—No le va a hacer daño, señorita Dorrit.
—No me da miedo —replicó ella inmediatamente—, pero ¡mire lo que está haciendo!
Gowan dejó en seguida el pincel y agarró el collar del perro con las dos manos.
—¡Blandois! ¿Cómo se le ocurre provocarlo? ¡Por Dios y por todos los diablos! ¡Que lo va a hacer picadillo! ¡Al suelo! ¡Ya me has oído, León, no seas rebelde!
El enorme perro, a pesar de que el collar casi lo ahogaba, tiraba tercamente de su amo con todas sus fuerzas, empeñado en lanzarse al otro lado de la sala. Se había agazapado para dar un salto en el preciso momento en que su amo lo había retenido.
—¡León! ¡León! —El animal se había levantado apoyándose en las patas traseras, y amo y perro se habían enzarzado en una refriega—. ¡Atrás! ¡Al suelo! ¡Blandois, váyase donde el animal no lo vea! Pero ¿qué hechizo le ha lanzado usted al bicho?
—Yo no le he hecho nada.
—¡Váyase donde no lo vea, que no voy a poder contener a esta bestia salvaje! ¡Salga de aquí! ¡Que lo mata, por Dios!
El perro, con otro ladrido feroz, intentó zafarse de nuevo mientras Blandois se marchaba; después, cuando se apaciguó, el amo, tan enfadado como él, lo obligó a tumbarse con un golpe en la cabeza y le dio varias patadas fortísimas con el talón de la bota, hasta que la boca se le llenó de sangre.
—¡Ahora vete a esa esquina y túmbate —le ordenó—, o te saco a la calle y te mato de un tiro!
León obedeció, se tumbó y empezó a lamerse el morro y el pecho. El amo de León se detuvo un instante para coger aire; recuperó inmediatamente su habitual frialdad y miró a su asustada mujer y a las visitas. Todo el episodio no duraría más de dos minutos.
—¡Vamos, vamos, Minnie! Ya sabes que siempre es manso y simpático. Blandois ha debido de picarlo, de hacerle burla. El perro tiene sus preferencias, y a Blandois no le tiene demasiado cariño. Pero seguro que no se lo tendrás en cuenta: nunca se había portado así.
Minnie estaba demasiado turbada para responder a este comentario; la pequeña Dorrit ya había empezado a tranquilizarla; Fanny, que había soltado dos o tres gritos, se agarró al brazo de Gowan buscando protección; León, profundamente avergonzado de haber causado este tumulto, se acercó arrastrándose a los pies de su ama.
—¡Bestia rabiosa! —dijo Gowan, dándole otra patada—. Pagarás por esto.
Y le propinó una patada más, y luego otra.
—Se lo ruego, no le pegue más —imploró Amy—. No le haga daño. ¿No ve lo bueno que es?
En atención a este ruego, Gowan se abstuvo de continuar; el animal merecía la intercesión, porque en verdad se mostraba todo lo sumiso, arrepentido y desgraciado que un perro se puede mostrar.
No fue fácil que se recuperaran del susto y que la visita siguiera su curso sin coacción, ni aunque Fanny hubiera sido, en la mejor de las circunstancias, un impedimento menor. En la conversación que se desarrolló a continuación, antes de que las hermanas se marcharan, Amy creyó advertir que el señor Gowan se excedía tratando a su mujer, por mucho cariño que le demostrara, como si sólo fuera una niña guapa. No parecía sospechar siquiera los intensos sentimientos que Amy sabía que bullían en su interior, hasta tal punto que llegó a pensar que el señor Gowan estaba incapacitado para cualquier sentimiento intenso. Se dijo que quizá su falta de seriedad era la consecuencia natural de la falta de tales sentimientos, y que a las personas seguramente les pasaba lo mismo que a los barcos, que, en aguas poco profundas y con demasiadas rocas, no tenían dónde echar el ancla y eran arrastrados a la deriva.
