—Desde luego que no. —Era una pregunta muy desconcertante, con el hombre delante.
—No, no lo diría. Ya sé que no lo diría. Ni imaginaría usted que es un delincuente, ¿verdad?
—Pues no.
—No. Pues lo es. Es un delincuente. ¿De qué es culpable? ¿De asesinato, homicidio, incendio provocado, falsificación, estafa, robo, atraco, hurto, conspiración, fraude? ¿Qué diría usted ahora?
—Diría —contestó Arthur Clennam, observando una débil sonrisa en el rostro de Daniel Doyce— que de ninguna de esas cosas.
—Tiene usted razón —dijo Meagles—. Pero ha sido ingenioso y ha intentado poner su ingenio al servicio de su país. Y eso lo convierte en un delincuente, señor.
Arthur miró al hombre y éste se limitó a negar con la cabeza.
—Este Doyce —dijo Meagles— es herrero y mecánico. No a gran escala, pero es un hombre conocido y muy ingenioso. Hace una docena de años perfeccionó un invento (con un proceso secreto muy curioso) de gran importancia para su país y sus conciudadanos. No diré cuánto dinero le costó ni cuántos años de su vida invirtió, pero lo perfeccionó hará unos doce años. Doce, ¿verdad? —preguntó Meagles dirigiéndose a Doyce—. Es el hombre más desesperante del mundo, nunca se queja de nada.
—Sí, algo más de doce.
—¿Más? Como si son menos —dijo Meagles—. Bueno, señor Clennam: este hombre va y se dirige al gobierno. ¡Y en el momento en que se dirige al gobierno, se convierte en un delincuente! —prosiguió Meagles, que de nuevo se arriesgaba a acalorarse demasiado—. Deja de ser un ciudadano inocente y se convierte en culpable.
»A partir de ese momento, lo tratan como si fuera un hombre que hubiera cometido algún acto infernal. Es un hombre al que hay que eludir, rechazar, intimidar, denigrar; al que un caballero, joven o viejo, con muy buenos contactos, remite a otro caballero, joven o viejo, con muy buenos contactos, para que, de nuevo, se lo pase a otro; es un hombre que ya no posee derechos sobre su tiempo o sus propiedades, un proscrito del que pueden librarse de cualquier modo; un hombre al que hay que agotar por todos los medios posibles.
Después de la experiencia de la mañana aquello era mucho más verosímil de lo que suponía el señor Meagles.
—No se quede ahí, Doyce, dando vueltas al estuche de gafas una y otra vez —exclamó Meagles—, cuéntele al señor Clennam lo que me confesó a mí.
—Desde luego, me han hecho sentir como si hubiera cometido un delito —dijo el inventor—. Me han enviado de una oficina a otra y me han tratado siempre, más o menos, como un delincuente. Más de una vez me he tenido que parar a pensar, para no caer en el desánimo, que no he hecho nada para que me metan en la cárcel. Yo sólo busco una gran mejora y un gran ahorro.
—¡Ahí está! —dijo Meagles—. Juzgue usted si exagero. Ahora me creerá cuando le cuente el resto del caso.
Tras este preludio, Meagles narró el resto: una historia que, a fuerza de repetirla, resultaba ya aburrida; una historia sabida que todos conocemos ya de memoria. De cómo, después de innumerables visitas y cartas, los lores, después de responder con infinitas muestras de impertinencia, indiferencia e insultos, habían redactado un escrito al que había correspondido el número tres mil cuatrocientos setenta y dos, por el cual permitían al culpable que realizara ciertas pruebas de su invención con los gastos a su cargo.
