La pequeña Dorrit (68 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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Aunque su hermano había manifestado un interés tan vago por el cambio de fortuna que parecía dudoso que lo entendiera, el señor Dorrit hizo que los mismos calceteros, sastres, sombrereros y zapateros que había llamado para él le tomasen las medidas para un guardarropa completo; ordenó también que se deshiciesen de la ropa vieja y la quemasen. La señorita Fanny y el señor Tip no necesitaron ayuda para hacer gala de gran elegancia y refinamiento, y los tres pasaron esta temporada juntos en el mejor hotel de la vecindad —aunque, a decir verdad, como bien dijo la señorita Fanny, el mejor tampoco era gran cosa—. A tono con semejante posición social, el señor Tip contrató un cabriolé con caballo y mozo de cuadra, un bonito conjunto que habría de adornar dos o tres horas al día el exterior del patio de Marshalsea. También se vería allí con frecuencia un coche de alquiler más modesto, tirado por dos caballos; al subir y bajar del vehículo, la señorita Fanny causaba revuelo entre las hijas del director por las inaccesibles capotas que exhibía.

En este corto período se resolvieron múltiples asuntos. Entre otros, los señores Peddle y Pool, agentes, de Monument Yard, recibieron instrucciones de su cliente, el caballero Edward Dorrit, para remitir al señor Clennam una carta con la cantidad de veinticuatro libras, nueve chelines y ocho peniques, calculada la tasa de principal e interés al cinco por ciento anual, suma de la que su cliente se consideraba deudor del señor Clennam. Además de este encargo, se ordenó a los señores Peddle y Pool que recordaran al señor Clennam que nunca se le había solicitado el préstamo así devuelto (con comisiones incluidas), y le informaran de que tampoco habría sido aceptado si lo hubiese ofrecido abiertamente en su nombre. Junto con todo ello se le solicitaba un recibo firmado y quedaban sus atentos servidores. En Marshalsea, en vísperas de su orfandad, el señor Dorrit, su Padre por tanto tiempo, tuvo también que resolver gran cantidad de asuntos, principalmente solicitudes de pequeños préstamos de los internos. A éstas respondió con gran generosidad aunque sin renunciar a las formalidades; enviaba siempre una primera carta para fijar una hora en la que el solicitante podía visitarlo en su cuarto, luego lo recibía entre cúmulos de documentos, y acompañaba el donativo (ya que en cada caso repetía: «Es un donativo, no un préstamo») con gran cantidad de buenos consejos: todo con la intención de que el casi extinto Padre de Marshalsea fuera recordado por mucho tiempo como ejemplo de que un hombre podía conservar el respeto propio y el ajeno incluso en un lugar como aquel.

Los internos no le tenían envidia. No sólo sentían respeto, personal y por tradición, por un hombre que llevaba allí tantos años, sino que el acontecimiento en sí había dado prestigio al Internado y lo había hecho famoso en los periódicos. Quizá más de uno pensaba, además, que la lotería del azar bien podría haberle tocado a alguno de ellos, o que existía la posibilidad de que algo semejante les sucediese un día u otro. Se lo tomaron muy bien. Unos pocos se entristecieron al pensar que los dejaban atrás y, además, en la misma pobreza; pero ni siquiera éstos guardaban rencor a la familia por aquel golpe de suerte. Tal vez la envidia habría sido mucho mayor en entornos más educados. Probablemente individuos de fortuna mediocre se habrían visto menos inclinados a la magnanimidad que los internos, que vivían de una mesa muy escasa: de la mesa del prestamista a la de la comida diaria.

Le regalaron una dedicatoria, en un pulcro marco con cristal (aunque nunca se expondría en la mansión familiar ni se conservaría entre los papeles de la familia); a la que el señor Dorrit respondió por escrito con gentileza. En este documento les aseguraba, con dignidad regia, que recibía la expresión de su afecto con convicción absoluta de su sinceridad; y de nuevo los exhortaba, de forma general, a seguir su ejemplo —el cual, al menos en lo que se refería a la herencia de una gran propiedad, habrían imitado de buena gana—. Aprovechó la ocasión para ofrecer a todo el internado un convite en el patio, en el que, según indicó, tendría el placer de despedirse brindando por la salud y la felicidad de todos aquellos a los que iba a dejar de ver.

El señor Dorrit no comió con los demás en el festejo público (que se celebró a las dos de la tarde: ahora la comida principal se la traían del hotel a las seis), pero su hijo tuvo la amabilidad de ocupar la cabecera de la mesa presidencial y comportarse con simpatía y desenvoltura. El señor Dorrit en persona se dedicó a circular entre los presentes, los fue saludando y verificando que las viandas se sirvieran a todo el mundo y fueran de la calidad que había pedido. En conjunto, parecía un barón de tiempos antiguos en un momento de particular buen humor. Al final de la comida, brindó por sus invitados con una generosa cantidad de madeira añejo; les dijo que esperaba que lo hubieran pasado bien, y, aún más, que lo pasaran bien lo que quedaba de tarde; que les deseaba lo mejor y les daba la bienvenida.

