La pequeña Dorrit (40 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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Las hermanas se pusieron en pie al unísono, cerca de la jaula del loro. Éste destrozaba la galleta que tenía en la garra, escupía trozos por todas partes y parecía burlarse de ellas bailando pomposamente sin mover las garras; de repente, se puso patas arriba y recorrió todo el exterior de la jaula con ayuda del pico cruel y la lengua negra.


Adieu
, señorita Dorrit, le deseo lo mejor —dijo la señora Merdle—. Si viviéramos en un mundo ideal imaginario o algo parecido, yo, por ejemplo, tendría el placer de conocer a una serie de personas encantadoras y llenas de talento de cuyo trato ahora me veo privada. Para mí sería delicioso vivir en un estado de la Sociedad más primitivo. Cuando estudiaba, aprendí un poema que decía algo como «Hete aquí al pobre indio cuya inteligencia» no sé qué… Si algunos miles de personas que se mueven en Sociedad se ofrecieran a vivir como indios, me apuntaba ahora mismo; pero, desgraciadamente, quienes nos movemos en Sociedad no podemos ser indios… ¡Buenos días!

Bajaron las escaleras con un empolvado delante y otro detrás, la hermana mayor altiva y la pequeña humillada. La puerta se cerró tras ellas y se encontraron en la poco empolvada Harley Street, Cavendish Square.

—¿Y pues? —dijo Fanny cuando ya habían dado unos pasos sin decirse nada—. ¿No tienes nada que decir, Amy?

—¡Oh, no sé qué decir! —contestó abatida—. ¿No te gustaba ese joven, Fanny?

—¿Que si me gustaba? Es casi idiota.

—Lo siento, no te ofendas, pero, ya que me preguntas qué opino, siento mucho, Fanny, que hayas tenido que aguantar que esa señora te diera algo.

—¡Serás boba! —le contestó su hermana, dándole tal tirón del brazo que la sacudió entera—. ¿No entiendes nada? Así es como hay que hacer las cosas. No sientes respeto por ti misma, no tienes el orgullo que hay que tener. Igual que permites que te persiga ese despreciable Chivery, permitirías sin protestar que pisotearan a tu familia —dijo con énfasis burlón.

—No digas eso, querida Fanny. Hago todo lo que puedo.

—¡Haces todo lo que puedes! —repitió Fanny, caminando a su lado muy deprisa—. ¿Permitirías que una mujer como ésa, que, como sabrías, si tuvieras experiencia de la vida, es la mujer más falsa e insolente del mundo, pisoteara tu familia y luego le darías las gracias?

—No, Fanny, claro que no.

—Entonces, házselo pagar, niña tonta. ¿A qué otra cosa puedes obligarla? Házselo pagar, boba, para mayor honra de tu familia.

No hablaron más en todo el camino de regreso a la casa donde vivían Fanny y su tío. Al llegar, encontraron al viejo ensayando con el clarinete con la mayor tristeza en un rincón de la habitación. Fanny tenía para comer chuletas, cerveza negra y té; y con gesto indignado simuló preparar la comida aunque, en realidad, fue su hermana quien lo hizo todo en silencio. Cuando por fin Fanny se sentó a comer y beber, tiró las cosas de la mesa y se mostró tan enfadada con el pan como su padre la noche anterior.

—Si me desprecias porque soy bailarina —exclamó, echándose a llorar—, ¿por qué me pusiste en camino de serlo? Ha sido culpa tuya. Te habría gustado que me rebajara delante de la señora Merdle y le habrías permitido decir lo que le diera la gana y hacer lo que le diera la gana, despreciándonos a todos, y decírmelo a la cara, ¡porque soy bailarina!

—¡Oh, Fanny!

—¡Y también al pobre Tip, pobrecillo! Lo desprecia como le viene en gana, supongo que porque ha trabajado en un bufete, en los muelles y en otras cosas. Pero si fue culpa tuya, Amy. Por lo menos, tendrías que ver con buenos ojos que lo defendiera.

Mientras tanto, el tío tocaba tristemente el clarinete en un rincón; de vez en cuando, lo separaba un poco de los labios y se detenía para mirarlas con la vaga sensación de que alguien había dicho algo.

—Y tu padre, tu pobre padre, Amy. Como no es libre de presentarse por sí mismo y de hablar por sí mismo, tú permitirías que esta gente lo insultara impunemente. Si no lo lamentas por ti misma porque puedes salir a trabajar, podrías sentirlo por él, me parece, sabiendo lo que ha sufrido durante tanto tiempo.

La pobrecilla Amy se sintió muy dolida por aquel ataque. Los recuerdos de la víspera lo hacían todavía más doloroso. No contestó nada, pero apartó la silla de la mesa y la acercó al fuego. El tío, tras una última pausa, arrancó un triste gemido al clarinete y siguió tocando.

Fanny dispuso las tazas de té y el pan con furia, aún enfadada, afirmando que era la muchacha más desgraciada del mundo y deseaba morirse. Después, sus lágrimas se llenaron de remordimiento, se levantó y abrazó a su hermana. La pequeña Dorrit intentó impedir que hablara, pero Fanny dijo que quería hablar, que tenía que hablar. Y repitió una y otra vez: «Por favor, perdóname, Amy. Perdóname, Amy» casi con tanta pasión como había dicho las cosas de las que ahora se arrepentía.

