Con gran cantidad de tareas entre manos, ahora que se había encargado de ese cometido adicional (un cometido por el que habían muerto muchísimos hombres diligentes antes que él), Arthur Clennam llevaba una vida bastante monótona. Las visitas regulares a la lóbrega habitación de su madre enferma y otras visitas, casi igual de regulares, al señor Meagles en Twickenham, fueron los únicos cambios en su vida a lo largo de muchos meses.
Añoraba triste y profundamente a la pequeña Dorrit. Había previsto que la iba a echar mucho de menos, pero no tanto. Sólo la experiencia le hizo darse cuenta de hasta qué punto una parte muy grande de su vida había quedado vacía al desaparecer de ella aquella figura pequeña y familiar. También pensó que debía abandonar toda esperanza de que volviera, pues conocía lo suficientemente bien el carácter de los Dorrit para saber que los separaba un abismo. Cuando se acordaba de su antiguo interés, de la antigua confianza que la joven había depositado en él, lo hacía con un deje de melancolía: todo había cambiado, y había pasado a formar parte del pasado, junto a otros recuerdos tiernos, demasiado pronto.
Se conmovió mucho al recibir la carta de Amy, pero no menos sensiblemente cobró conciencia de que no sólo la distancia los separaba. La misiva le hizo ver con mayor claridad la posición que la familia le había asignado. Notó que ella, agradecida, se acordaba de él en secreto, y que los demás le guardaban rencor, como a la cárcel y a todo lo que a ella pertenecía.
En todas estas meditaciones que día a día se amontonaban en torno a Amy, no dejaba de pensar en ella igual que siempre. Era su inocente amiga, su delicada niña, su pequeña Dorrit. El cambio de circunstancias, curiosamente, encajaba muy bien con la costumbre, adquirida aquella noche en que el río se había llevado las rosas, de verse mucho más viejo de lo que realmente era. Contemplaba a la joven desde un punto de vista tan remoto, por cariñoso que fuera, que ni se le ocurría qué indecible dolor esta actitud le habría causado a Amy. Elucubraba sobre su futuro, y sobre el marido que tendría, con un afecto que habría secado en el corazón de Amy la gota de esperanza más querida, y se lo habría roto.
Todo cuanto lo rodeaba tendía a afianzar esa costumbre de considerarse un hombre entrado en años que había renunciado definitivamente a las aspiraciones que había combatido en el caso de Minnie Gowan (aunque, ciñéndonos a los meses y a las estaciones, no había pasado tanto desde entonces). Sus relaciones con los padres de Minnie se parecían a las de un yerno viudo. Si la hermana gemela, la que había muerto, hubiera vivido para fallecer en la flor de la vida, y él hubiera sido el marido, su relación con los señores Meagles seguramente habría sido idéntica a la que ahora tenía. Imperceptiblemente, esto contribuyó a asentar la impresión de que esa parte de la existencia ya le estaba vedada, que había renunciado a ella.
Los Meagles le hablaban invariablemente de Minnie, que en las cartas les contaba lo feliz que era y cuánto quería al señor Gowan; sin embargo, cada vez que salía el tema también veía Arthur, invariablemente, la nube de antaño en el gesto del señor Meagles. Éste no había vuelto a mostrar la alegría de antes desde la boda de su hija. No había llegado a recuperarse de la separación de Tesoro. Seguía siendo el mismo hombre franco y campechano, pero daba la impresión de que su rostro, después de contemplar en exceso los retratos de sus dos hijas, esas imágenes que no cambiaban nunca, había adoptado sin querer una característica suya, y ahora siempre se le veía, pese a las diversas expresiones, con un gesto de dolor.
Un sábado de invierno en el que Clennam había ido a casa de los Meagles, la viuda Gowan se presentó con el coche de Hampton Court cuya exclusividad se disputaban tantos dueños distintos. La dama bajó sombríamente, emboscada en un gran abanico verde, para honrar a los señores Meagles con una visita.
