La pequeña Dorrit (131 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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Inmune al cambio, yerma, contemplando neciamente todas las estaciones con el mismo rostro picado e imperturbable, hecho de pobreza e inquietud, en la cárcel no había entrado ni uno solo de esos detalles hermosos. Ya podía florecer lo que fuera: sus ladrillos y barrotes producían sin cesar la misma cosecha estéril. Pero Clennam, al escuchar la voz que le leía, percibía en ella todo lo que la espléndida naturaleza estaba haciendo, todas las alegres canciones que le canta al hombre. La naturaleza había sido la única madre en cuyo regazo había podido refugiarse de niño en busca de promesas de esperanza, de ensoñaciones, de los frutos de la ternura y la humildad que encierran las primeras semillas de la imaginación; en busca, en medio de una tormenta, de un roble protector, ese árbol que encuentra el germen de su fuerte raíz en las bellotas con las que juegan los niños. Sin embargo, la entonación de la voz que le leía despertaba recuerdos de todas esas cosas y evocaba los pocos susurros de amor y comprensión que había conocido en su vida.

Cuando la voz calló, Arthur se tapó los ojos con la mano, quejándose de que la luz era demasiado fuerte.

La pequeña Dorrit dejó el libro y rápidamente se levantó en silencio para correr la cortina. Maggy estaba entregada a su labor en su sitio habitual. Con la luz amortiguada, Amy acercó su silla a Arthur.

—Esto no durará mucho más, señor Clennam. El señor Doyce no sólo le demuestra su amistad y le anima en sus cartas, sino que también le dice que el señor Rugg le manda noticias esperanzadoras, y que además todo el mundo (ahora que los ánimos se han calmado un poco) se muestra tan atento y habla tan bien de usted… que todo esto acabará pronto.

—Querida niña… qué buena eres. ¡Un ángel!

—Me halaga usted demasiado. Pero es un gran placer para mí oír esas palabras tan sentidas y ver… —dijo Amy, levantando la vista y mirándolo a los ojos—, ver lo convencido que está de lo que dice, así que no puedo impedírselo.

Él le acercó una mano a los labios.

—Has venido muchas veces sin que te haya visto, ¿verdad, pequeña Dorrit?

—Sí, a veces he venido sin entrar en la habitación.

—¿Con mucha frecuencia?

—Bastante —respondió Amy tímidamente.

—¿Todos los días?

—Creo que he venido —confesó la joven después de titubear un poco— al menos dos veces al día.

Arthur podía haber soltado la mano después de volver a besarla con fervor, pero la dejó muy delicadamente donde estaba, como si ella misma no quisiera moverse. Clennam la cogió entre las suyas y se la llevó al pecho con suavidad.

—Querida mía, no sólo es mi reclusión lo que va a acabar pronto. También hay que poner fin a tu sacrificio. Tenemos que estar preparados para separarnos otra vez, para emprender caminos distintos, en direcciones muy divergentes. No has olvidado la conversación que tuvimos cuando volviste, ¿verdad?

—No, claro que no. Pero ha sucedido algo… Hoy se siente usted bastante fuerte, ¿no?

—Sí.

La mano que Arthur tenía cogida se le acercó un poco al rostro.

—¿Se siente usted con fuerzas suficientes para conocer todo el alcance de mi fortuna?

—Estaré muy contento de que me lo cuentes. No hay fortuna demasiado grande ni demasiado buena para la pequeña Dorrit.

—Tenía muchas ganas de contárselo. No veía la hora. ¿Está seguro de que no quiere mi dinero?

—¡Jamás!

—¿Segurísimo de que ni siquiera acepta la mitad?

—¡Jamás, pequeña mía!

Ella lo miró en silencio con una expresión en su cariñoso rostro que Arthur no alcanzó a comprender, como si fuera a echarse a llorar en cualquier momento pero, al mismo tiempo, la invadieran el orgullo y la alegría.

—Lamentará usted enterarse de lo que le voy a contar de Fanny. La pobre lo ha perdido todo. Sólo cuenta ahora con los ingresos de su marido. Todo lo que mi padre le dio al casarse acabó igual que su dinero, señor Clennam. Se lo había confiado a la misma persona, y se ha esfumado.

