—Oh, cómo va a ser menor —el señor Dorrit no podía tolerar que nadie pareciera menospreciar los consejos del señor Merdle, ni siquiera él mismo.
—Porque nada en los vínculos de honor con mis socios me impide darlos, si así lo deseo —dijo el señor Merdle, ahora profundamente interesado en el coche de basura que pasaba bajo las ventanas—. Y para ello estaré a sus órdenes cuando usted lo considere oportuno.
Nuevos agradecimientos del señor Dorrit. Vuelta a pasarse el señor Merdle la mano por la frente. Silencio y tranquilidad. Contemplación de los botones del chaleco del señor Dorrit por parte del señor Merdle.
—Mi tiempo es muy valioso —declaró el señor Merdle, poniéndose de pie repentinamente, como si hubiera estado esperando que le trajeran las piernas y éstas acabaran de llegar—. Tengo que irme a la City, ¿quiere que lo deje en algún sitio? Estaré encantado de acompañarlo o dejarle el coche, está a su disposición.
El señor Dorrit recordó que tenía que hacer unas gestiones en el banco y éste estaba en la City. Qué gran fortuna, el señor Merdle podría llevarlo a la City. Pero no quería retener al señor Merdle mientras se ponía la levita. ¡Podía y debía!, insistió el señor Merdle. Así pues, el señor Dorrit se retiró a la habitación contigua, se puso en manos de su ayuda de cámara y a los cinco minutos regresó esplendoroso.
Entonces le dijo el señor Merdle:
—¡Permítame que le ofrezca el brazo!
Apoyándose en el brazo del señor Merdle, el señor Dorrit bajó la escalera y vio a los adoradores en los escalones con la sensación de que la luz de su acompañante se reflejaba en él y lo iluminaba. Después subieron al coche y fueron a la City; la gente los miraba, los sombreros se alzaban sobre cabezas canosas, todos se inclinaban y reverenciaban a aquel maravilloso mortal como nunca se ha visto en ningún otro lugar —¡Dios bendito! El caso exigía una reflexión a los adoradores de todo tipo—, ni siquiera sumando la gente que acudía los domingos a la abadía de Westminster y a la catedral de San Pablo. Para el señor Dorrit era un sueño de felicidad verse subido al carro triunfal, avanzando magníficamente hacia aquel destino tan oportuno, la zona donde se encontraban todos los bancos de Londres.
Allí el señor Merdle insistió en bajar, seguir a pie su camino y dejar su pobre coche al servicio del señor Merdle. El sueño se hizo más intenso cuando el señor Dorrit salió solo del coche en el banco y la gente lo miró a él, pues ya no estaba el señor Merdle, y cuando con los oídos de su fantasía oyó que todo el mundo exclamaba: «Qué hombre tan extraordinario será éste, ya que es amigo del señor Merdle».
Ese día, a la hora de cenar, aunque la ocasión no estaba prevista, una brillante compañía, que no está hecha de barro de la tierra sino de alguna materia superior desconocida hasta la fecha, derramó su brillante bendición sobre el matrimonio de la hija del señor Dorrit. Y para la hija del señor Dorrit, ese día empezó, en serio, la competición con la mujer ausente; y la empezó tan bien que el señor Dorrit casi podría haber jurado, si se lo hubieran preguntado, que la señora Sparkler había dormido toda su vida en el regazo de la fortuna y que nunca había oído una palabra tan tosca en la lengua inglesa como Marshalsea.
Al día siguiente, al otro y cada día, favorecidas por más cenas y comensales, las tarjetas de visita fueron cayendo sobre el señor Dorrit como en una obra de teatro. Como amigo y pariente político del ilustre Merdle, la Abogacía, el Obispado, el Tesoro, el Coro, todo el mundo quería conocer o intimar con el señor Dorrit. Cuando el señor Dorrit aparecía por cualquiera de la infinidad de oficinas que el señor Merdle tenía en la City, porque sus negocios lo llevaban hacia el este (y eso ocurría con frecuencia porque prosperaban asombrosamente), el nombre de Dorrit era siempre un pasaporte a la presencia de Merdle. A cada hora que transcurría, el sueño era mayor y el señor Dorrit cada vez más consciente de lo que aquel vínculo había significado para su progreso.
Sólo una cosa le pesaba al señor Dorrit y no precisamente como si fuera de oro. Era el mayordomo. Este magnífico personaje lo miraba, cuando tenía que mirarlo profesionalmente en las cenas, de un modo que el señor Dorrit consideraba discutible. Lo miraba, cuando recorría el vestíbulo y subía las escaleras para comer, con una expresión helada que al señor Dorrit no le gustaba. Mientras bebía, sentado a la mesa, el señor Dorrit seguía viéndolo a través de la copa de vino, mirándolo con un ojo frío y fantasmal. Incluso llegó a pensar que había conocido a algún interno y lo había visto en el Internado… quizá incluso se lo habían presentado. Lo había examinado con la máxima atención, y, sin embargo, no había llegado a la conclusión de que lo hubiera conocido en otro lugar. Finalmente dio en pensar que aquel hombre carecía del sentimiento de respeto, que la gran criatura no albergaba ningún sentimiento en absoluto. Pero eso no lo consoló; porque, pensara lo que pensara, el mayordomo lo inspeccionaba con arrogancia incluso cuando tenía los ojos puestos en los platos y otros elementos de la mesa; y nunca dejaba de hacerlo. Habría sido demasiado aventurado insinuarle que su mirada le resultaba molesta o preguntarle qué pretendía con ella; la severidad que ejercía con sus señores y sus visitantes era terrible y nunca toleraba la menor libertad por su parte.