—¿Cómo están ustedes, papá y mamá Meagles? —dijo, dispuesta a tratar con familiaridad a sus humildes parientes—. ¿Cuándo ha sido la última vez que han tenido noticias de mi pobre muchacho?
El «pobre muchacho» era su hijo; con esa forma de hablar perpetuaba educadamente, sin insultar a nadie, la falsa idea de que Henry había sido víctima de los ardides de los Meagles.
—¿Y de nuestra querida y bella criatura —añadió— les ha llegado alguna carta después que a mí?
Así también daba a entender con delicadeza que había sido la pura y simple belleza lo que había atrapado a su hijo, el cual, fascinado por ella, había renunciado a toda clase de ventajas materiales.
—Desde luego —continuó la señora Gowan, sin prestar mucha atención a lo que le respondían—, es una gran tranquilidad saber que siguen siendo felices. Mi pobre muchacho es tan inconstante y está tan acostumbrado a ir de un lado a otro, a caerle simpático a gente de toda índole precisamente por su volubilidad, que nada podría dejarme más tranquila. Supongo que son pobres como las ratas, ¿verdad, papá Meagles?
Éste, inquieto, respondió:
—Espero que no, señora. Espero que sepan administrar su pequeña renta.
—¡Oh! ¡Queridísimo Meagles! —replicó la dama, dándole un golpecito en el hombro con el abanico verde, que a continuación movió hábilmente para que nadie viera que bostezaba—. Cómo es posible que usted, un hombre de mundo y uno de los más avezados para los negocios, porque sabe que tiene talento para los negocios, muchísimo más que las personas que, como yo, no…
(Esto también cumplía el mismo propósito: presentar al señor Meagles como un consumado confabulador).
—¿Cómo puede decir usted que van a administrar sus escasos ingresos? —continuó—. ¡Mi pobre muchacho! ¡Pensar que puede administrar cientos de libras! Por no hablar de la dulce y bella criatura. ¿Qué va a administrar ella? ¡Papá Meagles, no me diga eso!
—Bueno, señora… —respondió éste muy seriamente—. Lamento informarle de que Henry ya ha empezado a gastar más de lo que recibe.
—¡Querido amigo…! Le hablo sin ceremonia, porque estamos más o menos emparentados… ¡Sí, mamá Meagles! —exclamó la invitada alegremente, como si se hubiera percatado por primera vez de esa absurda coincidencia—. ¡Estamos emparentados! Querido amigo mío, en esta vida a nadie le sale todo como uno quiere.
Así volvía a recalcar la idea anterior y demostraba al señor Meagles, sin perder la educación, que hasta el momento sus complicados ardides habían triunfado. Le pareció tan bueno el golpe que no quiso dejarlo pasar y repitió:
—No, no todo. No, desde luego que no: en esta vida uno no puede quererlo todo, amadísimo Meagles.
—¿Y podría decirme, señora —replicó éste, algo ruborizado—, quién lo quiere todo?
—¡Oh, nadie, nadie! —dijo la dama—. Lo que iba a decir… pero me ha distraído usted. ¡Qué travieso, me ha interrumpido! ¿Qué iba a decir?
Bajó el enorme abanico verde y miró pensativa al señor Meagles mientras trataba de recordar: una interpretación que no aspiraba a enfriar los ánimos bastante encendidos del caballero.
—¡Ah! ¡Claro! —prosiguió la señora Gowan—. No olvide usted que mi pobre muchacho está acostumbrado a hacerse ilusiones. Puede que se hayan cumplido, puede que no se hayan cumplido…
—Imaginemos que no se han cumplido —intervino el anfitrión.
