—¿Qué opinión le merece mi hermano, señor? —preguntó y, cuando finalmente se dio cuenta de lo que estaba haciendo, se levantó, extendió la mano hacia la chimenea y cogió el estuche del clarinete.
—Me alegró mucho encontrarlo tan bien y tan animado —contestó Arthur, desconcertado, pues él estaba pensando en el hermano que tenía delante.
—¡Ajá! —murmuró el viejo—: sí, sí, sí.
Arthur se preguntó para qué querría el estuche del clarinete. No lo quería para nada. El anciano descubrió, en su momento, que aquello no era el paquetito de rapé (que se encontraba también en la chimenea), lo devolvió a su sitio, cogió el rapé y se dio el gusto de aspirar un pellizco. Aspiraba con los mismos gestos débiles, escasos y lentos de siempre, pero una leve expresión de placer recorría los pobres y gastados nervios de las comisuras de los párpados y los labios.
—Y Amy, señor Clennam, ¿qué opinión le merece a usted?
—Estoy muy impresionado, señor Dorrit, por todo lo que he visto y he pensado de ella.
—Sin ella, mi hermano estaría perdido —contestó—. Todos estaríamos perdidos sin Amy. Es muy buena chica, Amy. Cumple con su deber.
Arthur creyó ver en estos elogios cierto tono rutinario, el mismo que la noche anterior había percibido en el padre con íntima protesta y rechazo. No escatimaban elogios a la joven ni eran insensibles a lo que hacía; pero se habían acostumbrado perezosamente a ella, igual que a su propio modo de vivir en general. Reflexionó que, aunque tenían delante de sus ojos, a diario, elementos de comparación entre la muchacha, los demás y ellos mismos, consideraban que, en realidad, Amy ocupaba el lugar que le correspondía, de la misma manera que le correspondía su nombre o su edad. Creyó que la veían como si Amy no se hubiera elevado por encima de la atmósfera de la cárcel, como si todavía formara parte de ella; como si, de un modo u otro, fuera eso lo que ellos tenían derecho a esperar.
El tío reanudó el desayuno y estaba masticando unas tostadas mojadas en el café, sin acordarse de su huésped, cuando sonó la tercera campanilla. Era Amy, dijo, y bajó para abrirle la puerta, dejando al visitante con una vívida imagen de unas manos sucias, un rostro marcado por la mugre y una silueta andrajosa, como si todavía estuviera sentado en la silla.
Amy entró tras él con su habitual vestido sencillo y sus habituales modales tímidos. Tenía los labios un poco separados, como si le latiera el corazón más deprisa que de costumbre.
—Amy, el señor Clennam lleva un rato esperándote.
—Me he tomado la libertad de enviarle un recado.
—Lo he recibido, señor.
—¿Va a ir usted a casa de mi madre esta mañana? Supongo que no, ya que a esta hora ya acostumbra a estar ahí.
—Hoy no, señor. No me necesitan.
—¿Me permitiría ir un rato con usted en la dirección que lleve? Puedo hablar mientras andamos, así no la retengo más aquí ni molesto por más tiempo.
Pareció cohibida, pero se mostró de acuerdo, si ése era su deseo. Clennam simuló haber perdido el bastón para dar tiempo a la muchacha de colocar bien la cama plegable, contestar al impaciente golpe de su hermana en la pared y decirle algunas palabras a su tío en voz baja. Cuando encontró el bastón, bajaron las escaleras; ella primero, él detrás; el tío los acompañó al rellano de la escalera y, probablemente, los olvidó antes de que llegaran a la planta baja.
