Para que la niña pudiera ganarse unos pocos chelines por semana fue necesario que la hija de Marshalsea hiciera malabarismos.
—Fanny no va a seguir viviendo con nosotros como ahora. Pasará parte del día, pero va a vivir fuera, con el tío.
—Qué sorpresa, ¿por qué?
—Creo que el tío quiere compañía, padre. Alguien tiene que ocuparse de él y cuidarlo.
—¿Compañía? Si pasa aquí gran parte del tiempo. Y tú te ocupas de él y lo cuidas, Amy, mucho mejor de lo que jamás lo hará tu hermana. Salís mucho, salís mucho…
Todo ello para mantener la farsa y la fachada de que no tenía ni idea de que la propia Amy salía durante el día para trabajar.
—Pero siempre nos alegramos de volver a casa, ¿verdad? Y a Fanny quizá además de hacer compañía al tío y cuidarlo, le iría bien no vivir aquí siempre. Ya sabe usted que ella no nació aquí como yo, padre.
—Bien, Amy, bien. No sé si sigo tu razonamiento, pero imagino que es natural que Fanny prefiera estar fuera, e incluso que tú también prefieras salir a menudo. Así que tú, Fanny y tu tío, querida, podéis hacer lo que os parezca mejor. Bien, bien… no me meteré, no os preocupéis por mí.
La tarea más difícil fue conseguir que su hermano saliera de la cárcel, que dejara el trabajo de recadero heredado de la señora Bangham y las conversaciones en la jerga de los bajos fondos, que tenía con compañías dudosas como consecuencia de las circunstancias mencionadas. Habría sido capaz de seguir así, de los dieciocho a los ochenta, viviendo día a día, penique a penique, una existencia precaria. No podía aprender nada útil o bueno de ninguno de los habitantes de la cárcel, y Amy no pudo encontrar mejor modelo para él que su viejo amigo y padrino.
—Querido Bob —le dijo—, ¿qué va a ser del pobre Tip?
El chico se llamaba Edward; de ahí había pasado a Ted y dentro de los muros de la cárcel se había convertido en Tip.
El portero tenía una opinión formada de lo que sería del pobre Tip y, con el fin de evitarlo, había llegado a sondear al muchacho en relación con la posibilidad de marcharse para servir a su país.
—Bien, querida —dijo el portero—. Algo habrá que hacer con él. ¿Y si intento que se dedique a las leyes?
—¡Cuánto te lo agradecería, Bob!
Ahora, el portero tenía dos cuestiones que plantear a los hombres de leyes cuando entraban o salían de la cárcel. Y planteaba la segunda con tanta perseverancia que al final encontró para Tip un taburete y doce chelines por semana en el despacho de un abogado del tribunal de Marshalsea; por entonces, uno más de la considerable lista de eternos baluartes de la dignidad y seguridad de Albión, ya desaparecidos.
Tip languideció seis meses entre los abogados de Clifford’s Inns y al final de ese período regresó una tarde paseando con las manos en los bolsillos y, como quien no quiere la cosa, comentó a su hermana que no pensaba volver.
—¿Que no piensas volver? —preguntó la pobrecilla hija de Marshalsea, inquieta, que situaba en el primer lugar de sus preocupaciones los planes y previsiones para Tip.
—Me tenía tan aburrido —dijo Tip— que lo he dejado.
Tip se cansaba de todo. Con períodos ociosos en Marshalsea, ocupándose a ratos de las tareas heredadas de la señora Bangham, Amy, su segunda madrecita, con la ayuda de su amigo de confianza, consiguió colocarlo en un almacén, en un huerto, en el comercio de lúpulo, de nuevo en un despacho de abogados, con un subastador, en una cervecería, con un corredor de bolsa, de nuevo en un despacho de leyes, en una oficina, con un repartidor, de nuevo entre abogados, con un comerciante, en una destilería, otra vez con unos abogados, en un comercio de lanas, en un comercio de comestibles, en el comercio de pescado, en el de frutas importadas y en los muelles. Pero fuera donde fuera, Tip siempre se cansaba y lo dejaba. Ahí donde fuera, Tip parecía predestinado a llevar los muros de la cárcel consigo y dar vueltas en sus estrechos límites mal calzado, sin objetivo, desastrado; hasta que las paredes de Marshalsea, verdaderas e inalterables, ejercían sobre él su fascinación y lo atraían de nuevo.
