—Da igual —continuó Pancks—. Sólo quería añadir que la tarea que mi amo me ha encomendado ha consistido en no dejar nunca de conjugar el modo imperativo del verbo trabajar. ¡Trabaja sin descanso! Que él trabaje sin descanso. Trabajemos sin descanso. Que ellos trabajen sin descanso. Ahí tenéis a Casby, vuestro Patriarca, y su regla de oro. Él ofrece una imagen agradabilísima a la vista, y yo todo lo contrario. Él es dulce como la miel, y yo no tengo ninguna gracia. Él me da la brea, yo la aplico y es a mí a quien se pega. En cualquier caso —dijo, acercándose otra vez a su antiguo amo, del que se había alejado un poco para que los residentes de la Plaza pudieran verlo mejor—, como no estoy acostumbrado a hablar en público y ya he pronunciado un discurso muy largo, dadas las circunstancias, voy a concluir mis reflexiones pidiendo que se ponga fin a toda esta situación.
El último de los Patriarcas se esperaba tan poco todo esto, necesitaba tanto tiempo para captar una idea y tanto tiempo para asimilarla, que no pudo decir nada. Parecía estar buscando una forma patriarcal de salir del embrollo cuando el señor Pancks volvió a apoyar en su sombrero la pistola formada con los dedos y la disparó otra vez con la misma habilidad anterior. En la ocasión previa, un par de habitantes de la Plaza habían recogido obsequiosamente la prenda y se la habían devuelto al dueño, pero el señor Pancks había conseguido impresionar tanto a su público que el Patriarca tuvo ahora que agacharse personalmente.
Como una centella, el hombrecillo, que llevaba cierto tiempo con la mano derecha metida en el bolsillo de la chaqueta, sacó unas tijeras de podar, se puso detrás del Patriarca y le cortó en un abrir y cerrar de ojos los sagrados rizos que manaban sobre sus hombros. En un arrebato de animadversión y celeridad, le quitó el sombrero de ala ancha que tenía en la mano, lo convirtió a tijeretazos en algo parecido a una olla y lo devolvió a su patriarcal cabeza.
Al ver el horrible resultado de esta medida desesperada, hasta el propio Pancks dio un paso atrás, consternado. Ahora un tipo trasquilado, con los ojos fuera de las órbitas, de cabeza inmensa, torpe, lo miraba de hito en hito, con un aspecto de cualquier cosa menos imponente, cualquier cosa menos venerable, que parecía haber brotado de la tierra para preguntar qué había sido de Casby. Después de devolver la mirada al fantasma, abrumado y sin decir nada, el señor Pancks tiró las tijeras y corrió a esconderse en algún sitio donde no pudieran alcanzarlo las consecuencias de su delito. Al hombrecillo le pareció prudente recurrir a la máxima prontitud para desaparecer, aunque lo único que lo persiguió fue el eco de las carcajadas de la Plaza del Corazón Sangrante, que atravesaron el aire y la volvieron a llenar de música.
¡A punto de salir!
Los cambios que se producen en una habitación donde hay una persona febril son lentos e inestables, pero los cambios que se producen en un mundo febril son rápidos e irrevocables.
La pequeña Dorrit tuvo que enfrentarse a los dos tipos de cambio. El muro de Marshalsea, varias horas al día, volvía a envolverla en sus sombras y a convertirla en la hija de la cárcel mientras ella pensaba por Clennam, trabajaba para él, lo cuidaba y le prodigaba, cuando se alejaba de él, todo su amor y atención. La parte de su vida que se desarrollaba fuera también le imponía exigencias acuciantes, pero respondía a ellas con paciencia infatigable. Estaba Fanny, con su orgullo, sus rabietas y sus caprichos, muy avanzada en ese estado que la descalificaba para entrar en sociedad y que tanto la había inquietado la noche del cortaplumas de carey, siempre empeñada en que la consolasen, empeñada en que no la consolasen, empeñada en sentirse profundamente ofendida, empeñada en que nadie tuviera la osadía de pensar que la habían ofendido. Estaba el hermano, un joven débil, orgulloso, aficionado a la bebida, incapaz de andar erguido, con una forma de hablar tan pastosa que parecía que una parte de ese dinero que tan ufano lo ponía se le hubiera metido en la boca y no pudiera sacárselo, incapaz de hacer nada solo, con esa tendencia a tratar con displicencia a su hermana, a la que quería egoístamente (siempre había adolecido de esa virtud negativa, ¡un muchacho tan desgraciado y tan mal situado en la vida!), precisamente porque dejaba que ella lo guiase. Estaba la señora Merdle, de vaporoso luto —su primer gorro de viuda, que seguramente había acabado hecho trizas en un arrebato de dolor, había tenido que ser sustituido por una prenda de lo más favorecedora fabricada en París—, enfrentada a Fanny en una lucha encarnizada, apechugando con ella, de la mañana a la noche, con todo su inconsolable busto. Estaba el pobre señor Sparkler, que no sabía qué hacer para que no riñeran, pero que sostenía con toda humildad que las dos debían admitir que eran mujeres extraordinarias, y muy sensatas ambas; gracias a esta última recomendación suegra y nuera se ponían de acuerdo en algo, y las dos regañaban a Edmund de una forma espantosa. Y también estaba la señora General, que había vuelto del extranjero y que cada dos días enviaba por correo unos prismas y patatas para pedir una carta de recomendación para algún puesto vacante. De esta espléndida dama se puede afirmar, finalmente, que ninguna otra contaba con tantos defensores (a juzgar por las cartas de recomendación que presentaba) de su trascendente idoneidad para cualquier puesto vacante en la faz de la tierra, ni ninguna otra con tan mala suerte para disponer de un amplísimo círculo de fervientes y distinguidos admiradores que, casualmente, nunca la necesitaban para ocupar puesto alguno.
