Mientras la señora Clennam cogía el reloj con esa nueva facilidad para mover la mano que no parecía advertir en absoluto, y clavaba en él los ojos como si lo estuviera retando a que la conmoviese, Rigaud exclamó, chasqueando ruidosamente los dedos con desdén:
—¡Deprisa,
madame
! Se acaba el tiempo. ¡Deprisa, compasiva dama, hay que acabar con esto! No puede contarme nada que desconozca. ¡Pase a la cuestión del dinero robado o lo haré yo! Le juro que ya me he hartado de tanta cháchara. ¡Hable ya del dinero robado!
—Es usted un canalla —replicó la anciana, que se había llevado las manos a la cabeza—. No sé gracias a qué error de Flintwinch, gracias a qué descuido cometido por él, que es la única persona que me ayudaba en estos asuntos y a quien se los había confesado, no sé gracias a qué documentos sacados de la chimenea en la que ardían, ha conseguido usted hacerse con el testamento; lo ignoro como ignoro de dónde ha sacado usted el poder que tiene en esta casa…
—Y, sin embargo —intervino Rigaud—, ¡tengo la suerte de custodiar, en un lugar a salvo que sólo yo conozco, ese breve anexo al testamento del señor Gilbert Clennam, escrito por una dama y en el que aparecen como testigos esa misma dama y nuestro querido intrigante! Bueno, eso de intrigante… ¡más bien avieso e insignificante títere! Prosigamos,
madame
. El tiempo apremia. ¿Acaba usted o acabo yo?
—¡Yo! —respondió la señora Clennam todavía con mayor firmeza si cabe—. Yo, porque no voy a consentir que se me presente aquí, o que se me presente delante de otros, con su horrible versión deformada. Usted, tan acostumbrado a infames cárceles y a galeras extranjeras, afirmaría que lo hice todo por dinero. Pero no fue una cuestión de dinero.
—¡Bah, bah, bah! Voy a prescindir un momento de la cortesía para decirle que miente usted más que habla. Sabe perfectamente que ocultó el anexo y se quedó con el dinero.
—Pero ¡no fue por el dinero, granuja! —La señora Clennam empezó a removerse como si fuera a incorporarse; incluso como si, llevada por la vehemencia, fuera a sostenerse en sus piernas de inválida—. Si Gilbert Clennam, ya en un estado senil, a las puertas de la muerte, quiso creer que debía ceder ante una mujer de quien le habían dicho que su sobrino había estado enamorado, de quien él la había separado, una mujer que después se había sumido en la melancolía y había desaparecido… si, en ese estado de debilidad, me dictó un documento precisamente a mí, a quien esa mujer había perjudicado con el pecado cometido y que había sido elegida para oír de su propia boca, de su propia mano, cuán perversa era, un documento por el que la pecadora heredaba cierta cantidad, para compensarla por sufrimientos supuestamente inmerecidos… ¿no cree que hay una diferencia entre impedir que se cometiera esa injusticia y querer más dinero? ¿Ese dinero que usted y sus compañeros de cárcel están dispuestos a robarle a cualquiera?
—El tiempo apremia,
madame
. ¡Cuidado!
—Aunque en esta casa se declarara un incendio y ardiera todo el edificio —dijo la señora Clennam—, preferiría quedarme aquí dentro y seguir explicándome, antes que permitir que mis justos motivos se comparen con los de ladrones y bandidos.
Rigaud, irritado, chascó los dedos a poca distancia del rostro de la anciana:
—Mil guineas para la bella joven a quien fue usted matando lentamente. Mil guineas para la hija que pudiera tener, cumplidos los cincuenta años, el hombre que había recogido a la bella joven, o, en caso de que no tuviera ninguna hija, para la hija menor del hermano de dicho benefactor, cuando ésta alcanzara la mayoría de edad, «en recuerdo de la forma desinteresada con que acogió a una muchacha huérfana y sin amigos». Dos mil guineas. ¿Qué? ¿No quiere entrar ya en la cuestión del dinero?
—Ese benefactor… —empezó a decir la dama con gran vehemencia, pero Rigaud la interrumpió.
—¡Diga los nombres! Diga que se llamaba Frederick Dorrit. ¡Basta de evasivas!