La viuda le dirigió, enojada, una rápida mirada, pero la cambió por un movimiento de cabeza y de abanico, y siguió hablando en el mismo tono:
—Eso da igual. El pobrecillo está acostumbrado, y usted lo sabía, evidentemente, y estaba dispuesto a cargar con las consecuencias. Yo nunca he perdido de vista cuáles serían esas consecuencias, y no me sorprenden. Usted tampoco debe sorprenderse. Lo cierto es que es imposible. Seguro que lo veía venir.
El señor Meagles miró a su mujer, a Clennam, se mordió el labio y tosió.
—Y ahora el pobre —continuó la señora Gowan— recibe la noticia de que va a ser padre, ¡con todos los gastos que supone ese aumento de familia! ¡Pobre Henry! Pero ahora ya no puede hacerse nada, es demasiado tarde para remediarlo. Pero, papá Meagles, no me diga que Henry ha empezado a gastar más de lo que recibe como si eso le sorprendiera, porque sería demasiado.
—¿Demasiado, señora? —repitió Meagles, como pidiéndole una explicación.
—¡Desde luego! —insistió ella, dejando patente su superioridad con un elocuente ademán—. Demasiado para lo que la madre del pobre muchacho puede tolerar a esta hora del día. Están casados y bien casados, y eso no se puede deshacer. ¡Desde luego! ¡Muy bien lo sé! No hace falta que me lo diga usted. Lo sé perfectamente. ¿Qué acabo de decir? Que era una gran tranquilidad que siguieran siendo felices. Esperemos que lo sigan siendo. Esperemos que la bella criatura se esfuerce al máximo por hacer feliz al pobre muchacho, por tenerlo satisfecho. Amadísimos Meagles, dejémoslo. Nunca hemos tenido la misma opinión y nunca la tendremos. ¡Desde luego! Ya he terminado.
Ciertamente, después de haber dicho todo lo posible para no perder su posición asombrosamente mítica, y de haber advertido al señor Meagles de que no podía esperar que el honor del parentesco le saliera barato, la señora Gowan se mostró dispuesta a prescindir de lo demás. Si el señor Meagles hubiera cedido a una mirada conciliadora de la señora Meagles y a un gesto expresivo de Clennam, habría permitido que la invitada disfrutara sin contratiempos de su actual estado de ánimo. Pero Tesoro era la niña de sus ojos, lo que más quería, y, si en algún momento había podido defenderla con mayor devoción o quererla más que en los días en que era la alegría de su hogar, era ahora que ella ya no irradiaba diariamente su encanto y su cariño en esa casa.
—Señora Gowan —dijo Meagles—, he sido un hombre común toda la vida. Si alguna vez albergara pretensiones de refinamiento, ya fuera en mi caso, en el de otra persona, o en ambos, no creo que fuera capaz de engañar a nadie.
—Papá Meagles —respondió la viuda con una sonrisa afable, pero con un rubor en las mejillas algo más intenso de lo habitual, mientras la piel de alrededor se volvía más pálida—, seguramente tiene usted razón.
—Por eso, querida dama —prosiguió el señor Meagles, con un gran esfuerzo por contenerse—, creo que puedo aspirar a que tales engaños no se representen delante de mí.
—Mamá Meagles —dijo la señora Gowan—, no hay quien entienda a su marido.
Sus palabras eran una treta para meter a la buena mujer en la discusión, para enfrentarse a ella, para vencerla. El señor Meagles intervino para impedirlo.
—Madre —dijo—, tú no tienes experiencia en esto, querida, y el juego no estaría igualado. No digas nada, te lo ruego. ¡Vamos, señora Gowan, vamos! Intentemos ser sensatos, intentemos ser buenos, intentemos ser justos. No compadezca usted a Henry y yo no compadeceré a Tesoro. Y no sea tan parcial, querida señora: demuestra usted falta de consideración y generosidad. No digamos que esperamos que Tesoro haga feliz a Henry; ni siquiera que esperamos que Henry haga feliz a Tesoro —el señor Meagles tampoco parecía muy feliz al pronunciar esas palabras—, sino que esperamos que se hagan felices el uno al otro.
