Esta circunstancia confirió al portero una participación adicional en la propiedad de la niña, además de la que ya tenía. Cuando ésta empezó a caminar y hablar, le cogió mucho cariño; le compró una sillita y la colocó junto al alto guardafuegos de la chimenea de la portería; le gustaba contar con su compañía mientras trabajaba como vigilante; y acostumbraba a sobornarla con juguetitos baratos para que fuera a hablar con él. La niña, por su parte, no tardó en sentir por el portero tanto cariño que tomaba la iniciativa de trepar por los escalones de la portería a todas horas. Cuando se dormía en el silloncito delante del alto guardafuegos, él la tapaba con un pañuelo; y cuando, allí sentada, vestía y desvestía una muñeca que no tardó en parecerse poquísimo a las muñecas del mundo libre y a guardar un inquietante aire de familia con la señora Bangham, él la contemplaba con la mayor ternura. Al verlo, los internos comentaban que el portero, aunque era soltero, estaba hecho para tener familia. Pero él les agradecía la reflexión y contestaba:
—No, la verdad es que me basta con ver a los niños de los demás.
Sería difícil decir en qué momento de su tierna infancia la criatura empezó a darse cuenta de que no era costumbre generalizada vivir encerrado en patios estrechos rodeados por altos muros coronados de pinchos. Pero era muy, muy pequeña todavía cuando ya sabía, de un modo u otro, que la mano de su padre se soltaba siempre en la puerta que abría una gran llave; y que si bien sus pasitos ligeros eran libres de cruzar el umbral, los de su padre jamás podían atravesar esa línea. Y tal vez formara parte de este descubrimiento la mirada compasiva y melancólica con que había empezado a contemplarlo siendo todavía extremadamente joven.
Con una mirada compasiva y melancólica sobre todas las cosas, sin duda —una mirada que, cuando se posaba sobre su padre, expresaba también un sentimiento de protección—, la hija de Marshalsea e hija del Padre de Marshalsea hizo compañía a su amigo el vigilante en la portería, cuidó de la habitación familiar o deambuló por el patio de la cárcel en sus primeros ocho años de vida. Tuvo una mirada compasiva y melancólica para su caprichosa hermana; para su hermano ocioso; para los muros altos y lisos; para la multitud sin vida que encerraban; para los niños de la cárcel que corrían y chillaban, jugaban al escondite y convertían en «casa» la parte que quedaba dentro de los barrotes de la puerta.
En verano, melancólica y perpleja, se sentaba delante del alto guardafuegos de la portería, contemplando el cielo a través de los barrotes de la ventana hasta que, cuando apartaba los ojos, veía barrotes de luz entre ella y su amigo, y lo veía, a él también, a través de una reja.
—¿Estás pensando en el campo? —le preguntó una vez el portero después de mirarla.
—¿Y dónde está eso? —preguntó ella.
—Vaya, pues está por ahí, querida —dijo el portero describiendo un gesto con la llave—: por ahí.
—¿Y alguien lo abre y lo cierra? ¿Está cerrado con llave?
El portero se sintió desconcertado.
—Bueno, por lo general, no.
—¿Y es muy bonito, Bob? —lo llamaba así a petición suya.
—Precioso, lleno de flores. Hay ranúnculos y margaritas, hay también… —el portero vaciló pues no poseía mucho vocabulario floral—, hay también diente de león y todo tipo de diversiones.
—¿Es muy agradable estar ahí, Bob?
—Muchísimo —contestó el portero.
—¿Mi padre ha ido alguna vez?
—Ejem —carraspeó el portero—. Oh, sí, claro, alguna vez.
—¿Le da pena no ir más?
—No… no mucha —dijo el portero.
—¿Ni a los demás? —preguntó, mirando a la multitud apática de la cárcel—. ¿Estás seguro de verdad, Bob?
Llegados a este punto difícil de la conversación, Bob se dio por vencido y pasó a hablar de dulces: era siempre su último recurso cuando su amiguita lo acorralaba con alguna cuestión política, social o teológica. Pero ése fue el origen, para este par de curiosos personajes, de una serie de excursiones dominicales. Salían de la portería en domingos alternos con aire grave, de camino a algunos prados y verdes caminos que el portero había elegido con cuidado a lo largo de la semana; y ahí la niña cogía hierba y flores para llevar a casa mientras él fumaba una pipa. Después iban a casas de té con grandes jardines y disfrutaban de exquisiteces como langostinos o cerveza; y volvían de la mano a menos que ella, más cansada de lo normal, se hubiera quedado dormida con la cabeza recostada sobre el hombro de su padrino.
En esos días primeros, el portero empezó a meditar profundamente sobre una cuestión que le costaba tanto dilucidar, de hecho, que no llegó a tener resuelta ni el día de su muerte. Tomó la decisión de legar sus escasas propiedades a su ahijada y no sabía cómo dejarlo todo «bien atado» para que sólo ella fuera la beneficiaria. Su experiencia en la cárcel le había procurado una visión tan aguda de la enorme dificultad de «atar» bien las cuestiones de dinero y, por el contrario, de la facilidad con que se desataban, que a lo largo de los años no dejó de plantear la cuestión a todos los agentes insolventes y caballeros especialistas en leyes que entraron o salieron de la cárcel.