—Pero de verdad, de verdad, Amy —añadió cuando ya estuvieron en paz, sentadas una junto a otra—. Creo que habrías visto las cosas de otro modo si conocieras un poco mejor la Sociedad.

—Quizá sí, Fanny —dijo la dulce pequeña de los Dorrit.

—Sabes, mientras tú vivías una vida doméstica y resignada, Amy —prosiguió su hermana, adoptando poco a poco una actitud más paternalista—, yo he estado fuera, desenvolviéndome en Sociedad y quizá me haya vuelto más orgullosa y enérgica, quizá más de la cuenta.

—Sí, claro que sí —contestó Amy.

—Y, mientras tú pensabas en comidas y en ropa, quizá yo estaba pensando en la familia, ¿no te parece, Amy?

—Sí —dijo Amy con el rostro más alegre que el corazón.

—Especialmente cuando sabemos que este lugar al que siempre has sido leal tiene un tono propio y exclusivo que lo diferencia de otros aspectos de la Sociedad. Dame otro beso, Amy querida, y estaremos de acuerdo en que las dos tenemos razón y en que eres una chica buena, casera y tranquila.

El clarinete había entonado un lamento patético durante todo el diálogo, pero se interrumpió en cuanto Fanny anunció que era hora de salir; cosa que comunicó a su tío cerrándole la partitura y quitándole el clarinete de la boca.

La pequeña de los Dorrit se despidió de ellos en la puerta y se apresuró a regresar a Marshalsea. Ahí anochecía antes que en otros lugares y entrar de noche era como entrar en una trinchera profunda. La sombra del muro se proyectaba en todos los objetos y, quizá más que sobre ningún otro, en la figura vestida con batín gris y gorro de terciopelo negro que se volvió hacia ella cuando abrió la puerta de la oscura habitación.

«Y por qué no iba a proyectarse también sobre mí —pensó la pequeña Dorrit, todavía con la mano en la puerta—. Quizá Fanny tenga razón».

Capítulo XXI

El malestar del señor Merdle

Sobre la mansión de los Merdle en Harley Street, Cavendish Square, no se proyectaba otra sombra que la de las fachadas de las magníficas mansiones del otro lado de la calle. Al igual que la intachable buena Sociedad, las casas de Harley Street se miraban ceñudas de acera a acera. De hecho, las mansiones y sus habitantes eran tan parecidos en este aspecto que, con frecuencia, se veía a los comensales sentados a ambos lados de la mesa, a la sombra de su propia altanería, mirándose unos a otros con el mismo aburrimiento que las casas.

Todo el mundo sabe hasta qué punto se parecen a una calle las personas que se sientan a ambos lados de una mesa, especialmente las que se precian de ser quienes son por vivir en la calle en que viven. Las veinte casas uniformes e inexpresivas, a las que se llama con la misma aldaba o campanilla, a las que se accede por idénticos tristes escalones, todas protegidas por la misma reja, todas con las mismas salidas de incendios impracticables, los mismos artefactos incómodos por copete, todo ello, sin excepción, carísimo… ¿quién no ha cenado con ellas? La casa que necesita una reforma urgente, la que tiene un ventanal inesperado, la que está cubierta de estuco, la que tiene la fachada rehecha, la de la esquina llena de habitaciones en ángulo, la que tiene siempre las persianas echadas, la que luce siempre el escudo heráldico de un difunto, la casa a la que el cobrador ha ido a buscar un cuarto de idea y no ha encontrado cuartos de ninguna clase… ¿Quién no ha cenado con todas ellas? La casa que nadie quiere y que se vende por una ganga, ¿quién no la conoce? La casa ostentosa de la que se hizo cargo para toda la vida un caballero decepcionado y que no le conviene nada, ¿quién no conoce una casa embrujada así?

Harley Street, Cavendish Square, era muy consciente de que ahí vivían el señor y la señora Merdle. Tal vez no advirtiera la presencia de un intruso; pero la calle se sentía honrada con la presencia del señor y la señora Merdle. La Sociedad era consciente de la presencia del señor y la señora Merdle. La Sociedad había dicho: «Démosles el visto bueno, conozcámoslos».

El señor Merdle era inmensamente rico; un hombre de iniciativa prodigiosa; un rey Midas sin orejas de asno que convertía en oro todo lo que tocaba. Todo se le daba bien, de la banca a la construcción. Era miembro del Parlamento, por supuesto. Tenía su sede en la City, por descontado. Era presidente de esto, fideicomisario de aquello, director de lo otro. Los hombres más influyentes preguntaban a los empresarios: «¿Con quién trata? ¿Con Merdle?» y, si la respuesta era negativa, contestaban: «En tal caso, no quiero tener nada que ver con usted».