Sin embargo, la valiente criaturita puso tanto empeño en rescatar a su hermano que mientras él le anunciaba esos tristes cambios, ella fue ahorrando y economizando lo suficiente para embarcarlo hacia Canadá. Cuando Tip se cansó de no hacer nada y se dispuso a abandonar incluso el ocio, aceptó generosamente irse a Canadá. Y aunque Amy lo despidió con tristeza, la alegraba la esperanza de que por fin estuviera en el buen camino.
—Que Dios te bendiga, Tip. Que cuando seas rico el orgullo no te impida venir a vernos.
—¡De acuerdo! —dijo Tip, y se marchó.
Pero no llegó a Canadá; en realidad, no pasó de Liverpool. Tras viajar hasta ese puerto desde Londres, sintió tan fuertes impulsos de abandonar el barco que decidió regresar andando. Tras lo cual se presentó ante la niña pasado un mes, vestido con andrajos, sin zapatos y más cansado que nunca. Al final, tras otro intervalo como sucesor de la señora Bangham, encontró por sí mismo una ocupación y así lo anunció.
—Amy, tengo trabajo.
—¿De verdad, Tip?
—Sí, ahora sí que me irá bien. No necesitas preocuparte más por mí, hermanita.
—¿Y de qué se trata, Tip?
—Conoces a Slingo de vista, verdad?
—¿Es el hombre al que llaman el tratante?
—Ese mismo. Sale el lunes y va a darme empleo.
—¿Y a qué se dedica, Tip?
—A los caballos. Ahora seguro que me va bien, Amy.
Tras esto, lo perdió de vista durante unos meses y sólo se oyó hablar de él en una ocasión. Entre los internos más veteranos corrió el rumor de que lo habían visto en una falsa subasta de Moorfields simulando que compraba artículos plateados como si fueran de plata maciza y pagándolos generosamente con billetes de banco, pero este rumor nunca llegó a los oídos de la niña. Una tarde, mientras estaba sola trabajando, de pie junto a la ventana para aprovechar la luz del crepúsculo que entraba por encima del muro, se abrió la puerta y entró Tip.
Ella le dio un beso y la bienvenida, pero tuvo miedo de preguntarle nada. Él se dio cuenta de lo inquieta y temerosa que se sentía y pareció lamentarlo.
—Me temo, Amy, que esta vez te vas a enfadar conmigo. De verdad me lo temo.
—Siento mucho oírte decir eso, Tip. ¿Has vuelto?
—Pues sí.
—Como esta vez no esperaba que el trabajo que habías encontrado saliera bien, no estoy tan sorprendida ni lo siento tanto como sería de esperar, Tip.
—Ah, pero eso no es lo peor.
—¿No es lo peor?
—No te asustes, Amy. Pero no, no es lo peor. He vuelto, pero… no te asustes… he vuelto de otro modo diferente. Ahora no es de modo voluntario sino como interno.
—¡No me digas que estás preso, Tip! ¡No me lo digas!
—Bueno, no quisiera tener que decirlo —contestó con tono de fastidio—. Pero si no me vas a entender si no te lo digo, ¿qué le voy a hacer? Estoy aquí por una deuda de cuarenta y tantas libras.
Por primera vez en todos aquellos años, la muchacha no pudo con la carga de sus preocupaciones. Se echó a llorar con las manos unidas sobre la cabeza, diciendo que eso mataría a su padre si lo supiera, y cayó a los torpes pies de Tip.
