La noche era oscura; las lámparas del patio de la cárcel y las velas en las ventanas brillaban débilmente tras diversos tipos de viejas cortinas y visillos que no parecían contribuir a una mejor iluminación. Merodeaban algunas personas por ahí, pero la mayor parte estaba en el interior de los edificios. El viejo recorrió el patio por el lado derecho, se volvió al llegar a la tercera o cuarta puerta y empezó a subir unas escaleras.
—Están bastante oscuras, señor, pero no encontrará ningún obstáculo en el camino.
Se detuvo un momento antes de abrir una puerta en el segundo piso. Apenas había girado el pomo cuando el visitante vio a la pequeña Dorrit y comprendió el motivo de que pusiera tanto empeño en comer sola.
Llevaba a casa la carne que tendría que haberse comido y la estaba calentando sobre el fuego en una parrilla para su padre, el cual, vestido con un viejo batín gris y una gorra negra, esperaba la cena sentado a la mesa. Tenía delante un mantel limpio con un cuchillo, tenedor y cuchara, sal, pimienta, vaso y un jarro de peltre con cerveza. No faltaban detalles como un pequeño frasco con pimenta de cayena y un penique de encurtidos en un plato.
La joven se sobresaltó, se sonrojó profundamente y se puso pálida. El visitante, más con los ojos que con el leve movimiento impulsivo de una mano, hizo un gesto destinado a calmarla e inspirarle confianza.
—He encontrado a este caballero —dijo el tío—, llamado Clennam, hijo de la amiga de Amy; William, estaba en la puerta y no sabía si entrar o no a hacer una visita. Éste es mi hermano William, señor.
—Espero —dijo Arthur, sin saber muy bien qué decir—, que el respeto que siento por su hija explique y justifique mi deseo de que seamos presentados, señor.
—Señor Clennam —contestó el padre de Amy, poniéndose en pie, quitándose el gorro y dejándolo en la mano, dispuesto a volvérselo a poner—. Es un honor, sea usted bienvenido —y, con una profunda reverencia, añadió—: Frederick, una silla. Le ruego que se siente, señor Clennam.
Se puso el gorro negro tal como se lo había quitado y se sentó de nuevo. Sus modales tenían un agradable aire de benevolencia y superioridad. Con esas mismas ceremonias recibía a otros internos.
—Bienvenido a Marshalsea, señor. He dado la bienvenida a muchos caballeros entre estas paredes. Quizá sepa usted, porque mi hija Amy se lo haya mencionado, que soy el Padre de este lugar.
—Eso… es lo que tengo entendido —contestó Arthur precipitadamente.
—Ya sabrá, me imagino, que mi hija Amy nació aquí. Una buena chica, señor, una niña buenísima y un gran consuelo y apoyo para mí. Amy, querida, pon el plato; el señor Clennam sabrá disculpar las costumbres primitivas a las que nos vemos reducidos en este lugar. Es un placer para mí preguntarle si me haría el honor de…
—Gracias —contestó Arthur—, ni siquiera un bocado.
Estaba maravillado y desconcertado ante los modales del anciano y de que ni le pasara por la cabeza la posibilidad de que su hija hubiera ocultado la historia de la familia.
La joven llenó un vaso, dispuso sobre la mesa todo lo que necesitaba su padre y se sentó a su lado mientras cenaba. Siguiendo lo que probablemente era su costumbre diaria, se puso un poco de pan delante y se llevó el vaso de su padre a los labios; pero Arthur se dio cuenta de que estaba inquieta y no comía ni bebía. La forma de mirar a su padre, mitad con orgullo y admiración, mitad con vergüenza, pero, en conjunto, con devoción y amor, le llegó al alma.
El Padre de Marshalsea trataba a su hermano con aire de superioridad, como si éste fuera un hombre amable y bienintencionado que no hubiera alcanzado la distinción.