Desapareció
Quedaban dos días del período que el señor Dorrit había previsto pasar en Londres y estaba a punto de vestirse para someterse a otra inspección del mayordomo (cuyas víctimas se vestían siempre expresamente para él) cuando uno de los empleados del hotel se presentó con una tarjeta. El señor Dorrit la cogió y leyó:
—Señora Finching.
El criado esperó con muda deferencia.
—Hombre, hombre —exclamó el señor Dorrit volviéndose hacia él con indignación extrema—: explíqueme qué motivos tiene para traerme una tarjeta con un nombre ridículo. No lo conozco de nada. Así que Finching, ¿eh? —dijo el señor Dorrit, tal vez descargando en aquel sustituto su venganza contra el mayordomo—. ¡Ja!, ¿qué quiere decir con Finching?
Se habría dicho que el hombre, hombre, más que
finching
quería decir
flinching
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, porque retrocedió ante la severa mirada mientras contestaba:
—Se trata de una dama, señor.
—No conozco a semejante dama —declaró el señor Dorrit—. Llévese la tarjeta, no conozco a ningún señor o señora Finching.
—Le ruego que me perdone, señor. La dama ha dicho que sabía que no la conocería por su apellido. Pero me ha rogado que le dijera, señor, que tuvo en otros tiempos el honor de conocer a la señorita Dorrit. Dice la dama que a la menor de las señoritas Dorrit.
El señor Dorrit frunció el ceño y, pasados unos segundos, contestó:
—Comunique a la señora Finching —dijo, subrayando el apellido, como si el inocente empleado fuera el único responsable de éste— que puede subir.
Durante la breve pausa había reflexionado que, si no la recibía, podría dejar algún recado o decir algo en la recepción que entrañara una desgraciada referencia a su vida anterior. De ahí la concesión y la aparición de Flora, guiada por el hombre, hombre.
—No tengo el placer —dijo el señor Dorrit, poniéndose en pie con la tarjeta en la mano y con un aire que sugería que ponía en duda que, de haberlo tenido, hubiera sido un placer de primera clase— de conocer su apellido o de conocerla a usted, señora. Caballero, ofrézcale asiento.
El caballero en cuestión obedeció con un sobresalto y salió de puntillas. Flora, apartando el velo temblorosa, se presentó. Al mismo tiempo, una singular combinación de perfumes se difundió por la habitación, como si hubieran rellenado, por error, un frasco de agua de espliego con coñac o como si, por error, hubieran rellenado una botella de coñac con agua de espliego.
—Ruego al señor Dorrit que acepte mil disculpas y lo cierto es que mil serían pocas por semejante intrusión que estoy segura que le parecerá sumamente osada por parte de una dama que además viene sola, pero me ha parecido que debía hacerlo por difícil y aparentemente fuera de lugar que sea aunque la tía del señor F. me habría acompañado encantada y como personaje de gran fuerza y espíritu habría causado una gran impresión a una persona que posee tanto conocimiento de la vida como habrá adquirido usted con tantos cambios, ya que el propio señor F. decía con frecuencia que aunque lo habían educado en el barrio de Blackheath por un precio de ochenta guineas cantidad alta para unos padres y se quedaron con la vajilla cuando se marchó lo que es más mezquino que su valor, que aprendió más en su primer año como viajante de comercio con una gran comisión sobre la venta de un artículo del que nadie quería saber nada y mucho menos comprar, antes de que entrara en el comercio del vino mucho tiempo pasó en conjunto seis años en la academia dirigida por un bachiller
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, aunque no sé y nunca he sabido por qué un soltero iba a saber más que un hombre casado pero le ruego que me disculpe porque ése no es asunto pertinente.
El señor Dorrit parecía convertido en piedra, una estatua del desconcierto.
—Debo decir abiertamente que no tengo ninguna pretensión —prosiguió Flora— pero como conocí a aquella niña preciosa en otras circunstancias tal vez le parezca que me tomo libertades pero no es ésa mi intención y Dios sabe que no era ningún favor pagar media corona diaria por una costura como la suya sino todo lo contrario y tampoco tiene nada de indecoroso cuando el trabajador es digno de que se lo contrate y estoy segura de que sólo desearía que el trabajador tuviera más y pudiera comer más carne y tuviera menos reumatismo en la espalda y las piernas pobrecillo.
