—No digas nada, Amy. Sé muy bien que no puedo acapararte. No puedo… ejem… hacerlo. Mi conciencia no me lo permitiría. Además, querida, aprovecho esta ocasión tan importante y feliz para señalarte solemnemente que tengo el deseo y el propósito de buscarte una pareja… conveniente (repito que conveniente) para verte casada.
—Oh, no, se lo ruego.
—Amy —dijo el señor Dorrit—. Estoy convencido de que si expusiéramos este asunto a una persona de mayor conocimiento social, de mayor sentido común y delicadeza, por ejemplo… ejem… la señora General, no disentiría de mis sentimientos de afecto y decoro. Pero, como conozco tu carácter cariñoso y obediente… ejem… por experiencia, estoy seguro de que no tengo que añadir nada más. En este momento no tengo ningún marido que proponerte, querida: ni siquiera tengo uno en perspectiva. Sólo deseo que nos entendamos… ejem… Buenas noches, querida hija, la única que me queda. Buenas noches. Que Dios te bendiga.
Si aquella noche se le había pasado por la cabeza a la pequeña Dorrit que su padre podría ahora, en su prosperidad, renunciar a ella a la ligera y, cuando se le ocurriera, sustituirla por una segunda esposa, abandonó la idea. Abandonó la idea porque le seguía siendo fiel como en los peores tiempos en que ella sola había sido su sostén; y, entre lágrimas, sólo le reprochó que ahora lo viera todo con los ojos de la riqueza, interesado únicamente en que los suyos siguieran siendo ricos y cada vez más ricos.
Pasaron tres semanas más en el elegante carruaje con la señora General en el pescante, al cabo de las cuales el señor Dorrit se dirigió a Florencia para reunirse con Fanny. A la pequeña Dorrit le habría gustado acompañarlo, movida por su afecto, y regresar sola desde Florencia con el pensamiento en su querida Inglaterra. Pero, como el guía privado había partido con la novia, correspondía ahora que viajara el ayuda de cámara y, mientras pudiera ir un empleado asalariado, no debía ir ella.
La señora General se tomó la vida con tranquilidad —con tanta tranquilidad como podía tomarse las cosas— cuando quedaron las dos solas en la casa romana; y la pequeña Dorrit se dedicaba a dar paseos en un coche de alquiler que le habían dejado y vagaba entre las ruinas de la antigua Roma. Las ruinas del antiguo anfiteatro, de los antiguos templos, de los antiguos arcos conmemorativos, de las antiguas vías tan transitadas, de las antiguas tumbas, además de ser lo que eran, eran para ella las ruinas de la vieja cárcel de Marshalsea —las ruinas de su antigua vida—, ruinas de los rostros y formas que la habitaban antaño, ruinas de sus amores, esperanzas, deseos y alegrías. Dos esferas ruinosas de acción y sufrimiento se alzaban ante la solitaria joven cuando con frecuencia se sentaba en algún fragmento roto; y en los lugares solitarios, bajo el cielo azul, las veía juntas.
Pero entonces aparecía la señora General, arrebatándole el color a todo, de la misma manera que la naturaleza y el arte se lo habían arrebatado a ella; escribiendo prismas y patatas en el texto de Eustace, siempre que podía; buscando en todas partes a Eustace y compañía, sin ver nada más; arrancando los huesos de las antigüedades y devorándolos de un modo inhumano, como un demonio necrófago con guantes.
Camino adelante
A su llegada a Harley Street, Cavendish Square, Londres, el mayordomo recibió a la pareja de recién casados. A aquel gran hombre no le interesaban, pero en conjunto los toleraba. La gente tenía que casarse y prometerse, si no, los mayordomos no serían necesarios. De la misma manera que las naciones se crean para poder aplicarles impuestos, las familias se forman para tener un mayordomo. Él, sin duda, consideraba, en beneficio propio, que el curso de la naturaleza exigía que la población más adinerada tuviera siempre un mayordomo.
Así pues, condescendió a mirar el carruaje desde la puerta de entrada sin fruncir el ceño y ordenó generosamente a uno de los empleados: «Thomas, ayude con el equipaje». Incluso escoltó a la novia por las escaleras para conducirla ante la presencia del señor Merdle; pero eso debe tomarse por un acto de homenaje a su sexo (del que era admirador; era sabido que estaba cautivado por los encantos de cierta duquesa) y no como muestra de entrega a la familia.
El señor Merdle paseaba silenciosamente por la alfombrilla de delante de la chimenea esperando a la señora Sparkler para darle la bienvenida. Su mano pareció encogerse manga arriba cuando se acercó a recibirla y le ofreció un puño vacío, y ella tuvo la sensación de estrechar la mano de la representación popular de Guy Fawkes
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. Y luego, cuando le besó los labios, el caballero se agarró por las muñecas y retrocedió entre otomanas, sillones y mesillas como si fuera un oficial de policía que le dijera: «¡Ni hablar! ¡Vamos! ¡Date preso, ven conmigo sin rechistar!».
