—Querida, ¡qué le ha hecho usted a Henry para hechizarlo de este modo! —al mismo tiempo que se permitía que unas pocas lágrimas hicieran rodar, en pequeñas píldoras, los polvos que llevaba en la nariz, como señal delicada pero conmovedora de lo mucho que sufría en su interior al tener que guardar la compostura con que soportaba su desgracia.
Entre las amistades de la señora Gowan (que se enorgullecía de pertenecer a la Sociedad y mantener una relación íntima y estrecha con ese poder), la señora Merdle figuraba en primera línea. Era cierto que todos los bohemios de Hampton Court, sin excepción, miraban por encima del hombro a los Merdle porque eran unos advenedizos; pero luego inclinaban esos mismos hombros en una reverencia para adorar su riqueza. Y el mismo movimiento ejecutaban los prohombres del Tesoro, la Abogacía, el Obispado y todos los demás.
Tras dar su consentimiento del modo mencionado, la señora Gowan hizo una visita de condolencia —condolencia por su propia situación— a la señora Merdle. A tal efecto, se desplazó a la ciudad en un coche de un solo caballo que en aquel momento de la historia de Inglaterra recibía el irreverente nombre de «pastillero». Pertenecía a un pequeño empresario que lo conducía en persona y al que contrataban, por día o por horas, la mayoría de las señoras mayores que vivían en Hampton Court Palace; pero de modo tácito, las personas de aquel campamento se habían puesto de acuerdo para hacer pasar todo el conjunto, coche y cochero, por propiedad privada de quien lo alquilaba, y el dueño sólo daba muestras de conocer al viajero que empleaba el coche. Del mismo modo que los Barnacle de los Circunloquios, que prestaban más atención que nadie en este mundo a sus negocios, simulaban desconocer cualquier otro asunto que no tuvieran en aquel momento entre manos.
La señora Merdle estaba en casa y se encontraba en su nido de oro y carmesí, mientras el loro, posado en una percha a su lado, la miraba con la cabeza ladeada, como si la tomara por otro loro espléndido de una especie de mayor tamaño. Condujeron ante ambos a la señora Gowan, que iba con su abanico verde favorito, destinado a suavizar la luz que le daba en el rostro.
—¡Querida mía! —exclamó la señora Gowan, dando unos golpecitos con el abanico en el dorso de la mano de su amiga tras una breve conversación anodina—. ¡Es usted mi único consuelo! Este asunto de Henry que le conté va a concretarse, ¿qué le parece? Me muero por saberlo porque usted representa perfectamente a la Sociedad.
La señora Merdle examinó el busto que la Sociedad acostumbraba a examinar y, después de asegurarse de que el escaparate del señor Merdle y de los joyeros de Londres estaba bien colocado, contestó:
—Cuando se trata del casamiento de un varón, querida, la Sociedad exige que salve su fortuna mediante el matrimonio. La Sociedad exige que gane con el matrimonio. La Sociedad exige que consiga un buen puesto gracias al matrimonio. Si no es así, la Sociedad no entiende para qué va a contraer matrimonio. ¡Cállate, pájaro!
El pájaro, presidiendo la reunión en su jaula por encima de ellas y como si fuera un juez (cosa que, sin duda, parecía extraordinariamente), había rematado la exposición con un chillido.
—Hay casos —prosiguió la señora Merdle curvando delicadamente el dedo meñique de su mano favorita y haciendo así más expresivos unos comentarios ya de por sí expresivos— en que el hombre no es joven o elegante sino rico y está ya bien establecido. Eso es otra cosa; en tal caso…
La señora Merdle encogió sus níveos hombros y descansó una mano en el mostrador de joyería para reprimir una tosecilla, como si señalara: «Entonces un hombre busca esto, querida». El loro chilló de nuevo; la dama cogió el monóculo para mirarlo y le ordenó:
—¡Pájaro, cállate! Pero los hombres jóvenes —prosiguió la señora Merdle—, y por hombres jóvenes ya sabe usted qué entiendo, querida (me refiero a los hijos de algunas personas, con la vida por delante), deben mejorar su posición en la Sociedad mediante el matrimonio o la Sociedad no les perdonará que hagan el tonto. Todo esto parece muy mundano —dijo la señora Merdle, reclinándose en su nido y alzando de nuevo el monóculo—, ¿verdad?
—Pero es bien cierto —dijo la señora Gowan con un aire muy moralizante.
—Querida, eso no se puede discutir ni por un momento —contestó la señora Merdle—. Porque la Sociedad ha tomado una decisión y no hay nada más que añadir. Si viviéramos en un estado más primitivo, si viviéramos bajo techumbres hechas con hojas, criáramos vacas y ovejas y otros animales en lugar de cuentas bancarias (cosa que sería deliciosa; querida, soy tremendamente pastoril por naturaleza), no habría nada que discutir. Pero no vivimos debajo de las hojas ni criamos vacas, ovejas y otros animales. Algunas veces me agoto explicándole la diferencia a Edmund Sparkler.
