Cuanto más se debatía Pancks interiormente, menos paciencia tenía con el Patriarca. En sus últimas reuniones, los resoplidos del hombrecillo habían adquirido un matiz de irritación que no presagiaban nada bueno para el anciano; además, Pancks había contemplado varias veces las protuberancias patriarcales de un modo extraño en una persona que no se dedicaba a la pintura, ni a la fabricación de pelucas, y que no buscaba un modelo.
Sin embargo, el hombrecillo atracaba y zarpaba del pequeño muelle de la parte posterior de la casa, envuelto en nubes de vapor, cuando el Patriarca requería su presencia, y los negocios seguían su curso habitual. El señor Pancks continuaba arando la Plaza del Corazón Sangrante y el señor Casby recogía la cosecha al ritmo marcado por las estaciones; el señor Pancks se llevaba toda la parte ingrata y sucia del negocio; el señor Casby, todos los beneficios, todos los vapores etéreos, todos los claros de luna… toda
su
parte; y, según solía decir este hombre risueño y benevolente los sábados por la tarde, cuando giraba los gruesos pulgares después de cerrar las cuentas de la semana, «todas las partes han quedado satisfechas… todas las partes, señor, han quedado satisfechas».
El muelle del remolcador a vapor, es decir, del señor Pancks, tenía un techo de plomo que, con las elevadísimas temperaturas del tórrido sol estival, quizá hubiera recalentado en exceso la embarcación. Fuera como fuera, una luminosa tarde de sábado, tras recibir la llamada del renqueante barco de color verde botella, el remolcador maniobró inmediatamente y zarpó a toda máquina del muelle en plena ebullición.
—Señor Pancks —lo acusó el Patriarca—, ha sido usted descuidado, ha sido usted descuidado, señor.
—¿A qué se refiere? —replicó bruscamente el hombrecillo.
El estado de ánimo patriarcal, siempre caracterizado por la tranquilidad y la compostura, era tan particularmente sereno esa tarde que resultaba provocador. Todos los mortales tenía calor, pero el Patriarca disfrutaba de un espléndido frescor. Todos tenían sed, y el Patriarca bebía. Lo envolvía un aroma a lima o limón, y se había preparado una bebida de jerez dorado que relucía en un vaso enorme, como si hubiera de beberse el sol del atardecer. Eso ya era malo, pero no era lo peor. Lo peor era que, con esos grandes ojos azules y esa cabeza lustrosa, con esos largos cabellos blancos y esas piernas verde botella extendidas, coronadas por unos cómodos zapatos cómodamente cruzados por el empeine, el aspecto radiante del anciano parecía señalar que, en su infinita benevolencia, había preparado la bebida para toda la especie humana, y que él se conformaba con tomar la leche de su propia generosidad.
Por eso replicó el señor Pancks: «¿A qué se refiere?», y se puso el pelo de punta con las dos manos, gesto que presagiaba algo.
—Me refiero, señor Pancks, a que debe mostrarse usted mucho más insistente con los inquilinos, más insistente con los inquilinos, más insistente. No los exprime usted. Los recibos que me trae dejan mucho que desear. Debe exprimirlos, señor; de otro modo, nuestra relación dejará de ser todo lo satisfactoria que me gustaría para todas las partes. Todas las partes.
—¿Que no los exprimo? —repuso Pancks—. ¿Y qué otra cosa hago?
—Es que no debe hacer otra cosa, señor. Usted está aquí para cumplir su obligación, pero no la cumple. Le pago para que exprima, y debe exprimirlos para que me paguen. —Al Patriarca le sorprendió tanto el ingenio de esta frase, inspirada en el doctor Johnson
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, sin esperarlo ni pretenderlo en absoluto, que soltó una carcajada, y, girando los pulgares y haciendo un gesto con la cabeza a su retrato de niñez, repitió muy satisfecho—: Le pago para que exprima, y debe exprimirlos para que me paguen.