Gowan las acompañó por las escaleras, disculpándose jocosamente por el mísero alojamiento al que se veía abocada la gente pobre como él, y añadiendo que, cuando los poderosísimos y distinguidísimos Barnacle, sus parientes, que estaban muy avergonzados de Minnie y él, le procuraran mejores condiciones, viviría en un lugar mejor sólo por darles gusto. En el embarcadero se encontraron con Blandois, sumamente pálido después de su reciente aventura, aunque le restó importancia y soltó una carcajada al referirse a León.
Las hermanas dejaron juntos a los hombres debajo de la parra poco frondosa del portal —Gowan arrojando distraídamente hojas al agua y Blandois encendiendo un cigarrillo— y se marcharon del mismo modo que habían venido. No llevaban muchos minutos en la góndola cuando Amy se percató de que Fanny hacía muchos más aspavientos de los que la ocasión requería; miró por la ventana y por la portezuela abierta para descubrir el motivo y vio con toda claridad que otra góndola las seguía.
La góndola iba recorriendo el mismo camino que ellas, con variados métodos para disimularlo: a veces las adelantaba a gran velocidad y se detenía para dejarlas pasar; a veces, cuando el canal era lo bastante ancho, surcaba las aguas a su lado; otras veces se situaba a escasa distancia de la popa. Como, poco a poco, Fanny dejó de ocultar que le estaba haciendo gracias a alguien que iba en la otra embarcación, Amy le preguntó de quién se trataba. A lo cual Fanny respondió sucintamente:
—El tonto ese.
—¿Quién?
—Querida niña —respondió Fanny (en un tono que indicaba que, antes de la regañina del tío, seguramente habría dicho: «Pero qué boba eres»)—, ¡hay que ver lo poco espabilada que eres! Ese chico, Sparkler.
Fanny bajó la ventana de su lado, se recostó, apoyó el codo despreocupadamente en el marco y se dio aire con un abanico español, dorado y negro, muy trabajado. La góndola que las seguía volvió a adelantarlas a gran velocidad; desde la ventana de enfrente se pudo atisbar una mirada dirigida a ellas. Fanny rio con coquetería y dijo:
—Cariño, ¿has visto alguna vez a un hombre tan necio?
—¿Crees que piensa acompañarte todo el camino? —preguntó Amy.
—Preciosa —respondió Fanny—, no tengo ni idea de lo que un idiota es capaz de hacer en estado de desesperación, pero me parece muy probable. No es un trayecto tan largo. Imagino que, si tantas ganas tiene de verme, no le importará cruzar toda la ciudad.
—¿Y tantas ganas tiene? —insistió la pequeña Dorrit con la mayor sencillez.
—Bueno, querida, yo no soy quién para responder a esta pregunta. Me parece que sí. Pregúntaselo a Edward. Por lo que tengo entendido, eso le ha dicho. Según me comentan, Sparkler va por ahí haciendo el ridículo, tanto en el casino como en otros sitios, por lo mucho que habla de mí. Pero es mejor que se lo preguntes a Edward si lo quieres saber de verdad.
—Pues me extraña que no haya venido a verte —observó la pequeña Dorrit tras reflexionar un instante.
—Querida Amy, si me han informado correctamente, pronto dejarás de extrañarte. No me sorprendería que viniese hoy. Sospecho que el pobre hombre ha esperado hasta ahora porque se estaba armando de valor.
—¿Vas a recibirlo?
—Es posible, tesoro. Ya lo tenemos aquí otra vez. Míralo. Pero ¡qué bobo es!
No cabía duda de que el señor Sparkler no ofrecía un aspecto demasiado halagüeño: tenía un ojo pegado a la ventana que parecía una imperfección del cristal, y ningún motivo en absoluto para detener súbitamente su embarcación, aparte del motivo verdadero.
—Cuando me preguntas si lo voy a recibir —prosiguió Fanny, casi con tanta compostura y una actitud de tanta elegancia e indiferencia como la mismísima señora Merdle—, ¿qué quieres decir?
—Pues que… qué piensas hacer.
Fanny rio de nuevo con un aire a la vez condescendiente, malicioso y amable, y respondió, abrazando a su hermana con un gesto afectuoso y juguetón:
—Dime una cosa, cielo mío. Cuando vimos a esa mujer en Martigny, ¿cómo crees que reaccionó? ¿No viste qué decisión tomó en ese mismo instante?
