—Ahora ya no odio aquellas monótonas paredes —dijo el señor Meagles—. Uno siempre empieza a perdonar un lugar tan pronto como lo abandona; me atrevería a decir que, en cuanto sale, el preso empieza a atenuar el odio que siente por su cárcel.
Eran unas treinta personas que conversaban, pero forzosamente en diversos grupos. Padre y madre Meagles se habían sentado a ambos lados de su hija, en un extremo de la mesa; en el lado opuesto estaba el señor Clennam; un caballero francés alto de cabello y barba negros como ala de cuervo, de un aspecto moreno y terrible, para no decir distinguidamente diabólico (pero que se había mostrado como el más afable de los hombres); y una joven y hermosa inglesa que viajaba sola, de rostro orgulloso y observador, que siempre se apartaba de los demás o bien éstos la evitaban: nadie, tal vez sólo ella, podría haber dicho cuál de ambas cosas. El resto del grupo lo integraban los individuos de costumbre: viajeros de negocios y viajeros por placer; oficiales de la India con permiso; mercaderes que comerciaban con Grecia y con Turquía; un clérigo inglés, vestido con un chaleco estrecho sin pretensiones, en viaje de novios con su joven esposa; unos majestuosos papá y mamá ingleses, de clase patricia, con tres hijas creciditas que llevaban un diario para mayor confusión de sus congéneres; y una vieja y sorda madre inglesa, curtida en viajes, con una hija definitivamente crecida que recorría el universo entero tomando apuntes del natural con la esperanza de dibujarse casada algún día.
La inglesa de aspecto reservado se mostró en desacuerdo con la última observación del señor Meagles.
—¿Quiere decir que el preso perdona a su prisión? —preguntó, lentamente y con énfasis.
—Sí, sobre eso especulaba, señorita Wade, pero no pretendo saber con exactitud cómo se siente un preso, ya que nunca había estado preso antes de ahora.
—
Mademoiselle
duda de que sea tan fácil perdonar —dijo el caballero francés en su idioma.
—Eso es.
Tesoro tuvo que traducir estas intervenciones al señor Meagles, el cual, en ninguna circunstancia adquiría el menor conocimiento de la lengua del país que estuviera visitando.
—Vaya —contestó finalmente—. Qué pena, ¿no les parece?
—¿Que no me crea sus palabras? —preguntó la señorita Wade.
—No, no es eso, sino que a usted no le parezca fácil perdonar.
—La experiencia me ha hecho cambiar de opinión en muchos sentidos —contestó ella con calma— a lo largo de los años. Según tengo entendido, es la manera habitual de madurar.
—Bueno, bueno. Pero no me dirá usted que lo natural es guardar rencor —dijo el señor Meagles alegremente.
—Si me hubieran encerrado en un lugar para que penara y sufriera, odiaría ese lugar para siempre y desearía quemarlo o arrasarlo, de eso estoy segura.
—De armas tomar, ¿verdad? —dijo el señor Meagles al francés, ya que otra de sus costumbres era la de dirigirse a individuos de todas las naciones en inglés coloquial, convencido de que de un modo u otro tenían que entenderlo—. Convendrá conmigo en que nuestra bella amiga es de rompe y rasga.
El caballero francés contestó cortésmente:
—
Plaît-il?
[3]
—En mi opinión, tiene usted razón —contestó el señor Meagles con gran satisfacción por su parte.
Como el desayuno empezaba a languidecer, el señor Meagles dirigió un pequeño discurso a los presentes, breve y sensato, teniendo en cuenta que era un discurso, y cordial. En el que dijo que, puesto que el azar los había unido y se habían entendido bien y estaban a punto de dispersarse y, probablemente, no volverían a verse, lo mejor que podían hacer era despedirse, desearse buena suerte y brindar todos a la vez con una copa de champán fresco. Así hicieron y, tras estrecharse la mano, el grupo se disolvió para siempre.
