—… que tal vez padre tuviera algún recuerdo secreto que le causara inquietud, algún remordimiento. Si alguna vez observó algo en su conducta que lo indicara. Si alguna vez habló con él de tal cosa o le oyó insinuarla.
—No entiendo de qué clase de recuerdo secreto pareces sugerir que tu padre era víctima —contestó ella tras un silencio—. Hablas de un modo muy misterioso.
—Madre —el hijo se inclinó hacia delante para estar más cerca de ella; hablaba en susurros y puso una mano nerviosa sobre el escritorio—, ¿es posible que hubiera causado algún daño a alguien y no hubiera reparado su falta?
La anciana lo miró iracunda y se echó hacia atrás en la silla para guardar las distancias, pero no contestó.
—Madre, soy muy consciente de que si esta idea nunca le ha pasado a usted por la cabeza le parecerá cruel y antinatural que la formule yo, aunque sea en confianza. Pero no puedo quitármela de encima. El tiempo y el cambio (he intentado ambas cosas antes de romper este silencio) no han conseguido borrarla. Recuerde que se trata de mi padre. Recuerde que vi su rostro cuando me dio el reloj e hizo un gran esfuerzo para decirme que lo enviaba como una señal que usted entendería. Recuerde que lo vi en sus últimos momentos con un lápiz en la mano sin fuerzas, intentando escribir unas palabras para usted, pero no consiguió darles forma. Cuanto más remota y cruel es esta vaga sospecha, más fuertes son las circunstancias que parecen darle visos de realidad. Por amor de Dios, le ruego que consideremos con todo respeto si nos corresponde compensar algún daño hecho en otro tiempo. Y sólo usted puede ayudarme a hacerlo.
Mientras hacía retroceder, poco a poco, la silla de ruedas con ayuda de su peso, lo que le daba la apariencia de un feroz fantasma que se fuera alejando de Arthur, la señora Clennam levantó el brazo izquierdo, doblado en el codo, interponiéndolo entre ella y su hijo, se llevó el dorso de la mano al rostro y lo miró en un silencio hierático.
—Madre, he empezado y ahora debo hablar de estas cosas: al manejar dinero y ser duro negociando quizá alguien resultara engañado, perjudicado, arruinado. Usted era la fuerza que movía esta maquinaria antes de que yo naciera; su espíritu fuerte ha estado presente en todos los tratos que ha hecho mi padre durante más de cuatro décadas. Me parece que usted puede disipar mis dudas si de veras quiere ayudarme a descubrir la verdad, ¿quiere, madre?
Se detuvo con la esperanza de que ella quisiera hablar, pero el cabello gris dividido por una raya seguía tan inamovible como sus labios.
—Si se puede reparar algún daño, devolver algo, sepámoslo y hagámoslo. Mejor dicho, madre: dentro de mis posibilidades, permita usted que lo haga yo. Por lo que he visto, el dinero da tan poca felicidad, ha traído tan poca paz a esta casa y a sus habitantes que para mí tiene menos valor que para nadie. No puedo comprar con él nada que no acarree recriminación y tristeza mientras me acose la sospecha de que ensombreció con remordimientos las últimas horas de mi padre y de que, en justicia, no me pertenece honradamente.
De la pared panelada colgaba una cuerda de campana a escasa distancia del escritorio. Con un movimiento rápido y repentino de los pies, la anciana retrocedió y tiró de ella con violencia; tenía aún el brazo en la misma postura de escudo, como si Arthur estuviera pegándole y ella se defendiera de los golpes.
Apareció en seguida una jovencita, asustada.
—¡Dile a Flintwinch que venga!
En cuestión de segundos la joven había desaparecido y el viejo se encontraba en la habitación.
—Vaya, ¿ya están discutiendo ustedes dos? —dijo con frialdad mientras se acariciaba la cara—. Lo sabía, estaba seguro.
—¡Flintwinch! —dijo la madre—. ¡Mire a mi hijo! ¡Mírelo!
—Sí, ya lo estoy mirando —dijo Flintwinch.
La mujer extendió el brazo que había utilizado como escudo y, sin dejar de hablar, señaló hacia la causa de su ira.