—Supongamos —decía, apoyando la llave sobre el chaleco del caballero—, supongamos que un hombre quisiera dejar sus propiedades a una jovencita y quisiera dejarlo todo tan bien atado que nadie más que ella pudiera ponerles la mano encima, ¿cómo lo haría usted?
—Especificando que son para ella —contestaba el caballero con aire de suficiencia.
—Pero imaginemos que la joven tuviera, por ejemplo, un hermano, un padre o un marido capaz de meter mano en esos bienes cuando ella los herede, ¿qué pasa entonces? —proseguía el portero.
—Si los bienes están vinculados a ella, no tendrán mayor derecho a reclamarlos que usted —era la respuesta del experto en leyes.
—Un momento —decía el portero—. Supongamos que fuera una joven de corazón tierno y se ejerciera sobre ella una poderosa influencia, ¿en qué medida la ley podría impedirlo?
Ni el más profundo de los personajes al que el portero sondeó fue capaz de mencionar una ley capaz de atar un nudo semejante. Así pues, dedicó toda su vida a meditar el asunto y finalmente murió intestado.
Pero eso fue mucho después, cuando su ahijada tenía ya más de dieciséis años. La primera mitad de este período acaba de cumplirse cuando la mirada compasiva y melancólica vio a su padre convertido en viudo. En ese momento, la mirada protectora que sus ojos perplejos le dedicaban pasó a la acción y la hija de Marshalsea adoptó una relación nueva con el padre.
Al principio la niña era tan pequeña que poco más podía hacer que sentarse con él, desertando de la animación que reinaba junto al alto guardafuegos, y contemplarlo en silencio. Pero ese simple gesto hizo de ella una presencia tan necesaria para su padre que se acostumbró a ella y empezó a echarla de menos cuando no estaba a su lado. A través de esa puertecita, la niña abandonó la infancia para entrar en el mundo de las preocupaciones.
Lo que su mirada compasiva vio, a tan temprana edad, en su padre, en su hermana, en su hermano o en la cárcel —lo mucho o poco que de aquella desdichada realidad quiso Dios que percibiera— es un misterio. Basta saber que fue para ella una inspiración para convertirse en una persona muy diferente a las demás, muy distinta y trabajadora, en bien de los demás. ¿Una inspiración? Sí. ¡Cómo vamos a hablar de la inspiración del poeta o del sacerdote y olvidar la del corazón movido por el amor y la devoción, que se dedica a los trabajos más humildes en la más humilde de las vidas!
Sin ningún amigo en este mundo que la ayudara o siquiera acompañara, más que aquel al que tan extrañamente se había visto unida; sin el menor conocimiento de la vida y costumbres diarias de los miembros de la comunidad libre que no está encerrada en prisión; nacida y criada en una condición social falsa, aún comparada con la más falsa de las condiciones allende los muros; bebiendo desde la infancia de un pozo de aguas peculiarmente enturbiadas y con su propio sabor malsano y antinatural, la hija de Marshalsea empezó su vida de mujer.
Fueron muchos los errores e impedimentos, las situaciones ridículas (aunque no malintencionadas, sí profundamente sentidas) a las que la expuso su juventud y su pequeña figura, fueron grandes la humilde conciencia de su corta edad y de sus escasas fuerzas, incluso para levantar o cargar objetos, el cansancio y la desesperanza y las lágrimas vertidas en secreto; y aun así la niña no cejó hasta que fue reconocida como una persona útil, incluso indispensable. Llegó ese momento. Ocupó el lugar del mayor de los tres hijos en todo menos en el orden de precedencias; se convirtió en la cabeza de aquella familia perdida y cargó, en su corazón, con sus inquietudes y vergüenzas.
A los trece años sabía leer y llevar las cuentas; es decir, era capaz de plasmar en palabras y cifras cuánto costarían sus necesidades básicas y cuáles eran los escasos recursos con que contaban. Había asistido en períodos irregulares de varias semanas a una escuela nocturna del exterior y había conseguido que su hermana y su hermano fueran a colegios diurnos tres o cuatro años. Ahí donde vivían no se impartía ninguna enseñanza, pero sabía bien —nadie mejor que ella— que un hombre tan maltrecho para ser el Padre de Marshalsea no podía ejercer de padre de sus propios hijos.
A estos escasos medios de formación añadió otro de su propia cosecha. En una ocasión, entre la heterogénea multitud de internos, apareció un profesor de danza. Su hermana tenía un gran deseo de aprender su arte y parecía tener talento. A los trece años, la hija de Marshalsea se presentó al maestro de baile con una bolsita en la mano y le expuso su humilde petición.
