Cuando Jeremiah terminó, la señora Clennam apartó lentamente la mirada y se sujetó la frente con una mano. Con la otra agarró la mesa con gran fuerza y volvió a apreciarse en ella el curioso estremecimiento de antes, como si fuera a ponerse en pie:
—Nadie le va a pagar por esta caja el precio que conseguirá aquí. Lo que sabe usted no le va a reportar los mismos beneficios si se lo vende a otra persona. Pero en este momento me es imposible reunir la cantidad que pide. Mis medios son escasos. ¿Cuánto está dispuesto a aceptar ahora, y cuánto en otra ocasión, y cómo puedo saber que he comprado su silencio?
—Ángel mío —respondió Rigaud—, ya le he aclarado la cantidad que considero aceptable, y el tiempo apremia. Antes de venir he entregado a otra persona copias de los documentos más importantes. Si espera usted hasta la noche, cuando cierren la puerta de Marshalsea, ya será demasiado tarde: el preso los habrá leído.
La señora Clennam volvió a hundir la cabeza entre las manos y, con una sonora exclamación, se puso en pie. Se tambaleó un instante y pareció que iba a desplomarse, pero se mantuvo firme:
—Diga cuáles son sus intenciones. ¡Hable claro!
Ante esa figura espectral, tan poco acostumbrada a estar erguida y tan envarada en su postura, Rigaud se sentó y bajó la voz. Las tres personas allí presentes casi tuvieron la sensación de que una muerta había resucitado.
—La señorita Dorrit —explicó Rigaud—, la sobrinita de
monsieur
Frederick, a quien he conocido en el extranjero, siente un gran apego por el preso. La señorita Dorrit, la sobrinita de
monsieur
Frederick, cuida en estos momentos del preso, que está enfermo. Yo mismo le he dejado a esa muchacha un paquete en la cárcel, antes de venir aquí, junto con una carta con instrucciones «para que el señor Clennam no sufra ningún perjuicio». Ella sería capaz de cualquier cosa con tal de que el señor Clennam no sufra ningún perjuicio… En las instrucciones se aclara que debe guardar el paquete sin romper el sello, si alguien pasa a buscarlo antes de la hora del cierre; pero, si nadie va a buscarlo antes de que suene la campana de la cárcel, debe dárselo al preso; también se incluye una copia para ella, que el señor Clennam debe entregarle. ¡Qué se cree! No me habría arriesgado a venir a esta casa, después de lo lejos que hemos llegado, sin asegurar la pervivencia de mi secreto. Y lo que ha dicho de que en ningún sitio me lo van a pagar mejor que aquí… Cuénteme,
madame
, ¿ha limitado y fijado usted el precio que la sobrinita aceptará para que el preso no sufra ningún perjuicio y para que el asunto no se difunda? Le repito que el tiempo apremia. Si nadie recoge el paquete antes de que esta noche suene la campana, ya no podrá comprarlo. ¡Entonces se lo venderé a la joven!
De nuevo la anciana se estremeció y se removió; se dirigió deprisa a un armario, abrió la puerta bruscamente, cogió una capa o un mantón y se cubrió la cabeza con él. Affery, que la contemplaba aterrorizada, se abalanzó sobre ella en el centro de la habitación, y, sujetándola por el vestido, se arrodilló.
—¡No, no, no! ¿Qué hace? ¿Adónde va? Es usted una mujer espantosa, pero no le deseo nada malo. Sé que ya no puedo prestarle ningún servicio al pobre Arthur, y usted no tiene nada que temer de mí. Guardaré el secreto. Si sale usted, se desplomará y morirá en la calle. Prométame sólo una cosa: si es a esa pobre mujer a quien esconden aquí, deje que me ocupe de ella, que la atienda. Prométame sólo eso y nunca tendrá nada que temer de mí.
La señora Clennam, detenida en el momento de mayor urgencia, respondió con terminante incredulidad:
—¿Que si está escondida aquí? Si lleva muerta más de veinte años… Pregúnteselo a Flintwinch; pregúnteselo a este otro hombre. Los dos le dirán que esa mujer murió cuando Arthur se marchó al extranjero.
