—Papá recibe a mucha gente, a personas tan extrañas —comentó Flora mientras se levantaba— que sólo me atrevo a bajar al salón por ser usted, por usted estaría dispuesta a bajar al fondo del mar en una campana de inmersión así que cómo no voy a bajar al salón volveré en seguida si es usted tan amable de por un lado atender y por otro no atender a la tía del señor F. en mi ausencia.
Con estas palabras y una mirada de despedida Flora salió rápidamente, y Clennam quedó a merced del terror que le inspiraba su inclemente protegida.
La primera variación que se observó en la actitud de la tía del señor F., cuando hubo terminado la tostada, fue un resoplido sonoro y prolongado. Como le fue imposible no interpretar semejante manifestación como una provocación personal, pues su significado ominoso era inequívoco, Arthur miró lastimeramente a la espléndida aunque prejuiciosa responsable del bufido, en la esperanza de que una dócil sumisión la desarmara.
—Nada de ponerme ojitos —le espetó la tía del señor F., temblando por la repugnancia que Arthur le inspiraba—. Coja esto.
«Esto» era la corteza de la tostada. Clennam aceptó el tesoro con un gesto de gratitud y no lo soltó porque lo invadió cierta vergüenza, sentimiento que no disminuyó cuando la tía del señor F., levantando la voz, exclamó con potencia considerable: «Tiene un paladar remilgado, ¡el tipejo este! ¡Demasiado remilgado para comérsela!». La señora se levantó de la silla y blandió el puño, acercándolo tanto a la nariz de Arthur que le hizo cosquillas en la piel. Si no hubiera sido por el oportuno regreso de Flora, que lo encontró en tan comprometida situación, podrían haberse seguido peores consecuencias. Flora, sin mostrar la menor alteración ni sorpresa, sino felicitando a la anciana dama con benevolencia por estar «muy animada esta noche», volvió a sentarla en la silla.
—Tiene un paladar remilgado, el tipejo este —repitió la tía del señor F. al verse sentada de nuevo—. ¡Que le den una papilla de salvado!
—¡Oh! No creo que le gustara mucho, tía —objetó Flora.
—¡Que le den una papilla de salvado! —insistió la tía del señor F., con la vista clavada en su enemigo—. Es lo único que cura los paladares remilgados. Que se la coma sin dejar nada. ¡Maldito sea, que se coma una papilla de salvado!
Fingiendo que iba a prepararle tal refrigerio, Flora salió con Arthur a la escalera; ni siquiera entonces la tía del señor F. dejó de repetir incesantemente, con un indecible rencor, que era un «tipejo», que tenía un «paladar remilgado», ni de insistir una y otra vez en que le prepararan el forraje equino que le había prescrito con tanta firmeza.
—Arthur, esta escalera es muy incómoda y tiene muchos peldaños de esquina —susurró Flora—, ¿tendría inconveniente en pasarme el brazo por debajo de la esclavina?
Con la sensación de estar bajando de una forma sumamente ridícula, Arthur adoptó la postura requerida, y sólo soltó a su bella carga en la puerta del comedor; incluso allí le costó desembarazarse de ella, pues Flora siguió abrazada a él y le musitó:
—¡Arthur, se lo ruego, ni una palabra de esto a mi padre!
La dama entró con Clennam en la sala, donde el Patriarca, a solas, con las zapatillas de retales sobre el guardafuegos, se dedicaba a girar los pulgares como si nunca hubiera dejado de hacerlo. El joven Patriarca de diez años lo contemplaba todo, desde su marco, por encima de él, aunque no parecía más sosegado que el anciano. Las dos cabezas peladas brillaban por igual, torpes y voluminosas.
—Señor Clennam, me alegro de verlo. Espero que se encuentre bien, señor, espero que se encuentre bien. Siéntese, por favor, siéntese.
—Señor —dijo Arthur mirando a su alrededor con un gesto de perplejidad y decepción—, esperaba no encontrarlo solo.