—Ese Frederick Dorrit fue el causante de todo. Si no hubiera sabido tocar ningún instrumento musical, si no hubiera tenido una casa, en sus días de juventud y prosperidad, consagrada al ocio donde cantantes, actores y otros hijos del demonio se apartaban de la luz para hundirse en las tinieblas, esa mujer habría seguido ocupando una posición humilde, y no habría salido de ella para condenarse. Pero no: Satán poseyó a Frederick Dorrit y lo convenció de que era un hombre de aficiones inocentes y encomiables, proclive a la generosidad, que tenía delante a una muchacha pobre pero dotada de una voz espléndida. Por eso, debía darle una educación. Por eso el padre de Arthur, que ya en secreto ansiaba adentrarse en las sendas de la virtud escabrosa a través de esas malditas trampas que suelen llamarse bellas artes, la conoció. ¡Y así una vulgar huérfana que recibía clases de canto, gracias a la mediación de Frederick Dorrit, comete esa horrible acción de la que yo soy víctima! ¡Así me engañan y me humillan a mí! Bueno, no a mí, desde luego —añadió rápidamente sonrojándose—, ¡a alguien muy superior a mí! ¿Quién soy yo?
Jeremiah Flintwinch, que se había ido acercando a la señora Clennam poco a poco, con el cuerpo retorcido, y que ya casi le rozaba el codo sin que ella lo hubiera advertido, contrajo el gesto visiblemente cuando la anciana pronunció estas últimas palabras; no sólo eso, sino que además se pellizcó las polainas, como si las mentiras de su señora le pincharan las piernas.
—Por último —añadió la anciana—, pues ya voy a llegar al final y no pienso hablar más del asunto, ni tampoco lo hará usted, y sólo habrá que decidir cómo lo hacemos para que nada de esto salga de estas cuatro paredes… por último, cuando oculté el documento, con el conocimiento del padre de Arthur…
—Aunque no con su consentimiento —objetó Flintwinch.
—¿Quién ha hablado de su consentimiento? —la señora Clennam se sobresaltó al ver a Jeremiah tan cerca; echó hacia atrás la cabeza y lo miró con creciente desconfianza—. Usted fue muchas veces testigo de que él insistía en que sacara el documento a la luz y yo me negaba; usted podría haber refutado mis palabras si yo hubiera pretendido que contaba con el consentimiento del señor Clennam. Afirmo, en cambio, que, cuando oculté el papel, no me molesté en destruirlo, sino que lo tuve guardado en esta casa muchos años. Como los demás bienes de Gilbert los había heredado el padre de Arthur, yo podría haber fingido que lo encontraba en cualquier momento, y sólo habríamos tenido que descontar de nuestro dinero la segunda cantidad de la herencia. Sin embargo, para ello no sólo habría tenido que mentir (lo que supone una gran responsabilidad), sino que además tampoco he visto el menor motivo, en todos los años que llevo sufriendo en esta casa, para hacer público el documento. Un papel con el que se recompensaba un pecado; el producto injusto de un delirio. Hice lo que se me había encomendado, y he padecido, entre estas cuatro paredes, todo lo que estaba destinada a padecer. Cuando al fin se destruyó el documento, o eso pensaba, delante de mí, esa mujer llevaba mucho tiempo muerta, y su protector, Frederick Dorrit, también llevaba mucho tiempo arruinado y había perdido la cabeza. Y no tenía hijas. Antes de eso ya había encontrado a la sobrina, y me dediqué a ayudarla de un modo mucho más provechoso para ella de lo que le habría sido ese dinero, que no le habría servido para nada. —La señora Clennam añadió, al cabo de un instante, como si le hablara al reloj—: La sobrina es inocente, y es posible que no se me haya olvidado legarle ese dinero a mi muerte.
Tras esta declaración, la anciana se quedó mirando el reloj.
—¿Le recuerdo una cosa, distinguida señora? —intervino Rigaud—. Ese documento sin importancia estaba en esta casa la noche en que nuestro amigo el preso, que, como yo, tan bien conoce las cárceles, regresó del extranjero. ¿Le recuerdo otra cosa? Esa mujercita, esa avecilla canora no llegó a medrar, tuvo que pasar muchos años en una jaula, vigilada por un guardián a quien usted eligió y a quien nuestro querido intrigante conoce muy bien. ¿Obligamos a nuestro querido intrigante a que nos diga cuándo vio a ese guardián por última vez?
—¡Yo se lo diré! —exclamó Affery, quitándose el delantal de la boca—. Yo lo soñé; fue el primero de mis sueños. Jeremiah, si te acercas ahora, ¡gritaré tanto que me oirán hasta en la catedral de San Pablo! Esta persona que ha mencionado el señor era el hermano gemelo de Jeremiah, que vino aquí, de madrugada, la noche en que Arthur volvió; el propio Jeremiah le dio el documento, además de no sé cuántas cosas más, y el hermano se lo llevó todo en una caja de hierro. ¡Socorro! ¡Que me asesinan! ¡Aparten de mí a Jeremiah!
El señor Flintwinch se había abalanzado sobre ella, pero Rigaud lo detuvo con los brazos. Tras un breve forcejeo, Flintwinch desistió y se metió las manos en los bolsillos.