—Eso es, y no hace falta que sigas, padre —intervino la señora Meagles, mujer protectora y de buen corazón.
—No, madre —respondió él—, voy a seguir un poquito más. No quiero dejarlo aquí; tengo que añadir un par de cosas. Señora Gowan, espero no ser un hombre excesivamente sensible. Creo que no lo parezco.
—De eso no cabe duda —replicó la señora Gowan moviendo la cabeza y el enorme abanico a la vez, para recalcar sus palabras.
—Gracias, señora; me alegro. Y, sin embargo, me siento un poco… no quiero utilizar una palabra demasiado fuerte… ¿ofendido, podríamos decir? —prosiguió el señor Meagles con tanta sinceridad como moderación, y con un tono conciliador.
—Diga lo que guste —respondió la señora Gowan—. A mí me da exactamente lo mismo.
—No, no diga eso —dijo el señor Meagles—, porque ésa no es una respuesta amistosa. Me ofende un poco que se diga que las consecuencias se veían venir, que ya es demasiado tarde y cosas así.
—No me diga, papá Meagles —respondió la dama—. No me sorprende que se haya ofendido.
—Pues esperaba que al menos se sorprendiese —arguyó el anfitrión—, porque ofenderme adrede en una cuestión para mí tan delicada no parece revelar gran generosidad.
—Pero yo no soy la responsable de su conciencia —objetó la señora Gowan.
El pobre señor Meagles se quedó paralizado.
—Si tengo la mala suerte de verme obligada a llevar un sombrero que es suyo, y de su talla —continuó la invitada—, ¡no me culpe a mí de la forma que tiene, papá Meagles, se lo ruego!
—¡Cielo santo! —exclamó éste—. Eso equivale a decir que…
—Tranquilo, papá Meagles —dijo la señora Gowan, que adoptaba unos modales sumamente amables y tranquilos cuando el caballero se acaloraba—. Quizá, para evitar malentendidos, debería ser yo quien aclarara lo que quiero decir en vez de que usted se esfuerce en hacer suposiciones. Ha empezado usted a afirmar que eso equivalía a algo. Si no le molesta, voy a acabar la frase. Equivale a decir… y no es que quiera insistir, ni siquiera sacarlo a colación, porque ya no sirve de nada, sólo aspiro a adaptarme lo mejor posible a las circunstancias… Equivale a decir que siempre estuve en contra de que su hijo se casara con mi hija, y que tardé mucho en dar mi consentimiento, cosa que hice con gran reticencia.
—¡Madre! —gritó el señor Meagles—. ¿Lo has oído? ¡Arthur! ¿Lo has oído?
—Como esta sala tiene un tamaño muy conveniente —observó la señora Gowan, mirando a su alrededor mientras se abanicaba— y ha sido arreglada con mucho encanto para mantener conversaciones en ella, supongo que se me habrá oído desde cualquier parte de la estancia.
Se produjeron unos momentos de silencio antes de que el señor Meagles pudiera hablar sin saltar de la butaca al pronunciar la primera palabra. Al fin dijo:
—Señora, no es mi deseo, pero debo recordarle cuál fue mi opinión y cuál mi postura en todo este desagradable asunto.
—¡Querido señor! —dijo la señora Gowan, sonriendo y negando con la cabeza con un gesto astuto y acusador—. Entendí perfectamente cuáles eran, se lo aseguro.
—Nunca había sabido lo que era la infelicidad hasta ese momento, señora —afirmó Meagles—, ni tampoco la angustia. Fue una época tan dolorosa que…
Que no pudo continuar, en dos palabras, y se tapó el rostro con el pañuelo.
—Entendí todo lo que pasaba —dijo la señora Gowan, mirando con calma por encima del abanico—. Dado que usted ha buscado la confirmación del señor Clennam, permítame que yo haga lo mismo. Él sabe muy bien si lo entendí o no.