Este hombre grande y afortunado había proporcionado un nido de oro y carmesí, quince años antes, al amplio busto que necesitaba tanto espacio para albergar tan pocos sentimientos. No era un busto en el que se pudiera reposar, pero era un busto magnífico para colgar joyas. El señor Merdle necesitaba algo para colgar joyas y lo compró a tal fin. Bien podrían haberse casado por el mismo criterio Storr y Mortimer
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.

Como todas sus actividades especulativas, ésta fue sólida y tuvo éxito. Las joyas lucían en todo su esplendor. El busto cubierto de joyas atraía la admiración general de la Sociedad en la que se movía. Y, si la Sociedad daba el visto bueno, el señor Merdle estaba satisfecho. Era el más desinteresado de los hombres: todo lo hacía por la Sociedad y casi nada para sí mismo.

Es decir, es de suponer que había obtenido ya todo lo que quería porque, de otro modo, lo habría conseguido gracias a su riqueza sin límite. Pero su deseo era satisfacer a la Sociedad (fuera eso lo que fuere) aunque pagara el tributo con incontables cheques. No brillaba en las ceremonias sociales; no tenía mucho que decir; era un hombre reservado, con una cabeza grande, destacada y vigilante, con ese particular tono rojizo en las mejillas que parece más rancio que fresco, y con cierta inquietud con los puños de la levita, como si estuvieran bajo su custodia y tuvieran motivos para esconder, nerviosamente, las manos. En lo poco que decía, era un hombre agradable; normal, deseoso de ganarse la confianza pública y privada y tenaz en el empeño de que todo el mundo mostrara la mayor deferencia, en todos los casos, a la Sociedad. En esa misma Sociedad (si por Sociedad se entiende a las personas que asistían a sus cenas y a las recepciones y conciertos de la señora Merdle), apenas parecía divertirse y era fácil encontrarlo detrás de una puerta o pegado a una pared. Por otro lado, cuando visitaba él a la Sociedad en lugar de recibirla en casa, parecía un poco cansado y con ganas de irse a la cama; pero no por ello dejaba de cultivarla y desenvolverse en ella, gastándose el dinero con la mayor prodigalidad.

El primer marido de la señora Merdle había sido un coronel bajo cuyos auspicios el Busto había entrado en competición con las nieves de Norteamérica y, si bien no alcanzaba la blancura de éstas, lo cierto es que las igualaba en frialdad. El hijo del coronel era el único que tenía la señora Merdle. Era un cabeza de chorlito sobre unos hombros altos con el aspecto de ser, más que un hombre joven, un niño hinchado. Había dado tan pocas muestras de razón que en su círculo de amistades se decía que se le había congelado el cerebro en una tremenda helada que había tenido lugar en St John’s, New Brunswick, en el momento de su nacimiento y aún no se había deshelado. También se decía que en la infancia, por negligencia de la niñera, se había caído de cabeza por una ventana alta, y, según testigos fidedignos, se la había oído crujir. Es posible que ambos rumores se hubieran difundido
ex post facto
; el joven caballero (que respondía al expresivo nombre de Sparkler
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) tenía la monomanía de proponer matrimonio a toda clase de jóvenes indeseables y observar sobre cada una de las damas a las que pedía la mano que se trataba de una «chica estupendísima; además, bien educada y llena de sensatez».

Un hijastro de tan limitado talento podría haber sido una traba para otro hombre; pero el señor Merdle no quería un hijastro para él, sino para la Sociedad. Como el señor Sparkler había estado en la Guardia y frecuentaba todo género de carreras, salones y fiestas, y era bien conocido, la Sociedad estaba satisfecha con ese hijastro. El señor Merdle habría considerado cumplido su objetivo aunque el señor Sparkler hubiera sido un artículo todavía más costoso. Y no resultaba en absoluto barato en las circunstancias del momento.

Aquella noche, mientras la pequeña Dorrit, al lado de su padre, le cosía las camisas nuevas, en la mansión de Harley Street daban una cena; asistían los prohombres de la Corte y los prohombres de la City, los prohombres de la Cámara de los Comunes y los prohombres de la Cámara de los Lores, los prohombres de la Judicatura y los prohombres de la Abogacía, los prohombres del Obispado, los prohombres del Tesoro, los prohombres de la Guardia a Caballo, los prohombres del Almirantazgo… todos los prohombres que dirigen nuestra marcha y a veces nos hacen caer.

—Me han dicho —dijo el prohombre del Obispado al prohombre de la Guardia a Caballo— que el señor Merdle ha hecho otro negocio enorme. Dicen que de cien mil libras.

La Guardia a Caballo había oído que eran doscientas mil.

El Tesoro había oído que trescientas mil.

La Abogacía, sosteniendo sus persuasivos anteojos, dijo que la cosa no estaba clara, pero que bien podrían ser cuatrocientas mil. Había sido uno de esos golpes afortunados, producto del cálculo y la combinación, cuyo resultado era difícil estimar. Uno de esos casos, de los que se daban pocos en una generación, en que la ambición se sumaba a la suerte habitual y a la osadía característica. Pero ahí se encontraba uno de los hermanos Bellows, que conocía el gran caso del banco y que, probablemente, podría decirles más. ¿En cuánto cifraba el nuevo éxito?

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