La señora Sparkler, instalada en las habitaciones de gran gala —el santuario de plumón, seda, chintz y fina ropa blanca—, tuvo la sensación de haber triunfado y haber llegado, paso a paso, al lugar donde quería llegar. El día antes de la boda, con un aire de elegante indiferencia, había regalado a la doncella de la señora Merdle, en presencia de ésta, un pequeño recuerdo sin importancia (una pulsera, un sombrero y dos vestidos, todo nuevo) que costaría cuatro veces más que los regalos que, en otro tiempo, le había hecho la señora Merdle a ella. Ahora estaba instalada en las habitaciones de la señora Merdle, que unos pocos detalles habían hecho más dignas de que las ocupara. Con su imaginación, mientras estaba ahí sentada, entre todos los accesorios de lujo que el dinero podía comprar o la invención imaginar, veía el bello busto que latía al unísono con sus pensamientos exultantes, compitiendo con el Busto que había sido famoso durante tanto tiempo, brillando más que éste y derrotándolo. ¿Era feliz? Con toda probabilidad, Fanny era feliz y no deseaba verse muerta.
El guía privado no había considerado oportuno que el señor Dorrit se alojara en la casa de un amigo y había preferido llevarlo a un hotel de Brook Street, Grosvenor Square. El señor Merdle ordenó que por la mañana temprano su coche estuviera dispuesto para visitar al señor Dorrit justo después del desayuno. El coche relucía, los caballos acicalados brillaban, los arreos resplandecían, las libreas fulguraban. Todo un atuendo rico y responsable, digno de un Merdle. Los viandantes madrugadores lo miraban, oía cómo retumbaba por las calles y decían con reverencia: «¡Ahí va!».
Y ahí fue hasta que Brook Street lo detuvo. Entonces bajó la joya del magnífico estuche, pero ésta no refulgía sino todo lo contrario.
Conmoción en la recepción del hotel, ¡Merdle! El director, a pesar de ser un caballero animoso que acababa de llevar un par de caballos de pura sangre a la ciudad, apareció para acompañarlo por las escaleras. Los empleados y criados buscaban atajos para observarlo desde puertas y rincones. ¡Merdle! Oh, sol, luna, estrellas, el gran hombre. El hombre rico que había cambiado el Nuevo Testamento y había entrado ya en el reino de los Cielos. El hombre que podía cenar con quien eligiera, el hombre que había hecho una fortuna. Mientras subía las escaleras, la gente se agolpaba en el tramo inferior para recibir su sombra al bajar. Así sacaban a los enfermos y los ponían en la senda del apóstol, aunque el apóstol no había entrado en la buena sociedad ni había hecho una fortuna.
El señor Dorrit estaba desayunando, vestido con una bata y leyendo el periódico. El guía privado, con voz agitada, le anunció «¡la
señoga
Mairdale!». El señor Dorrit se puso en pie de un salto y el corazón le dio un vuelco.
—Señor Merdle, es un… ejem… honor. Permítale que le exprese el… ejem… sentimiento, elevado sentimiento con que acojo este… ejem… elevadísimo acto de cortesía. Soy muy consciente, señor, de cuán escaso es su tiempo y de que éste… ejem… es de enorme valor —el señor Dorrit no pronunció la palabra «enorme» con el énfasis que habría deseado—. Que a primeras horas de la mañana… ejem… me conceda parte de su preciadísimo tiempo… ejem… es una atención que acepto con la mayor estima —el señor Dorrit temblaba claramente mientras se dirigía al gran hombre.
El señor Merdle pronunció con su voz vacilante, baja, como si murmurara para sí, unos pocos sonidos sin sentido alguno, y finalmente dijo:
—Me alegro de conocerle, señor.
—Es usted muy amable —dijo el señor Dorrit—. Verdaderamente amable.
El visitante se había sentado ya y se pasaba una gran mano por la agotada frente.
—Espero que se encuentre usted bien, señor Merdle.
—Me encuentro tan bien como… como de costumbre —contestó el señor Merdle.
—Sus ocupaciones serán inmensas.
—Más o menos. Pero… en fin, no se trata de mí —dijo el señor Merdle, mirando la habitación
—¿Un poco de dispepsia? —insinuó el señor Dorrit.
—Probablemente. Pero… en fin, estoy bastante bien —dijo el señor Merdle.
Tenía las comisuras de los labios oscuras, como si hubieran estallado en ellos un reguero de pólvora; y daba la sensación de que, si su temperamento hubiera sido más vivaz, aquella mañana habría tenido fiebre. Eso, sumado a su forma de pasarse la mano por la frente, había dado pie al solícito interés del señor Dorrit.
—Como usted sabrá, dejé a la señora Merdle —prosiguió el señor Dorrit con aire insinuante— convertida en… ejem… el centro de las miradas de todos los observadores y admiradores, la mayor fascinación y encanto de la sociedad de Roma. Tenía un aspecto magnífico cuando la vi por última vez.
—La gente dice que la señora Merdle es una mujer muy atractiva. Y lo es, sin duda. Me doy perfecta cuenta.
—¿Y quién no? —contestó el señor Dorrit.
