—No, no —respondió Meagles—. Había pensado que, dada su bondad…
—Creía que ya sabía usted que no es precisamente fácil despertar mi bondad.
—No diga eso, no sea injusta consigo misma. Pero vayamos al grano. —Meagles se había percatado de que no conseguía nada con rodeos—. Me ha contado mi amigo Clennam, que ha estado muy enfermo y sigue estándolo, cosa de la que usted lamentará enterarse…
Volvió a hacer una pausa, y ella volvió a quedarse callada.
—Resulta que me ha contado que tuvo usted cierta relación con un tal Blandois, recientemente fallecido en Londres a raíz de un trágico accidente. ¡No me interprete mal! Sé que fue sólo una relación superficial —añadió Meagles, frenando hábilmente una airada interrupción que, según vio, estaba a punto de producirse—. Estoy plenamente al corriente. Sí, fue sólo una relación superficial. Pero la pregunta es la siguiente —prosiguió, adoptando de nuevo el tono amable—: la última vez que Blandois iba de camino a Inglaterra, ¿no le dejaría a usted una caja con documentos, o un fajo de documentos, o unos documentos en un receptáculo u otro, o cualquier tipo de documento, rogándole que se los guardase cierto tiempo hasta que se los reclamase?
—¿Ésa es la pregunta? —repitió Wade—. ¿Y quién la hace?
—Yo —respondió Meagles—. No sólo yo; también Clennam y otras personas. Estoy seguro —añadió, con el corazón rebosante de cariño por Tesoro— de que mi hija no puede inspirarle ningún sentimiento desagradable; es imposible. Pues también se lo pregunta ella, porque es algo que interesa de forma muy particular a una amiga suya. Así que he venido a hacerle con toda franqueza esta pregunta: ¿le dejó unos documentos?
—¡Hay que ver! —exclamó Wade—. ¡Da la impresión de que soy el blanco de los interrogantes de todas las personas que conoció a ese hombre al que hice un encargo una vez en la vida, a quien pagué, y a quien no volví a ver!
—No —objetó Meagles—, no se ofenda, porque es la pregunta más sencilla del mundo, y se le podría plantear a cualquiera. Los papeles de los que hablo no eran de Blandois, no los había conseguido lícitamente, en determinado momento podrían dar un disgusto a la persona inocente que los custodiase, y los están buscando los dueños legítimos. Blandois pasó por Calais antes de volver a Londres, y tenía motivos para no llegar a esta última ciudad con ellos, porque quería tenerlos fácilmente a su disposición sin dejarlos en manos de gente de su calaña. ¿Los depositó aquí? Le aseguro que, si supiera cómo no ofenderla al preguntarle esto, haría todo lo posible. Le hago la pregunta personalmente, pero en ella no hay nada personal. Se la podría plantear a cualquiera; ya se la he hecho a muchas personas. ¿Los dejó aquí? ¿Dejó algo aquí?
—No.
—Entonces, desgraciadamente, ¿no sabe usted nada de ellos?
—No sé nada. Ya he respondido a su misteriosa pregunta. No los dejó aquí, y no sé nada de ellos.
—¡Bueno! —exclamó Meagles mientras se ponía en pie—. Lamento oírlo, no hay más que hablar, y espero que no haya sufrido usted mucho por mi culpa… Señorita Wade, ¿Tattycoram está bien?
—¿Que si Harriet está bien? ¡Desde luego!
—He vuelto a meter la pata —se disculpó el visitante al ver que corregían sus palabras—. Parece que no hago otra cosa que equivocarme. Quizá, si hubiera reflexionado un poco, nunca le habría puesto a la chica ese sonoro nombre. Pero, cuando uno quiere ser simpático y campechano con los jóvenes, no reflexiona en exceso. Su antigua amiga le manda muchos recuerdos, si considera usted oportuno transmitírselos.
Wade no respondió; el señor Meagles sacó su rostro sincero de la lúgubre sala, en la que había brillado como un sol, y lo llevó al hotel donde había dejado a la señora Meagles, a la cual presentó el siguiente informe: «He fracasado, madre. ¡No he conseguido nada!». A continuación metió el mismo rostro en el paquebote a vapor que zarpaba de noche rumbo a Londres, y de ahí, a Marshalsea.