La joven dama solitaria no había dicho una palabra más. Se había puesto en pie con los demás y se había retirado en silencio a un rincón alejado de la gran sala, donde se había sentado en un sofá, junto a la ventana, como si contemplara el reflejo plateado del agua que temblaba en la celosía. Se había alejado de toda la sala, como si la soledad fuera producto de una decisión altiva. Sin embargo, habría sido tan difícil como en otras ocasiones afirmar que era ella quien evitaba a los demás o justo lo contrario.
La sombra en la que se encontraba, y que le caía como un velo sombrío sobre la frente, encajaba perfectamente con su tipo de belleza. Era arduo contemplar aquel rostro, inmóvil y desdeñoso, enmarcado por unas cejas oscuras y arqueadas, y los pliegues del cabello oscuro sin preguntarse cómo sería su expresión si cambiara. Parecía prácticamente imposible que se suavizara o dulcificara; la mayoría de los observadores, por el contrario, darían por hecho que, de producirse algún cambio, éste podría derivar hacia un gesto de enfado o desafío. En aquel momento, su rostro carecía de una expresión elaborada; si bien no tenía un gesto franco, tampoco manifestaba fingimiento alguno. «Soy reservada e independiente; tanto me da vuestra opinión; no me interesáis, no me importáis, y os oigo y os veo con indiferencia», decía con toda claridad. Lo decían los ojos orgullosos, las ventanas de la nariz abiertas, la boca hermosa pero de labios apretados, incluso crueles. Y, aunque dos de las mencionadas vías de expresión hubieran estado ocultas, la tercera habría continuado impasible. Y, si se hubieran velado las tres, habría bastado un movimiento de la cabeza para revelar un carácter indómito.
Tesoro se había acercado hasta ella (su familia y el señor Clennam, que eran ya los únicos ocupantes de la sala, habían estado comentando su actitud) y se detuvo a su lado.
—¿Está usted… —la señorita Wade volvió los ojos hacia Tesoro y ésta vaciló—… esperando a alguien, señorita Wade?
—¿Yo? No.
—Mi padre va a enviar a un mozo a la
Poste Restante
, será un placer pedirle que pregunte si hay cartas para usted, si lo desea.
—Muchas gracias, pero ya sé que no habrá ninguna.
—Nos inquietaría —dijo Tesoro, sentándose a su lado con timidez y cierta ternura— que se sintiera sola cuando nos hayamos ido.
—¡No me diga!
—Por supuesto —dijo Tesoro con tono de disculpa, cohibida por su mirada—, no creemos que hasta el momento le hayamos hecho compañía o que podamos hacérsela; ni siquiera que usted lo desee.
—No ha sido mi intención dar a entender que deseaba compañía.
—No, claro que no —dijo Tesoro, tocándole tímidamente la mano que permanecía inmóvil entre ambas en el sofá—, pero ¿no desea que mi padre le preste algún servicio? Lo hará con sumo placer.
—Será un placer —insistió el señor Meagles acercándose con su esposa y Clennam—. Menos hablar francés, haría cualquier cosa por usted, se lo aseguro.
—Se lo agradezco muchísimo —contestó ella—, pero lo tengo ya todo organizado y prefiero hacer las cosas sola y a mi modo.
—¿De veras? —dijo el señor Meagles para sí mientras la examinaba con una mirada desconcertada—. ¡Bien, también es buena muestra de carácter!
—No estoy muy acostumbrada a la compañía de señoritas y me temo que no la aprecie como otros harían. Les deseo buen viaje, ¡adiós!
Dio la impresión de que, si por ella fuera, no habría extendido la mano, pero el señor Meagles le tendió la suya de tal modo que no pudo hacer caso omiso. Así que se la dio con la misma indiferencia con que antes la había dejado sobre el sofá.