—¡Ah, no me diga! —respondió cariñosamente el Patriarca—. ¡No me diga!
—Papá, ¡ya te lo había dicho, ya lo sabías! —exclamó Flora.
—Sí, es cierto —confirmó el Patriarca—. Tienes razón. ¡Es cierto!
—Respóndame a una pregunta, se lo ruego —dijo Clennam angustiado—. ¿Se ha marchado la señorita Wade?
—¿La señorita…? Ah, llama usted así a Wade —observó el señor Casby—. Es lo más decoroso.
—¿Y usted cómo la llama? —preguntó Clennam inmediatamente.
—Wade —respondió el anciano—. Nada más que Wade.
Después de observar el filantrópico semblante y el largo cabello sedoso unos segundos, durante los cuales el señor Casby siguió girando los pulgares y sonriéndole al fuego con benevolencia, como si quisiera que lo quemara para poder perdonarlo, Arthur dijo:
—Discúlpeme, señor Casby…
—No hay nada que disculpar —lo interrumpió el Patriarca—, nada que disculpar.
—La señorita Wade ha venido con una acompañante, una joven que se ha criado con unos amigos míos que consideran que la señorita Wade ejerce una influencia perniciosa sobre ella; me gustaría poder asegurarle que no ha perdido el favor de sus protectores.
—Ah, ¡no me diga! —comentó el Patriarca.
—Por tanto, ¿sería usted tan amable de darme la dirección de la señorita Wade?
—¡Vaya, vaya, vaya —exclamó el anfitrión—, qué mala suerte! ¡Si hubiera venido usted a verme cuando estaban aquí! He observado a esa joven, señor Clennam. Una muchacha espléndida y muy morena, de cabello y ojos muy oscuros. ¡Si no me confundo, si no me confundo!
Arthur asintió, y repitió en otro tono:
—¿Sería usted tan amable de darme la dirección?
—¡Vaya, vaya, vaya! —exclamó el Patriarca, dulcemente contrariado—. ¡Ay, ay, ay! ¡Qué pena, qué pena! No la tengo, señor. La señorita Wade normalmente vive en el extranjero. Lleva años así, y es una persona inconstante, veleidosa (si se me permite hablar así de otro ser humano, de una dama). Es posible que no vuelva a verla en mucho, mucho tiempo. Es posible que no la vuelva a ver jamás. ¡Qué pena, qué pena!
Clennam se dio cuenta en ese momento de que el Patriarca no le iba a ayudar más que el niño del retrato; sin embargo, añadió:
—Señor Casby, ¿sería posible, con toda la discreción que usted considere oportuna, para tranquilidad de los amigos a los que acabo de mencionar, que me diera alguna información sobre la señorita Wade? La he visto en el extranjero y también aquí, pero no sé nada de ella. ¿Podría contarme algo de ella, lo que fuera?
—No —respondió el Patriarca, negando con la cabezota, con la mayor de las benevolencias—. Nada en absoluto. ¡Vaya, vaya, vaya! ¡Qué pena tan grande que ella haya estado tan poco tiempo y usted no haya llegado antes! Debido a mis negocios privados, a mis negocios privados, algunas veces he pagado ciertas cantidades de dinero a esa dama, pero ¿qué utilidad tiene para usted ese detalle?
—La verdad, ninguna en absoluto.
—La verdad —confirmó el Patriarca con un rostro resplandeciente, sonriendo al fuego con filantropía—, ninguna en absoluto, señor. Ha dado usted la respuesta más cabal, Clennam. La verdad, ninguna en absoluto.
Su forma de girar los pulgares sin inmutarse era, para Clennam, tan indicativa de que, si le insistía, seguiría dando vueltas a la cuestión sin decir nunca nada nuevo ni permitir el menor avance, que acabó concluyendo que todos sus esfuerzos habían sido inútiles. Podía tomarse todo el tiempo del mundo para reflexionar si quería, que el señor Casby, acostumbrado a llegar muy lejos confiándolo todo a sus protuberancias y a su pelo blanco, sabía muy bien que su punto fuerte era el silencio. Así pues, el anciano siguió en su butaca, describiendo círculos y más círculos con los pulgares, mientras en el lustre de su cabeza y de su frente cada bulto ofrecía un aspecto de lo más benevolente.
