La pequeña Dorrit (100 page)

Read La pequeña Dorrit Online

Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
9.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

—En ese caso, insisto en mi humilde ruego —dijo Flora— de que, en su viaje de vuelta a Italia, tenga la amabilidad de buscar a este caballero extranjero en todas las carreteras, en todas las vueltas y revueltas, y que pregunte por él en todos los hoteles, naranjales, viñedos y volcanes y lugares que frecuente porque debe de estar en algún sitio y quisiéramos saber por qué no dice aquí estoy y aclara la situación.

—Le ruego que me explique, señora —dijo el señor Dorrit, refiriéndose de nuevo al volante—, ¿quiénes son Clennam y Cía.? Veo el nombre mencionado en relación con los habitantes de la casa en la que fue visto el señor Blandois y me pregunto quiénes son Clennam y Cía. ¿Se trata del individuo al que… ejem… en otro tiempo… ejem… conocí de modo breve y superficial y al que, según creo, se ha referido usted? ¿Es esa persona?

—Es otra persona completamente distinta —dijo Flora—, con ruedas en lugar de piernas y la más severa de las mujeres, aunque sea su madre.

—Clennam y Cía… ejem… ¡una madre! —exclamó el señor Dorrit.

—Junto con un hombre mayor —dijo Flora.

El señor Dorrit parecía a punto de enloquecer por aquella explicación y no contribuyó mucho a su cordura que Flora se lanzara a un rápido análisis de la corbata del señor Flintwinch y lo describiera, sin trazar la menor línea de separación entre su identidad y la de la señora Clennam, como un clavo oxidado con polainas. Y la figura compuesta de hombre y mujer, sin piernas, con ruedas, clavo oxidado, adusta y con polainas dejó al señor Dorrit tan estupefacto que ofrecía un espectáculo digno de conmiseración.

—Pero no lo retendré a usted un solo instante más —dijo Flora, apiadada del estado del señor Dorrit, si bien totalmente inconsciente de que era ella la causante— si tiene usted la bondad de darme su palabra de caballero de que tanto en su viaje de regreso a Italia como en Italia buscará a este señor Blandois por todas partes y, si lo encuentra o tiene noticia de él, lo obligará a venir a aclarar la situación.

Llegado este momento, el señor Dorrit se había recuperado de su desconcierto lo bastante para ser capaz de decir, de un modo razonablemente coherente, que lo consideraría su deber. Flora estaba encantada con su éxito y se puso en pie para marcharse.

—Le doy un millón de gracias y le dejo mi dirección en la tarjeta por si quiere comunicarme algo personalmente; no me atrevo a enviarle un abrazo a la niña querida porque quizá no le pareciera correcto y la verdad es que tras esta trasformación queda poco de la niña querida, pero tanto yo como la tía del señor F. le hemos deseado siempre lo mejor sin que por ello pretendamos nada a nuestro favor puede estar usted seguro sino todo lo contrario porque ella hizo todo aquello a lo que se había comprometido y eso ya es más de lo que puede decirse de muchos de nosotros, por no decir que lo hacía tan bien como puede hacerse, y yo soy una de esas personas porque siempre he dicho desde que empecé a recuperarme del golpe de la muerte del señor F. que aprendería a tocar el órgano que me gusta muchísimo y debo confesar avergonzada que no sé ni una nota, ¡buenas tardes!

Cuando el señor Dorrit, que la acompañó a la puerta de la habitación, tuvo tiempo para recuperarse, se dio cuenta de que aquel encuentro había hecho revivir recuerdos deliberadamente olvidados que discordaban con una cena en casa del señor Merdle. Escribió y envió una breve nota disculpándose por su ausencia y pidió que le subieran de inmediato una cena a su habitación del hotel. Tenía otro motivo para hacerlo. Se acababa el tiempo de su estancia en Londres y tenía muchos compromisos; tenía planes hechos para volver y le pareció que correspondía a su importancia averiguar algo sobre la desaparición de Blandois y encontrarse en condiciones de llevar a Henry Gowan el resultado de su investigación personal. Así pues, tomó la decisión de aprovechar la noche que le quedaba libre para dirigirse a Clennam y Cía., fácil de encontrar gracias a la dirección que aparecía en el volante, ver qué era y formular un par de preguntas.