La noticia produjo en Arthur más indignación que sorpresa:

—Esperaba que las cosas no se pusieran tan feas —declaró—, pero temía que tu hermana hubiera sufrido grandes pérdidas, teniendo en cuenta la relación entre su marido y el estafador.

—Sí. No le ha quedado nada. Lo siento mucho por Fanny; lo siento muchísimo por la pobre Fanny. También por mi hermano.

—¿Él también había confiado sus bienes a la misma persona?

—¡Sí! Y también se ha quedado sin nada… ¿A cuánto cree usted que asciende mi gran fortuna?

Arthur la miró de forma inquisitiva mientras lo acometía un nuevo temor; ella retiró la mano y apoyó el rostro donde antes ésta descansaba.

—No tengo nada en el mundo. Soy tan pobre como era cuando vivía aquí. Cuando mi padre vino a Inglaterra se lo confió todo a una sola persona, y todo se ha esfumado. Querido mío, amado mío, ¿estás seguro ahora de que no quieres compartir mi fortuna?

Abrazada por Arthur, estrechada contra su pecho, mientras unas lágrimas de hombre caían sobre su mejilla, Amy le pasó una mano por detrás del cuello y la entrelazó con la otra.

—Nunca nos separaremos, queridísimo Arthur, ¡nunca más, hasta el fin de los días! Hasta ahora nunca había sido rica, nunca me había sentido orgullosa, nunca había sido feliz. Soy rica si me aceptas, me llena de orgullo que quisieras renunciar a mí, me colma de felicidad estar contigo en esta cárcel, del mismo modo que sería feliz si tuvieras que volver a ingresar en ella si Dios así lo dispusiera, para consolarte y servirte con todo mi amor y fidelidad. ¡Soy tuya en cualquier parte, en todas partes! ¡Te amo! Prefiero pasar mi vida aquí, contigo, salir a trabajar todos los días para ganar nuestro sustento, que disponer de la mayor fortuna jamás vista y convertirme en la dama más aclamada de todos los tiempos. ¡Ay, si mi pobre padre pudiera saber lo dichosa que soy en esta misma habitación en la que él sufrió tantos años!

Desde luego, Maggy no se había perdido ni un ápice de esta escena, y, desde luego, había empezado a llorar a lágrima viva mucho antes de llegar a este punto. Se apoderó de ella un júbilo tal que, después de abrazar con todas sus fuerzas a su madrecita, bajó las escaleras emulando los pasos de un baile de marineros en busca de alguien con quien compartir su felicidad. ¿Y a quién se encontró, entrando muy oportunamente en ese momento? A Flora y a la tía del señor F. ¿Y a quién si no, a raíz de ese encuentro, se encontró Amy esperándola cuando, al cabo de dos o tres horas largas, también salió?

Flora tenía los ojos un poco rojos y parecía bastante triste. La tía del señor F. iba tan envarada que parecía que jamás podría volver a doblarse sin la ayuda de una intensa presión mecánica. Llevaba el gorro echado hacia atrás, lo que le daba un aspecto aterrador; su pequeño y durísimo bolso estaba tan rígido que cabía suponer que la cabeza de la Gorgona lo hubiera petrificado, y que, además, se hubiera metido dentro de él. Investida de tan imponentes atributos, la tía del señor F., sentada a la vista de todos en las escaleras de la residencia oficial del director, se había convertido en las dos o tres horas ya mencionadas en un auténtico regalo para los habitantes más jóvenes de aquel distrito, cuyos alegres comentarios habían causado un considerable acaloramiento a la anciana, porque se había dedicado a combatirlos, de vez en cuando, a paraguazos.

—Siendo dolorosamente consciente, de eso no cabe duda —empezó a decir Flora— de que proponer una conversación en un lugar a una persona tan superior a él gracias a su fortuna y tan celebrada y mimada por lo más selecto de la sociedad parecerá una grosería porque incluso una pastelería con un saloncito posterior se halla muy por debajo de su posición actual pero seguro que pensando en Arthur, no lo puedo evitar aunque ahora resulta más indecoroso que nunca pero no puedo decir Doyce y Clennam, un último comentario que me gustaría hacer una última explicación que me gustaría ofrecer quizá dado que es usted tan bondadosa con la excusa de tres pastelillos de riñones en ese lugar se podría desarrollar una conversación.