—Si tiene la amabilidad de escucharme… es que yo nací aquí, señor.
—Ah, ¿es usted esa jovencita? —dijo el profesor de danza, contemplando la pequeña figura y el rostro alzado hacia él.
—Sí, señor.
—¿Y qué puedo hacer por usted? —preguntó el maestro de baile.
—Por mí, nada. Gracias, señor —contestó desatando inquieta los cordones del bolsito—; pero si mientras estuviera aquí tuviera usted la amabilidad de dar a mi hermana clases por un precio módico…
—Mi querida niña, le daré clases gratis —contestó el maestro de baile cerrando la bolsa.
Era el maestro de baile más bondadoso que había bailado jamás ante el tribunal de insolventes y cumplió su palabra. La hermana se reveló una alumna tan aventajada y el maestro tenía tanto tiempo para enseñarle (porque le costó unas diez semanas zanjar sus cuentas, poner su caso en marcha, convencer a los miembros de la comisión y regresar a su trabajo) que la muchacha aprendió muchísimo. Lo cierto era que el maestro estaba tan orgulloso y tan deseoso de exhibir sus progresos ante unos pocos amigos internos que, a las seis de la mañana de cierto día, los obsequió con un
minuet
en el patio —las habitaciones eran demasiado reducidas para tal fin—, en el que se abarcó tanto espacio y los pasos se ejecutaron con tanta precisión que el hombre, que tenía que tocar además un pequeño violín, se quedó sin aliento.
Este primer éxito, que llevó a que el maestro de baile siguiera dando clase tras quedar en libertad, animó a la pobre niña a intentarlo de nuevo. Estuvo esperando meses la aparición de una costurera. Con el tiempo, ingresó una sombrerera y la niña se fijó en ella con intención de aprovechar la oportunidad para sí misma.
—Usted perdone, señora —dijo asomando tímidamente la cabeza por la puerta de la sombrerera, a la que encontró llorando en la cama—: yo nací aquí.
Al parecer, todo el mundo oía hablar de ella en cuanto llegaba, ya que la sombrerera se sentó en la cama, se secó los ojos y dijo, igual que el profesor de baile:
—Oh, ¿así que eres tú?
—Sí, señora.
—Siento no tener nada que darte —dijo la sombrerera moviendo tristemente la cabeza.
—No es eso, señora. Si tiene usted la amabilidad, me gustaría aprender a coser.
—¿Y para qué? —contestó la sombrerera—. ¿No me ves? A mí no me ha servido de mucho.
—Nada parece haber servido de mucho a los que vienen aquí —contestó la niña con sencillez—, pero quiero aprender de todos modos.
—Me parece que eres muy débil —objetó la sombrerera.
—Creo que no, señora.
—Y eres tan, tan pequeñita —volvió a objetar la sombrerera.
—Sí, me parece que soy muy menuda —contestó la hija de Marshalsea, y se echó a llorar al pensar en ese lamentable defecto que tantas veces se interponía en su camino.
La sombrerera, que no era mujer hosca ni dura de corazón, sólo insolvente por primera vez, se sintió conmovida, la tomó a su cargo con buena voluntad, encontró en ella la más interesada y paciente de las alumnas y terminó convirtiéndola en una obrera muy hábil.
Con el paso del tiempo —y durante el mismísimo transcurso del tiempo— un nuevo rasgo floreció en el carácter del Padre de Marshalsea. Cuanto más consolidada estaba su figura de Padre de Marshalsea como interno más antiguo y más dependiente era de las contribuciones de su cambiante familia, mayor ostentación hacía de su triste condición de caballero. Con la misma mano que se metía en el bolsillo la moneda de media corona que le había dado un interno media hora antes, se enjugaba las lágrimas que le corrían por las mejillas cuando se aludía al hecho de que sus hijas se ganaran el pan. Así, además de sus tareas diarias, la hija de Marshalsea tenía siempre a su cargo el cometido de mantener la aristocrática ficción de que eran unos pordioseros ociosos.
La hermana llegó a ser bailarina. En la familia había un tío arruinado —arruinado por su hermano, el Padre de Marshalsea, que no sabía más de su ruina que el mismo causante, pero la aceptaba como algo inevitable— en el cual recaía la misión de protegerla. Hombre de temperamento sencillo y retirado, no pareció acusar el golpe, cuando la calamidad cayó sobre él, más que en el único detalle de que dejó de lavarse y no volvió a permitirse ese lujo nunca más. En sus buenos tiempos había sido un aficionado a la música un tanto indiferente y, cuando se hundió con su hermano, recurrió a un clarinete tan sucio como él para ganarse la vida en una pequeña orquesta teatral. En ese teatro empezó a bailar su sobrina cuando él llevaba ya mucho tiempo empleado, y aceptó la tarea de servir como su escolta y guardián, igual que habría aceptado una enfermedad, un legado, un festín o una hambruna… cualquier cosa menos el jabón.