Después de que la concurrencia brindara a su salud, abandonó la compostura de barón y, al intentar agradecer el gesto, se le quebró la voz: como un mero siervo con un corazón en el pecho, lloró delante de todos. Después de este gran éxito, que él interpretó como un fracaso, brindó por el «señor Chivery y sus hermanos funcionarios», todos ellos presentes, a los que había regalado previamente diez libras por barba. El señor Chivery contestó al brindis, afirmando:

—Si tienes que encerrar, encierra; pero recuerda que eres, en palabras del africano encadenado, un hombre y un hermano.

Una vez acabada la ronda de brindis, el señor Dorrit procedió educadamente a jugar a los bolos con el interno que ocupaba el segundo lugar en antigüedad; y dejó a la masa entregada a sus diversiones.

Todos estos acontecimientos precedieron al último día. Y llegó el día fijado para que el señor Dorrit y su familia dejaran la cárcel para siempre, y las piedras del gastado pavimento no volvieran a saber de ellos.

La hora prevista para la partida eran las doce. A medida que se acercaba el momento, no quedaba ni un interno en el interior del edificio, no faltaba ni un sólo carcelero. Estos últimos iban vestidos de domingo; también la mayor parte de los internos se habían acicalado todo lo que permitían las circunstancias. Incluso se colgaron dos o tres banderas y los niños se pusieron trozos de cinta y lazos desparejos. El propio señor Dorrit conservó una dignidad grave pero elegante en aquel difícil momento. Su hermano, sobre cuyo porte abrigaba serias dudas, acaparaba buena parte de su atención.

—Mi querido Frederick —dijo—, si me das el brazo, pasaremos entre nuestros amigos. Creo que lo indicado es que salgamos cogidos del brazo, mi querido Frederick.

—¡Ah! —exclamó éste—. Sí, sí, sí, sí.

—Y si, mi querido Frederick, si pudieses, sin incurrir por ello en grandes incomodidades, incorporar algo de (discúlpame, Frederick)… algo de lustre a tus modales habituales…

—William, William —respondió el hermano negando con la cabeza—, eso es cosa tuya. Yo no sé hacerlo. Se me ha olvidado todo, ¡todo!

—Pero, querido Frederick —replicó William—, precisamente por esa razón, al menos, tienes que hacer un esfuerzo para estar a la altura de la ocasión. Tienes que empezar a recordar ahora lo que has olvidado, mi querido Frederick. Tu posición…

—¿Eh? —dijo Frederick.

—Tu posición, mi querido Frederick.

—¿La mía? —Se miró y luego miró a su hermano, y entonces, inspirando profundamente, exclamó—: ¡Ah, por supuesto! Sí, sí, sí.

—Tu posición, mi querido Frederick, es ahora desahogada. Tu posición, como hermano mío, es muy buena. Y sé que entra en tu naturaleza aplicada tratar de ser digno de ella, mi querido Frederick, y mejorarla; en lugar de desacreditarla, embellecerla.

—William —respondió Frederick, débilmente y con un suspiro—. Haré todo lo que desees, hermano, siempre que esté a mi alcance. Pero, por favor, recuerda que mi alcance es muy limitado. ¿Qué quieres que haga hoy, hermano? Dímelo, basta con que me lo digas.

—Mi querido Frederick, nada. Nada por lo que valga la pena molestar a un corazón tan bondadoso como el tuyo.

—Por favor —respondió el hermano—: no me molesta en absoluto, William, nada que pueda hacer por ti.

William se pasó una mano por los ojos y murmuró con augusta satisfacción:

—¡Bendito sea el cariño que me tienes, mi pobre hermano! —Tras lo cual dijo en voz alta—: Bueno, mi querido Frederick, si tratases, mientras salimos, de manifestar que eres consciente de la importancia de la ocasión, que piensas en ello…

—¿En qué me aconsejas que piense? —inquirió el sumiso hermano.

—¡Oh, querido Frederick! ¿Qué puedo responder a eso? Sólo puedo decirte lo que pienso yo al dejar a esta buena gente.

—¡Eso! —exclamó su hermano—. Eso me ayudará.

—Lo que me viene a la cabeza, mi querido Frederick, con emociones encontradas, en las que predomina una afectuosa compasión, es: «¡Qué será de ellos sin mí!».

—Cierto —respondió su hermano—. Sí, sí, sí, sí. Eso pensaré mientras salimos: ¡qué será de ellos sin mi hermano! ¡Pobrecitos! ¡Qué será de ellos sin él!

Acababan de dar las doce y les comunicaron que el coche estaba listo en la explanada exterior; los hermanos bajaron las escaleras cogidos del brazo. El caballero Edward Dorrit (antes llamado Tip) y su hermana Fanny los seguían, también del brazo; Plornish y Maggy, a quienes se había encargado el transporte de las pertenencias de la familia consideradas dignas de transporte, cerraban la comitiva, cargados con los bultos y paquetes que se llevarían en un carro.