Le costó menos a Tip calmarla que a su hermana hacerle entender que el Padre de Marshalsea no podría soportar la verdad. Para Tip la idea resultaba incomprensible y, en conjunto, bastante insólita. Pero se avino a ella únicamente bajo esta luz, después de oír las súplicas de Amy, secundadas por las de su tío y su hermana. Su retorno no carecía de precedentes y su padre lo aceptó como otras veces; y los internos, que comprendieron la piadosa mentira mejor que Tip, la respaldaron con lealtad.
Ésa había sido la vida y ésa era la historia de la hija de Marshalsea cuando cumplió veintidós años. Todavía sobrevivía un vínculo con el miserable patio y bloque de casas donde había nacido y tenía su hogar, y ahora entraba y salía con la conciencia de que todo el mundo la señalaba. Desde que había empezado a trabajar más allá de los muros, había considerado necesario ocultar dónde vivía, e iba y venía con el mayor sigilo de la ciudad libre a las puertas de hierro, fuera de las cuales no había pasado una noche en toda su vida. Su timidez natural había ido creciendo con este secreto y sus pasos ligeros y su figura menuda se escabullían cuando cruzaba las calles abarrotadas.
Experta en necesidades y miserias, era, sin embargo, inocente en todo lo demás. Inocente tras la niebla a través de la cual veía a su padre, la cárcel y el turbio río viviente que la recorría.
Ésta era la vida y ésta es la historia de la pequeña Dorrit, que en aquella triste noche de septiembre volvía a casa, observada a distancia por Arthur Clennam. Ésta era la vida y ésta es la historia de la pequeña Dorrit, que se dio la vuelta en un extremo del puente de Londres, lo volvió a cruzar, retrocedió de nuevo, pasó por delante de Saint George, dio media vuelta de repente otra vez y entró por la puerta exterior, que estaba abierta, en el pequeño patio de Marshalsea.
La cárcel
Arthur Clennam aguardó en la calle a algún viandante a quien preguntar qué lugar era aquél. Dejó pasar a unas pocas personas cuyo rostro no animaba a las pesquisas y seguía en la calle cuando apareció un anciano que se encaminó hacia el patio.
Era un anciano cargado de espaldas que andaba con paso lento y preocupado, un modo de andar que hacía de las calles más llenas de Londres un lugar poco seguro para él. Iba vestido con ropa sucia y pobre, con un sobretodo ajado que había sido azul y le llegaba a los tobillos; lo llevaba abrochado hasta la barbilla, donde se desvanecía en el pálido fantasma de un cuello de terciopelo. Un trozo de tela roja, que en otros tiempos daba rigidez al cuello fantasma, quedaba ahora a la vista y asomaba por la nuca, lo que, sumado al cabello gris y una hebilla, casi le tiraban el sombrero. Era éste una cosa grasienta y pelada que le caía sobre los ojos, agrietado y arrugado en el ala y; por debajo de él, asomaba la punta de un pañuelo de bolsillo. Los pantalones eran tan largos y anchos, y los zapatos tan grandes y toscos que arrastraba los pies como un elefante, aunque nadie habría podido decir si el responsable de este movimiento era su paso o la ropa y el cuero que llevaba. Bajo un brazo sostenía un estuche reblandecido y raído con algún tipo de instrumento de viento; en la misma mano llevaba un poco de rapé en un paquetito de papel marrón claro; con él se aliviaba la vieja nariz azulada aspirando un pellizco lentamente mientras Arthur Clennam lo miraba.
A este anciando le dio un golpecito en el hombro y le dirigió su pregunta. El viejo se detuvo, miró a un lado y a otro con la expresión, en sus débiles ojos grises, de estar pensando en otras cosas y es, además, un poco duro de oído.