De cómo las pruebas se hicieron en presencia de un comité de seis personas, dos de ellas, ancianas y con mala vista; otras dos, ancianas y con mal oído; otra, anciana y tan coja que no pudo llegar a la reunión; y el último anciano era tan testarudo que no quiso ni mirar. De cómo pasaron más años y trajeron consigo más impertinencias, más indiferencia e insultos. De cómo entonces los lores redactaron un escrito, el número cinco mil ciento tres, por el que remitían el asunto al Negociado de Circunloquios. De cómo este Negociado de Circunloquios, a su debido tiempo, se ocupó del caso como si fuera un nuevo asunto del que nunca se hubiera oído hablar; y lo enfangó, lo embarulló y lo dejó irreconocible. De cómo se multiplicaron las impertinencias, indiferencias e insultos. De cómo se remitió el invento a tres Barnacle y un Stiltstalking, que nada sabían de él y en cuyas cabezas no se podía meter ni a martillazos la menor idea sobre el asunto; que se aburrieron del caso y alegaron imposibilidades físicas. De cómo el Negociado de Circunloquios, en un escrito, el número ocho mil setecientos catorce, declaró que «no veía motivo para revocar la decisión a la que habían llegado los lores». De cómo el Negociado de Circunloquios, cuando se le recordó que los lores no habían llegado a ninguna decisión, archivó el asunto. De cómo, en una última entrevista con la cabeza del Negociado de Circunloquios aquella misma mañana, la Cabeza de Latón había emitido su opinión y, en conjunto, y teniendo en cuenta todas las circunstancias, y analizando el asunto desde todos los puntos de vista, dijo que, en relación con el caso, podían tomarse dos caminos: o bien abandonarlo para siempre o volver a empezar desde el principio.
—Tras lo cual —dijo Meagles—, en mi condición de hombre práctico, en ese mismo momento he agarrado a Doyce por el cuello y le he dicho que para mí era evidente que se trataba de un pillo infame, de un traidor dispuesto a alterar la paz del gobierno, y me lo he llevado. Lo he sacado por la puerta del Negociado agarrado por el cuello para que hasta el portero supiera que soy un hombre práctico que aprecia el valor que los funcionarios dan a tales personajes, ¡y aquí estamos!
Si el joven y displicente Barnacle hubiera estado presente, tal vez le habría dicho con franqueza que el Negociado de Circunloquios había hecho su trabajo. Que lo que los Barnacle tenían que hacer era sujetarse con fuerza al barco de la nación mientras pudieran. Que pulir el barco, iluminarlo y limpiarlo supondría que los echaran; y, que una vez fuera, sería para siempre, y que, si el barco se hundía con ellos, eso era problema del barco y no suyo.
—¡Ya está! —exclamó Meagles—. Ahora ya lo sabe todo de Doyce. Excepto una cosa que no me tranquiliza demasiado y es que ni siquiera ahora lo oirá quejarse.
—Debe usted de tener mucha paciencia —dijo Arthur Clennam mirándolo con admiración.
—No —contestó Doyce—, no creo que tenga más paciencia que cualquier otra persona.
—¡Por Dios!, desde luego, tiene mucha más que yo —exclamó Meagles.
Doyce sonrió mientras le decía a Clennam:
—Es que mi experiencia con estas cosas no ha empezado conmigo. De vez en cuando he tenido noticias y mi caso no es excepcional. No se me ha tratado peor que a otros cientos de personas que se han encontrado en mi misma situación, diría yo.
—No sé si a mí eso me serviría de consuelo, en su lugar; pero me alegro de que para usted lo sea.
—¡Entiéndame! —contestó Doyce con voz tranquila y reflexiva, mientras miraba a lo lejos, como si estuviera calculando las distancias con sus ojos grises—: No digo que ésa sea manera de tratar el trabajo y las esperanzas ajenas; pero en cierto modo es un alivio estar preparado para semejante trato.
Hablaba con voz calmada y precisa, en ese tono grave que se observa con frecuencia en los mecánicos acostumbrados a examinar y ajustar piezas con minuciosidad. Formaba parte de él, de la misma manera que sus pulgares hábiles o su forma peculiar de levantarse el sombrero por detrás de vez en cuando, como si estuviera examinando y pensando en algún trabajo que tuviera entre manos.