En la cárcel estaba de guardia el fiel John cuando los señores Meagles se presentaron en la puerta, a última hora del atardecer. El joven les anunció que la señorita Dorrit no estaba, pero que se había pasado por la mañana y que siempre iba por la noche. El señor Clennam mejoraba poco a poco; Maggy, la señora Plornish y el señor Baptist se turnaban para cuidarlo. Seguro que la señorita Dorrit volvía antes de que tocasen la campana. Tenía una habitación que el director le había cedido; podían esperar en ella, si querían. Temiendo que una visita sin previo aviso fuera peligrosa para Arthur, Meagles aceptó la propuesta, y el matrimonio se encerró en la habitación, contemplando la cárcel a través de los barrotes de la ventana.
La zona más atestada de la prisión causó tal impresión a la señora Meagles que se echó a llorar, y tal impresión al señor Meagles que empezó a jadear. El hombre estaba paseándose por la estancia, resoplando y empeorando su estado al abanicarse trabajosamente con el pañuelo, cuando se volvió hacia la puerta que empezaba a abrirse.
—¿Eh? ¡Cielo santo! —exclamó Meagles—. ¡Si no es la señorita Dorrit! ¡Madre, madre, mira! ¡Tattycoram!
La misma. Y los brazos de Tattycoram sostenían una caja de hierro de más de medio metro. Affery Flintwinch había visto una caja igual en el primero de sus sueños, saliendo de la vieja casa de madrugada, transportada por el doble de Jeremiah. Tattycoram la dejó en el suelo, delante de los pies de su antiguo señor; se arrodilló al lado de ella y, dándole golpes con las manos, con una mezcla de júbilo y desesperación, medio llorando y medio riendo, exclamó:
—¡Perdóneme, señor! ¡Querida señora, acójame de nuevo! ¡Aquí tienen la caja!
—¡Tatty! —dijo el señor Meagles.
—¡Esto es lo que buscaban! —dijo la joven—. ¡Aquí la tienen! Me obligó a ir a la habitación de al lado para no verlo. Oí que preguntaba por esta caja y que ella le decía que no la teníamos, pero yo estaba delante cuando ese hombre nos la dejó, la cogí por la noche y la he traído. ¡Aquí la tienen!
—Pero, muchacha mía —preguntó el señor Meagles, más falto de aliento que antes—, ¿cómo has llegado hasta aquí?
—En el mismo paquebote que ustedes. En el otro extremo, muy arrebujada. Cuando los he visto coger un coche en el muelle, he cogido otro y los he seguido. Ella jamás se la habría entregado después de que usted le contara que la andaban buscando; habría preferido hundirla en el mar o quemarla. Pero ¡aquí está!
¡Qué radiante y extasiada estaba la joven al pronunciar estas palabras!
—Debo añadir en su descargo que ella no pidió que nos la dejara, pero él lo hizo, y sé perfectamente que, después de lo que usted contó y de que ella negara tenerla, jamás se la habría entregado. Pero ¡aquí está! Querido señor, querida señora, acéptenme otra vez, ¡vuelvan a llamarme con el nombre de antes! Que esta caja interceda por mí. ¡Aquí la tienen!
Padre y madre Meagles nunca habían merecido más esos apelativos que cuando volvieron a acoger a esta joven obstinada y huérfana.
