Volvió a derramar unas cuantas lágrimas, pero la señora General se reveló el mejor de los tónicos. Gracias a este nombre no tardó en dejar de llorar, y dijo:
—Aunque Edward esté enfermo, es bastante alentador, me alegra comprobar, y también me permite confiar en que mi hermano no ha perdido el sentido común, ni se le ha ido la cabeza, al menos hasta la muerte de mi padre, saber que ha despedido inmediatamente a la señora General. Le doy la enhorabuena. ¡Puedo perdonarle muchas cosas por haber hecho con tanta rapidez lo mismo que habría hecho yo!
La señora Sparkler se había dejado llevar por la sensación de gratitud cuando se oyeron dos golpes en la puerta. Unos golpes muy extraños. Débiles, como si no quisieran hacer ruido ni llamar la atención. Largos, como si la persona que los daba estuviera absorta en alguna preocupación y se le olvidara dejar de llamar.
—¡Caramba! —exclamó Edmund—. ¿Quién será?
—¡Ni Amy ni Edward, sin aviso y sin coche! —respondió Fanny—. Ve a mirar.
La sala estaba sumida en la penumbra, pero la calle estaba más iluminada gracias a las farolas. La cabeza del señor Sparkler, al asomarse por el balcón, se veía tan voluminosa y pesada que parecía a punto de hacerle perder el equilibrio y aplastar al desconocido que estaba en la calle.
—Es un hombre —anunció Sparkler—. Pero no he visto quién… ¡Un momento!
Se lo pensó mejor, volvió a salir al balcón y echó otro vistazo. Volvió mientras abrían la puerta, anunciando que creía haber distinguido «el sombrero de su jefe». No se equivocaba, pues su jefe, sombrero en mano, entró inmediatamente después.
—¡Velas! —pidió la señora Sparkler, disculpándose por la oscuridad.
—Hay bastante luz para mí —dijo el señor Merdle.
Cuando trajeron las velas se pudo ver al señor Merdle delante de la puerta, pellizcándose los labios.
—He venido a haceros una visita —declaró—. Ando especialmente ocupado estos días, pero, como estaba dando un paseo, se me ha ocurrido pasar a haceros una visita.
Dado que iba vestido de etiqueta, Fanny le preguntó dónde había cenado.
—Bueno —respondió el banquero—, no he cenado en ningún sitio en particular.
—Pero habrá cenado usted, ¿verdad? —insistió Fanny.
—Pues… no, no he cenado exactamente —respondió Merdle.
Se había pasado la mano por la frente amarilla y se había quedado cavilando, como si no estuviera seguro de lo que había hecho. Le ofrecieron algo de comer.
—No, gracias —dijo Merdle—. No tengo ganas. Iba a cenar fuera de casa con la señora Merdle. Pero, como no tenía ganas, he dejado que fuera ella sola, justo cuando subíamos al coche, y he preferido dar un paseo.
¿Le apetecía un té, un café?
—No, gracias —repitió el huésped—. He pasado por mi club y he tomado una botella de vino.
En ese momento el señor Merdle se sentó en la silla que Edmund Sparkler le había ofrecido y que hasta entonces él había estado zarandeando levemente por el respaldo, como una persona torpe que se pone unos patines por primera vez y que no se atreve a arrancar. Ahora dejó el sombrero en otra silla, a su lado, y, mirando por dentro la prenda, como si ésta tuviera cinco metros de profundidad, dijo otra vez:
—He venido a haceros una visita, como veis.
—Cosa que nos halaga enormemente —aseguró Fanny—. Usted no suele ir de visita.
—Eh… no —confirmó el banquero, que en ese momento se estaba arrestando a sí mismo, metiendo las manos en las mangas de la chaqueta—. No, no suelo ir de visita.
—Está demasiado ocupado —apuntó Fanny—. Estando tan ocupado, señor Merdle, en su caso no tener apetito es algo grave, debe consultar a un médico. No puede usted ponerse enfermo.
—¡Oh! Me encuentro muy bien —repuso el invitado tras una reflexión—. Tan bien como siempre. Suficientemente bien. Todo lo bien que quiero.
La mente más preclara de su tiempo, fiel a su rasgo de no dejar nunca de ser una mente que se manifestaba lo menos posible y a la que le costaba mucho expresar sus pensamientos, volvió a quedarse muda. La señora Sparkler empezó a preguntarse hasta cuándo pretendía quedarse la mente preclara.
—Estaba hablando de mi pobre padre cuando ha llegado usted, señor.
—¿Ah, sí? Qué coincidencia —observó Merdle.
A Fanny no se lo pareció, pero creyó que su papel le exigía seguir hablando:
—Estaba diciendo —prosiguió— que la enfermedad de mi hermano ha retrasado el estudio y el reparto de los bienes de mi padre.
—Sí —confirmó el invitado—. Se ha producido un retraso.
—Aunque no tiene importancia —matizó la dama.
—No —convino el señor Merdle, tras examinar la cornisa de la parte del salón que alcanzaba con la vista—, no tiene importancia.