Cuando oyó el nombre de este joven caballero, la señora Gowan, mirando por encima del abanico verde, replicó:
—Querida mía, ya sabe usted en qué estado tan terrible se encuentra el país, ¡las lamentables concesiones que ha tenido que hacer John Barnacle! Y ya conoce usted los motivos por los que soy tan pobre como la más pobre de las personas…
—¿Como una rata? —sugirió la señora Merdle con una sonrisa.
—Estaba pensando en una figura bíblica, en el mismísimo Job —contestó la señora Gowan—. En fin, cualquiera de las dos comparaciones sirve. Sería ocioso disimular que hay una enorme diferencia entre la posición de su hijo y la del mío. Debo añadir, sin embargo, que Henry tiene talento…
—Cosa que Edmund no tiene —interrumpió la señora Merdle con gran finura.
—… y que ese talento, combinado con cierto desencanto —prosiguió la señora Gowan—, lo ha llevado a buscar… ay de mí, ya sabe usted, querida. En fin, dado que la posición de Henry es distinta, la cuestión es qué grado de desigualdad puedo aceptar para su matrimonio.
La señora Merdle estaba tan entretenida con la contemplación de sus brazos (unos brazos bien torneados, el mejor expositor para las pulseras) que durante un rato no contestó. Al final, el silencio hizo que reaccionara, cruzó los brazos y, con una presencia de ánimo admirable, miró a su amiga a la cara y preguntó:
—¿Ah, sí? ¿Y qué?
—Pues que me gustaría saber lo que opina usted de este caso.
En este momento, el loro, que desde su último grito se sostenía sobre una sola pata, se echó a reír a carcajadas, se balanceó con aire burlón sobre las dos patas y volvió a erguirse sobre una sola mientras esperaba una respuesta con la cabeza tan torcida como le era posible.
—Parece muy materialista preguntar qué va a recibir el caballero además de la dama —dijo la señora Merdle—. Pero quizá la Sociedad sea un poquito materialista, querida.
—Por lo que he podido deducir —contestó la señora Gowan—, creo que Henry se verá libre de sus deudas…
—¿Tiene muchas? —preguntó la señora Merdle a través del monóculo.
—Me parece que alcanzan una cifra tolerable —contestó la señora Gowan.
—Es decir, dentro de lo normal —dijo la señora Merdle, observándola con aire relajado.
—Y creo que el padre les dará una renta de tres mil al año, o quizá algo más, que en Italia…
—Oh, ¿se van a Italia? —preguntó la señora Merdle.
—Para que Henry estudie. No le costará mucho adivinar qué, querida. Eso tan terrible que es el arte…
Sin duda, no hacía falta decir nada más. La señora Merdle se apresuró a impedir que su afligida amiga prosiguiera, ya lo entendía.
—Y nada más —dijo la señora Gowan moviendo la cabeza abatida—. ¡Nada más! —repitió la señora Gowan, plegando el abanico y golpeándose con él la barbilla (la papada estaba en camino de convertirse en otra barbilla; en aquel momento, tenía ya barbilla y media)—. Cuando mueran sus padres, llegará algo más, pero no sé con qué limitaciones o restricciones. Y pueden vivir años. Querida, son precisamente de este tipo de personas.
La señora Merdle, que conocía la Sociedad de su amiga muy bien y sabía cómo eran las madres de la Sociedad y cómo eran las hijas de la Sociedad y cómo estaba el mercado matrimonial en la Sociedad, qué precios se imponían, qué tramas y contratramas se organizaban para los mejores compradores y qué gangas y chalanerías se imponían, pensó, en lo más profundo de su amplio pecho, que el partido era razonablemente bueno. Sin embargo, como sabía lo que se esperaba de ella y percibía la naturaleza exacta de la ficción que había que alimentar, se hizo cargo del caso con delicadeza y aportó el brillo requerido.
—¿Y ya está, querida? —preguntó con un suspiro amistoso—. ¡Bueno, bueno! No es culpa suya, usted no tiene nada que reprocharse. Debe recurrir a esa fortaleza de carácter bien conocida de todos y poner al mal tiempo buena cara.
—La familia de la joven ha hecho todo lo posible y ha tomado todas las disposiciones, como dicen los abogados, para tenerlo y retenerlo —señaló la señora Gowan.
—Claro que sí, no me cabe duda —dijo la señora Merdle.
—He insistido en todas mis objeciones y me he preocupado día y noche buscando la manera de alejar a Henry de esta relación.
—No me cabe duda, querida —repitió la señora Merdle.
—Y no ha servido para nada. Todo se ha derrumbado. Dígame, querida, ¿tengo razón al ceder al fin, aunque sea a regañadientes, y permitir que Henry se case con gente que no pertenece a la Sociedad? ¿O bien he actuado con una debilidad imperdonable?
Al contestar a esta pregunta directa, la señora Merdle (en su papel de sacerdotisa de la Sociedad) garantizó a la señora Gowan que su actitud había sido encomiable, que era muy comprensible su postura y que había sido puesta a prueba en el crisol de la aflicción
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. Y la señora Gowan que, por supuesto, veía perfectamente lo que había detrás de este manido subterfugio y sabía que la señora Merdle también lo veía perfectamente, pasó por el trámite, igual que había llegado, con aire grave y satisfecho de sí misma.
