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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (11 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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—Señora Bangham, estamos todo lo bien que podemos estar y saldremos de ésta igual que de una casa ardiendo.

Y, como entre uno y otra se hicieron dueños de aquella pobre pareja desvalida, como todo el mundo había hecho siempre, los recursos disponibles fueron en conjunto tan buenos como los mejores. El rasgo distintivo del tratamiento del doctor Haggage fue su firme resolución de que la señora Bangham estuviera a la altura de la situación. He aquí un ejemplo:

—Señora Bangham —dijo cuando no llevaba allí ni veinte minutos—, vaya a buscar un poco de brandy porque, de otro modo, va usted a desmayarse.

—Gracias, señor, pero no lo necesito —contestó la señora Bangham.

—Señora Bangham —insistió el médico—, estoy atendiendo a esta dama profesionalmente y no admito discusión alguna. Vaya y traiga un poco de brandy porque de otro modo sé que no va usted a aguantar.

—Obedezco, señor —dijo la señora Bangham poniéndose en pie—; y, si se lleva usted el brandy a la boca, tampoco estará peor por ello, ya que no tiene muy buen aspecto.

—Señora Bangham —contestó el médico—, gracias, pero mi estado no es asunto suyo, como sí lo es para mí el suyo. Olvídese de mí, haga el favor. Su deber es hacer lo que se le pide e ir a buscar lo que le digo.

La señora Bangham obedeció y el médico, tras administrarle su dosis, tomó la propia. Repitió el tratamiento cada hora y se mostró muy firme con la señora Bangham. Pasaron tres o cuatro horas; las moscas caían a centenares en las trampas y al final, una vida, apenas más fuerte que la de esos insectos, apareció entre la multitud de pequeños cadáveres.

—Una niña preciosa —dijo el médico—. Pequeñita pero bien formada. ¡Vaya, señora Bangham! Tiene usted mal aspecto. Salga a buscar un poco más de brandy ahora mismo o tendrá un ataque de histeria.

Para entonces los anillos habían empezado a caer de los indecisos dedos del deudor como hojas de un árbol en invierno. No quedaba ya ninguno en ellos aquella noche cuando depositó algo que tintineaba en la grasienta palma del médico. En el ínterin, la señora Bangham había salido a hacer un recado a un establecimiento cercano, decorado con las tres bolas doradas distintivas de las casas de empeños, en el que era bien conocida.

—Gracias —dijo el médico—. Gracias. Su esposa está bastante bien, se recupera estupendamente.

—Estoy muy feliz y muy agradecido —dijo el deudor—. Aunque nunca se me habría ocurrido que…

—¿Que fuera a tener un hijo en un lugar así? —dijo el médico—. Bah, bah… ¿eso qué más da? Lo que necesitamos aquí es un poco más de espacio para movernos. Por lo demás, aquí se está tranquilo, nadie nos molesta; aquí no hay aldaba a la que vengan a llamar los acreedores y el corazón de un hombre no tiene por qué dar un vuelco. Nadie viene a preguntar si hay alguien en casa ni dice que esperará en el felpudo hasta que aparezca. Nadie envía cartas amenazadoras por cuestiones de dinero. Esto es la libertad, señor, es la libertad. He atendido casos como el de hoy en el país y en el extranjero, durante un viaje y a bordo de un barco, y le diré una cosa: creo que nunca he trabajado con tanta calma como hoy. En otros lugares la gente está inquieta, preocupada, llena de prisas, intranquila por esto o aquello. Aquí no pasan estas cosas. La suerte está ya echada, conocemos lo peor; hemos tocado fondo y ya no podemos caer más bajo. ¿Y con qué nos hemos encontrado? Con la paz. He aquí la palabra: paz.

Y con esta profesión de fe, el médico, que era preso viejo, estaba más borracho que de costumbre y tenía el estímulo adicional e insólito del dinero en el bolsillo, regresó con su camarada y compañero en ronquera, hinchazón y rubicundez, así como en afición a los naipes, el tabaco, la suciedad y el brandy.

Aunque el deudor era un hombre muy distinto del médico, había empezado ya a viajar, desde el extremo opuesto, hacia el mismo punto. Al principio, aplastado por la encarcelación, no había tardado en encontrar en ella un sordo alivio. Estaba encerrado bajo llave, pero la llave que lo recluía dejaba fuera, al mismo tiempo, gran parte de sus problemas. Si hubiera sido un hombre con fuerza de voluntad suficiente para hacer frente a esas dificultades y combatirlas, también habría podido romper la red que lo envolvía… o se habría destrozado el corazón; siendo como era, se fue deslizando lánguidamente pendiente abajo y nunca más volvió a dar un paso para remontarla.

Cuando se vio libre de los complejos asuntos que ningún expediente podía aclarar, después de que una docena de agentes, uno tras otro, se revelaran incapaces de encontrar un principio, un nudo o un desenlace en ellos o en él, el deudor halló en aquel miserable lugar de refugio un cobijo más tranquilo que en los primeros días. Hacía tiempo que había desempaquetado la maleta; sus hijos mayores jugaban habitualmente en el patio y todo el mundo conocía a la niña y, de un modo u otro, reclamaba sobre ella derechos de propiedad.

