—Cualquier idea basada en la seguridad de que el señor Clennam se va a comportar siempre con bondad y generosidad —respondió Amy— no me resulta desconocida.
—No lo dudo. Sin embargo, de todas las personas del mundo, Arthur es la única a quien preferiría, mientras viva, ocultarle esto. De niño, desde sus primeros recuerdos, lo eduqué, lo corregí, le puse límites. Fui severa con él, porque sabía que las transgresiones de los padres resurgen en los hijos, y también que él llevaba una marca onerosa desde su nacimiento. He estado con su padre y con él, y he visto cómo su padre, llevado por la debilidad, deseaba consentirlo, pero yo lo devolvía a la disciplina, para que aprendiera a ser libre entre ataduras y dificultades. Lo he visto, con la cara de su madre, mirándome amedrentado mientras leía sus libritos; he visto cómo intentaba ablandarme con la misma actitud con que su madre había conseguido endurecerme.
El gesto de desagrado de Amy llevó a la señora Clennam a interrumpir brevemente sus palabras, pronunciadas con voz lúgubre y evocadora.
—Por su bien. No para vengarme de la ofensa recibida. ¡Quién era yo y cuál era la importancia de mi ofensa al lado de la maldición divina! He visto cómo crecía ese niño; no para convertirse en un hombre piadoso, en un elegido (la falta de su madre pesaba demasiado en él), pero sí en una persona justa y recta que me obedecía. Nunca me quiso, aunque en cierto momento albergué la esperanza de que algún día me quisiera… así de débiles somos, así amenazan nuestros corruptos sentimientos aquello que nos ha sido encomendado; pero Arthur siempre me respetó y cumplió con sus obligaciones filiales. Todavía lo hace. Con un vacío en el corazón cuyo origen nunca ha adivinado, se alejó de mí y emprendió su propio camino, pero incluso eso lo ha hecho con consideración y deferencia. Así ha sido mi relación con él. Contigo ha sido mucho menos profunda y más breve. Cuando estabas en mi cuarto con tu labor de costura me tenías miedo, pero creías que te estaba haciendo un favor; ahora conoces la verdad y sabes que te estaba causando un perjuicio. Que tú interpretes mal, que no entiendas, la situación y mis motivos para haber obrado de este modo es para mí menos gravoso de lo que sería en el caso de Arthur. No creo que pueda haber recompensa en este mundo que me llevara a permitir que Arthur, aunque fuera en un arrebato, me bajara del pedestal que he ocupado toda su vida, que me convirtiera a sus ojos en una persona indigna de su respeto, que me viera al descubierto, desenmascarada. Que eso suceda, si es que tiene que suceder, cuando yo ya no esté aquí para verlo. No quiero tener, mientras siga viva, la sensación de que he muerto, de que no existo para él, como si me hubiera fulminado un rayo y un terremoto se me hubiera tragado.
El orgullo era un sentimiento muy fuerte en la señora Clennam, así como el dolor que le infligían la situación y la intensidad de las antiguas pasiones, cuando pronunció estas palabras. No fueron menos intensas cuando añadió:
—Pero veo que hasta tú te apartas de mí, como si me hubiera portado con crueldad.
La pequeña Dorrit no pudo negarlo. Intentó que no se le notara, pero le producía un gran rechazo esa actitud vital que tan ardientemente había defendido y que tanto se había prolongado. Amy percibía a la anciana sin ningún adorno, veía claramente su naturaleza.
—He cumplido —prosiguió la señora Clennam— lo que me fue encomendado. He luchado contra el mal, no contra el bien. He sido un instrumento de castigo contra el pecado. ¿Acaso no se nos ha dicho a los pecadores como yo que lo persigamos en todo momento?
—¿En todo momento? —repitió la joven.
—Incluso si lo que más me preocupase fuera la ofensa recibida, aunque hubiera obrado movida por la sed de venganza, ¿no habrían estado justificados mis actos? ¿Acaso no hubo una época en que mil inocentes morían por un solo culpable? ¿En que la ira del enemigo de los impíos ni siquiera se aplacaba con la sangre y, aún así, era encomiable?
—¡Ay, señora Clennam, señora Clennam! —se lamentó Amy—. El rencor y la venganza no nos sirven de consuelo ni de guía, ni a mí ni a usted. He pasado toda la vida en esta mísera cárcel, y mi educación ha sido muy deficiente, pero le ruego que no olvide los días venideros, más felices. No siga a otro guía que no sea aquel que sana a los enfermos y resucita a los muertos, el amigo de los que sufren, de los desposeídos, el paciente maestro que con resignación vertió lágrimas de compasión por nuestras cuitas. Si no queremos equivocarnos, sólo podemos, apartándonos de cualquier otro camino, tomarlo a Él como ejemplo. Estoy convencida de que Él jamás quiso vengarse ni hacer sufrir a nadie. ¡Estoy convencida de que no podemos errar si seguimos únicamente sus pasos!