En el primer momento de conmoción tras la muerte del eminente señor Merdle, muchas personas de importancia no habían sido capaces de decidir si debían evitar a la señora Merdle o consolarla. Pero, como parecía esencial para la solidez de su propio caso admitir que la dama había sido cruelmente engañada, lo admitieron generosamente y no le retiraron el saludo. En consecuencia, la señora Merdle, al ser una mujer elegante y de buena cuna que había sucumbido a las artimañas de un vulgar bárbaro (porque todo el mundo había desenmascarado al señor Merdle nada más descubrir que no tenía dinero), debía ser activamente protegida por su orden social, por el bien de éste. Ella respondió a semejante muestra de fidelidad dando a entender que nadie estaba más indignada por la faceta delictiva del difunto, y así, en general, consiguió salir airosa de la comprometida situación, y le fue muy bien.
Afortunadamente, el asiento del señor Sparkler en la Cámara de los Lores fue uno de esos cómodos estantes donde se deposita a un caballero de por vida, mientras no se den motivos para que la grúa de los Barnacle lo eleve a alturas más lucrativas. Este servidor de la patria demostró una gran lealtad a sus colores (la bandera de cuatro cuarteles
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), y se comportaba como un auténtico Nelson cuando había que izarlos en el mástil. Gracias a los beneficios de tal intrepidez, la señora Sparkler y la señora Merdle, que ocupaban distintos pisos del distinguido y pequeño templo de la incomodidad sobre el que el olor a caballo y a sopa del día anterior se cernían con la misma insistencia con que la muerte se cierne sobre el hombre, se dispusieron a resolver sus diferencias, como enemigas mortales, en los salones de la alta Sociedad. Y la pequeña Dorrit, al observar el rumbo que tomaban las cosas, no pudo sino pensar angustiada que los hijos de Fanny acabarían relegados a un apartado recodo de esa elegante casa, y se preguntó quién cuidaría de esas pequeñas víctimas aún por nacer.
Como Arthur todavía estaba demasiado enfermo y no se podía contar con él para nada que pudiera producirle ansiedad o una fuerte emoción, y dado que su recuperación dependía en gran medida del reposo que le permitiría recobrar las fuerzas, la única persona a quien pudo consultar la pequeña Dorrit en ese difícil período fue el señor Meagles, que seguía en el extranjero; Amy le escribió, a través de Minnie, nada más ver a Arthur por primera vez en Marshalsea, y desde entonces le había confesado todas sus preocupaciones, especialmente una, a saber: que el señor Meagles estuviera ausente y no pudiera ir a Marshalsea, donde su presencia sería muy beneficiosa.
Sin desvelar la naturaleza exacta de los documentos que habían ido a parar a manos de Rigaud, Amy puso al señor Meagles en antecedentes del caso, y le contó también el triste sino de quien se los había dado. La inveterada prudencia del señor Meagles, que tan bien representaban la balanza y la palita, lo obligó a señalar a la joven lo importante que era recuperar los documentos originales; este punto, le escribió a Amy, era crucial, y añadió que no volvería a Inglaterra «sin intentar descubrir dónde se hallaban».
En esa época, Henry Gowan ya había decidido que le convendría mucho no relacionarse con los Meagles. Tuvo la consideración de no dictar ninguna orden al respecto a su mujer, pero sí le confesó personalmente al señor Meagles su impresión de que no se llevaban bien, y que le parecía práctico que acordasen —educadamente, sin escenas ni nada parecido— que los dos eran tipos espléndidos, pero que era mejor que no se tratasen. El pobre señor Meagles, que ya temía no estar contribuyendo a la felicidad de su hija después de ser objeto de tantas afrentas delante de ella, respondió:
—¡De acuerdo, Henry! Eres el marido de mi Tesoro; como es natural, me has desplazado. Si es lo que quieres, ¡de acuerdo!
Esta decisión tuvo una ventaja adicional, que tal vez Gowan no había previsto: los señores Meagles, ahora que sólo se trataban con Minnie y su pequeño, empezaron a mostrarse más generosos con ella, y así aquel espíritu superior pudo disfrutar de mayores cantidades de dinero sin verse sometido a la degradante necesidad de saber de dónde venían.