—Por favor, señor —dijo Arthur repitiendo la pregunta—, ¿qué lugar es éste?
—¿Cómo? ¿Este edificio? —contestó el anciano interrumpiendo la aspiración del rapé y señalando el edificio sin mirarlo—. Esto es Marshalsea, señor.
—¿La cárcel de deudores?
—La cárcel de deudores —contestó el anciano con el aire de quien no juzga necesario insistir en semejante designación.
Dio media vuelta y siguió su camino.
—Usted perdone —dijo Arthur, deteniéndolo de nuevo—. ¿Me permite que le haga una pregunta? ¿Puede entrar cualquiera?
—Entrar, puede entrar cualquiera —respondió el anciano; y añadió llanamente con la fuerza de su énfasis—: pero lo que es salir… eso no puede hacerlo cualquiera.
—Discúlpeme una vez más, ¿conoce usted bien este sitio?
—Señor —contestó el viejo apretando el paquetito de rapé y volviéndose hacia su interrogador como si semejantes preguntas le hicieran daño—, lo conozco.
—Le ruego que me disculpe, mi curiosidad no es impertinente, sino que tiene un buen motivo. ¿Conoce a alguien llamado Dorrit?
—Yo mismo me llamo Dorrit, señor —contestó el hombre de la manera más inesperada.
Arthur lo saludó quitándose el sombrero.
—En ese caso, permítame que hable con usted. Su respuesta me ha pillado por sorpresa y espero que eso sea disculpa suficiente por haberme permitido la libertad de dirigirle la palabra. He regresado a Inglaterra hace poco tras una larga ausencia. He visto en casa de mi madre, conocida como la señora Clennam en la City, a una joven costurera a la que llaman la pequeña Dorrit. Ha despertado en mí un sincero interés y tengo muchas ganas de saber algo más sobre ella. La he visto entrar por esta puerta apenas un minuto antes de que usted apareciera.
El anciano lo miró con atención.
—¿Es usted marino, señor? —preguntó, y pareció algo decepcionado ante el gesto de negación—. ¿No es marino? Me lo ha parecido por su rostro bronceado. ¿Sus intenciones son serias, señor?
—Le aseguro que soy una persona muy seria y le ruego que me crea.
—Sé muy poco del mundo, señor —contestó el hombre, que tenía una voz débil y temblorosa—. Soy sólo un transeúnte, igual que la sombra en el reloj de sol. No merece la pena que nadie pierda el tiempo engañándome, sería demasiado fácil, tan sencillo que no obtendría ninguna satisfacción. La jovencita que acaba de ver entrar es la hija de mi hermano. Mi hermano es William Dorrit; yo soy Frederick. Me dice que la ha visto en casa de su madre (sé que su madre tiene amistad con ella), ha despertado en usted cierto interés y tiene ganas de saber qué hace aquí. Pase y vea.
Se puso en marcha y Arthur lo acompañó.
—Mi hermano —dijo el anciano, deteniéndose en el escalón y dando media vuelta despacio— lleva aquí muchos años y gran parte de lo que pasa, incluso entre nosotros, en el exterior, lo guardamos para nosotros por motivos que no es necesario especificar ahora. Tenga la amabilidad de no decir que mi sobrina se dedica a coser. Tenga la amabilidad de no decir nada que vaya más allá de lo que acabamos de mencionar. Si respeta usted estos límites, no pasará nada. Ahora venga y vea.
Arthur lo siguió por la estrecha entrada, al extremo de la cual giraron una llave y se abrió desde dentro una gruesa puerta. Ésta daba paso a un vestíbulo o portería que cruzaron, así como otra puerta y una reja que conducían a la cárcel. El anciano pasaba siempre delante con paso vacilante; encorvado, se dio la vuelta con un gesto rígido y lento cuando llegaron al portero de guardia, como si quisiera presentar a su acompañante. El portero asintió y el acompañante pasó sin que le preguntaran qué quería.