El señor Merdle movió la lengua dentro de la boca cerrada… parecía una lengua rígida y difícil de manejar; se humedeció los labios, se pasó de nuevo la mano por la frente y miró de nuevo por la habitación, principalmente debajo de las sillas.
—Pero —dijo Merdle, mirando por primera vez al señor Dorrit a la cara, aunque inmediatamente se dedicara a contemplar los botones del chaleco de su interlocutor—, si hablamos de atractivos, debería ser su hija el objeto de nuestra conversación. Es extremadamente hermosa. Un rostro y una figura extraordinarios. Cuando los jóvenes llegaron anoche me sorprendió mucho su encanto.
La satisfacción del señor Dorrit fue tal que dijo… ejem… no pudo contenerse y dijo al señor Merdle de viva voz, como antes por carta, que era para él un gran honor y felicidad la unión de sus familias. Y le tendió la mano. El señor Merdle contempló la mano un rato, la cogió un momento como si fuera una bandeja o una rodaja de pescado y se la devolvió al señor Dorrit.
—Pensé en venir a verlo a primera hora para ofrecerle mis servicios por si puedo hacer algo por usted; y para decirle que espero que me haga el honor de cenar conmigo hoy y todos los días mientras no tenga otros compromisos durante su estancia en la ciudad.
El señor Dorrit estaba emocionado por estas atenciones.
—¿Piensa quedarse mucho tiempo?
—En este momento, tengo intención de no quedarme más de quince días —dijo el señor Dorrit.
—Es una estancia muy breve tras un viaje tan largo —contestó el señor Merdle.
—Ejem… sí —dijo el señor Dorrit—. Pero lo cierto es… ejem… mi querido señor Merdle, que la vida en el extranjero se adapta muy bien a mi gusto y a mi salud que… ejem… y en esta visita a Londres sólo tengo dos objetivos: en primer lugar, la distinguida felicidad y… ejem… el privilegio del que estoy ahora disfrutando y apreciando; en segundo lugar, resolver… ejem… la inversión… es decir, ejem… de mi dinero.
—En tal caso —dijo el señor Merdle, tras mover de nuevo la lengua—, si puedo serle de alguna utilidad, no tiene más que decírmelo.
La intervención del señor Dorrit se había vuelto más vacilante que de costumbre a medida que se acercaba al tema delicado porque no sabía cómo se lo podría tomar tan importante potentado. Dudaba si la referencia a un capital o fortuna individual no fuera una minucia ridícula para quien negociaba tan a lo grande. Aliviado por el amable ofrecimiento del señor Merdle, lo aprovechó para tratar el asunto directamente y le expresó su infinito agradecimiento.
—Apenas… ejem… oso —dijo el señor Dorrit—, se lo aseguro, esperar la… ejem… enorme ventaja de… ejem… contar con su consejo y ayuda de primera mano. Aunque como el resto del mundo civilizado… ejem… por supuesto yo también desearía… ejem… formar parte de los seguidores del señor Merdle.
—En fin, ya sabe usted que podríamos decir que somos parientes —dijo el señor Merdle, curiosamente interesado en el dibujo de la alfombra—. Y, por ese motivo, puede considerar que estoy a su servicio.
—Ejem… ¡Magnífico! —exclamó el señor Dorrit—. ¡Verdaderamente magnífico!
—En este momento, me parece que no sería fácil para lo que yo consideraría un individuo ajeno entrar en uno de los buenos… por supuesto, me refiero a uno de mis buenos negocios…
—¡Claro, claro! —exclamó el señor Dorrit en un tono que daba a entender que no había otro tipo de negocios.
—… a menos que participe con una cantidad importante. Lo que estamos acostumbrados a llamar un número con muchos ceros.
El señor Dorrit rio lleno de optimismo. ¡Ja, ja, ja! Con muchos ceros. Estupendo. Ja. Una expresión muy clara.
—Sin embargo —dijo el señor Merdle—, por lo general me reservo la facultad de ejercer cierta preferencia… la gente lo llamaría favor… como privilegio por mi interés y trabajo.
—Y por su talento y entrega pública —sugirió el señor Dorrit.
El señor Merdle pareció hacer un esfuerzo para tragarse los halagos; después añadió:
—Como una especie de pago. Si quiere, puedo ver hasta qué punto puedo ejercer este poder limitado (ya que la gente es celosa y se trata de un poder limitado) en beneficio de usted.
—Es usted muy amable —contestó el señor Dorrit—. Es usted muy amable.
—Por supuesto —dijo el señor Merdle—, estas transacciones deben ser estrictamente íntegras y rectas; con la mayor confianza entre hombre y hombre, una confianza inquebrantable o, de lo contrario, no podría llevarse a cabo el negocio.
El señor Dorrit acogió con fervor estos generosos sentimientos.
—Así pues —dijo el señor Merdle—, sólo puedo darle preferencia hasta un punto determinado.
—Me doy cuenta. Hasta cierto punto —señaló el señor Dorrit.
—Hasta cierto punto. Y con toda franqueza. En cuanto a mi consejo, ésa es otra cuestión —dijo el señor Merdle—. Porque eso es cosa menor.