—Lo único que me inquieta —añadió Fanny— es la señora General; espero que se quede sin nada.
—Pues se va a quedar sin nada —confirmó Merdle.
A Fanny le causó un gran placer oír la opinión del banquero. El señor Merdle, después de otro vistazo a las profundidades de su sombrero, como si pensara que iba a encontrar algo al fondo, se pasó la mano por el pelo y lentamente fue añadiendo a su último comentario varias palabras de confirmación:
—Oh, desde luego que no. No. Ella no se va a llevar nada. Es muy improbable.
Como el tema pareció agotarse y el banquero también, la anfitriona le preguntó si iba a volver a casa con la señora Merdle, en su coche.
—No —respondió—, voy a volver por el camino más corto, y que la señora Merdle se… —en ese instante se miró las palmas de las manos, como si se estuviera leyendo el futuro—, que se las apañe sola. Estoy seguro de que sabrá hacerlo.
—Probablemente —observó Fanny.
Entonces hubo un largo silencio, durante el cual la señora Sparkler volvió a recostarse en el sofá, a cerrar los ojos, a enarcar las cejas y a evadirse de nuevo de los asuntos de este mundo.
—Pero os estoy entreteniendo, y yo también me estoy entreteniendo —dijo Merdle—. Sólo quería haceros una visita.
—Ha sido un gran placer —afirmó Fanny.
—Bueno, me voy ya —anunció el invitado, poniéndose en pie—. ¿Podríais prestarme un cortaplumas?
La señora Sparkler comentó con una sonrisa que era curioso que le prestara ese objeto precisamente ella, a quien le costaba hasta escribir una carta, a un hombre tan atareado como el señor Merdle.
—Sí, resulta curioso, ¿verdad? —confirmó el invitado—, pero necesito uno, y sé que tenéis por aquí varios recuerdos y regalos de boda como tijeras, pinzas y cosas así. Lo devolveré mañana.
—Edmund —le pidió Fanny—, abre con mucho cuidado, por favor, te lo ruego y suplico, la caja de nácar que hay en esa mesita, y dale al señor Merdle el cortaplumas de nácar.
—Gracias —dijo el banquero—, pero, si hay uno con el mango más oscuro, creo que lo preferiría con el mango más oscuro.
—¿De carey?
—Sí —respondió Merdle—, gracias. Creo que lo prefiero de carey.
Así pues, Edmund recibió la orden de abrir la caja de carey y de dar al señor Merdle el cortaplumas que había en ella. Cuando lo hizo, su mujer le dijo con donaire a la mente preclara:
—Si lo mancha de tinta, lo perdonaré.
—Me cercioraré de no mancharlo de tinta —prometió el huésped.
Entonces el ilustre visitante tendió la manga de la chaqueta y, por un instante, aprisionó en ella la mano de la señora Sparkler, con muñeca, pulsera y todo. No pudo saberse en qué recónditas honduras se había hundido la mano de Merdle, pero sí que se había acercado tan poco a los dedos de la señora Sparkler como un veterano de grandísimos méritos de Chelsea o un jubilado de Greenwich
[49]
.
Completamente convencida, mientras el señor Merdle salía de la estancia, de que el día que terminaba efectivamente había sido el más largo nunca visto, y de que nunca había habido una mujer, con cierto atractivo personal, tan agotada por culpa de personas imbéciles y torpes, Fanny salió al balcón a que le diera un poco el aire. Unas lágrimas de rabia le llenaron los ojos y produjeron tal efecto que le pareció que el señor Merdle, al recorrer la calle, saltaba, y bailaba un vals, y daba vueltas, como poseído por varios demonios.
El mayordomo principal deja su puesto
La cena se celebró en casa del gran representante de la Medicina. La Abogacía había asistido, y en todo su esplendor. Ferdinand Barnacle había asistido, con sus modales más irresistibles. Pocos ámbitos de la vida humana le eran desconocidos a la Medicina, que frecuentaba lugares más oscuros que el Obispado. Había damas brillantes de todo Londres que adoraban a la Medicina, querida mía, el hombre más encantador y la persona más agradable, pero que, estando a su lado, se habrían llevado un buen susto si hubieran sabido qué imágenes habían contemplado esos ojos reflexivos un par de horas antes, y cerca de qué camas, y bajo qué techos, había rondado su figura circunspecta. Sí, la Medicina era un hombre circunspecto, que no se daba coba ni se la daba a los demás. Había visto y oído muchas cosas asombrosas, y su vida transcurría entre contradicciones morales, pero repartía su compasión con la misma ecuanimidad con que el Creador sana a unos y a otros. Frecuentaba, como la lluvia, a los justos y a los pecadores, haciendo todo el bien posible y sin proclamarlo en las sinagogas ni en las esquinas de las calles.