Ante semejante espectáculo, Arthur se había incorporado, dispuesto a marcharse, pero entonces, desde el muelle interior donde amarraba la buena embarcación de Pancks cuando no se hallaba surcando las aguas, se oyó al vapor acercándose trabajosamente a ellos. A Arthur le llamó la atención que el ruido procediera de tan lejos, como si el señor Pancks quisiera dejar claro, a quien le diera por considerarlo, que venía, enfrascado en sus actividades, de un lugar donde no se oía de nada de lo que allí se decía.
El señor Pancks y Clennam se dieron la mano, y el primero le entregó a su patrón un par de cartas para que las firmara. Mientras le daba la mano, se rascó la ceja con el índice izquierdo, casi imperceptiblemente, y soltó un único resoplido, pero Arthur, que ya empezaba a conocerlo, entendió que casi había acabado sus tareas de esa tarde y quería comentarle algo en la calle. Por tanto, tras despedirse del señor Casby y (en un proceso más complicado) de Flora, salió de la casa y empezó a pasear por las inmediaciones, en plena ruta del señor Pancks.
Llevaba poco tiempo esperando cuando éste apareció. Pancks le volvió a dar la mano, bufó otra vez de forma muy expresiva y se quitó el sombrero para ponerse el pelo de punta. A Arthur le pareció que le estaba dando a entender que podía considerarlo perfectamente al corriente de lo que acababa de ocurrir en la casa. Por eso le dijo sin más preámbulos:
—Pancks, imagino que es cierto que se habían ido.
—Sí —respondió éste—. Es cierto.
—¿Sabe el señor Casby dónde encontrar a esa dama?
—No lo sé. Es lo más probable.
¿Y Pancks no lo sabía? No, el señor Pancks no lo sabía. ¿Y podía contarle algo de Wade?
—Creo —respondió el interpelado— que sé de ella lo mismo que sabe ella de sí misma. Que es hija de alguien… de cualquiera… de nadie. Si la lleva usted a un salón de Londres donde haya seis personas de edad suficiente para ser sus padres, cualquiera de ellas podría serlo. Puede que estén en cualquier casa, en cualquier cementerio por los que pase; puede cruzarse con ellos en la calle o hablar brevemente con ellos en cualquier momento sin enterarse. No sabe nada de sus padres. No sabe nada de ningún familiar. Nunca ha sabido nada y nunca lo sabrá.
—¿Y es posible que el señor Casby pueda darle alguna pista?
—Es posible —respondió Pancks—. Yo creo que sí, pero no estoy seguro. Hace mucho tiempo que tiene un dinero en fideicomiso (tampoco mucho, por lo que deduzco), y le va dando cantidades cuando le hacen falta. A veces el orgullo impide que la señorita Wade recurra a él durante una temporada; a veces sufre tantos apuros que le es imprescindible. Esa mujer vive dominada por sus sentimientos. No se conoce dama más rabiosa, más obcecada, más desalmada, más vengativa. Esta noche ha venido a pedir dinero. Ha dicho que quería emplearlo en un fin concreto.
—Me parece —dijo Clennam, pensativo— que sé con qué fin… quiero decir, en qué bolsillo va a acabar esa cantidad.
—¿Ah, sí? —dijo Pancks—. Si hay un acuerdo de por medio, le recomendaría a esa persona que no lo incumpliera. No me gustaría, ¡ni por el doble de dinero que tiene mi amo!, estar a merced de esa mujer, por muy joven y guapa que sea, si le causara algún agravio. A no ser —añadió, incorporando una cláusula condicional— que me viera aquejado por una enfermedad persistente y quisiera curarme.