Tras una cena tan sencilla como el hotel y el guía le permitieron y después de una cabezada junto al fuego para recobrarse mejor del encuentro con la señora Finching, salió solo en un coche de alquiler. La profunda campana de San Pablo daba las nueve cuando pasó bajo la sombra de la puerta de Temple Bar, decapitada y olvidada en aquellos tiempos degenerados.

A medida que se acercaba a su destino por callejuelas y vías paralelas al río, aquella parte de Londres le pareció a esa hora más fea todavía de lo que había imaginado. Habían pasado muchos y largos años desde la última vez que la vio, nunca la había conocido bien y, ante sus ojos, ofrecía un aspecto misterioso y deprimente. Tan grande impresión le causó que, cuando el conductor se detuvo, después de haber preguntado el camino más de una vez, y le dijo que, según creía, aquélla era la dirección que buscaban, el señor Dorrit dudó, sin quitar la mano en la portezuela del coche, algo asustado por la apariencia sombría de la casa.

Lo cierto era que aquella noche estaba más lúgubre que nunca. En la fachada habían pegado dos de los volantes, uno a cada lado de la puerta, y mientras el farol parpadeaba en el aire nocturno, las sombras pasaban por encima de los papeles como las sombras de unos dedos que siguieran las líneas. No cabía duda de que alguien vigilaba la casa: cuando el señor Dorrit se detuvo, entró un hombre desde el otro lado de la calle y otro salió de dentro, de algún oscuro rincón interior; ambos lo miraron al pasar y ninguno se alejó de las inmediaciones.

Dado que en el recinto había una sola casa, no cabía la menor duda; el señor Dorrit subió los escalones y llamó a la puerta. Brillaban dos luces tenues en las dos ventanas del primer piso. La puerta le devolvió un sonido hueco y apagado, como si la casa estuviera vacía; pero no era el caso, ya que se veía una luz y se oyeron unos pasos casi de inmediato. La luz y los pasos se aproximaron a la puerta, se oyó el roce de una cadena y una mujer con la cabeza cubierta por un delantal apareció en el umbral.

—¿Quién es? —preguntó la mujer.

El señor Dorrit, desconcertado por su atuendo, contestó que venía de Italia y que deseaba formularles una pregunta en relación con la persona desaparecida, a la que conocía.

—¡Eh! —gritó la mujer, alzando una voz cascada—. ¡Jeremiah!

Tras lo cual apareció un anciano demacrado al que el señor Dorrit creyó identificar por sus polainas como el clavo oxidado. La mujer tenía miedo del anciano demacrado porque cuando éste se acercó se quitó el delantal de un tirón y entonces pudo verse un rostro pálido y asustado.

—Abre la puerta, imbécil —dijo el anciano—, y deja pasar a este caballero.

El señor Dorrit, no sin mirar por encima del hombro al conductor y el coche, entró en el oscuro vestíbulo.

—Caballero, puede ahora preguntar lo que le parezca oportuno, aquí no tenemos secretos.

Antes de que pudiera contestar, una voz fuerte y severa, aunque de mujer, gritó desde el piso de arriba:

—¿Quién es?

—¿Quién es? Más preguntas —contestó Jeremiah—. Un caballero que viene de Italia.

—Hágalo subir.

El señor Flintwinch murmuró algo como si le pareciera el gesto innecesario, pero se volvió hacia el señor Dorrit y dijo:

—La señora Clennam. Ella manda. Le indicaré el camino.

Y precedió al señor Dorrit por la ennegrecida escalera; este caballero echó de nuevo una ojeada a su espalda en un gesto bastante comprensible y vio que lo seguía la mujer, otra vez con el delantal sobre la cabeza y con un aspecto espectral.