—Tanto peor —repuso Affery con un escalofrío—, porque entonces debe ser ella quien se aparece en esta casa. ¿Quién si no se mueve de un lado a otro y deja señales con pequeños puñados de polvo? ¿Quién si no entra y sale, y deja marcas largas y torcidas en las paredes al pasar, cuando todos estamos en la cama? ¿Quién si no impide que a veces se abran las puertas? ¡No salga, no salga! ¡Señora, morirá usted en la calle!
La señora desenganchó el vestido de las manos implorantes de Affery; le dijo a Rigaud: «¡Espéreme hasta que vuelva!», y salió rápidamente de la habitación. Todos vieron, por la ventana, cómo cruzaba a toda prisa el patio y franqueaba la verja.
Por unos instantes nadie se movió. Affery fue la primera en reaccionar: retorciendo las manos, siguió a su señora. Después, Jeremiah Flintwinch, lentamente y andando de espaldas a la puerta, con una mano en el bolsillo y frotándose el mentón con la otra, salió con su habitual reticencia. Por último Rigaud, al quedarse solo, se acomodó en el banco de la ventana, que estaba abierta, en la postura que solía adoptar en la cárcel de Marsella. Sacó los cigarrillos y la caja de cerillas y se puso a fumar.
—¡Caramba! Este sitio es casi tan feo como esa cárcel infernal. Hace menos frío, pero casi resulta igual de lúgubre. ¿Espero a que vuelva? Desde luego. Pero ¿adónde ha ido, y cuánto tiempo estará fuera? ¡Qué más da! Rigaud Lagnier Blandois, querido amigo, conseguirás el dinero. Te harás rico. Has vivido como un caballero; morirás como un caballero. Triunfarás, muchacho, pero ¡es que el triunfo forma parte de tu carácter! ¡Y tanto!
En semejante momento de triunfo, el bigote le subió y la nariz le bajó mientras contemplaba embelesado, con especial satisfacción, un ancho rayo de luz.
El desenlace
El sol se había puesto y, en el ocaso polvoriento, las calles escasamente iluminadas vieron cruzar con celeridad a una figura que llevaba mucho tiempo sin pisarlas. En las inmediaciones de la vieja casa la figura apenas había llamado la atención porque a esa hora pocos transeúntes podían fijarse en ella, pero, al ir alejándose del río por las callejuelas sinuosas que llevaban al puente de Londres, y al llegar a la gran avenida principal, fue recibida con gran asombro.
Feroz y resuelta en la mirada, ligera en el paso aunque débil y vacilante, vistosamente vestida de luto, la cabeza tapada por el manto que se había puesto a toda prisa, demacrada y de una palidez sobrenatural, la figura seguía avanzando rápidamente, sin prestar atención a nadie, como una sonámbula. Era notable cuán ajena se mostraba al gentío entre el que avanzaba, más que si la llevaran, para ser admirada, en un pedestal: nadie podía dejar de mirarla. Los paseantes la observaban con gran interés; los atareados, al cruzarse con ella, aflojaban el paso y volvían la cabeza; los que iban acompañados se hacían a un lado y señalaban entre susurros a esa mujer espectral; parecía dejar, en su estela, un remolino que atrapaba a los más ociosos y a los más curiosos.
Aturdida por la turbulenta irrupción de la multitud en su celda de tantos años, por una confusa sensación de ir volando y la más confusa todavía de ir a pie, por los cambios inesperados que advertía en cosas que sólo recordaba vagamente y por la enorme diferencia entre las estampas controlables que tantas veces su imaginación había creado y la vida de la que había estado apartada, siguió su camino como si fuera sola y perdida en sus pensamientos, en vez de rodeada de una muchedumbre que la observaba. Sin embargo, después de cruzar el puente y seguir un pequeño trecho en línea recta, recordó que necesitaba que alguien la orientase; y sólo entonces se detuvo y miró a un lado y otro, buscando un lugar propicio para preguntar. Así fue como se percató de que estaba rodeada de rostros que la miraban de hito en hito.
