La pequeña Dorrit (69 page)

Read La pequeña Dorrit Online

Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
7.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Se la han olvidado —dijo en un tono de piedad no exento de reproche—. Subí a su cuarto (el señor Chivery me enseñó el camino) y encontré la puerta abierta y a ella desmayada en el suelo, pobre muchacha. Parece que subió a cambiarse de vestido y se desmayó, vencida por los acontecimientos. Tal vez fueron los gritos, o tal vez sucedió antes. Coja su pobre mano, señorita Dorrit; está muy fría. No la suelte.

—Gracias, señor Clennam —respondió la señorita Dorrit, rompiendo a llorar—. Creo que sé lo que tengo que hacer, si me lo permite. ¡Querida Amy, abre los ojos, cariño mío! ¡Oh, Amy, Amy, qué confusa y avergonzada estoy! ¡Despierta, por favor, cielo! ¡Oh, por qué no avanzamos! ¡Por favor, papá, vámonos!

El lacayo, interponiéndose entre Clennam y la puerta del coche con un seco: «¡Con su permiso, señor!», retiró la escalerilla y el coche arrancó.

Libro segundo

Riqueza

Capítulo I

Compañeros de viaje

En otoño de aquel año, la Oscuridad y la Noche escalaban las crestas más altas de los Alpes.

Era la época de la vendimia en los valles del lado suizo del paso del Gran San Bernardo y en las orillas del lago de Ginebra. El aire olía a uva recién recogida. Las cestas, cubas y tinajas llenas, que los vendimiadores habían ido acarreando todo el día por caminos y senderos, ocupaban las entradas mal iluminadas de las casas y obstruían las empinadas y estrechas calles de los pueblos. Por todas partes había racimos desgranados y aplastados. La campesina que regresaba trabajosamente a casa, cargada con una criatura sujeta con un trapo a la cadera, la acallaba con unas cuantas uvas cogidas al paso; el idiota, sentado bajo el alero de un chalé de madera, camino de la cascada, mascaba uvas exponiendo el bocio al sol; el aliento de las vacas y de las cabras olía a hojas y tallos de viña; en cada pequeña taberna, los parroquianos comían, bebían, hablaban de uvas. ¡Lástima que tan generosa abundancia no llegara nunca a dar un poco de cuerpo al vino flojo, duro y pedregoso que se obtenía, al final, de esas mismas uvas!

El aire había sido cálido y transparente todo el día. Dispersos en el paisaje, los tejados de las iglesias y las agujas de brillo metálico habían centelleado al sol; y las cumbres nevadas de las montañas se habían distinguido con tanta claridad que unos ojos poco familiarizados, suprimiendo el espacio que los separaba de ellas y menospreciando las abruptas alturas por su aspecto irreal, habrían creído que estaban a unas cuantas horas de marcha. Cimas célebres en los valles, de cuya existencia, durante meses enteros, no se tenía indicio visible, se habían divisado desde la mañana próximas y nítidas en el cielo azul. Y en aquel momento, cuando anochecía en el valle, aunque iban retrocediendo con solemnidad como espectros a punto de desvanecerse y se volvían, a medida que desaparecían los tonos rojizos del ocaso, blancas y gélidas, seguían siendo claramente discernibles en su soledad por encima de sombras y neblinas. Desde estas regiones solitarias, y desde el paso del Gran San Bernardo, que formaba parte de ellas, la Noche ascendía por la montaña como las aguas de una inundación. Cuando por fin alcanzó los muros del monasterio del Gran San Bernardo, fue como si el edificio, azotado por la intemperie, flotara, como otra Arca sobre las olas negras.

La Oscuridad, dejando atrás a un grupo de visitantes montados en mulas, se había elevado por encima de los toscos muros cuando los viajeros todavía subían por la montaña. De la misma manera que el calor del día, resplandeciente cuando pararon para beber de los arroyos de hielo y nieve fundidos, se había convertido en el frío penetrante del gélido y escaso aire nocturno de las alturas, así la belleza fresca del viaje por las laderas inferiores había cedido a la aridez y a la desolación. Una pista rocosa, por la que la recua de mulas avanzaba evitando los bloques de piedra, como por las escaleras destrozadas de una ruina gigantesca, era ahora el camino. No había árboles ni otra vida vegetal que la del ralo musgo marrón que se helaba entre las grietas de las rocas. Junto al camino, unos brazos de madera, esqueléticos y ennegrecidos, señalaban hacia arriba, en dirección al monasterio, como fantasmas de unos antiguos viajeros sepultados por la nieve que encantasen el escenario de su desgracia. Las cuevas llenas de carámbanos y los refugios construidos como protección para las tormentas inesperadas susurraban otros tantos recordatorios de los peligros del lugar; las incansables guirnaldas y laberintos de niebla vagaban inquietos, perseguidos por el aullido del viento; y la nieve, acuciante peligro de la montaña, contra la que se tomaban todas las medidas posibles, caía implacable.

