable, pero ella ahora se prohibía juzgar.

Bajo el aguacero, había acompañado a los agentes hasta el cuerpo de Tom, que yacía, descoyuntado, sobre el asfalto, junto a la fachada sur de la basílica, a unos metros de las excavaciones y de la casa rectoral sumergida en la oscuridad. Había cerrado los ojos para conservar de él la imagen de un ser vivo y había pensado en las referencias del Evangelio que había escrito junto a sus víctimas. Juan, 8, 1—11: «El que de vosotros esté libre de pecado arrójele la primera piedra». Mateo, 7, 1 : «No juzguéis y no seréis juzgados».

Había recordado sus palabras sobre el único veredicto que a él le importaba, el de sus difuntos padres, y había decidido no entregarlo como pasto a la prensa y, en consecuencia, al gran público.

—¿Se han ido ya los guripas?

El rostro claro y preocupado de Louise Bornel apareció al pie de la escalera. Apoltronada en el sofá, tiritando pese a la ropa seca y la bebida caliente que la anciana le había llevado, Johanna hizo un gesto afirmativo.

—¡Pobrecita mía, en qué estado se encuentra! —exclamó la vecina.

—Estoy viva, Louise.

—¡Puede dar las gracias a María Magdalena! ¡Ha sido ella quien no ha permitido que se derramara sangre inocente bajo su techo!

—¿Romane tiene todavía fiebre?

—Hace diez minutos tenía 38,6 °C, pese a la dosis de paracetamol. Su sueño es agitado y sigue tosiendo, pero duerme. La policía no la ha despertado. Yo de usted llamaría al médico…

—Su médico vendrá mañana, bueno, quiero decir hoy. Ya no sé en qué día me encuentro —dijo, suspirando, Johanna.

—Vaya a acostarse —le ordenó amablemente la señora Bornel—. No puede con su alma, y no me extraña. Me quedaré vigilando a la pequeña mientras usted descansa.

—Es usted muy amable, pero estoy bien, se lo aseguro. Son las tres y cuarto de la madrugada, ya es hora de que la deje libre. Usted también debe de estar reventada. Yo me ocuparé de mi hija.

—Como quiera. Vendré más tarde, cuando vea el coche de la policía de Auxerre.

—Gracias, Louise. Acepto. No quiero que Romane presencie todo esto.

Maquinalmente, Johanna lanzó una mirada al aparador de nogal donde había escondido el sombrero de su salvador. De forma instintiva, había ocultado ese indicio a las autoridades y no les había dicho que la silueta de su benefactor pertenecía a un hombre que vivía en la casa contigua a la suya, pero cuyo nombre, cuyo rostro y, sobre todo, cuyas motivaciones desconocía. Sin embargo, coincidía con el agente en lo relativo al principal enigma de las últimas horas: ¿quién era el hombre al que le debía la vida? ¿Por qué había intervenido? ¿Por qué escondía su rostro y se había dado a la fuga cuando, habiendo ayudado a una persona en peligro, no podían culparlo por la muerte de Tom?

Cuando Johanna había recuperado por fin la fuerza necesaria para bajar de la torre donde se había desarrollado el drama, con el revólver en el bolsillo y el sombrero en la mano, había encontrado la linterna sobre un barrote de la escala, como si alguien la hubiera dejado allí para facilitarle el descenso.

—Louise —dijo, levantándose para acompañar a la anciana—, el escultor que vive al lado…

—¿Martin?

—Martin… ¿Ese es su nombre o su apellido?

—¡No tengo ni idea! Se presentó como Martin, no sé más. No alquilo la casa a particulares, sino a la fundación. Es ella la que me paga, estudia las candidaturas de los artistas, los selecciona, hace los papeles y después los envía aquí… Yo no me ocupo de nada.

—¿Cuándo llegó a Vézelay?

—Espere, a ver si me acuerdo… —respondió ella, rascándose la cabeza—.Veamos… Usted se instaló aquí en agosto… El llegó un mes más tarde. Eso es, en septiembre. No me acuerdo de la fecha exacta.

—¿Lo conoce bien? ¿Cómo es?

—¡Pues muy poco sociable, se lo aseguro! A duras penas un «buenos días» o «buenas tardes», de ahí no lo sacas. Y es de lo más sigiloso. Pero ¿por qué le interesa tanto Martin de repente?

Johanna no tuvo valor para mentirle a la señora Bornel.

—No estoy segura, Louise, pero… en la torre, antes…, me ha parecido reconocerlo.

—¿Quiere decir que ha sido él quien…? ¡Vaya, vaya!

—Louise, por favor, no podemos decir nada mientras no esté segura. ¡Estaba tan oscuro allí arriba! Me gustaría mucho hablar con él… Voy a hacerle una pequeña visita —añadió Johanna poniéndose un chaquetón.

—¿A estas horas?

—No puedo esperar, tengo que saber si le debo la vida.

—¡La acompaño! —exclamó la viuda, muerta de curiosidad y excitadísima.

La tormenta había pasado. Todavía estaba oscuro, pero la calma del cielo y el olor puro que había dejado el aguacero tranquilizaron a Johanna. La tempestad parecía haber lavado algo dentro de ella. Respiró con avidez. Louise la condujo a la casa colindante, que no estaba cerrada con llave. Las dos mujeres subieron prudentemente la escalera.

—La habitación de Martin está ahí, a la izquierda —susurró la anciana al llegar al descansillo del primer piso.