—Señora —dijo el señor Dorrit tras recuperar el aliento con gran esfuerzo cuando la viuda del difunto señor Finching se detuvo para recobrar el suyo—. Señora —repitió el señor Dorrit, congestionado—, entiendo que se refiere usted a… ejem… algún episodio en la vida de… ejem… una hija mía que incluía… ejem… un estipendio diario y le ruego que comprenda que… ejem… jamás tuve conocimiento de ese hecho. Ejem. Jamás lo habría permitido. ¡Jamás, jamás!
—Es totalmente innecesario seguir hablando de ello —contestó Flora— y nada habría dicho bajo ningún concepto si no me hubiera servido de carta de presentación pero no cabe duda de que es un hecho constatable y puede estar usted tranquilo porque el mismo vestido que llevo puesto puede demostrarlo y está maravillosamente hecho aunque no puedo negar que quedaría mejor en una figura más esbelta porque la mía es demasiado gruesa aunque no sé cómo perder peso y le ruego que me disculpe porque divago de nuevo.
El señor Dorrit retrocedió con gestos fríos e impasibles y se sentó de nuevo mientras Flora lo miraba afectuosamente y jugueteaba con su sombrilla.
—La niña querida —continuó Flora— se desmayó, se quedó blanca y fría en mi propia casa digamos mejor en la de papá porque a pesar de que no tiene el título de propiedad hay un contrato de arrendamiento muy largo por un precio puramente nominal la mañana en que Arthur (qué tonta costumbre tengo de nuestros tiempos de juventud ya que decir señor Clennam sería mucho más acorde a las circunstancias presentes especialmente delante de un desconocido y sobre todo un caballero desconocido de elevada situación) comunicó las buenas noticias trasmitidas por una persona llamada Pancks y esta serie de circunstancias me animan a hablar.
Al oír esos dos apellidos, el señor Dorrit frunció el ceño, la miró fijamente, volvió a fruncir el ceño, se llevó los dedos a la boca y vaciló, igual que vacilaba en otro tiempo.
—Hágame el favor de… ejem… decirme lo que desea.
—Señor Dorrit —dijo Flora—, es usted muy amable al darme permiso y me parece de lo más natural que sea usted amable porque advierto cierta semejanza, un poco más relleno pero semejante igualmente, el objeto de mi intrusión es sólo mío y no he consultado a ningún ser humano y desde luego no a Arthur (le ruego que me disculpe Doyce y Clennam no sé por qué digo Arthur a secas) porque vincular a este individuo con una cadena de oro en un tiempo en que todo era etéreo y sin inquietudes vale para mí lo que pudiera pagarse por el rescate de un monarca aunque no tengo ni idea de cuánto sería eso lo digo sólo para indicar que daría todo lo que tengo en el mundo y más.
El señor Dorrit no prestó gran interés a la franqueza de estas últimas palabras y repitió:
—Dígame usted qué desea, señora.
—La verdad es que no lo sé bien —dijo Flora—, pero es posible… y como es posible, cuando tuve el placer de leer en el periódico que había regresado usted de Italia y volvía a marcharse tomé la decisión de intentarlo porque quizá se había cruzado con él o había oído algo de él y entonces sería un alivio para mí.
—Permítame que le pregunte, señora —dijo el señor Dorrit con las ideas totalmente confusas—, a quién… ejem… a quién —repitió alzando la voz por pura desesperación— se refiere usted.
—Al extranjero venido de Italia que desapareció en la City, tal como habrá leído usted en el periódico igual que yo —dijo Flora— para no referirme a fuentes privadas como el hombre llamado Pancks del que se deduce que algunas personas muy malas son capaces de murmurar cosas terribles probablemente juzgando a los demás a partir de sí mismos, cosa que no puede dejar de causar incomodidad e indignación de Arthur (incapaz de decir Doyce y Clennam).
El hecho de que el señor Dorrit no hubiera oído ni leído nada sobre el asunto favoreció, afortunadamente, que se llegara a un resultado inteligible, ya que la señora Finching, con muchas disculpas por las grandes dificultades prácticas que le suponía encontrar el camino del bolsillo entre las rayas del traje, consiguió por fin sacar un volante de la policía en el que se declaraba que un caballero extranjero llamado Blandois, visto por última vez en Venecia, había desaparecido de modo inexplicable determinada noche en determinada zona de Londres; que se sabía que había entrado en una casa a determinada hora, que los habitantes de la casa decían que se había marchado unos minutos antes de medianoche y que, desde entonces, no lo habían vuelto a ver. El señor Dorrit leyó todo esto junto con los detalles exactos del tiempo y lugar, y una descripción completa y detallada del caballero extranjero que se había desvanecido tan misteriosamente.
—¡Blandois! —exclamó el señor Dorrit—. ¡Venecia! ¡Y esta descripción! Conozco a este caballero, ha estado en mi casa. Es íntimo amigo de un caballero de buena familia (en circunstancias mediocres) del que soy… protector.