La señora Clennam tenía los libros abiertos sobre una mesilla.

—¡Oh! —exclamó bruscamente en cuanto vio al visitante y lo miró detenidamente—. Así que es usted de Italia, ¿y bien?

El señor Dorrit no supo encontrar respuesta mejor que otro: «¿Y bien?».

—¿Dónde está el hombre desaparecido? ¿Ha venido a darnos información de su paradero? Espero que así sea.

—Ni mucho menos, yo… ejem… he venido a buscar información.

—Lamentablemente para nosotros, aquí no tenemos ninguna. Flintwinch, enseñe a este caballero el volante y dele varios para que se los lleve. Sosténgalo para que lo lea.

El señor Flintwinch hizo lo que se le indicaba y el señor Dorrit lo leyó entero, como si no lo hubiera visto antes, agradeciendo el momento de recobrar su presencia de ánimo, que el aire de la casa y de la gente que la habitaba había alterado un poco. Con los ojos en el papel, tuvo la sensación de que los del señor Flintwinch y los de la señora Clennam se clavaban en él. Y cuando alzó la vista se encontró con que la sensación no era imaginaria.

—Ahora sabe usted tanto como nosotros, caballero —dijo la señora Clennam—. ¿El señor Blandois es amigo suyo?

—No… ejem… es sólo un conocido —dijo el señor Dorrit.

—¿No trae ningún encargo suyo?

—Yo… ejem… claro que no.

La mirada implacable fue desviándose gradualmente hacia el suelo después de pasar por el rostro del señor Flintwinch. El señor Dorrit, confuso por verse en el papel de interrogado en lugar de interrogador, intentó invertir aquella situación inesperada.

—Soy… ejem… un caballero con cierta posición y en este momento resido en Italia con mi familia, mis criados y… ejem… en una mansión de tamaño considerable. Me hallo en Londres por un breve período por asuntos relacionados con… ejem… mi patrimonio y al enterarme de esta extraña desaparición he deseado conocer de primera mano las circunstancias… porque hay un… ejem… caballero inglés en Italia, al que sin duda veré al mi regreso, que mantiene una estrecha amistad con
monsieur
Blandois. Se trata de Henry Gowan, tal vez conozca el nombre.

—No lo he oído nunca —dijo la señora Clennam, y el señor Flintwinch lo repitió como un eco.

—Como me gustaría ofrecerle una narración… ejem… coherente y completa —dijo el señor Dorrit—, ¿puedo formularle tres preguntas?

—Treinta, si así lo desea.

—¿Hace mucho tiempo que conoce a
monsieur
Blandois?

—No hace ni un año. El señor Flintwinch aquí presente consultará los libros y le dirá en qué fecha, y qué casa de París nos lo presentó. Si es que le sirve de algo, ya que a nosotros nos sirve de bien poco.

—¿Lo ha visto muchas veces?

—No, sólo dos. Lo había visto una antes y…

—… y esa otra —completó el señor Flintwinch.

—Esa otra.

—Disculpe, señora —dijo el señor Dorrit; a medida que se sentía más seguro, se metía cada vez más en el papel de comisionado de la paz—. Disculpe, señora, ¿podría preguntarle para mayor satisfacción del caballero al que tengo el honor de… proteger o… ejem… conocer… si venía el señor Blandois por un asunto de negocios la noche indicada en el volante?

—De lo que llamamos negocios.

—¿Y podría usted comunicarme la naturaleza de éstos?

—No.

Era evidente que no era posible cruzar la barrera de semejante respuesta.

—Ya me han hecho esa pregunta y la respuesta ha sido que no. No queremos hacer públicas nuestras transacciones, por pequeñas que sean, y que se entere toda la ciudad. Así que la respuesta es no.

—Es decir, ¿llevaba dinero encima, por ejemplo? —preguntó el señor Dorrit.