—¡Cómo! —exclamó Rigaud en tono de burla, dando codazos a Jeremiah—. ¡Agredir a una dama con un talento tan grande para los sueños! ¡Habrase visto! ¡Si en una feria podría hacer una fortuna con ella! Todo lo que sueña se hace realidad. Cuánto se parece usted a él, Flintwinch mío. ¡Es casi idéntico a aquel hombre al que conocí (la primera vez que le hice de intérprete ante el dueño del local) en el cabaret Las Tres Mesas de Billar, en una callejuela de tejados empinados en el muelle de Amberes! ¡Él sí que sabía beber! ¡Él sí que sabía fumar! Ese hombre vivía en un precioso piso de soltero, amueblado y en una quinta planta, encima del carbonero y del maderero, de las modistas y del sillero y del tonelero; también lo visité en esa casa, en la que, a fuerza de tanto coñac y de tanto fumar, echaba todos los días doce cabezadas y le daba un ataque, hasta que uno fue demasiado fuerte y se lo llevó al cielo. ¡Ja, ja, ja! ¿Es necesario decir cómo conseguí los documentos que el difunto guardaba en una caja de hierro? Es posible que me los diera para que yo se los entregara a usted; quizá los tenía escondidos y eso despertara mi curiosidad; quizá forcé la caja. ¡Ja, ja, ja! ¡Lo único que cuenta es que están a buen recaudo! Estos detalles no nos preocupan, ¿verdad, Flintwinch? No nos preocupan, ¿a que no,
madame
?
Jeremiah se había ido apartando de Rigaud, sin dejar de darle violentos codazos, y había vuelto a su esquina, donde estaba ahora con las manos en los bolsillos, recuperando el aliento y mirando a la señora Clennam, que también tenía la vista clavada en él.
—¡Caramba, caramba! ¿Qué es lo que veo? —añadió—. Si da la impresión de que no se conocen ustedes… Señora Clennam, tan dada a ocultar cosas, permítame que le presente al señor Flintwinch, tan dado a las intrigas.
Este último se sacó una mano del bolsillo para rascarse el mentón, dio un par de pasos sin dejar de mirar a la anciana, y le dijo las siguientes palabras:
—No sé qué pretende usted al mirarme así, con esos ojos como platos, pero no es necesario que se moleste, porque no me afecta lo más mínimo. No sé cuántos años llevo diciéndole que es usted la más terca e intratable de las mujeres. Sí, ésa su verdadera naturaleza. Dice que es una humilde pecadora, pero no hay, entre todas las mujeres, una más soberbia que usted. He aquí su verdadera naturaleza. Le he dicho muchas veces, cuando reñíamos, que pretendía que todos se arrodillaran delante de usted y que yo no estaba dispuesto a hacerlo; que pretendía devorar a todo el mundo, y que yo no estaba dispuesto a permitirlo. ¿Por qué no destruyó el documento cuando estuvo en su mano? Se lo aconsejé, pero no, no acostumbra usted a aceptar consejos. Dijo que debía conservarlo. Dijo que quizá le convendría sacarlo a la luz en algún momento. ¡Como si me pudiera engañar con semejantes excusas! Sé que obró así por soberbia, porque le daba igual que alguien pudiera sospechar que todavía lo conservaba. Siempre se engaña a sí misma. También se engaña cuando pretende no haberse conducido así porque es una mujer implacable, dominada por el desprecio, la ira, el ansia de poder, el rencor, sino porque era una servidora, una enviada, porque había sido elegida para cumplir una misión. Pero ¿quién es usted para que la elijan para una misión así? Puede que usted entienda así la religión, pero yo entiendo así la mentira. Y, ya que estamos, le voy a decir toda la verdad —prosiguió, cruzando los brazos, la viva e irascible imagen de la tenacidad—. Lleva usted cuarenta años agotando mi paciencia con esa actitud altiva que no abandona ni ante mí, que no me la creo, con la que pretende fríamente dejar clara mi posición de inferioridad. Lo cierto es que la admiro mucho: es usted una mujer de una inteligencia privilegiada y con un gran talento, pero ni siquiera la inteligencia más privilegiada ni el mayor de los talentos pueden impedir que un hombre, después de cuarenta años agotando su paciencia, acabe harto. Así que me da lo mismo que ahora me mire así. Voy a hablar del documento, y fíjese bien en lo que voy a decirle. Usted lo guardó donde mejor le pareció. En esa época era una mujer activa, y, si quería recuperar el papel, podía hacerlo. Pero después se vería en el estado en que se halla ahora; y ahora, si quiere recuperarlo, no puede. Y ese anexo ha pasado muchos años en el lugar donde está oculto. Al fin, mientras esperábamos que Arthur volviera, sabiendo que cualquier día podía aparecer