La palabra de fuego (25 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—¡Por fin! —suspira Faustina—. ¡Ya creía que iba a tener que ponerme una esencia que he llevado otras veces! ¿Dónde está mi perfume? ¡Espero que no lo hayan robado esas bandas de ladrones!

Livia muestra con orgullo el precioso paquete. Faustina se apodera de él, retira con presteza la tela de seda, admira el frasco de plata, levanta el tapón y aspira el elixir.

—Maravilloso… —susurra—. Espléndido… ¡y tan original!…

La
ornatrix
saca de su túnica el frasquito de
kyphi
egipcio regalo de Haparonio, más una bolsita que contiene cuerno triturado para esmaltar los dientes, truco que empleaba a menudo Mesalina, tercera esposa del emperador Claudio. Faustina no hace caso de los presentes del perfumista y se concentra en la fragancia del rey de los partos, la más cara que se ha comprado jamás. Livia reprime un estremecimiento y arrastra hasta ella la alabastroteca dejada en un rincón, junto con el cofre de útiles. Retoca el maquillaje de su ama, termina de peinarla y, sobre todo, adorna su piel con el perfume real.

—Serva, ¿qué te pasa? —pregunta, repentinamente preocupada, Faustina—. ¡Estás más pálida que si te hubieras embadurnado con cerusa! ¿Estás enferma?

Livia responde por señas que todo va bien, pero su ama le pone una mano en la frente.

—¡Serva, estás ardiendo, tienes fiebre! ¡Ve inmediatamente a descansar, haz el favor!

Livia no puede sino obedecer. Se encuentra mal, débil y agotada. Dormir le sentará bien. No tiene hambre y se siente aliviada de verse dispensada de cenar con las demás esclavas.

Mientras ella se dirige a la parte de la vivienda reservada a las mujeres, Partenio prepara las antorchas que llevarán por las calles de la Urbe los esclavos encargados de escoltar a Faustina y a su marido hasta el lugar donde se celebra el gran banquete.

La noche acaba de caer cuando Larcio Clodio Antillo y Faustina Pulcra bajan de sus literas, transportadas y protegidas por quince esclavos de sexo masculino, la mitad de la población servil de su casa. El portero los hace entrar en la mansión y otro sirviente les indica su sitio en el
triclinium
, según un protocolo y una etiqueta que respeta la jerarquía social. El patricio y su mujer se quitan las sandalias y se recuestan uno al lado de otro en el diván cubierto de telas. De unos sesenta años de edad, delgado y seco como una cepa de viña, Larcio Clodio luce la toga blanca de los hombres del poder con una franja bordada en púrpura, tal como corresponde a los senadores, de pliegues tan pesados y complicados como ligeros y aéreos son los velos de muselina con los que se ha acicalado su rolliza esposa. Todos los magnates de la ciudad están presentes en el festín de gala y su anfitrión, Ninfidio Sabino, prefecto del Pretorio, los recibe con una jovialidad obsequiosa.

Mientras unos esclavos lavan las manos y los pies a los invitados con agua perfumada con azafrán, estos colocan delante de ellos la servilleta que han llevado para envolver los restos de su comida, pues las normas de cortesía no permiten dejarlas. Los sirvientes distribuyen cuchillos, cucharas, mondadientes y copas de vino cortado con agua. Una primera libación inaugura la cena.

Faustina observa con interés al señor de la casa, que alza ante sí la copa de plata adulando a los miembros del Senado: hombre de confianza de Nerón, nombrado por este último prefecto del Pretorio, Ninfidio Sabino es el verdadero estratega de la caída del emperador. Adherido en secreto al gobernador Galba y a la revuelta, ha provocado la huida del soberano dándole noticias tan terribles como falsas: el prefecto afirmó, desconsolado, que el ejército y las provincias romanas en su conjunto se alzaban contra su príncipe. Nerón lo creyó. Acto seguido, Ninfidio Sabino lo convenció de que abandonara su Casa dorada y se refugiara en la vivienda de su liberto Faón. Abandonado por todos, Nerón no tiene, pues, otra opción que poner fin a sus días. Sin embargo, el histrión todavía se resiste.

Los invitados brindan por su muerte cuando los esclavos llevan unos panecillos calientes y los entremeses, primero de los siete servicios de la cena: aceitunas, espárragos, huevos duros con anchoas sobre lecho de ruda, ubres de cerda en salmuera de atún, ostras, lirones en salsa de miel y amapola, ciruelas y salchichas asadas. Con los dedos, Faustina empieza a degustar un lirón, mientras la conversación deriva de manera natural hacia Galba, el nuevo emperador.

—Queridos amigos senadores, querido anfitrión —se aventura a decir un cónsul—, no veáis en mi pregunta la voluntad de cuestionar vuestra elección, pero ¿no teméis que la avanzada edad de nuestro soberano afecte a sus decisiones? He oído decir que no goza de buena salud…

—El corazón de Nerón todavía late, ¿y ya añoráis sus extravagancias y su juventud? —se rebela Larcio Clodio Antillo—. Servio Sulpicio Galba pertenece a una familia muy noble, el linaje de su padre se remonta al propio Júpiter, y el de su madre, a Pasífae, mujer del rey de Creta Minos. Su excepcional longevidad solo es comparable a la lealtad con la que ha servido a Tiberio, a Calígula, a Claudio y finalmente a Nerón, antes de que este último se volviera loco. No está en absoluto senil, y si su edad tuviera que hacernos temer algo, sería más bien pasar de la decadencia a la prudencia.