—Frederick —dijo—, ya sé que Fanny y tú cenáis en vuestras habitaciones. ¿Qué has hecho con Fanny, Frederick?
—Ha ido a dar un paseo con Tip.
—Tip, como usted sabrá, es mi hijo, señor Clennam. Ha sido un chico un poco rebelde y ha costado que sentara la cabeza, pero lo cierto es que su llegada al mundo se produjo —encogió los hombros con un débil suspiro y miró por la habitación— en una situación un tanto adversa. ¿Es su primera visita a este lugar, señor?
—Sí, la primera.
—Difícilmente podría haber estado usted aquí desde su infancia sin que yo lo supiera. Pocas veces viene alguien de cierto nivel sin que me lo presenten.
—A mi hermano han llegado a presentarle a cuarenta o cincuenta personas al día —dijo Frederick, animándose un poco con un destello de orgullo.
—Sí —asintió el Padre de Marshalsea—, incluso hemos superado ese número. Los domingos de la temporada de sesiones esto es como una recepción oficial. Amy, querida, llevo medio día intentando recordar el nombre del caballero de Camberwell que me presentó las Navidades pasadas aquel agradable comerciante en carbones que estuvo seis meses interno.
—No recuerdo cómo se llamaba, padre.
—Frederick, ¿lo recuerdas tú?
Frederick puso en duda que hubiera oído su nombre una vez siquiera. Indudablemente, Frederick era la última persona en este mundo a la que se podía plantear semejante pregunta con la esperanza de obtener alguna información.
—Estoy hablando —dijo su hermano— del caballero que tuvo conmigo un gesto muy considerado; tal vez quiera usted saber cuál fue.
—Por supuesto —dijo Arthur, apartando la vista de la delicada cabeza que empezaba a agacharse y del pálido rostro que expresaba una nueva inquietud.
—Fue un gesto tan generoso y una expresión de sentimientos tan refinados que es casi un deber dejar constancia de él. Dije entonces que lo recordaría siempre que viniera a cuento sin preocuparme por mis sentimientos personales. En fin, no sirve de nada disimular los hechos: debe saber, señor Clennam, que la gente que viene aquí desea tener algunas veces un pequeño gesto con el Padre de Marshalsea.
Ver la mano de la joven sobre el brazo de su padre en una súplica muda y contenida, mientras la menuda figura se apartaba un poco, era triste, muy triste.
—Algunas veces —prosiguió el padre con una voz baja, suave y algo alterada, sin dejar de carraspear para aclararse la garganta— algunas veces, ejem, toma una forma u otra; pero por lo general, ejem, es dinero. Y la verdad, no puedo por menos de confesar que con frecuencia, ejem, es bien venido. A ese caballero al que me refiero me lo presentaron, señor Clennam, de manera muy gratificante para mis sentimientos y no sólo conversaba con gran cortesía sino que también estaba, ejem, muy bien informado —mientras hablaba, aunque había terminado la cena, manejaba el cuchillo y el tenedor como si tuviera todavía comida en el plato—. De su conversación se deducía que tenía un jardín, aunque al principio evitaba hablar de él ya que, ejem, yo no puedo disfrutar ahora de los jardines. Pero lo dijo un día al ver cómo admiraba yo un ramo de geranios, un bello ramo de geranios, sin duda, que me había traído de su invernadero. Cuando comenté la belleza del colorido, me mostró un trozo de papel en el que estaba escrito «Para el Padre de Marshalsea», y me lo dio. Pero, ejem, eso no fue todo. Al marcharse, me dijo que pasada media hora retirara el papel. Eso hice y encontré en su interior, ejem, dos guineas. Se lo aseguro, señor Clennam, he recibido, ejem, muestras de agradecimiento de todo tipo y de diferente valor, y siempre han sido, ejem, lamentablemente, bien venidas; pero ninguna me había gustado tanto como, ejem, ese gesto.
