El famoso nombre de Merdle era cada día más famoso en toda la nación. De ese Merdle tan reputado nadie conocía ninguna acción que hubiera beneficiado a nadie, vivo o muerto, ni a ningún otro ser de este mundo; nadie le había oído decir nada que hubiera arrojado sobre alguna criatura un debilísimo rayo de luz, en ningún ámbito relacionado con el trabajo ni con las diversiones, con el dolor o con el placer, con el esfuerzo o con el descanso, con la realidad o con la fantasía, de todos los múltiples ámbitos que forman los senderos del laberinto por el que transitan los hijos de Adán; nadie tenía el menor motivo para pensar que el barro del que estaba hecho este objeto de adoración no fuera barro de la clase más común, que ocultaba en su interior una mecha incandescente que, si prendiera, haría añicos a la mayor efigie de la humanidad. Todos sabían (o creían saber) que el señor Merdle había amasado una ingente fortuna, y, sólo por ese motivo, se arrodillaban ante él de un modo más degradante y menos excusable que el más oscuro de los salvajes cuando sale a rastras de su agujero para atraerse los favores, con un tronco o un reptil, de la deidad a la que venera en su ignorancia.
Además, los sumos sacerdotes del culto tenían al hombre ante sus propios ojos, como una protesta viviente contra su propia vileza. La muchedumbre le adoraba guiándose por la confianza (aunque siempre sabía exactamente por qué), pero quienes oficiaban ante el altar veían con frecuencia al señor Merdle. Asistían a sus banquetes, y él a los de ellos. Un espectro lo acompañaba siempre, que les decía a los sumos sacerdotes: «¿Son éstos los signos que os inspiran confianza, los que tanto os gusta honrar? ¿Esta cabeza, estos ojos, esta forma de hablar, el tono y los modales de este hombre? Sois el sostén del Negociado de Circunloquios, vosotros gobernáis a los hombres. Si surgieran rencillas entre seis de vosotros, tal vez la madre tierra no pudiera alumbrar otros dirigentes. ¿Reside vuestro talento en una capacidad especial de conocer a los hombres, que os lleva a aceptar, halagar y agasajar a este hombre? ¿O reside, en cambio, si sois competentes para interpretar con acierto los signos que siempre os muestro cada vez que lo tenéis delante, en que vuestra honradez es superior?». Dos cuestiones harto incómodas, con las que el señor Merdle siempre cargaba por toda la ciudad; y se había llegado al acuerdo tácito de que no había que plantearlas.
Mientras su mujer estaba en el extranjero, el señor Merdle siempre tenía abiertas las puertas de su espléndida casa, por la que pasaba un torrente de visitas. Algunas se adueñaban generosamente del edificio. Tres o cuatro damas distinguidas y joviales se decían: «Vamos a cenar a casa de nuestro querido Merdle el próximo jueves. ¿A quién invitamos?». Nuestro querido Merdle recibía a continuación las instrucciones, se sentaba con semblante muy serio a la mesa, rodeado de gente, y después pululaba torpemente por los salones, sin llamar la atención más que por su apariencia ajena a las diversiones que se cruzaban en su camino.
El mayordomo principal, el ángel vengador que presidía la vida de este gran hombre, no perdía un ápice de su severidad. Estudiaba a los invitados, cuando el Busto no estaba, del mismo modo que cuando estaba, y su mirada era un basilisco para el señor Merdle. Era un hombre implacable, y jamás reducía en lo más mínimo la cantidad de platos ni de botellas de vino. No permitía que se sirviera una cena si no estaba a su altura. Para él, poner la mesa era una cuestión de dignidad. Si los invitados querían comer lo servido, no ponía reparos, pero, si la comida se servía, era sólo para dejar clara su posición. Plantado al lado del aparador, parecía decir: «He aceptado este cargo para contemplar lo que ahora tengo delante de mí, no algo inferior». Si echaba de menos la presidencia del Busto en la mesa era porque se le había privado, por circunstancias inevitables, de una parte de sí mismo. Del mismo modo que habría echado de menos un centro de mesa o un enfriador de vinos muy especial que le hubiera sido remitido al banquero.
El señor Merdle cursó invitaciones para una cena en honor de los Barnacle. Lord Decimus iba a acudir, el señor Tite Barnacle iba a acudir, el simpático y joven Barnacle iba a acudir, y el coro de Barnacles parlamentarios, que recorrían las provincias cuando la Cámara estaba cerrada para cantar las excelencias de su cabecilla, también iba a estar representado. Se esperaba un gran acontecimiento. El señor Merdle iba a recibir a los Barnacle. Se habían entablado pequeñas y delicadas negociaciones con el noble Decimus —el joven Barnacle de modales tan gratos había desempeñado el papel de negociador—, y el anfitrión había decidido poner todo el peso de su gran probidad y enorme riqueza en la balanza de los Barnacle. Las malas lenguas sospechaban un soborno; quizá porque sin duda, si un empleo les hubiera podido garantizar la adhesión del inmortal Enemigo de la Humanidad, los Barnacle se lo habrían dado… por el bien de la nación, por el bien de la nación.