—¿Por qué me miran? —preguntó, temblando.
Los que estaban más cerca no respondieron, pero de las últimas filas del círculo se oyó un grito:
—¡Porque es una loca!
—Estoy tan cuerda como todos ustedes. Quiero ir a la cárcel de Marshalsea.
El grito de las últimas filas replicó:
—¡Pues con más razón es usted una loca, porque la prisión está en sentido contrario!
Mientras se armaba una gran bulla a raíz de esta réplica, un joven bajo, de modales suaves y aspecto tranquilo, se abrió paso, se acercó a ella y le dijo:
—¿Quería ir a Marshalsea? Yo trabajo allí. Venga conmigo, haremos juntos el camino.
Ella lo cogió del brazo y el joven la guió; la multitud, muy ofendida por la inminente posibilidad de perderla de vista, los empujó por delante, por los lados y por detrás, y recomendó a la dama que diera un rodeo y se encaminara a Bedlam
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. Después de cierta agitación pasajera en la explanada, la puerta de la cárcel se abrió y se cerró tras ellos. En la portería, que, comparada con el alboroto de la calle, parecía un remanso de paz, un refugio, una lámpara amarilla ya intentaba derrotar las sombras de la cárcel.
—¡Caramba, John! —exclamó el carcelero que los había dejado pasar—. ¿Qué sucede?
—Nada, padre; esta señora no sabía llegar, y los chicos la estaban molestando. ¿A quién quería ver, señora?
—A la señorita Dorrit. ¿Está aquí?
El joven empezó a mostrar más interés:
—Sí, está. ¿Podría decirme su nombre?
—Soy la señora Clennam.
—¿La madre del señor Clennam? —preguntó el joven.
Ella apretó los labios, titubeó y respondió:
—Sí. Dígale, por favor, a la chica que soy su madre.
—Verá usted —le aclaró el muchacho—, la familia del director vive en el campo en estos momentos, así que el director le ha cedido a la señorita Dorrit una de las habitaciones de su casa para que se hospede allí cuando quiera. ¿Por qué no me espera en ella mientras voy a buscarla?
La anciana hizo un gesto de asentimiento; John hijo abrió una puerta y la guió por una escalera interior que llevaba a las dependencias del piso superior. La hizo pasar a una habitación en penumbra y allí la dejó. Desde ese cuarto se veía el patio de la cárcel, también en penumbra, donde los prisioneros paseaban o se asomaban por las ventanas; hablaban, acercándose cuanto podían a la puerta, con los amigos que se marchaban; sobrellevaban, en pocas palabras, su reclusión de la mejor manera posible en esa noche estival. La atmósfera estaba cargada, hacía calor; el confinamiento resultaba opresivo; de fuera venía un alud de ruidos en libertad, como el amargo recuerdo que se tenía de estas cosas cuando dolían la cabeza o el corazón. La señora Clennam se acercó a la ventana perpleja y contempló la prisión como si fuera distinta de su propia prisión. De pronto la sobresaltó un murmullo de asombro, y se encontró a la pequeña Dorrit delante de ella.
—¿Es posible, señora Clennam, que felizmente se haya recuperado usted tanto…?
Pero la joven se interrumpió, pues no había ni felicidad ni salud en el rostro que se volvió hacia ella.
—Ni me he recuperado ni tengo fuerzas; no sé qué me ha pasado. —Con un ademán impaciente, la anciana dio por zanjada la cuestión—. Te han dejado un paquete que debías darle a Arthur si nadie venía a buscarlo esta noche, antes del cierre.
—Así es.
—Pues he venido a buscarlo yo.
Amy, que lo guardaba en su seno, lo sacó y se lo dio; la señora Clennam no retiró el brazo extendido después de cogerlo.
—¿Tienes alguna idea de lo que contiene?