—¡Oh! ¡Qué desgraciada he sido! —se lamentaba Tattycoram, sollozando aún con más fuerza—. ¡Qué infeliz he sido y cuánto me he arrepentido! Esa mujer me dio miedo desde la primera vez que la vi. Supe que Wade sería capaz de dominarme porque entendía muy bien todo lo malo que había en mí, una locura que ella sabía despertar a voluntad. Cuando me ponía así, pensaba que todos me despreciaban por mis orígenes; cuanto más amables se mostraban, más me ofendían. Tenía la sensación de que querían demostrar su superioridad, para que los envidiase, pero ahora sé, y habría sabido entonces si me hubiera parado a pensar, que no era ésa la intención de nadie. ¡Y mi joven y bella señora, que no ha sido todo lo feliz que se merece… yo la abandoné! ¡Debe considerarme una salvaje y una miserable! Pero ¿le hablarán bien de mí y le pedirán que se muestre tan comprensiva como ustedes? Porque ya no soy tan mala —añadió, en tono de súplica—. Sigo siéndolo, pero no tanto como antes. Todo este tiempo he tenido delante a la señorita Wade como si fuera un reflejo de mí misma al cabo de cierto tiempo, como si todo se hubiera echado a perder y todo lo bueno se hubiera convertido en malo. Todo este tiempo la he tenido delante de mí, y he visto que su único placer consistía en que yo me sintiese tan desgraciada, recelosa y atormentada como ella. Tampoco es que tuviera que esforzarse mucho para lograrlo —declaró, en un último e intenso estallido de angustia—, porque yo ya era suficientemente perversa. Lo único que quiero decir es que, después de todo lo que he vivido, sólo aspiro a no ser tan mala nunca más, a mejorar poco a poco. Lo intentaré con todas mis fuerzas. No me detendré al llegar a veinticinco, señor. ¡Contaré hasta veinticinco multiplicado por diez, multiplicado por mil!
Se abrió otra vez la puerta, Tattycoram se tranquilizó, entró la pequeña Dorrit, el señor Meagles le entregó la caja henchido de alegría y orgullo, y la alegría y un dichoso agradecimiento iluminaron el rostro de la muchacha. ¡El secreto quedaba a buen recaudo! Podría ocultarle todo cuanto la afectaba a ella; Arthur nunca sabría lo que ella había perdido; a su debido tiempo, se enteraría de todo lo que tenía importancia para él, pero jamás conocería lo que sólo la concernía a ella. Todo formaba parte del pasado, todo se había perdonado, todo se había olvidado.
—Y ahora, querida señorita Dorrit —añadió Meagles—, como soy un hombre de negocios, o al menos lo fui, voy a ejercer como tal esta noche. ¿Debo ver a Arthur hoy?
—Creo que no. Voy a subir a su habitación para ver cómo está. Pero seguramente será mejor que no se presenten ustedes ahora.
—Comparto en gran medida su opinión, querida —afirmó Meagles—, y, por eso, no he querido traspasar los límites de esta lóbrega estancia para subir a verlo. Esperaré un poco para visitarlo. Pero a usted le explicaré un asunto que quiero tratar, en cuanto vuelva a bajar.
Amy se marchó. El señor Meagles, a través de los barrotes de la ventana, observó cómo la joven cruzaba la portería y entraba en el patio.
—Tattycoram, querida niña —dijo dulcemente—, acércate un momento.
La muchacha obedeció.
—Tatty, ¿ves a esa joven dama que acaba de salir, a esa figura menuda, callada y frágil que cruza el patio? Fíjate en ella. La gente se mueve para dejarla pasar. Los hombres —mira esos tipos pobres, desastrados— se quitan el sombrero con la mayor educación para saludarla… Acaba de franquear la puerta. ¿La has visto, Tattycoram?
—Sí, señor.
—Me han contado que antes siempre decían que era la hija de este lugar. Aquí nació, y aquí ha vivido muchos años. Entre estas paredes me asfixio. ¿No te parece un sitio muy triste en el que nacer, en el que crecer?
—¡Y tanto, señor!
—Si ella hubiera pensado continuamente en sí misma y llegado a la conclusión de que todo el mundo tenía en cuenta que había nacido aquí, de que la despreciaban por ello, de que se lo echaban en cara, habría llevado una vida dominada por el resentimiento y seguramente bastante inútil. Pero también me han dicho, Tattycoram, que su existencia se ha caracterizado por una activa resignación, por la bondad y la nobleza al servicio de los demás. ¿Quieres que te cuente hacia dónde creo que siempre se han dirigido esos ojos que acaban de marcharse, y que ahora lucen con esa expresión?
—Sí, señor, se lo ruego.
—Al deber, Tattycoram. Hay que empezar a cumplirlo cuanto antes, y cumplirlo bien; sean cuales sean el origen o las circunstancias de una persona, siempre hay que cumplir ese deber contraído con el Todopoderoso y con nosotros mismos.