Arthur estaba a punto de decir lo poco que era capaz de decir sobre semejante asunto cuando empezó a sonar una campana y unos pasos se acercaron a la puerta. Una linda muchacha de mejor figura y mucho más desarrollada que la pequeña Dorrit, aunque de aspecto mucho más juvenil, se paró en el umbral al ver a un desconocido; y el joven que estaba con ella también se detuvo.
—Señor Clennam, mi hija Fanny. Mi hija mayor y mi hijo, señor Clennam. La campana es la señal para que los visitantes se retiren y por eso vienen a darme las buenas noches; pero queda mucho tiempo, mucho tiempo. Hijas, el señor Clennam disculpará los trabajos que tengáis que hacer juntas. Me parece que sabe que aquí sólo tengo una habitación.
—Sólo quiero que Amy me dé mi vestido limpio, padre —dijo la segunda muchacha.
—Y mi ropa —dijo Tip.
Amy abrió un cajón en un viejo mueble que en la parte superior era una cómoda y en la parte inferior era una cama, y sacó dos hatillos que tendió a su hermano y a su hermana.
—¿Cosido y arreglado? —oyó Clennam que la hermana le preguntaba en un susurro, al que Amy contestaba afirmativamente. Se había levantado ya y aprovechó la oportunidad para recorrer la habitación con la mirada. Las paredes desnudas las había pintado de verde, sin duda, una mano poco experta, y estaban pobremente decoradas con unas pocas reproducciones. La ventana tenía una cortina y había una alfombra en el suelo; se veían estantes y percheros, y otros objetos útiles acumulados en el curso de los años. Era una habitación estrecha, mal ventilada, escasamente amueblada; por añadidura, la chimenea humeaba, o bien la diminuta plancha que la cubría era inútil; pero los cuidados constantes hacían de la habitación un lugar pulcro e incluso, a su manera, confortable.
La campana no había dejado de sonar y el tío estaba inquieto.
—¡Vamos, Fanny, vamos, Fanny! —decía con el ajado estuche del clarinete bajo el brazo—. Que cierran, niña, que cierran.
Fanny deseó buenas noches a su padre y salió con paso ligero. Los pasos de Tip resonaban ya escalera abajo.
—Señor Clennam —dijo el tío, mirando hacia atrás mientras arrastraba los pies en pos de los chicos—, que cierran, señor, que cierran.
El señor Clennam tenía dos cosas que hacer antes de marcharse; una, ofrecer su tributo al Padre de Marshalsea sin ofender a su hija; otra, decir algo a la hija, aunque sólo fuera una palabra, para explicar su presencia.
—Permítame —dijo el Padre— que lo acompañe hasta la escalera.
La joven se había escabullido detrás de los demás y los dos hombres estaban solos.
—Si bien no es por ningún motivo concreto —dijo el visitante apresuradamente—, permítame que… —clinc, clinc, clinc.
—Señor Clennam —dijo el Padre—. Estoy muy, muy… —pero su visitante le había cerrado la mano para impedir el tintineo y había bajado las escaleras a toda velocidad.
No vio a la pequeña Dorrit mientras bajaba ni tampoco la vio en el patio. Dos o tres personas rezagadas se encaminaban a toda prisa hacia la portería y él iba detrás cuando la vio en el umbral de la primera casa situada junto a la entrada. Clennam se volvió rápidamente.
—Le ruego que me perdone —dijo Clennam— por dirigirle aquí la palabra. ¡Le ruego que me perdone por haber venido! Esta noche la he seguido. Mi objetivo era prestarles a usted y a su familia algún servicio. Ya conoce cuál es la situación entre mi madre y yo, y quizá no le sorprenda que en la casa haya tenido con usted una relación tan distante por temor a provocar sus celos, su enfado u ofenderla sin querer. Lo que he visto aquí, en este ratito, ha incrementado mi sincero deseo de brindarle mi amistad, si fuera posible obtener su confianza.