Interpretando acertadamente esta alocución tan incomprensible, Amy respondió que estaba a su disposición. Flora, por tanto, la llevó a la pastelería en cuestión, que se encontraba cruzando la calle, mientras la tía del señor F. acechaba por detrás y corría un grave riesgo de atropello con una perseverancia digna de más noble causa.

Cuando les sirvieron en tres platitos de hojalata los pastelillos que habían servido de excusa para la entrevista, cada uno de ellos adornado con un agujero en la parte superior, en el que el amable pastelero vertió una salsa caliente de un recipiente con pitorro, como si echara aceite a tres lámparas, Flora sacó el pañuelo.

—Si en mis más quiméricas ensoñaciones —dijo— hubiera podido imaginar que Arthur, no puedo evitarlo le ruego me perdone, iba a recobrar la libertad hasta un pastelillo con tan poco hojaldre como éste y con un relleno de riñones tan deficiente que más bien parece un picadillo de nuez moscada le resultaría más que aceptable si se lo ofreciese cierta mano con un cariño auténtico pero esas visiones ya se han ido para siempre y todo ha terminado pero al saber que ese tipo de relaciones caracterizadas por el amor están brotando quiero hacerle saber que les deseo a los dos lo mejor de todo corazón y que los dos se han portado de un modo irreprochable, puede que no resulte alentador notar que el paso del tiempo me ha despojado de la esbeltez que me caracterizaba y que me pongo coloradísima y muy fea con el mínimo esfuerzo sobre todo en las comidas sé perfectamente que parece que me ha salido un sarpullido podría haber pasado y no pasó porque los padres lo impidieron y después me vi sumida en un letargo anímico hasta que el señor F. me sacó de él misteriosamente pero en cualquier caso sería muy poco generosa si no les deseara todo lo mejor a ambos.

La pequeña Dorrit le cogió la mano y le agradeció toda la amabilidad que había demostrado hasta ese momento.

—No lo llame amabilidad —respondió Flora, después de besarle sinceramente la mano— porque usted siempre ha sido la mejor criaturita y la más preciosa que jamás ha existido si me puedo tomar la libertad de decírselo incluso si pensamos en el dinero usted es una bendición su conciencia tan espabilada aunque debo añadir que la utiliza mucho mejor que yo aunque yo la utilice menos que otros pero siempre me ha parecido que más bien servía para dar problemas y no soluciones y no cabe duda de que usted la utiliza mucho mejor pero me voy por las ramas, lo que sí quería decirle ya que dentro de poco caerá el telón es que espero que en virtud de los viejos tiempos y de la antigua sinceridad Arthur sepa que no lo abandoné en los momentos de infortunio y que vine muchas veces a preguntar si podía hacer algo por él y que pasé mucho tiempo en esta pastelería donde con toda amabilidad me trajeron bebidas calientes en un vaso del hotel cercano y aquí estuve muchas horas de lo más amenas para acompañarlo desde el otro lado de la calle aunque él no lo supiera.

A Flora se le habían llenado los ojos de lágrimas, lo que realzaba mucho su aspecto.

—Pero sobre todo le ruego —prosiguió— dado que es usted la criaturita más preciosa que jamás ha existido perdone tantas confianzas de una mujer que se mueve en círculos sociales tan distintos le ruego que le diga a Arthur que no sé si todo lo que hubo entre nosotros fue un disparate aunque en su momento fue bonito pero también sufrí y desde luego que el señor F. obró un cambio en mí y al romper el hechizo no podría haber sucedido nada a no ser que alguien hubiera vuelto a lanzar el hechizo pero la combinación de varias circunstancias impidió que eso sucediera y quizá la más importante de ellas haya sido que eso no estaba escrito, no voy a negar que si a Arthur le hubiera gustado la idea y la hubiera propuesto de forma natural al principio pues yo me habría alegrado mucho dado que tengo un carácter muy jovial y además languidezco encerrada en casa donde siempre está mi padre que sin duda es el más irritante de los hombres característica que incluso ha empeorado desde que ese incendiario le cortó el pelo y lo ha convertido en algo tan insólito que jamás había visto nada igual pero los celos no forman parte de mi carácter ni tampoco desearle el mal a nadie aunque tenga muchos defectos.