La señora Merdle le había escrito a su munificente esposo, a quien constituía una herejía no considerar, al menos, un compendio —recubierto de una gruesa capa de oro— de todos los mercaderes británicos desde la época de Whittington
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… la señora Merdle le había escrito a su esposo tres cartas desde Roma, una tras otra, repitiéndole de forma muy fastidiosa que era el momento de colocar a Edmund Sparkler. La señora aducía que la situación de Edmund era urgente, que sería de lo más provechoso conseguirle un buen puesto sin dilación. En la gramática de la señora Merdle, los verbos referidos a tan trascendental cuestión sólo aparecían en un modo, el imperativo, y este modo sólo tenía un tiempo, el presente. La señora Merdle obligaba a su marido a conjugar estos verbos de una manera tan acuciante que su temperamento pausado y los largos puños de su chaqueta sufrieron un auténtico trastorno.
En semejante estado, el señor Merdle miró de soslayo los zapatos del mayordomo principal, sin levantar los ojos y sin posarlos en ese hombre sin par, de quien no se hallaba a la altura, para transmitirle su intención de celebrar una cena especial: no con muchos invitados, pero especial. El mayordomo le había transmitido, a su vez, que sería tan especial que no repararía en gastos; y la ocasión había llegado.
El anfitrión estaba en uno de sus salones, de espaldas al fuego y esperando que llegaran los insignes huéspedes. Casi nunca, o nunca, se tomaba la libertad de ponerse de espaldas al fuego si no estaba completamente solo. Delante del mayordomo principal no se habría atrevido. Se habría agarrado las dos muñecas con ese gesto suyo de agente de policía y se habría paseado por la alfombra, o habría ido sorteando con sigilo los caros muebles, si su opresivo criado hubiera aparecido en ese instante. Las sombras huidizas que parecían esconderse a toda prisa cuando las llamas se alzaban, y que volvían con la misma prisa cuando el fuego se empezaba a consumir, eran testigos más que suficientes de tal exceso de relajación. Eran incluso un testigo no deseado, si las miradas intranquilas que el señor Merdle les dirigía querían decir algo.
Toda la mano derecha del señor Merdle estaba ocupada por el periódico vespertino, y todo el periódico vespertino estaba ocupado por el señor Merdle. Sus maravillosos negocios, su maravillosa salud, su maravilloso banco, constituían el relleno del periódico de la tarde. El maravilloso banco, del que era principal inspirador, fundador y director, era la última de las muchas maravillas del señor Merdle. Además, tan modesta era su actitud, pese a hazañas tan espléndidas, que más parecía dueño de una casa embargada que un coloso comercial pisando su propia alfombra mientras los barquitos surcaban las aguas para asistir a la cena.
¡Ya arribaban los navíos! El simpatiquísimo y joven Barnacle fue el primero en llegar, pero la Abogacía lo alcanzó en las escaleras. La Abogacía, pertrechada, como era habitual, de sus anteojos y de esa pequeña reverencia que hacía en los tribunales, no cupo en sí de gozo al ver al simpatiquísimo y joven Barnacle, y aventuró que iban a reunirse
in banco
, como dicen los abogados, para debatir una cuestión especial.
—¡No me diga! —exclamó el vivaz y joven Barnacle, que se llamaba Ferdinand—. ¿Por qué cree usted eso?
—¡Oh! —respondió la Abogacía—. Si no lo sabe usted, ¿cómo lo voy a saber yo? Es usted quien ocupa un lugar en el sancta sanctórum del templo; yo sólo formo parte de la concurrencia que lo admira desde la explanada exterior.
La Abogacía podía adoptar modales suaves o bruscos según el cliente con que el que estuviera tratando. Con Ferdinand Barnacle se mostró suave como la seda. Asimismo, la Abogacía siempre hablaba de sí misma con modestia, quitándose importancia… a su manera. Tenía mil caras, pero había una fibra principal en la trama de todos sus tapices. Cualquier persona con la que se relacionaba era, para él, miembro de un jurado, y, si era posible, debía ganarlo para su causa.
—Nuestro ilustre amigo y anfitrión —dijo—, nuestra rutilante estrella del comercio… quizá se meta en política.
—¿Cómo que quizá? Si ya lleva cierto tiempo en el Parlamento —óbservó el simpatiquísimo y joven Barnacle.
—Es cierto —reconoció la Abogacía con su risa de comedia ligera especialmente reservada para los miembros de un jurado, muy distinta de la risa de vodevil que tenía para los tenderos chistosos de los jurados populares—, lleva cierto tiempo en el Parlamento. No obstante, hasta ahora el brillo de nuestra estrella ha sido algo tenue, algo vacilante, ¿verdad?
A un testigo común, ese «¿verdad?» le habría convencido para dar una respuesta afirmativa. Pero Ferdinand Barnacle lanzó una mirada de complicidad a la Abogacía mientras subían las escaleras y no respondió nada.