En un momento así, naturalmente, el señor Meagles recibió con los brazos abiertos la posibilidad de ocuparse en algo. Minnie le dijo en qué ciudades había sembrado el terror Rigaud con su presencia y en qué hoteles se había hospedado en distintas temporadas. Meagles se asignó la tarea de visitar todos esos lugares con gran discreción y celeridad; si veía que Rigaud se había dejado en algún sitio una caja, un paquete o un recibo sin pagar, se llevaría la caja o el paquete y pagaría el recibo.
Con la única compañía de su mujer, emprendió el peregrinaje y vivió varias aventuras. Uno de los mayores escollos con que se encontró fue la imposibilidad de entender lo que le decían, y de proseguir sus pesquisas en lugares donde la gente tampoco entendía lo que él les decía. Sin embargo, con la vaga pero inamovible convicción de que el inglés era la lengua materna de todo el orbe y de que quien no lo sabía era sólo porque era tonto, el viajero soltaba largas y prolijas peroratas a los posaderos, ofrecía ruidosas y complicadísimas explicaciones y se negaba rotundamente a escuchar cualquier respuesta que los interpelados le dieran en otro idioma, aduciendo que no decían «más que bobadas». A veces recurría a un intérprete, con quien se servía de expresiones tan coloquiales que toda comunicación era imposible, lo cual no hizo más que empeorar la situación. Sin embargo, si tenemos en cuenta todos los detalles, cabe afirmar que quizá Meagles no salió del todo malparado, porque, aunque no encontró la menor prueba, fue recibido con tantas deudas y tantos insultos contra el apellido que constituía la única palabra que los demás entendían, que en casi todas partes lo cubrieron de graves acusaciones. Cuatro veces al menos llamaron a la policía para denunciarlo por estafador artero, granuja y ladrón, gruesas palabras que Meagles sobrellevó con el mejor de los humores (pues no las había entendido), y lo condujeron a diversos barcos de vapor y coches de posta para que abandonara aquellos lugares, sin que él dejara jamás de replicar, como el alegre y elocuente británico que era, con madre cogida del brazo.
Sin embargo, dentro de su idioma y dentro de su cabeza, el señor Meagles era un hombre espabilado, astuto, perseverante. Después de peregrinar por todo París, de no dejar en ella «piedra sin remover», según sus propias palabras, y de fracasar estrepitosamente, seguía sin darse por vencido.
—Madre, cuanto más me acerque a Inglaterra siguiendo los pasos de ese hombre —razonaba Meagles—, más posibilidades tengo de acercarme a los documentos, aparezcan o no. Porque lo más lógico es pensar que los guardó en algún sitio a salvo de los ingleses, pero al mismo tiempo al alcance de su mano, ¿entiendes?
En París, el peregrino encontró esperándolo una carta de la pequeña Dorrit; en ella, Amy le decía que había podido hablar un par de minutos de Rigaud con el señor Clennam, y que, cuando le había contado que su amigo el señor Meagles, que se dirigía a Inglaterra para visitarlo, estaba intentando averiguar, en la medida de lo posible, algo sobre dicho personaje, él le había pedido que lo informase de que había ido una vez a ver a la señorita Wade, que por aquel entonces vivía en una calle de Calais.
—¡Caramba! —exclamó el peregrino.
Con toda la rapidez posible en aquella época de los coches de posta, Meagles fue a llamar al timbre resquebrajado de la puerta resquebrajada; la puerta se abrió con un chirrido y apareció en el vestíbulo oscuro la campesina, que dijo:
—¡Hola,
señog
! ¿Para quién?
Ante tales palabras, Meagles se dijo para sus adentros que los habitantes de Calais demostraban un gran sentido común y se enteraban bien de lo que pasaba a su alrededor, y respondió:
—La señorita Wade, querida.
Y lo llevaron en presencia de la señorita.
—Llevamos cierto tiempo sin vernos —declaró el visitante entre carraspeos—. Espero que se encuentre usted bien, señorita Wade.
Sin esperar que Meagles ni ninguna otra persona se encontrasen bien, la señorita Wade le preguntó a qué se debía el gran honor de volver a verlo. El recién llegado, entre tanto, no dejaba de observar la sala, sin ver nada que tuviera forma de caja.
—Pues lo cierto es —respondió en un tono afable, zalamero, por no decir convincente— que quizá pueda usted arrojar cierta luz sobre un asunto que en estos momentos se halla envuelto en tinieblas. Espero que cualquier incidente desagradable que hayamos podido tener en otro tiempo ya sea sólo cosa del pasado. No podemos cambiar lo sucedido. ¿Se acuerda de mi hija? ¡Cómo cambia todo! ¡Ahora es madre!
En su inocencia, el señor Meagles no podría haber hecho peor alusión. Hizo una pausa, esperando ver algún gesto de interés, pero fue una pausa inútil.
—Supongo que no será ése el asunto que quería tratar conmigo —dijo Wade después de un frío silencio.