—Dicen que no se ha vuelto a casar después del fallecimiento de su mujer y sus hijos —dice la esposa de un senador—, porque sus inclinaciones lo llevan a mantener relaciones discretas con personas de su sexo…

—Parece ser que es tan rico como tacaño —añade otra mujer.

—Todo eso aboga en su favor —interviene Ninfidio Sabino con ironía—. ¡No solo no repartirá el dinero del Estado entre sus amantes, sino que engrosará las mermadas arcas!

Los sirvientes lavan las manos a los invitados y llevan el primero de los tres entrantes, constituido de pescado con salsa picante y langostas artísticamente preparadas. Apenas se vacían, las copas son vueltas a llenar. Con el segundo entrante, unas costillas de cordero asadas, dispuestas en una inmensa cúpula que contiene en el centro riñones, especias e higos confitados, unos músicos hacen su aparición. Con el tercer entrante, liebres y aves de corral rellenas, Ninfidio Sabino le explica a Faustina que sus cohortes esperan la llegada de las tropas de Galba y de Otón para intervenir y liberar la ciudad de los mercenarios de Nerón.

Inteligente y avezada en las intrigas del Imperio, Faustina advierte que el ambicioso prefecto no parece tan inclinado a la paciencia como aconseja a los demás: viéndolo hablar con los senadores de uno en uno, se diría que trama alguna maniobra.

—¡Amigos míos —declara finalmente Ninfidio Sabino—, aquí están los dos asados y, para acompañarlos, os presento a Eutropia, la célebre bailarina sobre cuerda!

Sobre un trinchero enorme, los sirvientes llevan una cerda entera rodeada de jabatos empanados; sobre otro llega un ternero cocido con cabritos asados alrededor. Les siguen la equilibrista y sus acompañantes. Las ánforas de vino son abiertas a medida de las necesidades; el líquido es filtrado con un colador y vertido en una cuba de arcilla que contiene agua pura y en la que los esclavos llenan las copas.

Faustina hace rato que ya no tiene hambre. Medio asqueada, mordisquea un trozo de carne y mira distraídamente a la bella y joven Eutropia, quien, casi desnuda, salta y hace cabriolas sobre la cuerda tensada de un extremo a otro de la sala. Renunciando a incrementar su gordura, Faustina coloca en su servilleta una oreja de cerdo, una paletilla de jabato y un muslo de cabrito. Destina estos manjares a su
ornatrix
, en recompensa por su trabajo: desde el comienzo de la fiesta, la matrona no ha recibido más que elogios por su atavío. En cuanto al perfume, la mirada acariciadora de ciertos invitados, unida a las chispas de celos de sus esposas, la han tranquilizado sobre el poder hechizador y las virtudes mágicas de la fragancia. A su marido todo eso le tiene sin cuidado: con la edad, su olfato ha quedado limitado a percibir los peligros y las conspiraciones políticas, cosa que su mujer no puede censurarle. La legendaria prudencia de Larcio Clodio Antillo, que sus enemigos califican de cobardía, aliada con su experiencia del régimen y sus numerosas relaciones, los ha salvado en repetidas ocasiones de la venganza y del destierro. Faustina suspira. Por desgracia, su querido sobrino, Javoleno Saturno Vero, el único hijo de su difunta hermana, carece de esa circunspección. Miembro del Senado como su tío y su propio padre, filósofo adepto del estoicismo, discípulo brillante de Séneca y de Musonio Rufo, y amigo de Thrasea Peto —el senador filósofo—, fue acusado tres años antes de haber participado en la conjura de Pisón. El objetivo del complot, que reunía a senadores y hombres de pro hartos de los dispendiosos delirios del emperador, era eliminar a Nerón y sustituirlo por el noble Pisón o el sabio Séneca. La conspiración fracasó al ser descubierta y la represión fue terrible.

Séneca, su sobrino Lucano, Thrasea Peto, Petronio y trece conjurados —o presuntos conjurados— más tuvieron que cortarse las venas. Musonio Rufo, Javoleno y otros veintidós fueron expulsados de Roma y condenados al exilio. Temiendo que Nerón tomara represalias contra él, Larcio Clodio prohibió a su mujer que volviera a ver a su sobrino. Esta orden, aunque legítima, es muy dolorosa para Faustina: siempre ha considerado a Javoleno como su propio hijo, el niño que no ha podido traer al mundo.

Con los postres aparecen los indispensables bufones, que imitan y parodian al emperador caído. Provistos de triple papada y de cojines a guisa de blanda grasa, y maquillados como mujeres, los saltimbanquis adoptan poses lascivas, con voz de falsete cantan sandeces acompañados de una lira rota y desfilan ante las carcajadas del público exhibiendo medallas, palmas, coronas y trofeos traídos de Grecia y Egipto, donde presumen, a imagen y semejanza de su modelo, de haber obtenido todos los premios artísticos y todas las victorias de los Juegos Olímpicos e ístmicos.

