La pequeña Dorrit (120 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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PARA LA SEÑORA CLENNAM

Se espera respuesta

Cárcel de Marshalsea

En las dependencias de su hijo

Querida señora:

Me he quedado consternado al enterarme hoy gracias a nuestro reo, quien me acompaña (y que ha tenido la bondad de contratar a varios espías para que me buscasen, en vista de que él se encuentra recluido por razones políticas), de que ha temido usted por mi seguridad.

No hay nada que temer, querida señora. Estoy bien, rebosante de salud y sin que nada haya cambiado.

Acudiría con la mayor celeridad a su casa si no previera la posibilidad de que, dadas las circunstancias, usted todavía no se hubiera decidido del todo con respecto a la humilde propuesta que tuve el honor de hacerle. Exactamente dentro de una semana recibirá mi última visita; entonces aceptará o rechazará la propuesta sin condiciones, y cargará con las consecuencias.

Reprimo mis incontenibles ganas de saludarla y de finiquitar este interesante asunto para que disponga usted de tiempo para arreglar los detalles, a fin de que ambos quedemos plenamente satisfechos.

Entre tanto, no creo excesivo pedirle (dado que nuestro reo ha desbaratado mi situación doméstica) que se haga usted cargo de mis gastos de alojamiento y manutención en un hotel.

Reciba, querida señora, el testimonio de mi más sincero respeto.

RIGAUD BLANDOIS

Mil recuerdos amistosos a mi querido Flintwinch.

Beso la mano de la señora F.

Al acabar la epístola, Rigaud la dobló y la tiró a los pies de Clennam con un ampuloso ademán.

—Hala, ¡ahí tiene! Hablando de llevar cosas ante la gente, que alguien la lleve a esa dirección y que traiga la respuesta.

—Cavalletto —pidió Clennam—, ¿podría ocuparse de la carta de este tipo?

No obstante, como el expresivo dedo de Cavalletto volvió a indicar que su sitio estaba en la puerta para vigilar a Rigaud, ahora que lo había encontrado después de tantos esfuerzos, y, como cumplir con su cometido lo obligaba a quedarse sentado con la espalda apoyada en la puerta, mirando a su antiguo compañero de celda y agarrándose los tobillos, el
signor
Panco volvió a presentarse voluntario. Sus servicios se aceptaron, y Cavalletto permitió que se entreabriera la puerta apenas lo justo para que Pancks saliera con dificultad, después de lo cual volvió a cerrarla en seguida.

—Como me roce con un dedo, como me insulte con un epíteto, como ponga en duda mi superioridad mientras estoy aquí bebiendo vino tranquilamente —amenazó Rigaud—, seguiré el mismo camino de la carta y anularé el período de gracia de una semana. ¿No quería usted verme? ¡Pues aquí me tiene! ¿Qué le parezco?

—Cuando empecé a buscarlo —respondió Arthur con una aguda sensación de impotencia— no estaba preso.

—¡A mí qué me importan usted y su prisión! —replicó Rigaud con displicencia mientras se sacaba del bolsillo un estuche con todo lo necesario para liar cigarrillos y empezaba a liar uno con sus ágiles dedos—. Los dos me traen al fresco. ¡Contrabandista! Dame fuego.

Cavalletto se levantó otra vez y le dio lo que quería. Había algo aterrador en la pericia muda de las manos frías y blancas de Rigaud, cuyos dedos se habían extendido y enroscado con la ligereza de una serpiente. Arthur no pudo reprimir un escalofrío interior, como si hubiera visto un nido de esas criaturas.

—¡Deprisa, cerdo! —gritó muy fuerte Rigaud, como si Cavalletto fuera un caballo o una mula italianos y quisiera azuzarlos—. ¡Caramba! Aquella prisión vieja e infernal era un lugar respetable comparada con esto. A sus barrotes y piedras no les faltaba dignidad. Era una cárcel de hombres. Pero ¿esto? ¡Bah! ¡Un hospicio para majaderos!