Arthur reconsideró rápidamente la opinión que le merecía la dama y vio que se correspondía casi completamente con la de su acompañante.
—Lo que me sorprende —prosiguió el hombrecillo— es que nunca haya intentado causarle ningún mal a mi patrón, siendo éste la única persona relacionada con sus orígenes que tiene a su alcance. Y, ya que hablamos de esta cuestión, debo decirle, entre nosotros, que a veces soy yo quien se siente tentado de causarle algún mal al señor Casby.
Arthur se sobresaltó y exclamó:
—¡Caramba, no diga eso!
—No me interprete mal —aclaró Pancks, poniéndole en el brazo cinco dedos cortos y negros como el carbón—, no estoy diciendo que lo quiera degollar. Pero ¡juro que, si llega demasiado lejos, le cortaré el pelo!
Tras haber mostrado un nuevo aspecto de su carácter con esta tremenda amenaza, el señor Pancks, con la mayor seriedad, resopló varias veces y se marchó envuelto en una nube de vapor.
Los sueños de la señora Flintwinch se complican
Las oscuras salas de espera del Negociado de Circunloquios, en las que había pasado largas horas acompañado de diversos díscolos delincuentes, condenados a ser desmembrados en esa rueda de tortura, habían dado a Arthur Clennam, después de tres o cuatro días, tiempo de sobra para pensar hasta la extenuación en su reciente encuentro con la señorita Wade y Tattycoram. No había conseguido sacar nada nuevo en claro, y en esas deficientes condiciones se resignó y desistió.
En todos esos días no había pasado por la lúgubre y vieja casa de su madre. Algunas noches tenía por costumbre cumplir con sus obligaciones, y una de ellas dejó su residencia y a su socio casi a las nueve y se dirigió a paso lento al sombrío hogar de su juventud.
En su imaginación, este edificio siempre aparecía teñido de ira, misterio y tristeza; y su imaginación era lo bastante susceptible a la sugestión para ver todo el barrio envuelto en cierta medida en esa sombra oscura. Mientras avanzaba, en la noche desolada, le parecía que todas las calles en penumbra guardaban angustiosos secretos. Las contadurías desiertas, secretos de libros y papeles metidos a buen recaudo en escritorios y cajas de caudales; los bancos, secretos depositados en cámaras y cajas de alquiler, cuyas llaves se guardaban en pocos bolsillos muy secretos y en pocas chaquetas muy secretas; también los secretos de todos los molineros que trabajaban en los inmensos molinos de las oficinas bancarias, entre los cuales sin duda se contaban infinidad de ladrones, falsificadores y traidores, que podían ser descubiertos cualquier día al amanecer; a Arthur se le antojaba que esas cosas ocultas pesaban en el ambiente. Las sombras se volvían cada vez más impenetrables a medida que se iba acercando al origen de toda esa oscuridad; pensó en los secretos de las criptas de la iglesia, donde personas que tantas cosas habían encerrado sigilosamente en cofres de hierro habían sido a su vez igualmente encerradas, no tan en paz como para no causar todavía daño; y también en los secretos del río, cuyas turbias mareas crecían entre dos adustas selvas de secretos que cubrían, tupidas y densas, muchos kilómetros, una barrera para el aire y los prados libres que recorren los vientos y las alas de los pájaros.
Las sombras seguían cobrando mayor densidad a medida que iba acercándose a la casa; recordaba la luctuosa habitación que había ocupado su padre, hechizada por el rostro suplicante que él había visto consumirse cuando no había nadie más junto a su cama. En el aire cerrado de esa habitación había otro secreto. En las tinieblas, el moho y el polvo de la casa entera había un secreto. Y en el centro estaba su madre, de rostro imperturbable, de voluntad férrea, que guardaba con mano firme todos los secretos que habían conocido ella y su marido, y que se enfrentaba austeramente, cara a cara, al último y gran secreto de la vida.