—Vaya, me siento orgulloso de usted —le dijo su amigo el portero, un día—. Pronto será el habitante más viejo de la casa. Marshalsea no sería lo que es sin usted y su familia.

El portero de veras estaba orgulloso de él. Lo elogiaba ante los recién llegados, cuando no estaba presente, diciendo:

—¿Han visto al hombre que acaba de salir de la portería?

Y, cuando el recién llegado probablemente decía que sí:

—Pues era el más refinado de los caballeros. Educado sin reparar en gastos. En una ocasión estuvo en casa del director para probar un piano nuevo. Y lo tocó maravillosamente. Y en cuestión de lenguas… las habla todas. Una vez tuvimos aquí a un francés y yo creo que este caballero hablaba mejor el francés que el francés mismo. Tuvimos a un italiano y lo hizo callar en medio minuto. Encontrarán a otros personajes en otras cárceles, no digo que no; pero para ver al mejor en todos los aspectos que he mencionado tienen que venir a Marshalsea.

Un día, cuando su hija pequeña tenía ocho años, su mujer, que llevaba tiempo languideciendo —porque su constitución era débil, pero no porque fuera más sensible al lugar en que se encontraba—, viajó al campo para visitar a una amiga pobre que había sido su niñera y murió allí. El deudor no salió de su habitación en quince días; y un escribiente (que debía comparecer ante el tribunal de insolventes) redactó una carta de condolencia que parecía un contrato de arrendamiento y que firmaron todos los presos.

Cuando apareció de nuevo, tenía el cabello todavía más gris (había empezado a encanecer bastante pronto); y el portero advirtió que, igual que al llegar a la cárcel, volvía a tener la costumbre de llevarse los dedos a los labios temblorosos.

Sin embargo, en el plazo de uno o dos meses llegó a recuperarse bastante; y, mientras tanto, los niños jugaban en el patio como siempre, pero vestidos de negro.

Por entonces, la señora Bangham, que durante mucho tiempo había sido un medio de comunicación con el mundo exterior muy solicitado, empezó a moverse con dificultad y, cada vez con mayor frecuencia, la encontraban en estado comatoso, caída sobre la acera, con el cesto de la compra desparramado y, además, en el cambio que tenía que devolver a sus clientes faltaban nueve peniques. El hijo del caballero empezó a sustituir a la señora Bangham y a hacer recados con gran habilidad, y así se convirtió en preso de la prisión y callejero de las calles.

Pasó el tiempo y el portero empezó a encontrarse mal. Se le hinchaba el pecho, tenía las piernas cada vez más débiles y le faltaba el aliento. El gastado taburete de madera quedaba «fuera de su alcance». Se sentaba en un sillón con un cojín y algunas veces resoplaba tanto y tanto tiempo que no podía ni girar la llave. Cuando estos ataques podían con él, el deudor giraba la llave en su lugar.

—Usted y yo —dijo el portero una noche de invierno en la que nevaba, y la portería, en la que ardía un buen fuego, estaba muy concurrida— somos los habitantes más antiguos. Yo no llevaba todavía siete años cuando llegó usted. Y no duraré mucho. Cuando descorra el cerrojo de este mundo, usted será el Padre de Marshalsea.

El portero descorrió definitivamente el cerrojo de este mundo al día siguiente. Todos recordaron sus palabras y las repitieron; y a partir de entonces la tradición dijo, de generación en generación —una generación de Marshalsea tendría unos tres meses— que el viejo y ajado deudor, de finos modales y cabello blanco, era el Padre de Marshalsea.

Y él llegó a sentirse orgulloso del título. Si algún impostor se hubiera atrevido a reclamarlo, habría vertido lágrimas de resentimiento por ese intento de privarlo de sus derechos. Empezó a manifestar cierta tendencia a exagerar el número de años que llevaba en la cárcel; se decía que había que restar en algunos de sus cálculos, y las generaciones pasajeras de deudores lo consideraban vanidoso.

Le presentaban a todos los recién llegados y era puntilloso en la exigencia de que se cumpliera esa ceremonia. Los tipos graciosos celebraban la ceremonia de presentación con exagerada pompa y finura, pero difícilmente superaban la gravedad con que él se la tomaba. Los recibía en su pobre habitación (no le gustaba que las presentaciones se hicieran en el patio porque le parecía informal, una cosa que podía suceder a cualquiera), con una especie de ceremonia de sometimiento. Bienvenidos a Marshalsea, les decía. Sí, él era el Padre de la casa, así era como tenían la gentileza de llamarlo, si más de veinte años de residencia le daban derecho a reclamar el título. Al principio aquello les parecería pequeño, pero la compañía era buena; como había de todo, también había cosas buenas, por supuesto. Y muy buen ambiente.