Bajo la luz difusa de la ventana, contemplando el cielo luminoso desde el escenario de sus primeros padecimientos, Amy no sólo contrastaba acusadamente con la figura negra envuelta en sombras, sino que el contraste se extendía también a la vida y la doctrina en las que basaba su vida, comparadas con el pasado de quien tenía la lado. La señora Clennam volvió a agachar la cabeza y no dijo nada; así se quedó hasta que sonó la primera campanada que avisaba del cierre.
—¡Escúchame! —exclamó la anciana—. Quiero pedirte otra cosa, y no hay tiempo que perder. El hombre que te ha traído el paquete y que está en posesión de las pruebas espera en mi casa una cantidad de dinero. Para que todo esto nunca llegue a oídos de Arthur debo entregar cierta cantidad a ese hombre. Ha exigido una cifra muy elevada, mayor de la que puedo reunir sin aviso. Se niega a aceptar una parte y amenaza con acudir a ti si no le doy lo que quiere. Te pido que vengas conmigo y que le digas que ya estás al corriente de todo. Que vengas conmigo para convencerlo. Que vengas a ayudarme. ¡No me niegues lo que te pido en nombre de Arthur, aunque no me atreva a afirmar que sea para su bien!
La pequeña Dorrit accedió de buena gana. Desapareció unos instantes dentro de la cárcel, volvió y anunció que estaba lista. Salieron por otra escalera para no pasar por la portería; cruzaron la explanada de la entrada, ahora vacía y silenciosa, y llegaron a la calle.
Era una de esas noches de verano en que la oscuridad no llega a ser completa, sólo un prolongado crepúsculo. Se veían perfectamente la calle y el puente, y el cielo estaba sereno y hermoso. La gente había salido a la puerta de su casa, a jugar con los niños y a disfrutar de la noche; algunos paseaban y tomaban el aire; las preocupaciones del día casi habían dejado de ser preocupantes; y Amy y la señora Clennam eran prácticamente las únicas personas que iban con prisas. Al cruzar el puente, los nítidos campanarios de las iglesias parecieron acercarse, dejando atrás las tinieblas que normalmente los envolvían. El humo, al elevarse, ya no era lóbrego sino que adquiría en el cielo cierta luminosidad. La belleza del ocaso no había abandonado la larga hebra de nubes que se cernía, liviana y pacífica, sobre el horizonte. Desde un centro radiante, a lo largo y ancho del tranquilo firmamento, grandes rayos de luz se diseminaban entre las primeras estrellas, como señales de la sagrada alianza de paz y esperanza que había convertido en un halo la corona de espinas.
La señora Clennam, ahora que no iba sola y estaba oscuro, llamaba menos la atención, y andaba a buen paso al lado de la pequeña Dorrit sin que nadie la molestase. Salieron de la avenida principal por la esquina por donde ella había venido y prosiguieron por callejuelas sinuosas, vacías y en silencio. Estaban llegando a la verja cuando se oyó un ruido repentino, como un trueno.
—¿Qué ha sido eso? ¡Entremos, deprisa! —exclamó la señora Clennam.
Ya estaban en la verja. La pequeña Dorrit, con un grito terrible, la detuvo.
Tenían la vieja casa delante, y en ella un hombre fumaba en la ventana; pero, en un abrir y cerrar de ojos, oyeron otro ruido como de trueno y el edificio empezó a temblar, a abombarse, a agrietarse en cincuenta partes, y finalmente se vino abajo. Ensordecidas por el estruendo, sin poder respirar, asfixiándose, cegadas por el polvo, Amy y la anciana se cubrieron la cara, incapaces de moverse. La nube de polvo que las separaba del plácido firmamento se abrió un instante y les dejó ver las estrellas. Mientras alzaban los ojos y, desesperadas, gritaban en busca de auxilio, las chimeneas, lo único que aún quedaba en pie, como una torre en medio de un remolino, empezaron a balancearse, se partieron y se derrumbaron sobre el montón de ruinas, como si cada fragmento desprendido quisiera enterrar a mayor profundidad el edificio abatido.
Tiznadas por las partículas de escombros que flotaban en el aire, apenas reconocibles, Amy y la anciana se apartaron de la verja sollozando y temblando. La señora Clennam se desplomó sobre los adoquines de la calle, y desde aquel momento no volvió a mover un dedo ni a articular una sola palabra. Pasaría tres años más en la silla de ruedas, mirando con atención a todos los que la rodeaban y, al parecer, comprendiendo lo que decían, pero el inflexible silencio que llevaba tantos años observando la dominó el resto de sus días, y, aunque podía mover los ojos y decir débilmente que sí o que no con la cabeza, recibió a la muerte convertida en una estatua.
Affery las había ido a buscar a la cárcel, y las había visto desde lejos en el puente. Ahora se acercó para levantar a su anciana señora, para llevarla a una casa del vecindario y manifestar su lealtad. Ya se había resuelto el misterio de los ruidos; Affery, como muchos cerebros privilegiados, siempre había acertado al observar los detalles, pero igualmente se equivocaba en las teorías que había construido a partir de ellos.