La recua de mulas, agotada por el día de trabajo, ascendía penosamente por las curvas de la pendiente; un guía conducía a pie la primera de ellas, cubierto por un sombrero de ala ancha y una chaqueta gruesa, y con uno o dos bastones de montaña echados al hombro; con él conversaba otro guía. Nadie hablaba en la fila de jinetes. El frío cortante, el cansancio del viaje y una nueva sensación de falta de aire, en parte parecida a la que se experimenta al emerger de aguas frías y cristalinas y en parte como después de sollozar, los mantenían en silencio.

Al fin brilló una luz en la cima de una escalera rocosa, a través de la nieve y la niebla. Los guías vocearon a las mulas, las mulas irguieron la cabeza, se desataron las lenguas de los viajeros y, en un súbito estallido de resbalones, tintineos, repiqueteos, palabras y últimos empujones, llegaron a la puerta del monasterio.

Otra recua de mulas había llegado poco antes, algunas con campesinos y otras con mercancías, y habían pisoteado la nieve delante de la puerta hasta formar un charco de barro. Sillas de montar y bridas, albardas y ristras de cascabeles, mulas y hombres, linternas, antorchas, sacos, forraje, tarros, quesos, barrilillos de miel y mantequilla, pacas de paja y paquetes de todas las formas se amontonaban en el cenagal de la nieve fundida en torno a las escaleras. Ahí arriba, entre las nubes, todo se veía a través de una nube y parecía fundirse en una nube. Era nube el aliento de los hombres, era nube el aliento de las mulas, una nube rodeaba las luces, los interlocutores próximos no se veían por culpa de la nube, aunque sus voces y todos los sonidos se propagaban con sorprendente claridad. Entre las nebulosas mulas, atadas apresuradamente a las anillas del muro, una podía morder a otra o largarle una coz, y toda la niebla se veía perturbada: los hombres se adentraban en ella, y de ella salían gritos de hombres y bestias, sin que los observadores pudieran discernir lo que pasaba. También el gran establo, que ocupaba la parte inferior del monasterio y al que se accedía por la puerta donde se producía toda esta confusión, exhalaba su parte de nube, como si toda la solidez del edificio dependiese de ella, y sin ella se fuera a derrumbar al quedar vacío, dejando que la nieve cayese sobre la cima desnuda de la montaña.

Mientras el ruido y la agitación aumentaban entre los viajeros vivos, también allí, a media docena de pasos, silenciosamente reunidos en una casa enrejada, envueltos en la misma nube y cubiertos por la misma danza de copos de nieve, se hallaban los viajeros muertos en la montaña. De pie en un rincón, la madre atrapada por una tormenta, en un lejano invierno, estrechaba todavía a su hijo contra el pecho; el hombre que había muerto de frío llevándose el brazo a la boca, en un gesto de hambre o de miedo, apretaba todavía los labios resecos después de años y años. ¡Horrible asamblea, congregada misteriosamente! Terrible destino para aquella madre, que no podía haberse imaginado: «Entre la innumerable compañía, de gente a la que jamás he visto y a la que jamás veré, mi hijo y yo habitaremos, inseparablemente juntos, en el Gran San Bernardo, viendo pasar las generaciones que vendrán a vernos sin saber jamás nuestro nombre y de nuestra historia sólo su final».

En ese momento, los vivos pensaban poco o nada en los muertos. Les preocupaba mucho más apearse a la puerta del monasterio y calentarse junto al fuego. Alejándose de la confusión, que se iba calmando a medida que las mulas eran conducidas al establo, los viajeros, temblando de frío, subían los escalones a toda prisa y entraban en el monasterio. En el interior, un olor a animal encerrado ascendía desde el suelo, como en una casa de fieras. El edificio tenía robustas galerías con arcos, grandes pilares de piedra, imponentes escaleras y anchos muros perforados por ventanucos hundidos: defensas contra las tormentas de montaña, como si fueran enemigos humanos. También había sombríos dormitorios abovedados donde el frío era intenso, pero estaban limpios y hospitalariamente preparados para acoger huéspedes. Por último, había una sala donde éstos se podían sentar a cenar, y ahora tenía la mesa ya puesta, delante de un fuego alto, rojo y llameante.

En esta sala se reunieron los viajeros en torno a la chimenea, después de que dos monjes jóvenes les asignaran habitaciones para la noche. Formaban tres grupos: el primero, el más numeroso e importante, también era el más lento, por lo que uno de los otros dos lo había adelantado en la subida. Lo componían una dama madura, dos caballeros de cabello cano, dos mujeres jóvenes y el hermano de éstas. Con ellos viajaban (sin contar a los cuatro guías) otro guía privado, dos lacayos y dos doncellas; este aparatoso conjunto se alojaba en otra zona, aunque bajo el mismo techo. El grupo que los había adelantado, tras seguirlos un tiempo, estaba formado por tres miembros: una dama y dos caballeros. El tercer grupo, que había ascendido desde el valle por el lado italiano del puerto y había sido el primero en llegar, lo integraban cuatro personas: un tutor alemán con anteojos, pletórico, hambriento y silencioso, que viajaba con tres hombres jóvenes, sus alumnos, pletóricos, hambrientos y silenciosos, y todos ellos con anteojos.