—¡Oh! —exclamó Pancks—. ¿Algo más?
—Sí, señor, hay algo más. No estoy nada contento con mi hija, señor Pancks, nada contento. No sólo aparece con demasiada frecuencia por casa de la señora Clennam para interesarse por la dama, por la dama, que no se encuentra ahora en unas circunstancias que se puedan considerar… satisfactorias para todas las partes, sino que además, señor Pancks, o estoy muy mal informado o aparece por la cárcel, por la cárcel, para interesarse por el señor Clennam.
—El señor Clennam está enfermo —apuntó Pancks—. Quizá no sea más que un gesto de deferencia.
—Bobadas. A ella eso no la afecta en absoluto, no la afecta en absoluto. No lo voy a consentir. Que el señor Clennam pague sus deudas y salga; que pague sus deudas y salga.
Aunque el pelo del hombrecillo ya estaba tan en punta que parecía alambre duro, aún le dio otro impulso perpendicular con las dos manos y le dedicó a su amo la más espantosa de las sonrisas.
—¿Me podría hacer el favor de decirle a mi hija que no lo voy a consentir, que no lo voy a consentir? —preguntó el Patriarca en tono conciliador.
—¡Oh! —se sorprendió Pancks—. ¿Y no podría comentárselo usted?
—No, señor; le pago para que comente usted esas cosas. —El necio y torpe anciano no pudo resistirse a repetir la expresión anterior—: Debe usted comentarlas para que le pague, comentarlas para que le pague.
—¡Oh! —exclamó Pancks de nuevo—. ¿Algo más?
—Sí, señor. Tengo la impresión de que usted también frecuenta demasiado ese lugar, ese lugar. Le recomiendo, señor Pancks, que deje de prestar tanta atención a las pérdidas que han sufrido usted y otras personas, y que se centre en su trabajo, se centre en su trabajo.
El señor Pancks reaccionó a esta recomendación pronunciando el monosílabo «¡Oh!» de una forma tan extraordinariamente abrupta, cortante y sonora que incluso el impasible Patriarca movió los ojos con algo parecido a la rapidez para mirarlo. El señor Pancks, con un resoplido de intensidad correspondiente, añadió:
—¿Algo más?
—Por ahora no, señor, por ahora no. Voy a dar un paseíto —respondió el anciano, apurando la bebida y poniéndose en pie con semblante afable—, a dar un paseíto. No sé si estará usted aquí cuando vuelva. Si no, señor, dedíquese a sus obligaciones, a sus obligaciones: el lunes exprima, exprima, exprima; ¡el lunes exprima!
El hombrecillo, tras ponerse otra vez el pelo de punta, se quedó contemplando al Patriarca mientras éste se calaba el sombrero de ala ancha, al parecer debatiéndose entre la indecisión y cierta sensación de agravio. El señor Pancks también estaba más acalorado que antes y jadeaba más. Pero dejó que el señor Casby se marchara sin añadir nada, y después espió a su amo a través de las pequeñas contraventanas verdes.
«Eso me parecía —se dijo—. Ya sabía dónde ibas. ¡Bien!»
Volvió entonces al muelle envuelto en vapor, lo ordenó minuciosamente, cogió el sombrero, lo miró todo, dijo: «¡Adiós!», y también se marchó, soltando resoplidos. Se encaminó directamente al extremo de la Plaza del Corazón Sangrante en el que vivía la señora Plornish, y llegó a lo alto de las escaleras más recalentado que nunca.
En el rellano declinó la invitación de la señora Plornish a entrar en aquel hogar feliz y charlar un ratito con su padre (aunque, para gran alivio suyo, la invitación no se repitió como se habría repetido en cualquier otra noche que no fuera sábado, día en que los clientes que tan amablemente sostenían el negocio en todos los sentidos menos el económico hacían los pedidos sin pagar); el señor Pancks se quedó en el rellano hasta que vio al Patriarca, que siempre entraba en la Plaza por el otro extremo, avanzando lentamente con una espléndida sonrisa, rodeado de personas que le debían dinero. Entonces, el señor Pancks bajó y se acercó a él exhalando vapor a la máxima presión.