En el patio estaban los internos y los carceleros. En el patio estaban el señor Pancks y el señor Rugg, que habían ido a contemplar la última etapa de su trabajo. En el patio estaba John hijo componiendo un nuevo epitafio para sí mismo, pues había vuelto a fallecer con el corazón destrozado. En el patio estaba el patriarcal Casby —con un aspecto tan tremendamente benévolo que varios internos entusiastas le estrecharon fervientemente la mano, y las mujeres y la parentela femenina de muchos otros se la besaron— y nadie puso en duda ni por un momento que él era el responsable de todo. En el patio estaba el hombre que protestaba oscuramente por los fondos que el director de la cárcel malversaba, que se había despertado a las cinco de la mañana para terminar la copia de una memoria completamente ininteligible sobre el asunto, la cual había encomendado al cuidado del señor Dorrit como documento de la mayor importancia, concebido para dejar al gobierno anonadado y precipitar la caída del director. En el patio estaba el insolvente que invertía toda su energía en endeudarse, que se esforzaba tanto en entrar en la cárcel como otros en salir de ella, y que regularmente quedaba limpio y era liberado entre elogios; mientras que a su lado, codo con codo, un simple comerciante humilde, trabajador y quejoso, medio muerto debido a los ansiosos esfuerzos que hacía para librarse de las deudas, encontraba, desde luego, difícil conseguir que un inspector lo liberase aún con muchos reproches y reprobaciones. En el patio estaba el hombre que tenía muchos hijos y muchas cargas, cuyo fracaso asombraba a todo el mundo; y el hombre sin hijos y con amplios recursos cuyo fracaso no asombraba a nadie. Allí estaban los que siempre iban a salir al día siguiente, aunque luego siempre se postergara la salida; allí estaban los que habían entrado el día anterior, más celosos y molestos por aquella rara fortuna que los veteranos. Allí estaban algunos que por pura mezquindad de espíritu se encogían e inclinaban ante el interno enriquecido y su familia; y otros que también se inclinaban porque sus ojos, acostumbrados a las tinieblas de su prisión y de su pobreza, no soportaban la luz de un sol tan brillante. Allí había mucha gente cuyos chelines habían acabado en el bolsillo del señor Dorrit para que comprara comida y bebida, pero ninguno se mostraba campechano y desenfadado, acobardados por la numerosa asistencia. No podía menos que observarse que los pájaros enjaulados se sentían intimidados en presencia del que iban a liberar de forma tan grandiosa, y tendían a refugiarse contra los barrotes, agitados a su paso.

Entre estos espectadores, la pequeña procesión, encabezada por los dos hermanos, se dirigió lentamente a la puerta. El señor Dorrit, entregado a infinitas especulaciones sobre cómo aquellas pobres criaturas habrían de arreglárselas sin él, tenía apariencia impresionante y triste, pero no absorta. Daba palmaditas en la cabeza de los niños como sir Roger de Coverley camino de la iglesia
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, interpelaba a algunos internos del fondo por sus nombres de pila, trataba con paternalismo a todos en general y parecía, para consolarlos, andar rodeado por una inscripción en letras doradas: «¡Sé fuerte, pueblo mío! ¡Sopórtalo!» .

Al menos tres vítores sinceros anunciaron que había cruzado la puerta y que la cárcel de Marshalsea quedaba huérfana. Todavía resonaban entre las paredes de la cárcel cuando la familia acabó de subir al carruaje y el mozo tenía ya la escalerilla en la mano.

Entonces, y no antes, la señorita Fanny exclamó de repente:

—¡Ay, Dios mío! ¿Dónde está Amy?

Su padre había pensado que estaba con su hermana. Su hermana había creído que estaba «aquí o allá». Todos habían confiado en encontrarla, como siempre hasta entonces, en su sitio cuando la necesitaran. Ésta era tal vez la primera acción de su vida en común que habían emprendido sin ella.

Llevarían un minuto analizando la cuestión cuando la señorita Fanny, que, desde su asiento en el coche, veía el largo y estrecho pasillo que llevaba a la portería, enrojeció de indignación.

—¡Tengo que decirle, papá, que esto es una vergüenza! —exclamó.

—¿Qué es una vergüenza, Fanny?

—¡Tengo que decirle —repitió— que esto es completamente escandaloso! ¡Que en un momento como éste desee verme muerta! Mirad a la niña con el horrible vestido, viejo y andrajoso, que se ha empeñado en dejarse puesto, papá, aunque le he rogado una y otra vez que se cambiara y se ha opuesto una y otra vez, hasta que me ha prometido que se cambiaría hoy. Decía que quería llevarlo mientras siguiese aquí con usted (lo que es una absoluta tontería, romántica y del peor estilo). Pues miradla ahora, a la niña Amy, humillándonos hasta el último momento y en el último momento, permitiendo que carguen con ella hasta la salida y así vestida después de todo. ¡Y, encima, la lleva el señor Clennam!

En cuanto Fanny hizo la acusación, la falta quedó demostrada: Clennam apareció en la puerta del coche con la pequeña figura inconsciente entre sus brazos.

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