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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit

BOOK: La pequeña Dorrit
7.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
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«Obra maestra entre las obras maestras», según George B. Shaw, esta novela nos revela no sólo al Dickens más cómico y triste, más exuberante y genial, sino a un implacable fustigador de los vicios del capitalismo. Coincidiendo con el bicentenario del nacimiento de Charles Dickens Alba publica una nueva traducción de La pequeña Dorrit a cargo de Carmen Francí e Ismael Attrache y en edición de lujo. Esta es, sin lugar a dudas, una de las mejores novelas de Dickens. Un compendio monumental de su destreza narrativa, de su ingenio cómico y de su talento inigualable para crear ambientes y personajes.

Charles Dickens

La pequeña Dorrit

ePUB v1.0

Crubiera
02.03.13

Título original:
Little Dorrit

Charles Dickens, 1855 a 1857.

Traducción: Ismael Attrache y Carmen Francí

Diseño portada: Alba Editorial, S.L.U.

Editor original: Crubiera (v1.0)

ePub base v2.1

Nota al texto

El plan de trabajo de Dickens para esta novela indica que pensaba titularla, en principio,
Nobody’s Fault
[Culpa de nadie]. Con el título de
La pequeña Dorrit
se publicó por entregas mensuales del 1 de diciembre de 1855 al 1 de junio de 1857, y este mismo año en forma de libro, en un volumen. Esta traducción se basa en el texto de la primera edición en un volumen.

Prólogo a la edición de 1857

He dedicado a esta historia muchas horas de trabajo a lo largo de dos años. Muy mal las habría empleado si no pudiera dejar que sus méritos y defectos, en conjunto, hablaran por sí mismos al lector. Pero del mismo modo que no deja de ser razonable suponer que he prestado una atención más constante a los hilos que la recorren que la que haya podido prestarles nadie en el curso de su publicación intermitente, también es razonable pedir que se contemple como una obra completa y con el dibujo terminado.

Si tuviera que disculparme por las ficciones exageradas relacionadas con los Barnacle y el Negociado de Circunloquios, buscaría en la experiencia común de cualquier inglés y no me atrevería a mencionar el hecho irrelevante de que yo mismo falté a los buenos modales en los tiempos de la guerra con Rusia y del Tribunal Militar de Chelsea
[1]
. Si tuviera la osadía de defender a un personaje tan extravagante como el señor Merdle, insinuaría que está inspirado en la época de las acciones ferroviarias, en los tiempos de determinado banco irlandés y en un par de empresas más igualmente admirables. Si tuviera que alegar algo para atenuar la absurda fantasía de que a veces una mala intención se presenta como buena y de carácter religioso, señalaría la curiosa coincidencia que ha llegado a su clímax en estas páginas en los días del examen público de los anteriores directores de determinado Banco Real Británico. Pero me someto a juicio en todos estos asuntos, si fuera necesario, y aceptaré el testimonio (procedente de una autoridad contrastada) de que nada semejante ha sucedido nunca en este país.

Algunos de mis lectores podrían estar interesados en saber si sigue en pie alguna parte de la cárcel de Marshalsea
[2]
. Lo cierto es que ni yo mismo lo sabía hasta el día 6 de este mes, en que fui a echar un vistazo. Encontré la parte delantera del patio, mencionado aquí con frecuencia, convertida en una mantequería, momento en que di casi por perdida la posibilidad de ver un solo ladrillo de la cárcel. Sin embargo, paseando por una callejuela adyacente, denominada «Angel Court en dirección a Bermondsey», llegué a Marshalsea Place, cuyas casas reconocí, no sólo como el gran bloque de la antigua prisión sino como las habitaciones que se pintaban en mi imaginación cuando me convertí en el biógrafo de la pequeña Dorrit. El niño más menudo que he visto en mi vida, que cargaba en brazos con el bebé más enorme que he visto jamás, me dio una inteligentísima explicación del lugar y sus antiguos usos con una exactitud casi total. No sé cómo lo sabía ese joven Newton (porque eso me pareció); era un cuarto de siglo demasiado joven para haberlo conocido por sí mismo. Señalé la ventana de la habitación donde había nacido la pequeña Dorrit y en la que su padre vivió tanto tiempo y le pregunte cómo se llamaba el inquilino que ocupaba en ese momento el apartamento. Me dijo que Tom Pythick. Le pregunté que quién era ese Tom Pythick y me contestó que el tío de Joe Pythick.

Un poco más adelante encontré el muro más antiguo y más bajo que cerraba la parte interna de la cárcel, ahí donde no se metía a nadie salvo por mera fórmula. Así pues, quien vaya a Marshalsea Place, saliendo de Angel Court y de camino a Bermondsey, se encontrará con que sus pies pisan los mismos adoquines de la antigua cárcel de Marshalsea; verá el estrecho patio a izquierda y derecha, apenas cambiado, aunque los muros se rebajaron cuando el lugar quedó libre; distinguirá las habitaciones en las que vivían los deudores y se hallará entre la multitud de fantasmas de muchos años miserables.

En el prefacio de
Casa desolada
señalé que nunca había tenido tantos lectores. En el prefacio de mi siguiente obra,
La pequeña Dorrit
, debo repetir las mismas palabras. Agradezco profundamente el afecto y la confianza que ha surgido entre nosotros y añado a este prólogo, como añadí al anterior, ¡hasta pronto!

Londres, mayo de 1857

Dedicada a Clarkson Stanfield, R. A.,

de su dilecto amigo.