Fumó el cigarrillo hasta el final, con esa horrible sonrisa tan inamovible que parecía que fumaba más con la nariz ganchuda y larga que con la boca, como la criatura fantástica de un cuadro. Después de encender un segundo cigarrillo con las ascuas del anterior le dijo a Clennam:

—Hay que entretenerse hasta que vuelva ese imbécil. Hay que charlar. No puedo pasarme todo el día tomando vino de alta graduación; si no, tomaría otra botella. Una mujer bella, señor. Aunque no es exactamente mi tipo, pero ¡hermosa al fin y al cabo, qué diablos! Lo felicito por su elección.

—Ni sé ni quiero saber de quién habla —respondió Arthur.


Della bella Gowana
, señor, como dicen en Italia. De la hermosa señora Gowan.

—Ah, a cuyo marido rendía usted vasallaje, ¿verdad?

—¿Cómo? ¿Vasallaje? Qué insolencia. Era su amigo.

—¿Vende usted a todos sus amigos?

Rigaud se quitó el cigarrillo de la boca y lo miró con repentina sorpresa. Pero volvió a ponérselo en la boca y respondió fríamente:

—Vendo todo aquello por lo que se pague un buen precio. ¿Cómo cree que viven los abogados, los políticos, los intrigantes, los agentes de Bolsa? ¿Cómo ha vivido usted? ¿Cómo ha venido a parar aquí? ¿Acaso no ha vendido a un amigo? ¡Por el amor de Dios! ¡Yo diría que sí!

Clennam se dio la vuelta, mirando hacia la ventana, y empezó a contemplar el muro.

—En efecto, señor —prosiguió Rigaud—, la sociedad se vende y me vende, y yo la vendo a ella. Tengo entendido que conoce usted a otra dama. También bella. Un carácter fuerte. Veamos. ¿Cómo se hace llamar? Wade.

No obtuvo respuesta, pero no tardó en advertir que había dado en el blanco:

—¡Sí! —añadió—. Esa bella dama de fuerte carácter me abordó en la calle, y yo no soy de piedra. Reacciono. Esa bella dama de fuerte carácter me hizo el favor de decirme, con gran discreción: «Tengo curiosidad, y también ciertos rencores. Usted no será más respetable de lo habitual, ¿verdad?». Yo declaré: «
Madame
, soy caballero desde la cuna y lo seré hasta la sepultura, pero no más respetable de lo habitual, desde luego. Desprecio esa fantasía en la que sólo creen los imbéciles». Entonces ella tuvo la deferencia de felicitarme. «La diferencia entre usted y los demás —afirmó— es que usted lo dice». Porque ella sabe cómo es la sociedad. Acepté el cumplido con galantería y educación. La educación y las pequeñas galanterías son parte intrínseca de mi carácter. Y me hizo una propuesta: como nos había visto juntos muchas veces, como le había parecido que en aquel momento yo era un huésped muy habitual, un amigo de la familia, había sentido, guiada por la curiosidad y el rencor, un vivo interés por saber adónde iban y venían, cómo vivían, si la bella Gowan recibía mucho amor o no, si la atendían bien, etcétera. Wade no es una mujer rica, pero ofrece algunas míseras compensaciones a cambio de las pequeñas molestias que acarrean esos servicios, y yo, generosamente, pues obrar generosamente siempre ha formado parte de mi carácter, me digné aceptarlas. ¡Sí! Así funciona el mundo. Es el signo de los tiempos.

Aunque Clennam le daba la espalda, y así estuvo hasta el final de la entrevista, Rigaud no despegaba de él esos ojos brillantes que estaban demasiado juntos, y, evidentemente, vio en la posición de la cabeza del preso, mientras iba desgranando con su jactanciosa osadía las frases de este discurso, que no estaba diciendo nada que él no supiera ya.

—¡Ejem, ejem! ¡La bella Gowan! —continuó, encendiendo un tercer cigarrillo y resoplando como si fuera capaz de hacer desaparecer a Minnie con el más leve suspiro—. ¡Encantadora, pero imprudente! Porque no fue muy acertado que la bella Gowan escondiera cartas de antiguos pretendientes, en su habitación de la montaña, para que su marido no las viera. No, no. En eso se equivocó. ¡Ejem, ejem! Cometió una falta.