Los tres grupos se sentaron en torno al fuego, mirándose de soslayo con hostilidad y esperando la cena. Únicamente uno de ellos, uno de los caballeros del grupo de tres personas, trataba de entablar conversación. Con la intención de llamar la atención del jefe de la tribu más importante, mientras hablaba con sus compañeros, declaró, hablando con sus acompañantes pero en un tono que incluía a todos los presentes si deseaban verse incluidos, que había sido un día muy largo y que compadecía a las señoras. Mucho temía que una de las señoritas jóvenes no fuera fuerte o no estuviera acostumbrada a viajar, pues hacía dos o tres horas había creído ver que se había cansado más de la cuenta. Que, desde su posición al final del grupo, se había fijado en que estaba exhausta, a juzgar por su manera de sentarse en la mula. Que había tenido el honor, después, de preguntarle dos o tres veces a uno de los guías, cada vez que se retrasaba respecto a su grupo, cómo se encontraba la señorita. Que se había alegrado en extremo cuando le dijeron que se había recuperado y que no había sido más que una molestia pasajera. Que confiaba en que (para entonces ya había conseguido captar la atención del jefe y se dirigía a él) se le permitiese expresar la esperanza de que ahora se encontrara perfectamente y no lamentara haber emprendido el viaje.

—Le agradezco su atención, caballero —respondió el jefe—; mi hija se encuentra mucho mejor y está muy interesada por todo lo que ve.

—¿Es la primera vez que viaja a las montañas, tal vez? —preguntó el viajero entrometido.

—Para ella… ejem… las montañas son una novedad —contestó el jefe.

—Pero usted está ya familiarizado con ellas, ¿no es así, caballero? —dedujo el viajero entrometido.

—Yo… ejem… las conozco un poco, pero no las he frecuentado en los últimos tiempos… en los últimos tiempos —contestó el jefe con un ademán.

El viajero entrometido aceptó el gesto con una inclinación de cabeza y pasó del jefe a la segunda señorita, a la que todavía no se había referido, excepto de modo indirecto como a una de las damas por las que sentía tan delicado interés.

Esperaba que las fatigas del día no la hubiesen incomodado.

—Sin duda, me han incomodado —contestó la joven—, pero no me han cansado.

El viajero entrometido la elogió por la exactitud de su distinción. Eso era lo que había querido decir. Sin duda no había mujer a la que no incomodase tratar con ese animal proverbialmente incómodo, la mula.

—Por supuesto —dijo la señorita, que parecía bastante altiva y reservada—, tuvimos que dejar los coches y el furgón en Martigny. Y la imposibilidad de traer nada de lo que una necesita a este inaccesible lugar, junto con la obligación de renunciar a todas las comodidades, no es agradable.

—Es un lugar inhóspito, desde luego —dijo el viajero entrometido.

La dama madura, que era un modelo de decoro en el vestido y cuyo comportamiento, si se analizaba como si fuera una pieza de maquinaria, resultaba perfecto, intervino con una observación en voz baja y suave:

—Pero, como muchos otros sitios incómodos, es un lugar que hay que ver —declaró—. Como de él se dicen maravillas, es necesario verlo.

—¡Oh! No pongo la menor objeción, se lo aseguro, señora General —respondió la joven con aire indiferente.

—Y usted, señora —preguntó el viajero entrometido—, ¿ya lo había visitado anteriormente?

—Sí —contestó la señora General—. Yo ya había estado aquí. Permita que le aconseje, querida mía —añadió mirando a la joven dama que acababa de hablar—, que no exponga la cara directamente al fuego después de estar en contacto con la nieve y el aire de la montaña. Lo mismo le digo a usted, querida —le recomendó a la otra, la más joven, que se protegió el rostro al instante mientras la primera se limitaba a declarar:

—Gracias, señora General, pero estoy cómoda así y prefiero quedarme como estoy.

El hermano, que se había levantado para ir a abrir un piano que había en la sala, lo había examinado mientras silbaba y lo había cerrado casi inmediatamente, regresó pausadamente junto al fuego con el monóculo en el ojo. Llevaba el atuendo de viaje más completo y perfecto que quepa imaginar. El mundo apenas parecía lo bastante grande para ofrecerle una cantidad de viajes proporcionada a su indumentaria.

—Esta gente tarda una eternidad para preparar la cena —se lamentó, arrastrando las palabras—. Me gustaría saber que nos darán. ¿Alguien lo sabe?

—No creo que nos sirvan hombre asado —respondió la voz del segundo caballero del grupo de tres.

—Supongo que no; pero ¿qué quiere decir con eso? —inquirió el joven.

—Que, ya que no lo van a servir a usted en la cena de todos, tal vez nos hará el favor de no asarse delante del fuego de todos.

Other books

Serenity by Ava O'Shay
TailSpin by Catherine Coulter
Black by T.l Smith
Jim Henson: The Biography by Jones, Brian Jay
Gladly Beyond by Nichole Van
All That Follows by Jim Crace
The Sheep Look Up by John Brunner
BAD TRIP SOUTH by Mosiman, Billie Sue