Libro primero

Pobreza

Capítulo I

Sol y sombra

Un día, hace treinta años, un sol abrasador caía sobre Marsella.

Un sol ardiente en un implacable día de agosto no era algo extraordinario en el sur de Francia; no lo había sido hasta la fecha ni lo sería después. Nada en Marsella ni alrededor de Marsella había dejado de mirar el fiero cielo que, a su vez, todo lo había mirado, hasta tal punto que el hábito de mirar había llegado a generalizarse. La mirada inamovible de las casas blancas, de las paredes blancas, de las calles blancas, de los trechos de áridos caminos, de las colinas cuyo verdor se había agostado, se clavaba en los forasteros hasta sacarlos de quicio. Lo único que no miraba, ni inamovible ni enojado, eran las vides que se inclinaban con el peso de las uvas. Éstas, de vez en cuando, parpadeaban bajo un aire cálido que apenas agitaba las desmayadas hojas.

Ni el menor soplo de viento rizaba las aguas pestilentes del puerto o del bello mar abierto. La línea divisoria entre los dos colores, negro y azul, mostraba el punto que el mar puro jamás querría cruzar, y éste seguía tan inmóvil como el abominable estanque con el que nunca se mezclaba. Los botes sin toldo quemaban tanto que no se podían tocar; los barcos se abrasaban en los amarres; hacía meses que las piedras de los muelles no se enfriaban ni de noche ni de día. Hindúes, rusos, chinos, españoles, portugueses, ingleses, franceses, genoveses, napolitanos, venecianos, griegos, turcos, descendientes de todos los constructores de Babel, llegados a Marsella para comerciar, buscaban por igual la sombra y se refugiaban en el primer escondrijo de un mar demasiado azul para la vista y de un cielo purpúreo, en el que se engarzaba una gran gema.

Aquella mirada universal dañaba los ojos. En la lejana línea de la costa italiana, unas leves nubes de neblina que se alzaban lentamente por la evaporación del mar constituían el único alivio. A lo lejos, los caminos, bajo una capa de polvo, miraban desde las laderas, miraban desde la hondonada, miraban desde la llanura interminable. A lo lejos, las parras polvorientas que colgaban de las casitas a la vera del camino y las monótonas hileras de árboles resecos y sin sombra desfallecían bajo la mirada de la tierra y el cielo. Así como los caballos de campanillas somnolientas, que, en largas filas de coches, reptaban lentamente tierra adentro; y como los carreteros tumbados cuando estaban despiertos, cosa que sucedía raras veces, y como los agotados labradores. La mirada oprimía a todos los seres vivos, excepto a la lagartija, que se deslizaba rápidamente por las rugosas paredes de piedra, y a la cigarra, que repetía su canto caliente y seco como una carraca. Incluso el polvo parecía calcinado y algo temblaba en la atmósfera, como si el aire mismo jadeara.

Persianas, postigos, cortinas y toldos estaban cerrados y corridos para que no entrara esa mirada, a la que le bastaba una rendija o una cerradura para colarse, disparada como una flecha al rojo blanco. Sólo las iglesias, hasta cierto punto, conseguían librarse de ella. Salir de la penumbra de arcos y pilares —como en un sueño, salpicada de lámparas parpadeantes; como en un sueño, poblada de sombras viejas y deformes que dormitaban piadosamente, escupían y mendigaban— era sumergirse en un río de fuego y nadar hasta la zona de sombra más próxima para salvar la vida. Así, con sus gentes echadas, allí donde hubiera una sombra, con un leve rumor de conversaciones o ladridos y la ocasional nota discordante de las campanas de una iglesia o el redoble de fieros tambores, Marsella, llena de olores y sabores, se abrasaba cierto día bajo el sol.

En esas fechas, había en Marsella una cárcel espantosa. En uno de sus calabozos, lugar tan repugnante que incluso la mirada invasora lo rehuía y sólo lo iluminaban las heces de la luz, había dos hombres. Además de los dos hombres, había también un banco deteriorado y con muescas, sujeto a la pared, en el que se veía un damero toscamente tallado con un cuchillo, una serie de fichas hechas con botones viejos y huesos encontrados en la sopa, un juego de piezas de dominó, dos esteras y dos o tres botellas de vino. Eso era cuanto albergaba la celda, fuera de las ratas y otras alimañas invisibles a simple vista, y de las otras dos alimañas visibles, los dos hombres.

La escasa luz entraba por la cuadrícula de barras de hierro de una ventana bastante grande a través de la cual era posible inspeccionar la celda desde la lúgubre escalera a la que ésta daba. A media altura, la reja se hundía en un amplio antepecho de piedra. Sobre éste se hallaba uno de los dos hombres, medio sentado, medio acostado, con las rodillas dobladas y los pies y los hombros apoyados a cada lado de la abertura. Los barrotes estaban lo bastante separados para permitir que introdujera el brazo hasta el codo; y así lo hacía con un gesto indolente para mayor comodidad.

El hálito de la cárcel lo impregnaba todo. El aire preso, la luz presa, la humedad presa, los hombres presos, todo estaba deteriorado por el confinamiento. Si los cautivos estaban demacrados y macilentos, del mismo modo el hierro estaba oxidado; la piedra, mohosa; la madera, podrida; el aire era escaso; la luz, débil. Como un pozo, como un sótano, como una tumba, la cárcel ignoraba por completo el resplandor exterior; y aquella atmósfera corrupta habría sido la misma aunque se hubiera encontrado en alguna isla de especias del océano Índico.

BOOK: La pequeña Dorrit
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