Los actores de pantomima consiguen alejar la melancolía que se apodera siempre de Faustina cuando piensa en su sobrino y muy pronto, como el resto de los comensales, ríe de buena gana las gracias de los payasos.

Liberada de sus angustias por la ebriedad y la risa, la asamblea no se percata de que un pretoriano armado acaba de susurrar unas palabras al oído de Ninfidio Sabino. Este último se levanta, rígido y pálido. Con un gesto, ordena a los comediantes que interrumpan su número.

—Amigos míos —dice—, tengo que anunciaros una noticia muy grata. ¡Nerón ya no está con nosotros! Ayudado por su secretario Epafrodito, ha logrado por fin clavarse un puñal en la garganta… Nerón ha muerto.

A la risa sucede un silencio denso. Ese suicidio tan deseado no provoca ninguna explosión de alegría. Una sorda inquietud parece adueñarse de los presentes. Desde luego, esa noche nadie echará de menos a Nerón ni osará llorarlo. Pero con el emperador deshonrado acaba un mundo fundado por el venerable Augusto y desaparece una dinastía, la Julio-Claudia, que reinaba en Roma y su Imperio desde hace casi un siglo.

—¡Isis me ha escuchado, el tirano ha muerto y Javoleno podrá por fin regresar a Roma! —le dice Faustina a su marido al entrar por la puerta de su casa.

—Espera a que la situación sea más estable y Galba lo autorice a volver —recomienda Larcio Clodio.

—¿No le gustan a Galba los filósofos? ¿No desea que sean condenados los delatores que, hace tres años, vendieron a los conjurados a Nerón?

—Faustina Pulcra, cuando esté en la Urbe, el emperador tendrá problemas mucho más graves y urgentes que tratar, como el de restablecer la calma y la paz en la ciudad. Javoleno está seguro lejos de Roma.

—Entonces, iré a visitarlo.

—Ya hablaremos de eso. Por el momento, voy a descansar. Esta jornada ha sido agotadora y mañana, en el Senado, será peor. Tenemos que organizar las exequias de Nerón y la proscripción de su memoria.

Larcio Clodio da las buenas noches a su mujer y se refugia en su cubículo. El matrimonio duerme en habitaciones separadas, como corresponde a su condición social. La puerta de enfrente es la del dormitorio de Faustina, pero esta no tiene sueño, ni ánimos para desmaquillarse sola. Sin contar con que está impaciente por contarle los acontecimientos de la noche a su
ornatrix
. Envía, pues, a un esclavo para que vaya a despertar a la joven. Mientras espera, entra en sus aposentos y se quita los velos de muselina. Llaman a la puerta.

Para sorpresa de Faustina, no es Serva sino Partenio quien entra, con los ojos hinchados de dormir.

—Patrona, Serva está enferma y, por temor al contagio, la he aislado de las demás mujeres y he mandado trasladar su cama al desván.

—¡Por Juno!, ¿qué le pasa? Tenía algo de fiebre, pero no parecía grave.

—Ignoro lo que le pasa… o más bien temo saberlo…

—¡Partenio, explícate! ¿Sabes o no sabes?

—Es que…, esta tarde, en casa del
ungüentarías
, ha tenido un comportamiento… disoluto…, y yo creo que por falta de higiene…, pues no va nunca a los baños con las demás…, haya contraído alguna enfermedad.

Faustina, atónita, calla, frunce sus cejas pintadas y rompe a reír.

—¿Serva? ¿Que Serva ha tenido un encuentro galante? ¿Que Serva se ha entregado al desenfreno en la guarida de Haparonio? ¡Ja, ja, ja! ¡Es lo más gracioso que he oído esta noche!

El intendente se sonroja.

—¿Le has dado hinojo para calmar los espasmos? —pregunta con dureza Faustina.

—Sí, patrona, hinojo, salvia y ajo en vino melado para hacer bajar la fiebre.

—Bien. Vuelve a la cama. Mañana la acompañarás al médico. Y si su estado le impide caminar, haremos venir a uno aquí.

Partenio se retira. Faustina se queda pensativa, coge la servilleta con los trozos de carne asada y sale de la habitación. Sube fatigosamente hasta el desván. Despacio, abre la puerta de madera.

Acostada entre unos sacos de harina, unas ánforas de aceite y unas cajas de legumbres, la
ornatrix
duerme. Sin embargo, su sueño parece poblado de criaturas sobrenaturales que se han apoderado de su cuerpo y se expresan a través de su boca. Presa de una fiebre intensa, la joven mueve la cabeza a uno y otro lado, transpira, hace muecas, todo manteniendo los ojos cerrados. Y no solo eso, sino que —prodigio digno de una estrige— habla. Serva la muda articula unas palabras incomprensibles, con una voz que Faustina no conoce y que le produce la sensación de ser la de una bruja. La matrona retrocede; luego, sobreponiéndose al miedo, se decide a entrar. Lentamente, se acerca a la forma dormida.

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