—No.
—Pues te lo voy a decir, Amy. Decidió lo siguiente: «Jamás recodaré aquel encuentro que se produjo en circunstancias tan distintas, y fingiré que no tengo ni idea de que se trata de las mismas muchachas». Así es como ella resuelve los problemas. ¿Qué te dije cuando salimos aquel día de Harley Street? Que su insolencia y su falsedad no tienen parangón. Pero en el primer apartado, cielo mío, es posible que se encuentre con alguien capaz de igualarla.
Un significativo movimiento del abanico español, que tocó su pecho, indicó de forma muy elocuente que ella era una de esas personas.
—No sólo eso —añadió la mayor de las Dorrit—, sino que además la señora Merdle obliga a Sparkler a hacer lo mismo; no le permite venir a verme hasta que le meta en esa mollera tan obtusa que tiene (porque no se le puede llamar cabeza) que también debe fingir que se enamoró de mí al verme por primera vez en el patio de esa posada.
—¿Por qué? —preguntó Amy.
—¿Por qué? ¡Por qué va a ser, cielo! —Otra vez con ese tono de «Pero qué tonta eres»—. ¿Hace falta que te lo diga? ¿No te das cuenta de que me he convertido en un buen partido para ese cabeza hueca? ¿Y tampoco te das cuenta de que ella nos obliga a participar en su engaño, de que finge, quitándose así un peso de los hombros (y debo decir que tiene unos hombros espléndidos) —respondió Fanny, mirando satisfecha su reflejo—, de que finge preocuparse por nuestros sentimientos?
—Pero siempre podemos llamar a las cosas por su nombre.
—Si no te molesta, no vamos a hacer eso ni por asomo —dijo Fanny—. No, no voy a permitirlo, Amy. Sus excusas no tienen nada que ver conmigo; son suyas, que ponga todas las que quiera.
La señorita Fanny, presa de una victoriosa exaltación, se abanicó con una mano y, con la otra, abrazó fuertemente a su hermana por la cintura, como si estuviera estrujando a la señora Merdle.
—No —repitió Fanny—, voy a seguirle el juego. Ella lo ha empezado, y yo voy a jugar. Y, si la fortuna me sonríe, ¡voy a hacerme íntima de esa mujer hasta que llegue el día en que le regale a su criada, delante de ella, vestidos hechos por mi modista diez veces más bonitos y más caros que los que ella me regaló, hechos por la suya!
La pequeña Dorrit se quedó callada: sabía que su hermana no le iba a hacer caso en nada que afectara a la dignidad de la familia, y no quería perder por una tontería el cariño de Fanny, reciente e inesperadamente recuperado. No podía estar de acuerdo, pero se calló. Fanny advirtió perfectamente en qué pensaba; sabía muy bien lo que Amy le iba a preguntar a continuación:
—Entonces, ¿vas a dejar que el señor Sparkler se haga ilusiones?
—¿Que se haga ilusiones, querida? —dijo la hermana mayor con una sonrisa de desdén—. Eso depende de qué consideres tú hacerse ilusiones. No, no pienso dejar que se las haga. Pero lo voy a convertir en mi esclavo.
Amy la miró a los ojos con gesto serio e interrogativo, pero Fanny se negó a darse por aludida. Cerró el abanico negro y dorado y dio con él un golpecito a la nariz de su hermana, con el gesto de una mujer bella y orgullosa, de gran personalidad, que se divierte instruyendo a una empleada doméstica.
—Le voy a obligar a hacerme recados, querida, y a someterse a mí. Y, si no consigo que su madre también se someta, no será porque no lo intente.
—Fanny, querida, no crees… y no te ofendas, ahora que nos llevamos tan bien… ¿no crees que sería mejor que no siguieras ese camino?
—Todavía no he empezado, cielo —contestó la hermana con suprema indiferencia—, todo a su tiempo. Ésos son mis planes. ¿Tanto he tardado en explicártelos que ya hemos llegado a casa? Y ahí tenemos a ese mozalbete, preguntando si hay alguien. ¡Por pura casualidad, desde luego!