La reunión se había celebrado a las cuatro o las cinco de la tarde, cuando toda la zona de Harley Street, Cavendish Square, resonaba con ruedas de carruajes y aldabonazos dobles. Así estaban las cosas cuando el señor Merdle regresó a casa después de haberse ocupado, como cada día, de que el nombre de la Gran Bretaña fuera cada vez más respetado en todos los rincones del mundo civilizado capaces de apreciar la empresa comercial mundial y las combinaciones de habilidad y capital en proporciones gigantescas. Porque, aunque nadie sabía con precisión en qué consistían los negocios del señor Merdle, excepto que tenían que ver con amasar dinero, todo el mundo los definían con tales palabras en las ocasiones ceremoniosas, en una versión moderna de la parábola del camello y la aguja que obligaba a aceptar los hechos sin hacerse preguntas.
Para ser un caballero al que se le había encomendado tan espléndido trabajo, parecía un poco vulgar, casi como si, en el curso de sus múltiples transacciones, hubiera intercambiado accidentalmente la cabeza con la de algún ser inferior. Se presentó ante las damas mientras daba un triste paseo por su mansión sin otro objetivo aparente que escapar de la presencia del mayordomo principal.
—Les ruego que me perdonen —dijo, confuso—; pensaba que aquí sólo estaba el loro.
Sin embargo, mientras la señora Merdle decía: «Pase, pase», y la señora Gowan anunciaba que ya se marchaba y se ponía en pie, el señor Merdle entró y se detuvo a mirar por una ventana apartada, con las manos cruzadas bajo los inquietos puños de la levita, agarrándose las muñecas como si quisiera llevarse preso ante la autoridad. En esta actitud cayó en un estado de ensoñación del que lo despertó su esposa llamándolo desde la otomana cuando llevaban ya un cuarto de hora solos.
—¿Eh? ¿Sí? —contestó el señor Merdle volviéndose hacia ella—. ¿Qué pasa?
—¿Qué pasa? —repitió la señora Merdle—: lo que pasa es que imagino que no ha oído usted ni una palabra de mi malestar.
—¿Su malestar, señora Merdle? —dijo el señor Merdle—. No sabía que tuviera ningún malestar…
—Oh, mi malestar con usted —dijo la señora Merdle.
—Oh, conmigo —dijo el señor Merdle—. ¿Qué es… qué he… de qué se queja usted, señora Merdle? —Distraído y ausente como estaba, tardó un poco en formular la pregunta. Como en un débil intento de convencerse de que era el amo de la casa, concluyó amenazando al loro con el índice, el cual expresó su opinión clavándole inmediatamente el pico—. Decía usted, señora Merdle —dijo el señor Merdle, llevándose el dedo herido a la boca—, que tenía una queja contra mí.
—Una queja que, el mero hecho de tener que repetirla, demuestra su fundamento —dijo la señora Merdle—. Bien podría habérselo contado todo a la pared. Mejor habría sido que se lo dijera al pájaro; al menos, él habría gritado.
—Supongo que no querrá usted que grite, señora Merdle —indicó el señor Merdle, tomando asiento.
—La verdad es que no lo sé —contestó la señora Merdle—, pero lo preferiría a verlo a usted tan malhumorado e inquieto. Creía que, al menos, podría ser sensible a lo que sucede a su alrededor.
—Es posible gritar y no por ello ser más sensible, señora Merdle —dijo el señor Merdle con pesar.
—Y se puede ser muy obstinado, como usted en este momento, sin gritar —contestó la señora Merdle—. Es bien cierto. Si desea saber cuál es el motivo de mi malestar, le diré, en palabras bien sencillas, que no puede usted frecuentar la Sociedad a menos que pueda usted acomodarse a sus exigencias.
El señor Merdle, mesándose los escasos cabellos que le quedaban, se levantó de un brinco como si éstos hubieran tirado de él.
—¿Cómo? —exclamó—. Por todos los demonios, señora Merdle, ¿quién hace más que yo por la Sociedad? ¿Ve esta casa, señora Merdle? ¿Ve estos muebles, señora Merdle? ¿Se mira en el espejo y se ve usted, señora Merdle? ¿Sabe cuánto cuesta todo esto y quién lo paga? ¿Y me dice que no debería frecuentar la Sociedad? ¿Yo, que la riego de dinero de esta manera? Si podría decirse que todos los días me pongo los arreos de un carro de regar lleno de dinero y me dedico a empapar a la Sociedad.
—Le ruego que no se ponga violento, señor Merdle —dijo la señora Merdle.
—¿Violento? —exclamó el señor Merdle—. Me desespera usted. No sabe ni la mitad de todo lo que hago para adaptarme a la Sociedad. No sabe nada de los sacrificios que hago por ella.
—Sé que recibe usted a lo mejor del país —dijo la señora Merdle—. Sé que se mueve en la Sociedad más destacada. Y creo que sé (en fin, para no andarme con rodeos, sé que sé) quién lo mantiene a usted ahí, señor Merdle.