Como todo hombre con una gran experiencia en los asuntos humanos, por muy discretamente que la asimile, siempre resulta particularmente interesante por los conocimientos que posee, la Medicina era un hombre atractivo. Incluso los caballeros y las damas más remilgados que no estaban al tanto de sus secretos, y que habrían perdido la escasa cordura que tenían si él les hubiera propuesto, con una monstruosa falta de decoro: «¡Venid a ver lo que yo veo!», reconocían ese atractivo. Si él estaba presente, la realidad también estaba presente. Y medio grano de realidad, igual que una parte ínfima de otros productos naturales muy escasos, da sabor a una cantidad muy elevada de diluyente.
Por tanto se daba la circunstancia de que, en las pequeñas cenas que daba la Medicina, las personas siempre mostraban su faceta menos convencional. Los invitados se decían para sus adentros, consciente o inconscientemente: «He aquí un hombre que en verdad nos conoce tal como somos, que entra en nuestras casas todos los días, cuando nos hemos quitado las pelucas y el maquillaje, que escucha las disquisiciones de nuestra cabeza, que ve los gestos auténticos de nuestro rostro cuando ya no podemos dominar ni unas ni otros; con él nos conviene acercarnos a la realidad, pues nos saca ventaja y es un hombre demasiado fuerte para nosotros». Así pues, los invitados de la Medicina se portaban de una forma tan sorprendente en su mesa redonda que casi parecían naturales.
El conocimiento de la Abogacía de esa aglomeración de miembros de un jurado que solemos llamar humanidad era penetrante como el filo de una navaja, aunque la navaja no suele ser un instrumento demasiado práctico, mientras que el escalpelo sencillo y brillante de la Medicina, aunque mucho menos afilado, puede adaptarse a fines mucho más diversos. La Abogacía conocía al dedillo la ingenuidad y la ignominia de la gente, pero la Medicina le podría haber ayudado a comprender su faceta tierna y cariñosa en una semana de visitas por las casas, con mayor eficacia de lo que lograrían, en ochenta años, el palacio de justicia de Westminster Hall y todas las demás audiencias. La Abogacía lo sospechaba, y quizá no le importaba alentar la diferencia (pues, si realmente el mundo era un gran tribunal, el último día de sesión no podía llegar demasiado pronto), y por eso apreciaba y respetaba a la Medicina tanto como los demás.
La ausencia del señor Merdle había dejado en la mesa una silla como la de Banquo
[50]
; pero, aunque hubiera estado, su presencia se habría notado tan poco como la del mismo Banquo, y por tanto nadie lo echó de menos. La Abogacía, que iba recogiendo chascarrillos y comentarios por Westminster Hall igual que haría un cuervo que pasara allí mucho tiempo, había encontrado últimamente muchas briznas jugosas y las iba lanzando para ver en qué dirección soplaba el viento de Merdle. Tuvo una pequeña conversación con la propia señora Merdle, tras acercarse sigilosamente a ella, desde luego, con los anteojos y su reverencia de tribunal.
—Un pajarito —anunció, con un gesto tal que el ave sólo podía tratarse de una urraca— nos ha contado a los abogados que alguien va a engrosar las filas de la nobleza en este país.
—¿De veras? —dijo la dama.
—Sí —confirmó el invitado—. ¿Acaso no ha estado ese pajarito piando en oídos muy distintos de los nuestros, en oídos muy hermosos? —añadió mientras miraba expresivamente el pendiente de la señora Merdle que le quedaba más próximo.
—¿Se refiere a los míos? —preguntó ella.
—Cuando hablo de hermosura —respondió la Abogacía— siempre pienso en usted.
—Usted nunca piensa en serio lo que dice —replicó la señora Merdle (aunque no le había desagradado la respuesta).
—¡Oh, qué cruel y qué injusta! —protestó la Abogacía—. Pero volvamos al pajarito.
—Yo soy la última persona de la tierra en enterarme de las noticias —aseguró la dama, encastillándose despreocupadamente en su fortín—. ¿De quién se trata?
—¡Usted sería una testigo formidable! —exclamó la Abogacía—. ¡Ningún jurado se le resistiría, como no fuera ciego! ¡Aunque no dijera lo que conviene… cumpliría usted perfectamente su cometido!
—¿Por qué? ¡Qué tontería! —respondió la señora con una carcajada.
La Abogacía meció los anteojos dos o tres veces para dar un tono sarcástico a su respuesta y preguntó con el más insinuante de los tonos:
—¿De qué forma me dirigiré a la más elegante, la más refinada y la más encantadora de las mujeres dentro de pocas semanas, días quizá?
—¿Su pajarito no le ha dicho cómo tendrá que dirigirse a ella? —respondió la dama—. ¡Pregúnteselo mañana, por favor, y cuéntemelo la próxima vez que nos veamos!
Esto dio pie a nuevas galanterías, similares a las anteriores, entre uno y otra, pero la Abogacía, pese a su agudeza, no consiguió sacar nada en claro. Por otro lado, la Medicina, que acompañó a la señora Merdle al coche y que la ayudó a ponerse el mantón, se interesó por los síntomas con su tranquilidad y franqueza habituales:
—¿Es cierto lo que se rumorea de Merdle?
—Mi querido doctor —respondió ella—, ésta es precisamente la pregunta que estaba a punto de hacerle.