—¿Decepcionado? —prosiguió, paseando entre los dos hombres, bajo los árboles—. Sí, sin duda estoy decepcionado. ¿Ofendido? Sí, sin duda estoy ofendido. Es natural. Pero veo que otras personas en la misma situación reciben el mismo trato…
—En Inglaterra —puntualizó Meagles.
—¡Oh, claro! Me refiero a Inglaterra. Cuando llevan sus inventos a países extranjeros es muy distinto. Y por ese motivo se marcha tanta gente.
El señor Meagles se acaloró de nuevo.
—Lo que quiero decir es que, por el motivo que sea, así se comporta habitualmente nuestro gobierno. ¿Han oído hablar alguna vez de un inventor o proyectista que no se haya encontrado con un camino inaccesible y al que no hayan desanimado y maltratado?
—No podría decirle.
—¿Ha visto alguna vez que el gobierno se haya adelantado en la adopción de alguna medida útil? ¿Ha visto alguna vez que diera un ejemplo útil?
—Soy mucho más viejo que mi amigo aquí presente —dijo Meagles—. Y contestaré yo: nunca.
—Pero supongo que los tres habremos visto muchos casos —dijo el inventor— en que el gobierno se ha empeñado en ir muy por detrás, año tras año, de todos nosotros; y lo hemos visto aferrarse al uso de objetos que llevaban años obsoletos, incluso después de que aparecieran y se adoptaran otros mejores.
Los tres se mostraron de acuerdo.
—Pues bien —añadió Doyce con un suspiro—: de la misma manera que sé cómo se comportará un metal a determinada temperatura o cierto cuerpo sometido a determinada presión, si me paro a pensar, sé perfectamente cómo estos grandes lores y caballeros van a tratar un asunto como el mío. No tengo derecho a sorprenderme, mientras tenga la cabeza sobre los hombros y un poco de memoria en ella, si voy a parar a las mismas filas que todos los que pasaron antes que yo. Tendría que haberme olvidado de todo, me parece que ya he recibido suficientes advertencias.
Después de estas palabras, alzó la mano con la que sostenía el estuche de las gafas y le dijo a Arthur:
—No me quejo, señor Clennam; estoy agradecido. Y le aseguro que siento gratitud hacia nuestro común amigo. Me ha respaldado en muchas ocasiones y de muchas maneras.
—Tonterías —dijo Meagles.
Se produjo un silencio durante el cual Arthur no pudo por menos de echar una mirada discreta a Daniel Doyce.
Aunque era evidente por su carácter y por el respeto que sentía por su propio caso que no se dedicaría a perder el tiempo rezongando, era también evidente que la dura prueba que había tenido que soportar lo había envejecido, endurecido y empobrecido. Arthur no pudo dejar de pensar que a aquel hombre le habría ido mejor si hubiera seguido los consejos de los caballeros que tenían la amabilidad de ocuparse de los asuntos del país y hubiera aprendido a «cómo no hacer las cosas».
El señor Meagles pareció abatido y acalorado unos cinco minutos, después empezó a tranquilizarse.
—Vamos, vamos —dijo—. No nos servirá de nada enfadarnos. ¿Adónde va usted, Dan?
—Vuelvo al taller —dijo Dan.
—En ese caso, iremos todos al taller o caminaremos en esa dirección —contestó Meagles alegremente—. El señor Clennam no se negará a acompañarnos a la Plaza del Corazón Sangrante.
—¿La Plaza del Corazón Sangrante? —preguntó Clennam—. Quiero ir.
—¡Magnífico! —exclamó Meagles—. ¡Venga!
Mientras allí se dirigían, ciertamente algún miembro del grupo, tal vez incluso más de uno, pensó que la Plaza del Corazón Sangrante no era mal destino para un hombre que había mantenido una correspondencia oficial con los lores y los Barnacle… Tal vez incluso tuvo el mal presentimiento de que cualquier aciago día Britannia misma terminaría por buscar alojamiento en la Plaza del Corazón Sangrante si se excedía con el Negociado de Circunloquios.