Empezó a ser frecuente que, por la noche, pasaran por debajo de su puerta una carta con media corona, dos medias coronas y, muy de vez en cuando, incluso medio soberano, destinada al Padre de Marshalsea.

«Con los respetos de un interno que se marcha». Él recibía estos regalos como tributos de admiradores a una personalidad pública. A veces, algunos de sus corresponsales firmaban con nombres graciosos como Ladrillo, Fuelles, Vieja Carabina, Despabilado, Burlón, Fregona, Frac, El Hombre de la Carne de Perro; pero a él le parecía de mal gusto y siempre lo ofendía un poco.

Con el paso del tiempo, como esta correspondencia empezó a hacerse menos frecuente y parecía requerir un esfuerzo por parte de los corresponsales para el que, en las prisas de la partida, no estaban preparados, el Padre de Marshalsea tomó por costumbre acompañar hasta la puerta a los internos de cierta importancia para despedirlos. El interno así agasajado, tras estrecharle la mano, algunas veces se detenía para envolver algo en un trozo de papel y volvía sobre sus pasos gritando:

—¡Eh!

Él miraba a su alrededor sorprendido y contestaba:

—¿Es a mí? —con una sonrisa. Para entonces, el colega estaba ya a su altura y el deudor añadía con tono paternal—: ¿Qué se le ha olvidado? ¿Puedo hacer algo por usted?

—Se me había olvidado dejar esto —contestaba habitualmente el interno— para el Padre de Marshalsea.

—Querido amigo —contestaba él—, el Padre le está infinitamente agradecido.

Sin embargo, la antigua mano indecisa no salía del bolsillo en el que había metido el dinero hasta haber dado dos o tres vueltas por el patio, no fuera a resultar aquella transacción demasiado llamativa para los demás internos.

Una tarde había estado haciendo los honores a un grupo bastante numeroso de internos que salían, cuando, al volver, se encontró con uno de los más pobres; lo habían encarcelado por deudas la semana anterior, pero aquella misma tarde las había saldado y también se marchaba. El hombre era un simple yesero e iba vestido con su traje de faena; llevaba un hatillo, lo acompañaba su mujer y estaba de muy buen humor.

—Dios lo bendiga, señor —dijo al pasar.

—Y a usted —contestó benévolo el Padre de Marshalsea.

Se encontraban ya a cierta distancia el uno del otro, puesto que cada uno iba en distinta dirección, cuando el yesero lo llamó:

—¡Oiga, señor! —y se acercó hasta él—. No es mucho —dijo el yesero, poniéndole un montoncito de monedas de medio penique en la mano—, pero lo importante es la intención.

Era la primera vez que el Padre de Marshalsea recibía un tributo en monedas tan pequeñas. Los niños las habían recibido con frecuencia, y con su aquiescencia habían ido a parar al fondo común para comprar la carne que él había comido y la bebida que había bebido; pero que un hombre vestido con ropa basta, manchada de cal blanca, le diera monedas de medio penique, en su propia cara, era cosa nueva.

—¡Cómo se atreve! —le dijo al hombre, y se echó a llorar débilmente.

El yesero lo volvió contra la pared para que nadie le viera la cara; el gesto fue tan delicado, el hombre estaba tan arrepentido y le pidió perdón con tanta sinceridad que sólo pudo decir:

—Sé que lo hacía con buena intención, no diga nada más.

—Dios lo bendiga —dijo el yesero—. Lo he hecho de corazón. Haría más por usted que los demás, me parece a mí.

—¿Qué haría usted?

—Vendré a verlo cuando esté libre.

—Deme el dinero otra vez y lo guardaré. No lo gastaré. Gracias, muchas gracias. ¿Lo veré de nuevo, entonces?

—Me verá si vivo más de una semana.

Se dieron la mano y se despidieron. Los internos, reunidos en simposio en el Salón aquella noche, comentaron asombrados lo que le ocurría a su Padre, que estuvo caminando hasta tarde por las sombras del patio y parecía muy abatido.

Capítulo VII

La hija de Marshalsea

La niña que recibió su primera bocanada de aire impregnada en los vapores del brandy del doctor Haggage pasó de interno en interno, de generación en generación, como la tradición que versaba sobre su padre común. En las primeras etapas de su existencia, fue de mano en mano en el sentido más literal de la expresión; casi formaba parte de los ritos de ingreso de cada nuevo interno cuidar de la niña que había nacido en el Internado.

—Me correspondería el derecho —señaló el portero cuando se la enseñaron por primera vez— de ser el padrino.

El deudor pensó indeciso durante un minuto y dijo:

—¿No tendría usted inconveniente en ser el padrino?

—No, no tengo el menor inconveniente si usted no lo tiene —contestó el portero.

Así fue como la bautizaron un domingo por la tarde, mientras el portero era sustituido en su puesto; y éste se dirigió a la fuente bautismal de la iglesia de Saint George y prometió, juró y renunció en su nombre, tal como contó a su regreso, «como las buenas gentes».

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