Se quedaron junto a la ventana; la señora Meagles se acercó y estuvo compadeciendo a los presos hasta que vieron que Amy volvía. No tardó en llegar a la habitación, y les aconsejó que no visitaran esa noche a Arthur, a quien había dejado tranquilo y calmado.
—¡De acuerdo! —convino alegremente el señor Meagles—. Sin duda es lo mejor. Dejo en sus manos, querida cuidadora, la tarea de darle recuerdos de mi parte; sé que no podría dejarla en mejores manos. Mañana me marcho de nuevo.
La pequeña Dorrit, sorprendida, le preguntó adónde iba.
—No puedo vivir sin respirar —declaró el visitante—. Este lugar me ha cortado la respiración, y no la voy a recuperar hasta que Arthur salga de aquí.
—¿Y ése es el motivo de que vuelva a marcharse mañana a primera hora?
—En seguida lo entenderá —afirmó Meagles—. Esta noche, los tres nos hospedaremos en un hotel. Mañana por la mañana, madre y Tattycoram irán a Twickenham, donde la señora Tickit, sentada en compañía del doctor Buchan junto a la ventana, pensará que son dos apariciones; yo volveré al extranjero en busca de Doyce. Dan tiene que estar aquí. Cielo mío, le aseguro que es inútil hacer planes y conjeturas sobre esto y lo otro por carta, desde tan lejos y de forma inconstante; Doyce tiene que volver. Desde mañana, a primera ahora, me dedicaré a facilitar su regreso. A mí no me cuesta nada ir a buscarlo. Estoy muy acostumbrado a los viajes, y todos los idiomas y costumbres extranjeros me parecen iguales: no entiendo nada ni de una cosa ni de la otra. Así no pasaré ningún apuro. Está claro que debo partir de inmediato, porque no puedo vivir sin respirar tranquilo, y no respiraré tranquilo hasta que Arthur salga de esta cárcel de Marshalsea. Me ahogo en este mismo momento, y apenas tengo aire para pronunciar estas palabras y llevarle esta valiosa caja al piso de abajo.
Salieron a la calle en cuanto la campana empezó a sonar; el señor Meagles sostenía la caja. A la pequeña Dorrit no la esperaba ningún vehículo, cosa que sorprendió mucho al viajero, que le llamó un coche; Amy subió a él y, después de que se sentara, Meagles le dejó la caja al lado. Tan contenta y tan agradecida estaba la muchacha que le besó la mano.
—No haga eso, querida —le pidió Meagles—. No me parece correcto que precisamente usted me honre de este modo, a mí, en la puerta de Marshalsea.
Ella se agachó y le dio un beso en la mejilla.
—Me recuerda usted cierta época —dijo el hombre, de pronto alicaído—. Pero… bueno, ella lo quiere mucho, tapa sus defectos y cree que nadie los nota… ¡Y no cabe duda de que está muy bien relacionado y es de buena familia!
Era el único consuelo que le quedaba tras haber perdido a su hija, y, si se aferraba a él, ¿alguien podía reprochárselo?
Salimos
Un saludable día de otoño, el preso de Marshalsea, débil pero algo recuperado, escuchaba una voz que le leía algo. Era un saludable día de otoño, cuando ya se había recogido la cosecha y se habían vuelto a arar los campos dorados, cuando los frutos del verano ya habían madurado y desaparecido, los laboriosos recolectores ya habían arrasado los verdes cultivos de lúpulo, las manzanas que se apiñaban en los huertos ya se habían vuelto rojas, y el fruto del serbal ya despuntaba con su tono carmesí entre el follaje amarillo. En los bosques ya se atisbaban las primeras señales del duro e inminente invierno en los recientes claros entre los arbustos, por los que el paisaje se veía nítido y despejado, sin la florescencia del letárgico clima estival que lo había cubierto todo como la pelusa cubre las ciruelas. Desde la costa, el mar ya no parecía dormir bajo el calor; sus miles de ojos centelleantes se habían abierto, poseídos por una alegre actividad, de una punta a otra, de la arena fría de la playa a las velas diminutas del horizonte, que se alejaban como las hojas de otoño se alejan de los árboles.