—Pues precisamente por eso, por eso —prosiguió la Abogacía asintiendo y negándose a cambiar de tema—, he dicho que en nuestra reunión
in banco
se va a tratar un tema especial. Sin duda ésta es una ocasión importante y solemne, como cuando el capitán Macheath
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exclama: «Los jueces se han reunido. ¡Qué terrible espectáculo!». Como verá, los abogados somos lo bastante generosos para citar al capitán, aunque éste se muestre severo con nosotros. Sin embargo, debo destacar que Macheath también reconoce una cosa —prosiguió con un pequeño y jocoso movimiento de cabeza, pues en sus discursos legales siempre quería transmitir la sensación de que se burlaba un poco de sí mismo con la mayor elegancia del mundo—, reconoce que la ley, en general, pretende al menos ser imparcial. Porque el capitán declara, si recuerdo correctamente, y si no —añadió mientras rozaba con su monóculo, con un gesto de comedia ligera, el hombro de su acompañante—, mi docto amigo me corregirá:
Dado que las leyes se han creado sin excepción
para que seamos castigados sin distinción,
¡qué raro no encontrar compañías más selectas
en el Árbol de Tyburn
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!
Con estas palabras llegaron al salón, donde el señor Merdle estaba delante del fuego. Tan profundamente estupefacto lo dejó la irrupción de la Abogacía con tales alusiones que ésta tuvo que explicarle que estaba citando un fragmento de Gay.
—Le aseguro que no lo ha dicho uno de nuestros dignatarios de Westminster Hall —le aseguró—, sino una persona no del todo despreciable para un hombre que, como el señor Merdle, posee un conocimiento eminentemente práctico del mundo.
Pareció que el anfitrión pensaba decir algo, pero después pareció que estaba pensando en no decir nada. Entre tanto dio tiempo a que anunciaran al Obispado.
El Obispado entró con docilidad pero también con paso vigoroso y rápido, como si quisiera ponerse las botas de siete leguas y recorrer el mundo para cerciorarse de que a nadie le faltara de nada. El Obispado no tenía ni idea de que en la velada fuera a suceder algo importante. En su actitud se observaba un rasgo sumamente llamativo. Era un hombre vivaracho, animado, alegre, afable, insulso, ¡y tan sorprendentemente inocente!
La Abogacía se acercó para interesarse con la mayor educación por la salud de la mujer del Obispado. Ésta había padecido un pequeño resfriado en la época de las confirmaciones, pero por lo demás estaba bien. El hijo del Obispado también estaba bien. Se hallaba en su diócesis con su joven esposa y su reducida familia.
A continuación aparecieron los representantes del coro de los Barnacle, y a continuación la Medicina que atendía personalmente al señor Merdle. La Abogacía, que tenía un rabillo de un ojo y un rabillo de los anteojos apuntando a cada persona que franqueaba la puerta, estuviera hablando con quien fuera, y diciendo lo que dijera, consiguió internarse arteramente en este grupo y charlar con todos y cada uno de esos caballeros del jurado sobre el tema preferido de cada uno de ellos. Con algunos integrantes del coro recordó entre risas a aquel parlamentario medio dormido que, la otra noche, había salido al vestíbulo y se había equivocado al votar; con otros se lamentó del imperante espíritu de reforma que se atrevía incluso a interesarse de forma antinatural por los funcionarios y el dinero público; con él la Medicina intercambió un par de impresiones sobre la salud de la población, y también quiso obtener de él cierta información sobre un hombre de su misma profesión, de indudable educación y finos modales, aunque tales virtudes en su mayor exponente, según él, se apreciaban más en otros representantes del arte de la curación (reverencia ante el jurado), un hombre a quien casualmente había tenido en el estrado de los testigos dos días antes, citado por la otra parte, y a quien había interrogado, porque declaraba que prescribía un nuevo tratamiento que a la Abogacía le parecía… ¿Ah, sí? Bueno, a la Abogacía se lo parecía; la Abogacía creía, esperaba, que la Medicina se lo confirmase. No es que se atreviese a zanjar una disputa entre médicos, pero la Abogacía era del parecer, considerando la cuestión con sentido común, sin supuestas consecuencias legales, de que el nuevo sistema era —si podía permitirse hacer una afirmación así delante de una autoridad tan eminente— un fraude. ¡Ah! Animado por esta confirmación, sí, podía atreverse a llamarlo fraude; la Abogacía podía ahora respirar tranquila.
El señor Tite Barnacle, quien, al igual que el famoso conocido del doctor Johnson, sólo tenía una idea en la cabeza, y era una idea equivocada, ya había hecho acto de presencia a estas alturas. El eminente caballero y el señor Merdle, sentados a cierta distancia uno del otro en actitud cavilante en una otomana amarilla delante de la chimenea, sin mantener ningún tipo de comunicación verbal, se parecían mucho, en líneas generales, a las dos vacas del cuadro de Cuyp que tenían justo delante de ellos.