—¡Nada más volver, cuando sus zapatos ni siquiera se han secado, ya se atreve a ensuciar la memoria de su padre delante de su madre! ¡Le pide a su madre que se convierta, como él, en espía de las transacciones que hizo su padre a lo largo de toda su vida! ¡Sospecha que los bienes de este mundo que hemos ido reuniendo dolorosamente, con esfuerzo y penurias, podrían ser fruto del saqueo! ¡Y pregunta a quién deben devolverse como reparación!
Aunque estaba furiosa, hablaba con voz perfectamente controlada, más grave incluso de lo normal, pronunciando con gran nitidez.
—¡Reparación! —exclamó—. ¡Sí, eso dice! Es fácil para él hablar de reparación a la vuelta de sus viajecitos y juerguecitas por el extranjero, después de una vida de vanidades y placeres. Pero mírenme a mí, encerrada en esta casa. Lo soporto sin una queja porque debo hacerlo en reparación de mis pecados. ¡Reparación! ¿Es que no la hay ya en esta habitación? ¿Es que no la ha habido a lo largo de estos quince años?
Así llevaba la señora Clennam la contabilidad con el Señor, apuntando entradas y salidas y reclamando deudas. Sin embargo, puesto que a diario miles y miles de personas hacen lo mismo, de una u otra manera, lo único notable en ella era la energía y el énfasis con que lo hacía.
—Flintwinch, ¡deme ese libro!
El viejo le tendió el libro que estaba en la mesa. La anciana puso dos dedos entre las hojas, cerró el libro sobre éstos y se lo ofreció a su hijo de modo amenazador.
—En otros tiempos, Arthur, que este libro describe, había hombres piadosos, amados del Señor, que habrían maldecido a sus hijos por mucho menos: que los habrían apartado, que habrían apartado naciones enteras, si hubiera sido necesario, para que fueran despreciadas por Dios y el hombre, y todos hallaran la muerte, incluso los niños de pecho. Pero yo sólo te diré que, si vuelves a hablar de este asunto, renegaré de ti; te echaré de esta casa de tal manera que preferirías haber sido huérfano desde la cuna. Nunca más querré verte o saber de ti. Y si, después de eso, apareces en esta oscura habitación para atenderme en mi lecho de muerte, en lo que a mí respecta, mi cuerpo empezará a sangrar en cuanto te acerques.
Aliviada en parte por la intensidad de esta amenaza y en parte, por monstruoso que parezca, por la sensación de que se trataba de algún tipo de ceremonia religiosa, devolvió el libro al viejo y se calló.
—Bueno —dijo Jeremiah—, si bien les prevengo que no pienso interponerme entre ustedes dos, ¿me permiten preguntar, puesto que me han llamado y me han hecho testigo, de qué trata todo esto?
—Que se lo cuente mi madre —contestó Arthur, viendo que se esperaba que hablara él—. Dejémoslo aquí. Lo que he dicho, se lo he dicho sólo a mi madre.
—Oh —contestó el viejo—. ¿Que me lo cuente su madre? ¿Que me lo cuente ella? ¡Bueno! Pero su madre ha dicho que sospecha usted de su padre. Eso no está bien, Arthur. ¿De quién sospechará a continuación?
—Ya es suficiente —dijo la señora Clennam, volviendo el rostro de tal modo que, en aquel momento, se dirigía sólo al anciano—. Ni una palabra más.
—Sí, pero un momento, un momento —insistió el anciano—. Veamos en qué queda todo esto. ¿Le ha dicho usted al señor que no puede venir a ofender a nadie en la casa de su padre? ¿Que no tiene derecho a hacerlo? ¿Que no hay motivo alguno?
—Se lo digo ahora.
—Ah, exactamente —dijo el anciano—. Se lo dice ahora. No se lo había dicho antes y se lo dice ahora. ¡Vaya, vaya! Sabe bien que he mediado entre usted y el padre de este hijo durante tanto tiempo que es como si la muerte no hubiera cambiado nada y siguiera aquí entre nosotros. Así que quiero, y con justicia pido que quede eso claro, Arthur, quiero que sepa que no tiene usted derecho a desconfiar de su padre y no tiene motivo alguno para hacerlo.
Puso las manos en el respaldo de la silla de ruedas y murmurando para sí, empujó lentamente a su señora hacia el escritorio.
—Veamos —prosiguió, a su espalda—, por si tuviera que irme dejando las cosas a medias y luego se me requiriera cuando le diera a usted uno de sus arrebatos, ¿le ha dicho Arthur lo que piensa hacer con el negocio?