Los discípulos del señor Cripples, que en ese momento estaban entrando en clase, renunciaron a la diversión matutina de golpearse unos a otros con bolsas y libros para examinar con los ojos bien abiertos al desconocido que había ido a ver al Tipo Guarro. Contemplaron el insólito espectáculo en silencio hasta que el misterioso visitante se encontró a una distancia prudencial; entonces empezaron a lanzar gritos y guijarros, así como a bailar danzas obscenas: en todos los sentidos, enterraron la pipa de la paz con ceremonias tan salvajes que, si el señor Cripples hubiera sido el jefe de la tribu de los cripplesaches y luciera pinturas de guerra, los chicos no se habrían mostrado más dignos de la educación recibida.
En mitad de aquel homenaje, Arthur Clennam ofreció el brazo a la pequeña Dorrit y ésta lo aceptó.
—¿Quiere ir por el Puente de Hierro
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para evitar el ruido de la calle?
La pequeña Dorrit se mostró de acuerdo, si ése era su deseo, y se aventuró a decir que esperaba que no le hubieran molestado los alumnos del señor Cripples, ya que también ella debía toda la educación que poseía a aquella academia nocturna. Él contestó con la mejor voluntad del mundo que había perdonado de corazón a los chicos del señor Cripples. De esta manera y sin saberlo, Cripples se convirtió en maestro de ceremonias entre ellos y los unió con más naturalidad de lo que habría hecho Beau Nash
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si hubieran vivido en sus tiempos y hubiera bajado de un coche de seis caballos con ese único fin.
La mañana seguía borrascosa y las calles estaban incómodamente llenas de barro, pero no llovía mientras caminaban hacia el Puente de Hierro. La muchacha parecía tan joven a los ojos de Clennam que en algunos momentos se sorprendía pensando en ella, e incluso hablando con ella, como si fuera una niña. Quizá a ella le pareciera tan viejo como ella le parecía joven a él.
—Lamento que anoche sufriera el contratiempo de quedarse encerrado, señor. Qué mala suerte.
Él contestó que no tenía importancia, que había conseguido una buena cama.
—¡Oh, sí! —contestó ella al instante; según creía, la taberna cercana tenía camas excelentes.
Clennam reparó en que, para ella, la taberna era un hotel de lujo y apreciaba su buena fama.
—Me parece que es muy cara —añadió la pequeña Dorrit—, pero mi padre me ha dicho que se cena muy bien. Y el vino es muy bueno —añadió con aire inseguro.
—¿Ha estado alguna vez?
—Oh, no. Sólo he entrado en la cocina a buscar agua caliente.
¡Y pensar que la joven se había criado con una especie de reverencia hacia los lujos de aquel establecimiento, el Hotel Marshalsea!
—Le pregunté anoche cómo había conocido usted a mi madre —prosiguió Clennam—. ¿Había oído alguna vez hablar de ella antes de que la mandara llamar?
—No, señor.
—¿Y cree que su padre la conocía?
—No, señor.
Los ojos de la muchacha se alzaron hasta los de Clennam con tanta sorpresa (la joven se sobresaltó y se encogió cuando sus miradas se encontraron) que a éste le pareció necesario añadir:
—Tengo un motivo para preguntárselo que no puedo explicarle con detalle; pero debe usted dar por hecho que en ningún modo debe inquietarse sino todo lo contrario. ¿Y cree usted que en ningún momento el apellido Clennam le ha sido familiar a su padre?
—No, señor.
Por el tono en que la joven hablaba, Arthur tuvo la sensación de que le lanzaba una rápida mirada con los labios entreabiertos, pero puso cuidado en mirar al frente para evitar que la joven se sintiera incómoda y el corazón le latiera más deprisa.
Así llegaron al Puente de Hierro, que, después de cruzar las ruidosas calles, les pareció tan silencioso como si se encontraran en pleno campo. El viento soplaba con fuerza; las ráfagas mojadas, después de azotarlos, rozaban los charcos del suelo y los arrastraban para tirarlos al río convertidos en lluvia. Las nubes corrían furiosas por el cielo color de plomo, el humo y la niebla las perseguían, la oscura marea corría veloz en la misma dirección. La pequeña Dorrit parecía la más menuda, callada y débil de las criaturas del Cielo.