—¡Adiós! —dijo el señor Meagles—. Ésta es nuestra despedida, ya que madre y yo nos hemos despedido ya del señor Clennam aquí presente y él sólo está esperando para despedirse de Tesoro. ¡Adiós! Probablemente no volvamos a vernos.
—En esta vida nos cruzamos con personas que proceden de muchos lugares extraños y se nos acercan por muchos caminos extraños —fue la tranquila respuesta—. Y lo que esté escrito que tengamos que hacerles o que nos tengan que hacer, sucederá.
Pronunció estas palabras de una manera que algo chirrió en los oídos de Tesoro: daban a entender que lo que se hiciera sería necesariamente malo y, sin poderlo remediar, la muchacha cuchicheó: «Oh, padre», y se encogió con un gesto infantil de niña mimada para acercarse más a él. La señorita Wade no dejó de advertirlo.
—Su linda hija se sobresalta al pensar en estas cosas —dijo, mirándola abiertamente—; sin embargo, puede estar segura de que hay hombres y mujeres que están ya en camino y cuyas ocupaciones se mezclarán con las suyas inevitablemente. No le quepa duda. Quizá vengan desde cientos o miles de kilómetros de distancia, del otro lado del mar; quizá estén ya cerca; quizá estén acercándose sin que lo sepa ni pueda hacer nada para evitarlo, desde las cloacas más abyectas de esta misma ciudad.
Con la más fría de las despedidas y con un gesto de cansancio que daba una expresión marchita a un rostro todavía joven, salió de la habitación.
A continuación tuvo que recorrer muchas escaleras y pasillos para llegar desde aquella zona del espacioso hotel a la habitación que había reservado a su nombre. Ya casi había terminado el trayecto y cruzaba el pasillo en el que se encontraba su cuarto, cuando oyó airados murmullos y sollozos. A través de una puerta abierta vio a la camarera de la joven a la que acababa de dejar; la doncella que llevaba un curioso nombre.
Se detuvo para mirar a la muchacha, ¡una joven hosca y colérica! El abundante cabello negro le caía sobre la cara, congestionada y furiosa, y, mientras bramaba, se tiraba de los labios con una mano despiadada.
—¡Bestias egoístas! —decía la muchacha entre sollozos y suspiros—. ¡Les da igual lo que sea de mí! ¡Me dejan aquí, hambrienta, sedienta y cansada, para que me muera de hambre, les da igual! ¡Bestias! ¡Demonios! ¡Sinvergüenzas!
—Pobrecilla, dime qué te pasa.
La joven alzó repentinamente los ojos enrojecidos y se detuvo con las manos en el aire cuando iba a pellizcarse el cuello, donde se veían ya marcas rojizas recientes.
—¿Y a usted qué le importa? Lo que a mí me pase le da igual a todo el mundo.
—Claro que me importa, me da pena verte así.
—A usted no le da ninguna pena —dijo la joven— sino que se alegra. Y usted sabe que se alegra. Sólo me he puesto así dos veces durante la cuarentena, y las dos ha aparecido usted, me da miedo.
—¿Te doy miedo?
—Sí, aparece usted como mi propia rabia, mi propio mal genio y mi… yo que sé, no sé lo que es. Pero ¡es que me maltratan, me maltratan, me maltratan! —Al llegar a este punto regresaron los sollozos y las lágrimas, y volvió a lastimarse con la mano que había quedado en suspenso.
La visitante se quedó mirándola con una sonrisa extrañamente atenta. La furia de la joven y cómo se debatía era un espectáculo; como si la desgarraran antiguos demonios.
—Soy dos o tres años menor que ella, pero ¡tengo que ser yo quien la cuide, como si fuera mayor, y a ella la miman y la llaman Nena! Odio ese nombre, la odio. La están convirtiendo en una idiota, la miman demasiado. Sólo piensa en sí misma, me hace tan poco caso como si yo fuera una piedra en el camino —prosiguió la joven.