—Ha renunciado ya a él.
—En favor de nadie, supongo.
La señora Clennam miró a su hijo, que se había apoyado contra una de las ventanas.
Éste sostuvo la mirada y dijo:
—En favor de mi madre, por supuesto. Que actúe como le plazca.
—Si algún placer —dijo la señora Clennam tras una breve pausa— pudiera obtener de ver truncada la esperanza de que mi hijo, en la flor de la vida, infundiera juventud y fuerza en el negocio, haciéndolo crecer y volviéndolo más rentable, sería el de premiar a un sirviente viejo y fiel. Jeremiah, el capitán abandona el barco, pero tú y yo flotaremos o nos hundiremos con él.
Jeremiah, cuyos ojos brillaron como si hubiera visto dinero, miró rápidamente al hijo como si le estuviera diciendo: «No te debo la menor gratitud, tú no has hecho nada», y después le dijo a la madre que se lo agradecía mucho, que Affery se lo agradecía mucho; que él nunca la abandonaría y que Affery nunca la abandonaría. Finalmente, sacó el reloj de las profundidades y dijo:
—Son las once, ¡la hora de las ostras! —y con ese cambio de tema, que no supuso ningún cambio de expresión ni de actitud, tiró de la campana.
Sin embargo, la señora Clennam, dispuesta a tratarse a sí misma con el mayor rigor después de que sospechara de ella que no estaba familiarizada con la reparación de daños, se negó a comer las ostras cuando las trajeron. Las ocho ostras resultaban muy tentadoras, dispuestas en una fuente blanca sobre una bandeja cubierta con un mantel blanco, flanqueadas por una rebanada de pan con mantequilla y un vasito de agua y vino frescos; no quiso que le insistieran y las mandó retirar para poder anotar el gesto en su «haber» del libro de cuentas de la Eternidad.
El pequeño refrigerio de las ostras no lo sirvió Affery sino la joven que había aparecido al sonar la campanilla, la misma que estaba en la habitación en penumbra la noche anterior. En ese momento Arthur tuvo la oportunidad de observarla y le pareció que la diminuta figura, los rasgos menudos y el atuendo escaso y austero hacían que aparentara menos edad de la que tenía. Era una mujer de unos veintidós años, pero por la calle le habría parecido una chiquilla de poco más de la mitad. No es que su rostro fuera muy aniñado, porque lo cierto era que éste expresaba más atención y cuidado de lo que correspondía naturalmente; pero era tan pequeña y ligera, hacía tan poco ruido y era tan tímida, parecía tan incómoda entre tres personas mayores y severas, que tenía la actitud y el aspecto de una niña sumisa.
Con dureza, y con una vacilación que fluctuaba entre la condescendencia y el desprecio, entre un chorro a presión y el vapor de una tetera, la señora Clennam mostraba interés por su criada. Incluso cuando ésta entró tras el violento campanazo, mientras ella se defendía con ese gesto de su hijo, sus ojos la miraron con una consideración que sólo ella parecía merecer. Así como el más duro de los metales tiene diversos grados de dureza y el mismo color negro tiene diversos tonos de color, también en la aspereza de la actitud de la señora Clennam con el resto de la humanidad y con la pequeña Dorrit había cierta gradación.
La pequeña Dorrit hacía labores de aguja y podían contratarla por tanto —o tan poco— al día, de ocho a ocho. Puntualmente aparecía; puntualmente desaparecía. Y lo que sucedía antes de las ocho y después de las ocho era un misterio.
Otro de los fenómenos morales de la pequeña Dorrit era que, además de una cantidad de dinero, su contrato diario incluía las comidas, pero sentía una extraordinaria repugnancia por comer en compañía y nunca lo hacía si podía evitarlo. Siempre alegaba que tenía que empezar un trabajo o terminarlo; y al dictado de algún plan, no muy astuto, porque no engañaba a nadie, comía sola. Cuando lo conseguía, se llevaba feliz el plato a cualquier sitio y utilizaba como mesa su regazo, una caja, el suelo o, incluso, según imaginaban, comía de puntillas con el plato en la repisa de la chimenea; después de eso, la gran inquietud del día de la pequeña Dorrit desaparecía.