En libertad
Una noche triste de finales de otoño caía sobre el río Saona. La corriente, como un espejo turbio en un lugar sombrío, reflejaba prolijamente las nubes; y las bajas orillas se asomaban de vez en cuando al río, medio curiosas, medio temerosas, de verse reflejadas en el agua. La inmensa llanura en torno a Chalons se extendía como una gran mancha oscura, interrumpida de vez en cuando por una hilera de álamos que se erguían contra la airada puesta de sol. Oscurecía deprisa en las riberas húmedas, tristes y solitarias del Saona.
La única figura que destacaba en el paisaje era la de un hombre que avanzaba lentamente hacia Chalons; tal vez Caín no hubiera ofrecido una imagen tan solitaria y evitada por todos. Con un morral de piel de oveja a la espalda y en la mano un palo tosco y descortezado, cortado de cualquier árbol; cubierto de barro, con los pies doloridos, los zapatos y las polainas agujereados, el cabello y la barba enmarañados; la capa al hombro y la ropa que llevaba, empapadas; cojeaba con dolor y dificultad; parecía como si las nubes se espantaran al verlo, como si el gemido del viento y el estremecimiento de la hierba se dirigieran contra él, como si el grave y misterioso chapoteo del agua murmurara sobre él, como si la inquieta noche otoñal se sintiera alterada por su presencia.
El hombre miraba a un lado y a otro con aire hosco, pero cohibido; y, de vez en cuando, se detenía, se volvía y echaba un vistazo a su alrededor. Después seguía adelante cojeando, renqueante, sin dejar de refunfuñar:
—¡Maldita llanura que no se termina nunca! ¡Malditas piedras que cortan como cuchillos! ¡Maldita oscuridad que me deja helado! ¡Os odio!
Y, si hubiera podido, habría extendido su odio a todo cuanto contemplaba su mirada ceñuda. Avanzó a trompicones un poco más y, mirando a lo lejos, se detuvo de nuevo.
—Tengo hambre y sed, estoy cansado. ¡Vosotros, imbéciles, que vivís allá, en las luces, coméis y bebéis, y os calentáis junto al fuego! ¡Me gustaría saquear vuestra ciudad! ¡Me las pagaríais, mentecatos!
No obstante, por mucho que enseñó los dientes o amenazó con el puño a la ciudad, no consiguió que ésta se acercara. Y, cuando por fin pisó el deteriorado pavimento de la población y se detuvo a echar un vistazo, estaba más hambriento, más sediento y más cansado.
Encontró el hotel con su portalón y su sabroso aroma a comida; el café con los ventanales iluminados y el repiqueteo de las fichas de dominó; el tintorero con las cintas de tela roja en las jambas de la puerta; el joyero con sus pendientes y ofrendas votivas; el vendedor de tabaco con un animado grupo de soldados que salían del establecimiento con la pipa en la boca; los diversos hedores de la ciudad, la lluvia y los residuos de los desagües, los débiles faroles que colgaban en la calle, y la enorme diligencia con una montaña de equipaje y los seis caballos grises de colas trenzadas, poniéndose en marcha en la casa de postas. Pero, como no vio ningún pequeño establecimiento apto para un viajero sin dinero, tuvo que buscar uno a la vuelta de la esquina, en una calle donde se amontonaba una capa más gruesa de hojas de col, pisoteadas en las cercanías de una cisterna pública de la que las mujeres no dejaban de sacar agua. Ahí encontró una taberna, en una calle trasera, llamada El Amanecer. Las cortinas de los cristales encapotaban El Amanecer, pero la taberna parecía iluminada y cálida, y en unas inscripciones legibles, embellecidas con las imágenes pertinentes de unos tacos y unas bolas, se anunciaba que en ella se podía jugar al billar; que se podía encontrar comida, bebida y alojamiento, llegara el viajero a caballo o a pie; que tenía buenos vinos, licores y brandy. El hombre giró el tirador de El Amanecer y entró cojeando.