por casa y ponerse a hurgar por todas partes, le recomendé cinco mil veces que, ya que no podía recuperarlo, me dejara buscarlo a mí para quemarlo. Pero no, no, sólo usted sabía dónde estaba, y ahí radicaba su poder; ¡finja toda la humildad que quiera, pero, para mí, su ansia de poder es peor que la de Lucifer! Arthur regresó un domingo por la noche. Apenas llevaba diez minutos en esta habitación y ya había empezado a hablar del reloj de su padre. Usted supo perfectamente que ese «No olvides jamás», en el momento en que su marido le envió el reloj, sólo podía significar una cosa, pues la historia ya había concluido hacía mucho tiempo: que no olvidara jamás lo que habían ocultado. ¡Que le devolviera a cada uno lo que es suyo! La actitud de Arthur le causó cierta aprensión, y decidió quemar el documento, después de todo. Así pues, antes de que esta mujerzuela asustadiza y saltarina, antes de que esta Jezabel —dijo mirando a Affery con una sonrisita— la llevase a la cama, me desveló al fin el escondite del papel, entre los viejos libros de cuentas del sótano, precisamente por donde Arthur empezaría a husmear a la mañana siguiente. Pero no se podía quemar nada un domingo por la noche. No, usted fue muy estricta en este punto; había que esperar a las doce, a que empezara el lunes. Tantas exigencias estaban empezando a irritarme, se me estaba acabando la paciencia, así que, bastante enfadado, y como no soy tan estricto como usted, eché un vistazo al documento antes de las doce para recordar cómo era, doblé uno de los muchos papeles amarillentos que había en el sótano idénticos a él, y después, cuando el lunes me pidió usted, bajo la luz de esta lámpara, que hiciera el trayecto entre la cama y la chimenea, hice también un pequeño cambio, como un prestidigitador, y quemé el segundo papel. Mi hermano Ephraim, el celador del manicomio (ojalá se hubiera puesto él la camisa de fuerza), había tenido muchos empleos después de que dejara de trabajar para usted al cabo de tantos años, pero las cosas no le habían ido bien. Su mujer había muerto (no es que fuera éste un incidente muy importante; si hubiera fallecido la mía yo me habría quedado tan fresco); se metió en ciertos chanchullos con los locos, de los que no sacó nada, y también en otros líos por haber chamuscado en exceso a un paciente para que entrara en razón; acabó contrayendo deudas. Iba a poner tierra de por medio con el poco dinero que había podido rebañar y con otro poco que le había prestado yo. Ephraim estuvo en esta casa aquel lunes, a primera hora de la mañana, esperando a que zarpara el barco, porque se marchaba a Amberes, donde conoció (me temo que se escandalizará al oírlo, pero que Dios lo maldiga) a este caballero. Mi hermano venía de muy lejos y en ese momento me pareció que tenía sueño; aunque ahora imagino que estaba borracho. En la época en que Ephraim y su mujer trabajaban cuidando a la auténtica madre de Arthur, ésta no dejaba de escribir, escribía sin cesar, sobre todo cartas dirigidas a usted, señora Clennam, en las que se confesaba e imploraba el perdón. De vez en cuando mi hermano me pasaba algunas de esas cartas, un montón de ellas. Me pareció conveniente guardarlas y ocultarlas también, así que las metí en una caja y las leía cuando estaba de humor. Como no me cabía duda de que había que sacar el anexo de esta casa, porque si no Arthur acabaría encontrándolo, lo metí en la caja con las cartas, la cerré con dos candados nuevos y se la di a mi hermano para que se la llevase y la custodiase hasta que yo le escribiera reclamándola. Le escribí, pero no obtuve respuesta. No supe qué pensar hasta que este caballero nos hizo el honor de visitarnos por primera vez. Evidentemente, entonces empecé a sospechar lo que había pasado; y no hace falta que Rigaud nos aclare que se enteró de todo gracias a mis papeles, al anexo y a la cháchara de mi hermano, animada por el coñac y el tabaco (ojalá en su trabajo lo hubieran obligado a amordazarse). Ahora, obstinada mujer, sólo me resta decirle una cosa, y es que todavía no he decidido del todo si voy a utilizar el anexo para ponerla en un apuro. Creo que no, que me basta con saber que he conseguido engañarla, que la he vencido. Dadas las circunstancias, no voy a decir nada más hasta mañana, a esta misma hora. Así que más le vale poner sus ojos en otra persona —añadió Flintwinch, concluyendo su parlamento con el cuerpo retorcido—, porque conmigo no va a conseguir nada.