Al Patriarca, con su benevolencia habitual, le sorprendió ver al señor Pancks, pero creyó que lo había convencido para ponerse a exprimir de inmediato en vez de esperar al lunes. Los vecinos de la Plaza se quedaron perplejos al presenciar el encuentro, porque ni el residente más antiguo podía recordar haber visto juntos a los dos capitostes. Y los invadió un indecible estupor cuando Pancks se acercó a aquel hombre tan venerable, se detuvo delante del chaleco color verde botella, dibujó con los dedos índice y pulgar de la mano derecha una pistola, la apoyó en el ala ancha del sombrero y, con una rapidez y precisión sorprendentes, despojó de esa prenda a la cabeza lustrosa, que de pronto pareció una canica de dimensiones colosales.
Después de tomarse semejantes libertades con la cabeza del Patriarca, el señor Pancks inspiró todavía mayor estupor y simpatía a los residentes del Corazón Sangrante al decir en voz alta:
—¡Ahora, estafador zalamero, voy a ajustar cuentas con usted!
Una multitud, toda ojos y oídos, no tardó en rodear a los dos hombres; las ventanas se abrieron de par en par; la gente se arremolinó en las puertas.
—¿Qué finge ser usted? —preguntó Pancks—. ¿En qué consiste su juego moral? ¿Qué virtud se supone que practica? La benevolencia, ¿verdad? Usted… ¡benévolo!
En ese momento el remolcador, sin intención aparente de darle un golpe, pero impulsado por la necesidad de calmarse y de invertir la energía sobrante en un sano ejercicio, dirigió un puñetazo a la protuberante cabeza, que la protuberante cabeza se agachó para evitar. Este sorprendente movimiento se repitió, causando una admiración aún mayor entre los espectadores, al término de cada frase de la alocución del señor Pancks.
—Dejo de estar a su servicio —anunció—, así que le voy a decir lo que es usted: un impostor de la peor calaña. Yo, que los he sufrido a ambos, no sé si son peores los tipejos como Merdle o a los tipejos como usted. Es usted un ejecutor en la sombra, un torturador que se esconde, una máquina de exprimir, un explotador, un mercachifle camuflado. Un infame filántropo. ¡Un mentiroso despreciable!
(En este momento, la repetición de la acción anterior fue recibida con una ronda de carcajadas).
—Pregunte a esta buena gente quién es el malo aquí —prosiguió—. Seguramente le dirán que Pancks.
Confirmaron esa afirmación varias exclamaciones:
—¡Desde luego!
—¡Eso es!
—Pero ¡yo les aseguro, queridos amigos, que el malo es Casby! Este ejemplo de mansedumbre, este ser lleno de amor, este hombre tan afecto a las sonrisas y al color verde botella, ¡es el causante de todo lo que os pasa! —declaró Pancks—. Si queréis ver al hombre que quiere despellejaros… ¡aquí lo tenéis! ¡No os fijéis en mí, que sólo gano treinta chelines a la semana! ¡Fijaos en Casby, que no sé cuánto gana al año!
—¡Sí! —exclamaron varias voces—. ¡Escuchad lo que dice el señor Pancks!
—¿Escuchad lo que dice el señor Pancks? —repitió el caballero (después de ejecutar de nuevo ese movimiento tan popular)—. ¡Sí, y tanto! Ya va siendo hora de que se escuche al señor Pancks. He venido esta noche a la Plaza para que me escuchéis. Yo soy sólo el mecanismo; ¡ahí tenéis la manivela!
El público se habría rendido ya al señor Pancks como un solo hombre, como una sola mujer, como un solo niño, si no hubiera sido por los rizos largos, grises, sedosos, y por el sombrero de ala ancha.