Cuando la nube de polvo se disipó y se hizo de nuevo la calma en la noche estival, un gran gentío abarrotó las calles adyacentes, y se formaron varias partidas de excavadores para limpiar por turnos los escombros. Se decía que en el momento del derrumbamiento había cien personas dentro de la casa, luego cincuenta, luego quince, luego dos. Al final los rumores retuvieron la última cifra: el extranjero y el señor Flintwinch.
Los excavadores pasaron toda la noche cavando, rodeados de tuberías de gas que habían estallado; después trabajaron al mismo nivel que el sol del alba, después muy por debajo del astro que iba elevándose hasta alcanzar el cenit, después en posición oblicua con respecto a éste, mientras iba descendiendo, y de nuevo al mismo nivel cuando llegó el ocaso. Cavaron enérgicamente, recogieron piedras con palas y las retiraron en carretas, carretillas y cestas, sin cesar, día y noche; pero el segundo día ya tocaba a su fin cuando encontraron el mugriento montón de basura en que se había convertido el extranjero, con la cabeza pulverizada, como si fuera cristal, por la gran viga que lo había aplastado.
Pero todavía no tenían ni rastro de Flintwinch, por lo que continuaron cavando enérgicamente, recogiendo piedras con palas y retirándolas, sin cesar, día y noche. Corrió la voz de que en la casa había un famoso sótano, muy grande (cosa que, efectivamente, era cierta), y que Flintwinch se encontraba en él cuando ocurrió todo, o que le había dado tiempo a guarecerse en una de las galerías subterráneas, que seguía a salvo bajo esa sólida bóveda, que incluso se le había oído gritar, en un eco débil, hueco, bajo tierra: «¡Estoy aquí!». En la otra punta de la ciudad hasta se sabía que los excavadores habían podido comunicarse con él por una tubería, que por esa vía le habían enviado comida y coñac, y que había declarado con una presencia de ánimo admirable que «estaba perfectamente, muchachos», si no fuera por la clavícula. Pero continuaron cavando, recogiendo piedras con palas y retirándolas sin cesar, hasta que desaparecieron los escombros y el sótano quedó al descubierto: ningún pico ni ninguna pala dieron con Flintwinch, ni vivo ni muerto, ni en perfecto estado ni en un estado lamentable.
Entonces empezó a decirse que Jeremiah no estaba en la casa cuando se había derrumbado; empezó a decirse que en ese momento estaba muy ocupado en otra parte, canjeando títulos mercantiles por la mayor cantidad de dinero en metálico posible en tales circunstancias, ejerciendo sus atribuciones como representante de la empresa en su propio provecho. Affery, al recordar que su marido, tan listo, había asegurado que se explicaría al cabo de veinticuatro horas, llegó a la firme conclusión de que no habría otra explicación que el mismo hecho de desaparecer durante ese plazo con todo el dinero que hubiera sido capaz de reunir; pero conservó la calma, enormemente agradecida por haberse librado de él. Como no parecía descabellado pensar que no se podía desenterrar a un hombre que no había sido enterrado, los excavadores desistieron de encontrarlo cuando acabaron de recoger los escombros, y dejaron de buscarlo en las profundidades de la tierra.
Lo cual sentó muy mal a mucha gente, empeñada en creer que Flintwinch seguía sepultado bajo alguna capa de las formaciones geológicas londinenses. Semejante creencia no se vio muy perturbada por las insistentes noticias que fueron llegando con el paso del tiempo: que un anciano, que llevaba el nudo del pañuelo debajo de la oreja, y de quien se sabía perfectamente que era inglés, se dedicaba a alternar con los holandeses en las pintorescas orillas de los canales de La Haya y en las tabernas de Ámsterdam, bajo la guisa y el nombre de Mynheer von Flyntevynge.
A las puertas
Como Arthur seguía muy enfermo en Marshalsea y el señor Rugg no veía un resquicio en el firmamento de las leyes que permitiera albergar esperanzas de liberación, el señor Pancks no dejaba de reprocharse amargamente lo sucedido. Si no hubiera contado con las cifras indiscutibles que demostraban que Arthur, en lugar de consumirse en la cárcel, tendría que estar paseándose ahora en un coche de dos caballos, y que él mismo, en vez de disponer únicamente del salario semanal, tendría que verse en posesión de una cantidad de entre tres mil y cinco mil libras, seguramente el desgraciado matemático se habría metido en la cama y en ella se habría convertido en una de los cientos de personas anónimas que mueren con el rostro contra la pared, en un último sacrificio a la grandeza del difunto señor Merdle. Con esos cálculos indiscutibles como único apoyo, el señor Pancks llevaba una existencia infeliz y agitada; siempre iba con las cifras metidas en el sombrero, y no sólo las repasaba en cuanto se le presentaba la ocasión, sino que instaba a todo ser humano con el que se cruzara a revisarlas con él, a fin de dejar constancia de lo claro que estaba todo. En la Plaza del Corazón Sangrante apenas quedaba un vecino al que no le hubiera hecho la demostración y, como los números son contagiosos, se extendió una especie de sarampión de cifras, por culpa del cual toda la Plaza había enfermado.