—Tienes que tener paciencia.
—¡No quiero tener paciencia!
—No debe importarte que se ocupen mucho de sí mismos y poco de ti.
—Pues me importa.
—¡Ssssst! Sé más prudente. Olvidas que ocupas una posición subalterna.
—Me da igual. Me escaparé. Haré algo mal, no quiero aguantar más, no puedo aguantar más. ¡Si intento aguantarlo, me moriré!
La observadora se había llevado la mano al pecho y contemplaba a la muchacha como la víctima de una enfermedad contemplaría con curiosidad la disección y exposición de un caso análogo al suyo.
La joven rabiaba y batallaba con toda la fuerza de su juventud y vitalidad, hasta que, poco a poco, sus exclamaciones airadas se fueron convirtiendo en murmullos entrecortados, como si experimentara algún dolor. Y poco a poco, fue cayendo en una silla, después sobre las rodillas, después al suelo, junto a la cama, arrastrando la colcha consigo, en parte para esconder su rostro avergonzado y su cabello húmedo y en parte, al parecer, para estrecharla contra su pecho arrepentido a falta de algo mejor que abrazar.
—¡Váyase, váyase! Cuando estoy furiosa me pongo como loca. Sé que podría evitarlo si me esforzara, y muchas veces me esfuerzo, pero otras veces no quiero y no lo hago. ¡Qué cosas he dicho! Cuando las decía sabía que eran mentiras. Piensan que se ocupan de mí y tengo todo lo que quiero. Son muy buenos y los quiero mucho, nadie sería tan bueno como ellos con una criatura desagradecida. Váyase, váyase de aquí, me da usted miedo. Me doy miedo cuando me entran estos ataques y también me da miedo usted. Aléjese de mí y déjeme llorar y rezar para que Dios me haga mejor persona.
Fue pasando el día y de nuevo la amplia mirada lo abarcó todo; y la noche calurosa llegó a Marsella, durante la cual el grupo de la mañana se dispersó y cada uno tomó su camino. Y así, día y noche, bajo el sol y las estrellas, trepando por las colinas polvorientas y abriéndonos paso penosamente por las tediosas llanuras, viajando por tierra y por mar, yendo de un lado a otro de modo absurdo, para encontrarnos, actuar y reaccionar en nuestro trato con los demás, nos movemos todos, viajeros incansables, por el peregrinaje de esta vida.
En casa
Era un domingo por la noche en Londres, triste, bochornoso y rancio. Las enloquecedoras campanas de iglesia que tañían en toda la gama de disonancias, demasiado agudas o demasiado graves, cascadas o claras, lentas o rápidas, levantaban ecos horrendos en las paredes de ladrillo y mortero. Las calles melancólicas, vestidas de hollín como si fuera un traje de penitente, sumían en un abatimiento extremo al alma de quien estuviera condenado a verlas por la ventana. En cada avenida, por las callejuelas y a la vuelta de casi todas las esquinas, alguna campana lúgubre latía, se agitaba, tañía, como si a la ciudad la asediara la peste y los coches fúnebres rondaran por ella. Todo cuanto podía proporcionar alivio a unos habitantes agotados por el trabajo estaba cerrado a cal y canto: ningún cuadro, ningún animal raro, ninguna planta o flor exótica, ninguna maravilla natural o artificial de la antigüedad: todas estas cosas se consideraban tabú con tan iluminado rigor, que los feos dioses de los Mares del Sur que se alojaban en el Museo Británico bien podían imaginar que se hallaban de nuevo en su país. Sólo se veían calles, calles, calles. Sólo se respiraban calles, calles, calles. Nada había capaz de levantar el ánimo o cambiarlo. Nada para el agotado trabajador, que sólo podía comparar la monotonía del séptimo día con la rutina de los seis precedentes, pensar en la triste vida que llevaba y en cómo extraer de ella lo mejor… o lo peor, según las probabilidades.