—Permita que le busque un coche —dijo Clennam, a punto de añadir «pobrecilla niña mía».
Ella se apresuró a rechazarlo diciendo que le daba lo mismo que lloviera o no; estaba acostumbrada al tiempo que hiciera, bueno o malo. Clennam sabía que era cierto y se sintió todavía más conmovido al imaginar la figura menuda que tenía al lado recorriendo por las noches las calles oscuras, bulliciosas y mojadas rumbo a semejante lugar de descanso.
—Anoche me habló usted con tan honda emoción y después vi que había sido tan generoso con mi padre que no he podido negarme a obedecer a su recado, aunque sólo fuera para darle las gracias, especialmente porque quería decirle… —vaciló, temblorosa, y se le llenaron los ojos de lágrimas, que no cayeron.
—¿Decirme…?
—Que espero que no malinterprete a mi padre. No lo juzgue como juzgaría a otras personas que viven al otro lado de la verja. ¡Lleva tanto tiempo encerrado! No lo he visto nunca fuera, pero me imagino que ha cambiado bastante.
—Mis pensamientos nunca serán duros o injustos con él, puede estar segura.
—No es que tenga motivos para avergonzarse —añadió con aire más orgulloso; era evidente que la asaltaba la idea de que podía parecer que abandonaba a su padre— o los tenga yo para avergonzarme de él. Pero hay que entenderlo. Sólo pido que se tenga un recuerdo justo de su vida. Todo lo que dijo era cierto. Todo sucedió como él lo contó. Es muy respetado. Todos los que entran se alegran de conocerlo, goza de mayor consideración que el propio director de la cárcel.
Si alguna vez ha existido orgullo inocente, ha tenido que ser el de la pequeña Dorrit al hablar de su padre.
—Muchos dicen que tiene modales de auténtico caballero y que son todo un ejemplo. No conozco otros como los suyos en ese lugar, pero es que todo el mundo reconoce que es superior a los demás. Por ese motivo le hacen regalos, y porque saben que lo necesita. No es culpa suya tener necesidades. ¿Quién puede pasar en la cárcel un cuarto de siglo y ser próspero?
¡Cuánto afecto había en sus palabras, cuánta compasión en las lágrimas contenidas, qué fidelidad en su alma, qué auténtica era la luz que proyectaba un falso brillo alrededor de su padre!
—Si he llegado a la conclusión de que es mejor ocultar dónde vivo no es porque me avergüence de mi padre, Dios no lo quiera. Ni me avergüenzo de ese lugar, como podría suponerse. La gente no va a parar a ese sitio porque sea mala. He conocido a mucha gente buena, leal y sincera que ha acabado ahí porque ha tenido mala suerte. La mayoría tiene buen corazón y así se comportan unos con otros. Y sería muy ingrato por mi parte olvidar que he pasado allí muchas horas tranquila y a mis anchas; que tuve allí un amigo excelente cuando era una niña, que me quería mucho; que allí me han enseñado, he trabajado y he dormido en paz. Me parece que sería casi cobarde y cruel no sentir por ese lugar cierto aprecio, después de todo.
La pequeña Dorrit había desahogado su fiel corazón y, mirando con recato a los ojos de su nuevo amigo, añadió suplicante:
—No tenía intención de contar tanto ni tampoco había hablado nunca antes de todo esto, pero creo que así dejo las cosas más claras que anoche. Le dije entonces que me habría gustado que no me hubiera seguido, señor. Ahora he cambiado de opinión, a menos que usted piense… aunque no lo deseo en absoluto, a menos que me haya expresado de modo tan confuso que… apenas pueda usted entenderme, y me temo que será el caso.
Arthur le contestó sin faltar a la verdad que no era así; e, interponiéndose entre ella y el viento cargado de lluvia, la protegió tan bien como pudo.
—Me siento ahora más autorizado a interesarme más por su padre. ¿Tiene muchos acreedores?