—¡Espero sinceramente —exclamó Arthur— que Pancks no tarde mucho en volver, porque la presencia de este hombre contamina la sala!

—Pero ¡este hombre triunfará aquí y en todas partes! —aseguró Rigaud con una mirada exultante, volviendo a chascar los dedos—. ¡Siempre lo ha hecho y siempre lo hará!

Con estas palabras se tumbó en las tres únicas sillas de la estancia, aparte de la que ocupaba Clennam, y se puso a cantar, dándose golpes en el pecho, como el gallardo personaje de la canción:

¿Quién anda tan tarde por la calle?

Compagnon de la Majolaine!

¿Quién anda tan tarde por la calle?

¡Siempre va contento!

—¡Canta el estribillo, cerdo! —gritó Rigaud—. Bien que lo cantabas en la otra cárcel. ¡Cántalo! Si no, te juro por todos los santos lapidados que me ofenderé y montaré una buena… ¡Y entonces, a ciertas personas que aún no han muerto más les habría valido que los lapidaran con ellos!

Y añadió:

De todos los caballeros del rey es el primero,

compagnon de la Majolaine
.

De todos los caballeros del rey es el primero,

¡siempre va contento!

En parte por la vieja costumbre de someterse, en parte porque negándose podía perjudicar a su benefactor, y en parte porque le daba igual cantar o no, en esta ocasión Cavalletto se sumó al estribillo. Rigaud soltó una carcajada y se dedicó a fumar con los ojos cerrados.

Seguramente no transcurrió más de un cuarto de hora antes de que se oyeran los pasos del señor Pancks en las escaleras, pero a Clennam el intervalo se le hizo insufriblemente largo. Se oían otros pasos además de los de Pancks, y, cuando Cavalletto abrió la puerta, entraron el hombrecillo y el señor Flintwinch. En cuanto este último apareció, Rigaud se abalanzó sobre él y lo abrazó con grandes aspavientos.

—¿Cómo está usted, señor? —dijo Jeremiah cuando pudo zafarse, algo que luchó por conseguir con muy pocas ceremonias—. No, gracias, ya basta. —Esto último se lo inspiró una nueva amenaza de afecto por parte del amigo que había vuelto a encontrar—. Bueno, Arthur. Recordará usted que le dije que no removiera las cosas. Ya habrá visto por qué.

Flintwinch parecía tan imperturbable como siempre, y movió la cabeza con una actitud moralizante mientras paseaba la vista por la celda.

—¡Así que ésta es la cárcel de deudores de Marshalsea! —exclamó Jeremiah—. ¡Vaya, vaya! Arthur, creo que ha echado usted sus margaritas a los cerdos.

Aunque Arthur tenía paciencia, Rigaud no. Agarró a su querido Flintwinch por las solapas de la chaqueta con una violenta alegría y gritó:

—¡Que se vayan al diablo las margaritas, los cerdos y el porquero! ¡Venga! Deme la respuesta a mi carta.

—Si tiene usted la amabilidad de soltarme un momentito, señor —respondió Flintwinch—, primero le voy a entregar al señor Arthur una notita que tengo para él.

Eso hizo. En un papel se veía la caligrafía trazada con dificultad de su madre, y sólo se leían las palabras siguientes:

Espero que te haya bastado con destruirte a ti mismo. No quieras causar más destrucción. Jeremiah Flintwinch es mi mensajero y mi representante. Con afecto,

M. C.

Clennam leyó la nota dos veces, en silencio, y la rompió. Entre tanto Rigaud se había subido a una silla y se había sentado en el respaldo con los pies en el asiento.

—Y ahora, apuesto Flintwinch —dijo, después de observar atentamente cómo se hacía pedazos la nota—, ¿cuál es la respuesta a mi carta?