—No se llevó dinero nuestro y no le entregamos ningún dinero.

—Supongo —observó el señor Dorrit, mirando alternativamente a Flintwinch y a la señora Clennam— que no tienen explicación para este misterio.

—¿Y por qué lo supone? —contestó la señora Clennam.

Desconcertado por aquella pregunta fría y seca, el señor Dorrit fue incapaz de dar ninguna razón.

—Mi explicación —prosiguió la señora Clennam, tras un silencio incómodo por parte del señor Dorrit— es que está de viaje por alguna parte o se esconde en algún sitio.

—¿Y sabe por qué habría de esconderse en algún sitio?

—No.

Era el mismo «no» que antes y alzaba otra barrera.

—Me ha preguntado si tenía yo una explicación para la desaparición —le recordó la señora Clennam con aire severo—, no si quería dársela. No pretendo dársela, caballero. Creo que no es asunto mío hacerlo ni suyo preguntarlo.

El señor Dorrit contestó inclinando la cabeza en un gesto de disculpa. Mientras daba un paso atrás con intención de anunciarle que no tenía nada más que preguntar, no pudo por menos de observar que la señora Clennam tenía los ojos clavados en el suelo con expresión sombría y cierto aire de decidida expectación; y también que el señor Flintwinch reflejaba exactamente la misma expresión, a poca distancia de la silla, también con los ojos en el suelo mientras se frotaba la barbilla suavemente con la mano derecha.

En ese momento, Affery (por supuesto, la mujer del delantal), soltó la vela que tenía en la mano y exclamó:

—Ahí, ¡santo cielo! Ahí está otra vez! ¡Jeremiah!

Si se había oído algún ruido, había sido tan suave que la mujer debía de estar acostumbrada a escuchar; el señor Dorrit creyó, en efecto, haber oído algo, como si cayeran unas hojas secas. Por unos momentos, el terror de la mujer pareció contagiar a los demás y todos prestaron atención.

El señor Flintwinch fue el primero en reaccionar:

—Affery, mujer —dijo, acercándose con los puños cerrados y los codos temblorosos, lleno de impaciencia por pegarle—, vuelves a las andadas. Ahora empezarás a deambular en sueños y habrá que aguantar todas tus bufonadas. Necesitas una medicina. Cuando haya acompañado a la salida a este caballero, te daré una buena dosis, mujer. ¡Una buena dosis!

Affery no pareció considerar que ninguna dosis fuera buena, pero su marido, sin más referencia a la medicina, cogió otra vela de la mesa de la señora Clennam y dijo:

—Caballero, ¿quiere que lo alumbre hasta la salida?

El señor Dorrit se manifestó muy agradecido y bajaron las escaleras. Flintwinch cerró la puerta y pasó la cadena sin perder un instante.

De nuevo los dos hombres pasaron junto al señor Dorrit: uno salió y el otro entró; el señor Dorrit subió al coche que había dejado esperando y se marchó.

Antes de haber recorrido mucho trecho, el conductor se detuvo para decirle que había tenido que dar su nombre y dirección respondiendo a la solicitud de dos hombres; así como la dirección en la que había recogido al señor Dorrit, la hora en que lo habían llamado desde su alojamiento y el camino que habían recorrido. Eso no contribuyó a que el señor Dorrit evocara la aventura con mayor calma cuando se sentó de nuevo delante del fuego o cuando se acostó. Toda la noche estuvo soñando con aquella casa tétrica, las dos personas que esperaban con aire decidido, oyó gritar a la mujer con el delantal sobre la cara porque oía un ruido y encontró el cuerpo del desaparecido Blandois, unas veces enterrado en un sótano y otras, emparedado en un muro.

Other books

Stein on Writing by Sol Stein
Small Damages by Beth Kephart
Road Trips by Lilly, Adrian
Cowboy from the Future by Cassandra Gannon
Cafe Nevo by Barbara Rogan
Star Child by Paul Alan