Efectivamente, el jovenzuelo estaba de pie en su góndola, sosteniendo la caja en que llevaba las tarjetas, simulando preguntarle eso a un criado. El conjunto de circunstancias lo llevó a presentarse entonces a las jóvenes damas en una postura que antiguamente no habría pasado por buen augurio para sus pretensiones amorosas, pues los gondoleros de las damas, como se habían visto en ciertos apuros por culpa de la carrera, chocaron con tanta precisión con la embarcación del señor Sparkler que éste cayó de bruces como un bolo de grandes dimensiones: le mostró así la suela de los zapatos al objeto de sus más elevados anhelos, mientras las partes más nobles de su anatomía luchaban por incorporarse agarrando del brazo a uno de sus hombres.
Sin embargo, cuando la señorita Fanny preguntó con gran inquietud si el caballero se había hecho daño, éste se levantó con mayor compostura de la esperada y respondió, tartamudeando y sonrojado, que no. La señorita Fanny no recordaba haberlo visto antes, y ya se dirigía a la casa, con una fría inclinación de cabeza, cuando él anunció su nombre. Incluso entonces a ella le costó recordar quién era, hasta que él le aclaró que había tenido el honor de verla en Martigny. Entonces sí lo recordó, y se interesó por la salud de su madre.
—Gracias —balbuceó el señor Sparkler—, se encuentra excepcionalmente bien… para lo mal que suele estar.
—¿Está en Venecia? —inquirió la señorita Fanny.
—Se ha ido a Roma —respondió el chico—. Estoy aquí solo, solísimo. He venido a visitar al señor Edward Dorrit. Bueno, y también al señor Dorrit. En realidad, a toda la familia.
La señorita Fanny se volvió grácilmente hacia los criados y les preguntó si su padre o su hermano estaban en casa. Como resultó que sí, su pretendiente le ofreció el brazo con la mayor humildad; ella lo aceptó y subió la gran escalinata escoltada por el señor Sparkler, quien se engañaba si todavía creía que ella era muy sensata (y no hay motivos para dudar de que no lo creyera).
Al entrar en el mohoso salón de las visitas, en el que las desvaídas cortinas, de un triste verde azulado, se habían ido desgastando y deshilachando hasta adquirir cierto grado de parentesco con las algas que, abandonadas como niños callejeros, flotaban por debajo de las ventanas o se aferraban a las paredes llorando por sus familiares encarcelados, la señorita Fanny mandó que llamaran a su padre y hermano. Esperando su aparición, se acomodó con gran elegancia en un sofá, con lo que acabó de conquistar al señor Sparkler, e hizo algunos comentarios sobre Dante, de quien el joven caballero sólo sabía que se trataba de un excéntrico vejestorio que se adornaba la cabeza con hojas y estaba sentado en un taburete, por motivos desconocidos, delante de la catedral de Florencia.
El señor Dorrit recibió al visitante con la mayor urbanidad y los modales más corteses. Se interesó particularmente por la señora Merdle. Se interesó particularmente por el señor Merdle. Sparkler respondió, o más bien fue soltando palabras a pedacitos por el cuello de la camisa, que la señora Merdle, como ya había pasado mucho tiempo en su casa del campo, y también en la de Brighton, y como además no podía, como era comprensible, quedarse en Londres cuando ahí no había ni un alma, y sin ganas este año de ir de visita a casa de otras personas, había decidido pasar una temporada en Roma, donde una mujer como ella, cuya espléndida figura era por todos conocida, al igual que su gran seriedad, no podía sino constituir una presencia impagable. En cuanto al señor Merdle, les hacía tanta falta a los hombres de la City y de otros sitios parecidos, y era un fenómeno de tal envergadura en el ramo del comercio y la banca, que el señor Sparkler dudaba de que el sistema monetario del país pudiera prescindir de él; a veces las obligaciones lo desbordaban, eso no lo negaba el señor Sparkler, y no le vendría mal un retiro temporal en un entorno y un clima completamente nuevos. Por su parte, el señor Sparkler informó a la familia Dorrit de que él pensaba ir, con intenciones muy concretas, a donde ellos fueran.