—La señora Clennam no ha escrito nada, señor Blandois, dado que tiene las manos agarrotadas, y le ha parecido mejor que se la transmita yo de palabra —al señor Flintwinch le costó decir esto, y lo hizo con desgana y torpemente—. Le presenta sus respetos, dice que en conjunto no lo considera a usted un hombre poco razonable y que accede. Pero sin renunciar al plazo concedido de una semana a partir de hoy.

El señor Rigaud, con un estallido de risa, bajó de su trono y dijo:

—¡Bien! Voy a buscar un hotel.

Pero su mirada se topó con Cavalletto, que seguía delante de la puerta.

—Muévete, cerdo —añadió—. Me has seguido contra mi voluntad; ahora lo harás en contra de la tuya. Ya les he dicho, reptiles de tres al cuarto, que he nacido para que me sirvan. Exijo que el contrabandista sea mi criado hasta que se cumpla el plazo de una semana.

Para responder al gesto interrogativo de Cavalletto, Clennam le hizo un ademán para que se marchara, aunque añadió de forma audible:

—A no ser que le tenga miedo.

El italiano respondió moviendo el dedo enérgicamente:

—No, señor, no le tengo miedo, ahora que ya no es una cosa secretamental que fui su compañero.

Rigaud no se dio por enterado de estas dos declaraciones hasta que encendió el último cigarrillo y se dispuso a marcharse.

—Que si le tienen miedo… —dijo, mirándolos a todos—. ¡Ja! Niños míos, criaturas, muñequitos… claro que le tienen miedo. Primero le dan una botella de vino, luego le brindan comida, bebida y alojamiento; además, no se atreven a rozarlo ni a humillarlo con sus epítetos. No. Triunfar forma parte de su carácter. ¡Ja!

De todos los caballeros del rey es el primero,

¡siempre va contento!

Aplicándose de este modo el estribillo a sí mismo salió muy dignamente, seguido muy de cerca por Cavalletto, a quien quizá había obligado a servirlo porque había llegado de algún modo a la conclusión de que no iba a poder desembarazarse de él. El señor Flintwinch, después de rascarse el mentón y mirar esa pocilga con un semblante de cáustico menosprecio, se despidió de Arthur con la cabeza y salió también. El señor Pancks, aún triste y abatido, hizo lo propio, después de escuchar con gran atención un par de instrucciones que Arthur le dio en secreto y de responder entre cuchicheos que resolvería el asunto y que no cejaría en su empeño. El preso, sintiéndose más despreciado, más rechazado y repudiado, más impotente, mucho más triste y acabado que antes, volvió a quedarse solo.

Capítulo XXIX

Un ruego en Marshalsea

Angustias, ojeras y remordimientos son malos compañeros de celda. Pasarse el día cavilando y descansar muy poco por la noche no ayuda a nadie a superar el abatimiento. A la mañana siguiente, Clennam tenía la sensación de que su salud se iba resquebrajando, de que su ánimo estaba resquebrajado ya, y de que el peso que llevaba lo estaba venciendo.

Noche tras noche, se levantaba de esa cama infame a las doce o a la una de la madrugada, se sentaba delante de la ventana, contemplaba las farolas mortecinas del patio y alzaba la vista en busca del primer pálido atisbo del día, horas antes de que el cielo pudiera ofrecérselo. Ahora, cuando llegaba la noche, ya ni siquiera se molestaba en desvestirse.

Pues se había apoderado de él una acuciante inquietud, una dolorosa impaciencia producida por el encierro, por la convicción de que el corazón iba a fallarle, de que iba a morir allí, y eso le causaba un sufrimiento indecible. El sitio le inspiraba tanta repugnancia y tanto odio que le costaba respirar. La sensación de asfixia a veces lo abrumaba de tal modo que se quedaba inmóvil junto a la ventana, con las manos en el cuello, jadeando. Pero, de igual manera, suspirando por respirar otro aire, anhelando franquear esos muros ciegos y mudos, acababa creyendo que la misma intensidad de su deseo lo iba a volver loco.

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