—Oh, muchísimos.
—Me refiero a los acreedores que hacen que siga estando donde está.
—Oh, sí, muchísimos.
—¿Podría decirme cuál es el más influyente de todos? Si no lo sabe usted, seguramente podré averiguarlo.
La pequeña Dorrit dijo, tras pensar un poco, que en otro tiempo había oído hablar del señor Tite Barnacle
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como hombre de gran influencia. Era comisionista, miembro de algún consejo de administración o fideicomisario o algo así. Vivía en Grosvenor Square, según creía, o en sus proximidades. Tenía un cargo público… Ocupaba un puesto muy elevado en el Negociado de Circunloquios. Amy parecía haber adquirido en su infancia alguna terrible impresión del poder de este formidable Tite Barnacle que vivía en Grosvenor Square o en sus proximidades, así como del Negociado de Circunloquios; se diría que le bastaba con mencionarlo para sentirse abrumada.
«No puede perjudicar a nadie —pensó Arthur— que visite a este Tite Barnacle».
Sin embargo, la pequeña Dorrit adivinó su pensamiento.
—¡Ah! —exclamó mientras negaba con la cabeza con la tibia desesperanza de toda una vida—. Muchos son los que han intentado sacar a mi padre de la prisión, pero no sabe hasta qué punto es inútil.
Por un momento olvidó su timidez para prevenir a Arthur sinceramente de la imposibilidad de la empresa; y lo miró con unos ojos que, sin la menor duda, sumados a aquel rostro paciente, la figura frágil, el vestido humilde, el viento y la lluvia, no consiguieron disuadirlo de la decisión de ayudarla.
—Aunque fuera posible —insistió ella—, que no lo es, ¿dónde viviría mi padre? ¿De qué viviría? He pensado muchas veces que, si eso sucediera, en este momento ya no supondría nada bueno para él. Quizá, en el exterior, la gente no lo tenga en tanta consideración. Quizá no lo trate tan bien. Tal vez él no esté tan preparado para la vida en el exterior como lo está para la que lleva.
Al llegar a este punto, por primera vez no pudo impedir que le corrieran las lágrimas; y las manos menudas y finas que Arthur había admirado cuando estaban ocupadas, temblaron mientras la pequeña Dorrit las estrechaba con fuerza.
—Para él sería incluso motivo de tristeza saber que Fanny y yo ganamos un poco de dinero. Se preocupa muchísimo por nosotras porque se siente ahí encerrado e impotente. ¡Es tan, tan buen padre!
Antes de decir nada, Arthur guardó un breve silencio esperando que Amy se calmara. No tardó mucho. La pequeña Dorrit no estaba acostumbrada a pensar en sí misma ni a molestar a nadie con sus emociones. Clennam contempló unos instantes los tejados y las chimeneas, entre las cuales el humo formaba densas volutas, el bosque impenetrable de los mástiles del río y la selva de torres en tierra, envuelto todo ello en la neblina de la tormenta; y Amy estaba ya tan tranquila como si se encontrara, aguja en mano, en el cuarto de la madre de Arthur.
—¿Y se alegraría usted de que su hermano quedara en libertad?
—¡Oh, me alegraría muchísimo, señor!
—Bueno, en ese caso, lo intentaremos. Anoche me dijo que tenía un amigo, ¿no es cierto?
—Se llama Plornish —dijo la pequeña Dorrit.
¿Y dónde vivía Plornish? Plornish vivía en la Plaza del Corazón Sangrante. Era «un simple yesero», dijo la pequeña Dorrit para que Clennam no imaginara que Plornish pertenecía a una clase social elevada. Vivía en la última casa de la Plaza del Corazón Sangrante y su nombre aparecía en una pequeña verja. Arthur tomó nota de la dirección y le dio la suya. Había hecho ya todo lo que se había propuesto por el momento, si bien quería que la pequeña Dorrit quedara convencida plenamente de que podía confiar en él.