—Ahí tenéis el registro que marca el tono de la melodía. Y en esa melodía sólo hay una palabra: ¡exprimir, exprimir, exprimir! Ahí tenéis al amo, y aquí al recadero. Sí, queridos amigos, esta noche Casby ha venido tranquilamente a la Plaza a dar una vuelta como una lenta y benévola peonza, vosotros os acercáis a él para quejaros del recadero… pero ¡no sabéis cómo os engaña el dueño de todo esto! ¿Por qué creéis que ha venido hoy? ¡Para que el lunes cargue yo con todas las culpas! ¿Y si os digo que esta misma tarde me ha echado un rapapolvo porque no os exprimo lo suficiente? ¿Y si os digo que acaba de darme la orden concreta de exprimiros el lunes hasta la última gota?
La respuesta llegó entre cuchicheos:
—¡Qué vergüenza! ¡Cuánta maldad!
—¿Maldad? —respondió Pancks con un bufido—. ¡Sí, mucha maldad! Los hombres como Casby son los más perversos de todos. Envían a sus recaderos, a cambio de unos estipendios míseros, para que hagan todo lo que a ellos les causa vergüenza y miedo, ¡lo que fingen no hacer, pero que conseguirán que otro haga, sin darle tregua! ¡Os obligan a echar la culpa al recadero para que los miréis con respeto! ¡El estafador más abyecto de esta ciudad, que se saca dieciocho peniques haciendo trampas, no estafa ni la mitad que esta cabezota que tenéis aquí!
Se oyeron los siguientes gritos:
—¡Eso es cierto! ¡No nos estafará más!
—Y fijaos en lo que os traen los hombres como él —prosiguió Pancks—. Fijaos en lo que os traen esas espléndidas peonzas que giran suavemente entre vosotros, pero tan rápido que no podéis ver si tienen una inscripción o un agujero. Ahora quiero hablar brevemente de mí. No soy un tipo que caiga simpático, lo sé muy bien.
El público se mostró dividido en este último punto; los menos complacientes exclamaron: «¡Desde luego que no!», y los más educados: «¡Sí que lo es!».
—En líneas generales, soy un zoquete aburrido, un recadero antipático y seco. Así es un humilde servidor. ¡Ése es mi retrato de cuerpo entero, pintado por mí mismo y que aquí os presento, con un probado parecido con el original! Pero ¿cómo iba a ser, teniendo el amo que tengo? ¿Qué se puede esperar? ¿Puede uno pedir peras al olmo?
A los vecinos del Corazón Sangrante les parecía que no, a tenor de lo rotundo de su respuesta.
—Pues bien —añadió Pancks—, tampoco podéis esperar cualidades agradables de recaderos como yo, con amos como éste. He sido recadero desde niño. ¿En qué ha consistido mi vida? ¡En sudar sin fin, en sudar sin fin, en impulsar la maquinaria, en impulsar la maquinaria! Ni yo mismo me caigo bien, así que tampoco es probable que les caiga bien a los demás. Si al cabo de diez años mi trabajo le reportara un chelín menos de beneficio a este impostor, me pagaría un chelín menos; si pudiera conseguir a otro que le hiciera el mismo trabajo por seis peniques menos, le daría mi puesto por seis peniques menos. ¡La mayor ganancia al menor coste, bendita sea! ¡Un principio inamovible! Qué cabezota tan espléndida tiene el señor Casby —prosiguió Pancks, observando esta parte del cuerpo con un semblante que indicaba cualquier cosa menos admiración—, aunque, si tuviera una taberna, tendría que llamarla Las Armas del Farsante. Su lema sería: «Ni un minuto de descanso para el recadero». ¿Algún caballero de los aquí presentes —preguntó el orador, haciendo una pausa y mirando a la concurrencia— conoce nuestras normas gramaticales?
El Corazón Sangrante no se atrevió a afirmar tal cosa.