Asustada por la presencia de la dama, con ese nuevo poder de movimiento que, como ella misma había confesado, no se debía a la fuerza física, y que ahora resultaba irreal, como si un cuadro o una estatua hubieran cobrado vida, la pequeña Dorrit respondió:
—No.
—Léelo.
Amy volvió a coger el paquete de la mano que seguía extendida y rompió el sello. La señora Clennam le pasó el fajo que iba a su nombre y se quedó con el otro. Los muros y los edificios de la cárcel, que ya ensombrecían la sala a mediodía, tanto la privaban de luz que sólo se podía leer en ella, con el ocaso cada vez más avanzado, al lado de la ventana. A esa ventana, donde podía alcanzarla un atisbo del brillante firmamento veraniego, ya casi nocturno, se acercó la pequeña Dorrit y empezó a leer. Tras un par de tenues exclamaciones de sorpresa y pavor, siguió leyendo en silencio. Al terminar vio que su antigua señora se había arrodillado delante de ella.
—Ahora ya sabes lo que he hecho.
—Eso creo. Eso me temo, aunque estoy tan confusa y apenada, y tantas cosas me han inspirado compasión, que no he podido entender bien todo lo que leía —dijo Amy con voz trémula.
—Te daré lo que te he ocultado. Perdóname. ¿Me podrás perdonar?
—¡La podré perdonar y la perdono de todo corazón! No me bese el vestido ni se arrodille delante de mí, es usted demasiado mayor; la perdono sinceramente y no necesito ese gesto.
—Quiero pedirte una cosa más.
—No en esa postura —objetó la joven—. Es antinatural ver sus cabellos grises por debajo de mí. Levántese, se lo suplico; yo la ayudo.
Y la ayudó a ponerse en pie; la pequeña Dorrit la miraba más bien asustada, pero no sin cariño.
—El gran ruego que te hago (y después vendrá otro que es consecuencia de éste), la gran súplica que dirijo a tu bondadoso y misericordioso corazón, es que no le cuentes nada a Arthur hasta que yo muera. Si crees, después de considerarlo detenidamente, que él puede sacar algún provecho de esto estando yo aún viva, cuéntaselo. Pero no lo creerás; si llegas a esta conclusión, ¿me prometes que esperarás a que muera?
—Siento tanta pena, y lo que he leído me ha dejado tan perpleja —respondió Amy—, que creo que no estoy en condiciones de darle una respuesta cabal. Si estuviera segura de que saberlo no iba a beneficiar en nada al señor Clennam…
—Sé el cariño que sientes por él, y que mirarás sobre todo por su bienestar. Tienes que pensar sobre todo en él; es lo que te pido. Sin embargo, después de pensar en él, si te sigue pareciendo que puedes esperar el poco tiempo que me queda en este mundo, ¿esperarás?
—Sí.
—¡Que Dios te bendiga!
La señora Clennam, envuelta en sombras, sólo era para la pequeña Dorrit, bajo la luz, una forma velada, pero su tono de voz al decir estas palabras revelaba fervor y emoción. Una emoción tan desacostumbrada para sus ojos secos como el movimiento para sus extremidades paralizadas.
—Quizá te extrañe —añadió, con voz más firme— que me sea menos difícil descubrirme ante ti, con quien he obrado mal, que ante el hijo de mi enemiga, de cuya falta fui víctima. ¡Sí, fui su víctima! No sólo cometió un gravísimo pecado contra el Señor, sino que me perjudicó a mí. Fue ella quien determinó la relación entre el padre de Arthur y yo. Desde el día en que nos casamos él me tuvo pavor, y eso se lo debo a ella. Fui el azote de ambos, y eso también fue culpa de ella. Tú amas a Arthur (veo que te sonrojas, ¡ojalá eso señale el inicio de días más felices para los dos!), y, siendo él tan bueno y tan compasivo como tú, ya habrás pensado cómo es posible que no me sincere con él tan fácilmente como lo he hecho contigo. ¿No lo has pensado?