No era fácil ver con claridad el rostro de la pequeña Dorrit; tan retraída era, tan remotos los rincones en los que se dedicaba a su labor y tanto se apartaba, asustada, si alguien se cruzaba con ella en las escaleras. Sin embargo, parecía tener un rostro pálido y transparente y una expresión viva, si bien sus rasgos, con la única excepción de sus dulces ojos color avellana, no eran hermosos. Cuando la pequeña Dorrit se sentaba a trabajar, era sólo una cabeza delicadamente inclinada, un cuerpo diminuto, unas manitas ocupadas y un vestido ajado —muy ajado tenía que estar para que se notara, tan limpio estaba—.
Estos particulares —o estas generalidades— relacionados con la pequeña Dorrit los obtuvo Arthur a lo largo del día a partir de su propia observación o directamente de Affery. Si Affery hubiera tenido voluntad u opinión propias, probablemente se habría opuesto a la pequeña Dorrit. Pero, como «esas personas tan listas» —así se refería ella a quienes habían devorado su personalidad— convenían en aceptar la presencia de la pequeña Dorrit como hecho indiscutible, no tenía otro remedio que aceptarla también. De la misma manera, si ese par de listos hubiera acordado asesinar a la pequeña Dorrit a la luz de la vela y le hubiera pedido a Affery que sostuviera la palmatoria, sin duda la habría sostenido.
Mientras asaba la perdiz para el cuarto de la enferma y preparaba ternera asada y pudin para el comedor, Affery iba asomando de vez en cuando la cabeza por la puerta para comunicarle a Arthur lo expuesto más arriba y fomentar la resistencia contra ese par de listos. La señora Flintwinch parecía obsesionada con la idea de que el hijo único se enfrentara a ambos.
A lo largo del día, además, Arthur se dedicó a examinar la casa. La encontró triste y oscura. Las severas habitaciones, que llevaban desiertas años y años, parecían instaladas en un sombrío letargo del que nada podía despertarlas. El mobiliario, a un tiempo superfluo y pesado, más que amueblar las habitaciones se diría que las utilizaba para esconderse. No había color en toda la casa; el color que pudo albergar en otros tiempos se había marchado en perdidos rayos de sol, tal vez para que lo absorbieran, por qué no, flores, mariposas, plumas de pájaros o piedras preciosas. De los cimientos al tejado no había un solo piso horizontal; los techos tenían tal capa de humo y polvo que las adivinas podrían ver en ellos el futuro mejor que en los posos de té; los gélidos hogares no ofrecían otro indicio de haber sido encendidos que los montones de hollín que formaban pequeños torbellinos cuando se abrían las puertas. En lo que había sido un saloncito, quedaba un par de pobres espejos con tristes procesiones de figuras negras con negras guirnaldas que daban vueltas en torno al marco, pero incluso a ellos les faltaban la cabeza y las piernas, y un Cupido con cara de enterrador, después de girar sobre sí mismo, se había puesto cabeza abajo; otro se había caído del todo. El despacho donde trabajaba el difunto padre de Arthur Clennam, de acuerdo con los más antiguos recuerdos de éste, había cambiado tan poco que era fácil imaginar que seguía ocupándolo invisiblemente, igual que su viuda mantenía su habitación en el piso de arriba, e igual que Jeremiah Flintwinch seguía mediando entre ambos. Su retrato, oscuro y lúgubre, firmemente mudo en la pared, miraba a su hijo intensamente, como cuando lo abandonó la vida, y parecía apremiarlo horriblemente a llevar a cabo la misión encomendada; pero ahora el hijo no albergaba ilusiones de que su madre cediera y, si pensaba en cualquier otro medio de acallar su inquietud, hacía ya tiempo que había perdido toda esperanza. Tanto abajo, en el sótano, como arriba, en los dormitorios, el tiempo y la decadencia habían transformado los viejos objetos que recordaba perfectamente, pero seguían éstos en el mismo sitio; incluso los barriles de cerveza cubiertos de telarañas y las botellas de vino vacías con el cuello estrangulado por hongos y pelusa. También allí, entre raros botelleros y pálidos rayos de luz procedentes del patio, se encontraba la habitación repleta de viejos libros de cuentas: de ella emanaba un olor tan mohoso y corrupto como si todas las noches los viejos contables resucitaran para tener al día los balances.