La puerta estaba abierta de par en par.

—¡Mire! —dijo la propietaria, entrando—. ¡Parece que el pájaro ha volado!

Johanna entró en un cuartito abuhardillado y limpio. Contra una pared destacaba una cama con la estructura de cobre y perfectamente hecha. Delante de la ventana, sobre una mesa, había unos útiles de escultor y varios trozos de madera tallada. La puerta entreabierta de un armario dejaba ver unas perchas vacías. Ni ropa ni bolsa de viaje, ningún libro o cuaderno de dibujo. En el cuarto de baño lindante con el dormitorio-estudio no había objetos personales. El ocupante había puesto pies en polvorosa, cuidándose mucho de dejar algo que pudiera identificarlo. Johanna se acercó a la mesa y cogió una pieza de madera apenas marcada por el buril. Las aletas de su nariz se estremecieron. Flotaba en la estancia un olor frío de tabaco muy particular, un lejano aroma de puro que le recordaba algo, aunque no sabía qué.

—¿Qué clase de héroe es este que huye como un ladrón? —preguntó Louise—. ¡No tiene lógica!

—La habitación de Romane está justo detrás de esa pared —dijo Johanna—. Creo…

—¿Qué pasa? —la interrumpió una voz—. ¿Qué hacen aquí? ¡Ah, es usted, señora Bornel! ¿Johanna?…

En el hueco de la puerta estaba un joven delgado, en calzoncillos, al que sus dos vecinas habían despertado y que las observaba como atontado.

—Perdona que te hayamos sacado de la cama, Jerémie —dijo Johanna dirigiéndose al acuarelista—. Sería demasiado largo explicar nuestra presencia aquí. Por favor, dinos todo lo que sepas sobre Martin.

—¿Ahora? —repuso el joven, bostezando y mirando el reloj.

El pintor repitió lo que Louise había dicho sobre el carácter insociable, misántropo y taciturno del escultor. En más de tres meses viviendo bajo el mismo techo, apenas había cruzado diez frases anodinas con Jérémie y Lucien, el tercer inquilino, un poeta. Se encerraba con pestillo en su habitación, no comía nunca con ellos, salía a cualquier hora del día o de la noche y no mostraba su trabajo.

—Es un solitario que evita a sus semejantes —concluyó el acuarelista—, pero muchos artistas son así… No es un defecto, es simplemente timidez. La prueba es que Martin es generoso: cuando llegó, se empeñó en cambiar su habitación por la mía.

—¿Cómo es eso? —preguntó Johanna.

—Al principio era yo el que estaba instalado aquí, en esta pequeña buhardilla, y Martin debía ocupar la habitación de un dibujante, mucho más grande y orientada al norte, donde hay mejor luz para pintar. Pues bien, me cedió su cuarto y él se quedó aquí. Todo un detalle, ¿no? ¡Anda, el armario está vacío! ¿Se ha marchado? ¡No he oído nada!

Johanna se precipitó hacia la pared lindante con su casa y no tardó en descubrir, debajo de un pequeño cuadro, un tapón de corcho. Lo quitó y miró por el agujero. Vio una parte de la habitación de su hija, es decir, el pupitre, el sillón de mimbre en el que ella se sentaba para la ceremonia de los deberes y, enfrente, el armario.

Unos minutos más tarde, estaba de regreso en su casa. Por primera vez desde su llegada a Vézelay, corrió el pestillo de la puerta de entrada y la cerró con llave. Subió al piso de arriba y entró en el dormitorio de Romane, que dormía con Hildeberto a sus pies, aunque su sueño era agitado. Retiró el viejo espejo redondo y opaco colgado sobre la mesilla de noche: el orificio hecho por el vecino estaba ahí, en la pared. Pero ¿cómo podía la mirada del espía atravesar el espejo? Examinó el objeto antiguo, picado, salpicado de manchas de robín, que había comprado en una chamarilería. A Romane le encantaba aquel espejo que no reflejaba y del que colgaban dos borlas de seda. Le dio la vuelta y ahogó un débil grito: el hombre había agujereado el fondo de madera y rascado minuciosamente el estaño del espejo en una superficie de unos centímetros, tan cerca del marco que, si no te lo ponías delante de las narices, era imposible darse cuenta.

Johanna se dejó caer en el sillón de mimbre, horrorizada.

Imaginó al desconocido perforando la pared con sus útiles de escultor, entrando en su casa a hurtadillas, subiendo a esa habitación y rascando el estaño del espejo; vio un ojo negro al otro lado del tabique, pegado a la pared, observando a la niña sentada tras el escritorio, espiando a su madre, asistiendo a sus conversaciones, sus muestras de ternura. ¡Ese hombre oía las pesadillas de Romane, afortunadamente sin ver la cama, y vigilaba todo lo que pasaba allí desde hacía tres meses! Johanna se estremeció de terror ante la idea de que su intimidad hubiera sido violada de ese modo. Comprendió que el vecino era el que había robado la fotografía y probablemente el que la seguía por Vézelay. Recordó al hombre del sombrero, agazapado en un rincón del restaurante de la calle Saint-Etienne donde ella comía todos los días con su equipo, recordó la sombra sin sombrero que se deslizaba entre las murallas del pueblo y se escondía detrás de los pilares de la nave de la basílica. ¿Era ese individuo un pervertido? No. Le había salvado la vida. ¿Un detective privado? Absurdo. Pero ¿quién era, cuál era su móvil y por qué había huido?

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