Pese a que no había podido seguir todos los pasos de la señora Finching a través de aquel laberinto, Amy había comprendido lo esencial, y aceptó cordialmente el encargo.

—Así pues, querida mía, la marchita corona de flores se ha deshecho —añadió Flora—, la columna se ha derrumbado, la pirámide descansa ahora sobre otros cimientos no lo atribuya a los mareos ni a la debilidad ni al atolondramiento pero debo retirarme a un lugar íntimo para contemplar las cenizas de difuntas alegrías que no volverán pero no sin tomarme de nuevo la libertad de pagar estos pasteles que han constituido el humilde pretexto para esta entrevista ¡y me despido para siempre de usted!

La tía del señor F., que se había comido su hojaldre con gran solemnidad y que había estado meditando sobre todas las ofensas que había recibido desde que se había expuesto públicamente en las escaleras del director, aprovechó la ocasión para dirigir una profética conminación a la viuda de su difunto sobrino:

—¡Que lo traigan y que lo tiren por la ventana!

Flora trató inútilmente de calmar a esta espléndida dama explicándole que volvían a casa para cenar. La tía del señor F. se empeñó en responder:

—¡Que lo traigan y que lo tiren por la ventana!

Tras repetir la exigencia un incontable número de veces, con una mirada desafiante a la pequeña Dorrit, la tía del señor F. cruzó los brazos, se sentó en una esquina del saloncito de la pastelería y se negó en redondo a moverse hasta que «trajeran» a ese hombre y se cumpliera la parte de su destino que lo obligaba a pasar por una ventana.

En vista de la situación, Flora le confesó a Amy que llevaba semanas sin ver a la anciana tan llena de vida y temperamento; que cabía la posibilidad de que tuvieran que quedarse «horas» allí hasta que consiguiera convencer a la inexorable dama, con lo que era mejor que la pequeña Dorrit se marchara. Así pues, se despidieron de la forma más amistosa y con la mayor de las simpatías por ambas partes.

Como la tía del señor F. resistía como una recia fortaleza y Flora empezaba a necesitar algún refrigerio, mandaron a un recadero al hotel para que trajera el vaso ya mencionado, que después volvieron a llenar. Gracias al vaso, a un periódico y a ciertas degustaciones de las cremas que se servían en la pastelería, Flora pasó lo que quedaba de día de muy buen humor, aunque de vez en cuando la avergonzaban un poco las consecuencias de un rumor, producto del aburrimiento, que circulaba entre los crédulos chiquillos del barrio, es decir, que una anciana dama se había vendido a la pastelería para que la utilizaran en la confección de pasteles, pero que ahora se había plantado en el saloncito del establecimiento, negándose a cumplir lo pactado. La noticia atrajo a tantos niños y niñas y, cuando las sombras de la noche empezaron a extenderse, ocasionó tantos trastornos en el local, que el dueño manifestó un gran interés en que la señora F. se marchara. Así pues, acercaron un vehículo a la puerta, al cual, gracias los esfuerzos conjuntos del dueño y de Flora, la espléndida dama accedió por fin a subir, aunque no sin antes sacar la cabeza por la ventana y exigir que «lo trajeran» para ejecutar la acción ya conocida. Como, mientras lo decía, vieron que miraba con aire siniestro la cárcel de Marshalsea, se ha llegado a la conclusión de que esta mujer de constancia tan admirable se refería a Arthur Clennam. Sin embargo, la idea no deja de ser una mera especulación; quién era esa persona, a quién, para dejar tranquila a la tía del señor F., tendrían que haberle traído aunque nadie se prestó a hacerlo, nunca se sabrá con total certeza.

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