Al principio, la joven parecía asustada, pero fue armándose de valor mientras él le hablaba.
—Es usted muy bueno, señor. Me habla con mucha seriedad. Pero yo… habría preferido que no me vigilara.
Clennam entendió que la emoción de sus palabras se debía a que estaba pensando en su padre; la respetó y guardó silencio.
—La señora Clennam me ha ayudado mucho; no sé lo que habría hecho sin el empleo que me ha dado. Me temo que no sería justo pagárselo ocultándole secretos; esta noche no puedo decir nada más, señor. Estoy segura de que quiere ser amable con nosotros. Gracias, gracias.
—Permita que le pregunte algo antes de marcharme, ¿hace tiempo que conoce a mi madre?
—Creo que dos años, señor… La campana ha dejado de sonar.
—¿Y dónde la conoció? ¿Vino a buscarla aquí?
—No, ni siquiera sabe que vivo aquí. Tenemos un amigo, mi padre y yo (un pobre obrero, pero el mejor de los amigos); escribí una nota ofreciéndome para trabajar como costurera en la que facilitaba su dirección. Él colgó el anuncio en algunos lugares donde no costaba dinero y así fue como la señora Clennam supo de mí y me mandó llamar. ¡Van a cerrar la puerta, señor!
Estaba tan temblorosa y agitada, y Arthur estaba tan conmovido por la compasión que le inspiraba y el profundo interés que sentía por su historia que ahora que empezaba a conocerla no era capaz de separarse de ella. Pero el silencio de la campana y la quietud de la cárcel eran una señal de que debía marchar; y, con unas pocas y apresuradas palabras de aliento la dejó mientras ella volvía corriendo con su padre.
Pero era ya demasiado tarde. La verja interior estaba cerrada y la portería también. Después de llamar infructuosamente con el puño, se quedó ahí plantado con la desagradable convicción de que tendría que pasar la noche en la cárcel. Entonces una voz se le acercó por detrás.
—Así que se ha quedado encerrado —oyó—. No podrá volver a su casa hasta mañana por la mañana. Oh, si es usted, señor Clennam.
Era la voz de Tip y se quedaron mirándose el uno al otro en el patio de la cárcel mientras empezaba a llover.
—¡Sí que la ha hecho buena! —señaló Tip—. La próxima vez tiene que espabilar más.
—Pero usted también está encerrado —dijo Arthur.
—¡Claro que lo estoy! —dijo Tip con sarcasmo—. ¡Por todas partes! Pero no como usted. Yo soy de la casa, aunque mi hermana tiene la teoría de que el viejo no tiene que enterarse. La verdad es que no sé por qué.
—¿Y puedo encontrar algún acomodo? —preguntó Arthur—. ¿Qué debo hacer?
—Lo primero, ir a ver a Amy —dijo Tip, dando por hecho que ante la menor dificultad había que recurrir a ella.
—Preferiría pasear toda la noche, me da igual, antes que molestarla.
—No es necesario, si no le importa pagar una cama. Si no le importa, le prepararán una en la mesa del Salón teniendo en cuenta sus circunstancias. Si viene conmigo, lo presentaré.
Mientras cruzaban el patio, Arthur alzó la vista hacia la ventana de la habitación de la que acababa de salir, donde había una luz encendida.
—Sí, señor —dijo Tip siguiendo su mirada—. Es la del viejo. Ella se queda una hora más leyéndole el periódico del día anterior o algo parecido; y después se irá como un fantasma y se desvanecerá sin hacer ruido.
—No entiendo lo que dice.
—Nuestro padre duerme en la habitación y ella tiene una en la portería. Es la primera casa de aquí —dijo Tip señalando la puerta por la que la muchacha había salido—. En la primera casa, en la buhardilla. Paga el doble de lo que pagaría por una el doble de buena en el exterior, pero así está con nuestro padre, pobre niña, día y noche.