—Perdóname. Pensaba que eso habías dicho.
—Pues no. ¿Cómo iba a decirlo, si la princesa era quien quería descubrirlo? Era la mujercita la que guardaba el secreto, la que siempre estaba hilando en la rueca. Y entonces ella le preguntaba: «¿Por qué lo tienes aquí?». Y la otra le respondía: «No lo tengo», pero entonces la otra le decía: «Sí que lo tienes», y las dos iban al armario, y ahí estaba. Y ella no quería ir al hospital y se moría. ¡Tú lo sabes, madrecita, díselo! ¿Eso era un secreto en toda regla, o no? —sollozó Maggy, abrazándose.
Arthur miró a Amy para que le ayudara a comprender aquello, y le sorprendió verla tan roja y azorada. La pequeña Dorrit le aseguró que era sólo un cuento de hadas que se había inventado un día para Maggy, tan tonto que, si pudiera acordarse de él, le daría vergüenza volver a contárselo a alguien. Arthur no insistió más.
Insistió, en cambio, en la cuestión que le interesaba: le rogó que se vieran más a menudo, y le recordó que nadie como él podía preocuparse tanto por su bienestar, ni haber decidido mejorar sus condiciones de vida con mayor firmeza. Cuando ella respondió con convicción que lo sabía muy bien, que nunca se le olvidaba, Arthur abordó la segunda cuestión, más delicada: la sospecha que lo había asaltado.
—Pequeña Dorrit —le dijo, cogiéndole la mano de nuevo y bajando más la voz, para que ni siquiera Maggy, en esa habitación tan pequeña, pudiera oírlo—, otra cosa. Quería decírtela desde hace tiempo pero no encontraba la ocasión. Por mí no te preocupes: por edad, podría ser tu padre o tu tío. Considérame un viejo. Sé que en esta habitación se encuentra todo aquello a lo que eres fiel, y que no hay tentación en el mundo capaz de apartarte de tus obligaciones aquí. Si no lo supiera, ya te habría rogado, y le habría rogado a tu padre, que me permitierais buscarte un lugar mejor. Pero es posible que algún día sientas cariño… no digo ahora, aunque podría ser, sino que algún día, quizá sientas cariño por otra persona, un cariño que no sea incompatible con el que te inspiran los tuyos.
Amy se había puesto muy pálida, y negó con la cabeza en silencio.
—Puede suceder, pequeña Dorrit.
—No. No. No. —Volvió a mover la cabeza al repetir lentamente cada negación, con un gesto de muda tristeza del que él se acordaría mucho después. Llegaría el momento en que recordara el gesto, al cabo de mucho tiempo, en esa misma cárcel, en esa misma habitación.
—Pero si eso llega a pasar, cuéntamelo, pequeña mía. Dime la verdad, dime quién te inspira ese cariño, y yo intentaré ayudarte en todo lo posible, con todo el celo, el honor, la amistad y el respeto que siento cuando pienso en ti, querida niña de mi corazón.
—¡Oh, gracias, gracias! ¡Pero no, no, no! —respondió mirándolo, con las curtidas manos entrelazadas y el mismo tono resignado.
—No insisto; no hace falta que me cuentes nada ahora. Sólo te pido que confíes en mí sin dudarlo.
—¿Cómo no voy a confiar, con lo bueno que es usted?
—Pues hazlo sin vacilar. ¿No me ocultarás ninguna pena secreta, ninguna inquietud?
—Casi ninguna.
—¿Y ahora tienes alguna?
Ella respondió que no con la cabeza, pero muy pálida.
—Esta noche, cuando me acueste y piense en este triste lugar, que es lo que hago todas las noches, incluso cuando no te he visto, ¿puedo dar por hecho que, fuera de esta habitación y de las personas que la ocupan, no hay nada que turbe el ánimo de la pequeña Dorrit?
Estas palabras hicieron reaccionar a Amy —algo que Arthur también recordaría mucho después—, y dijo, más animada:
—¡Sí, señor Clennam, puede darlo por hecho!
La desvencijada escalera, que normalmente avisaba sin dilación cuando alguien subía o bajaba, crujió el peso de unos pies que se acercaban rápidamente; también se oyó otro ruido, como si un motorcito de vapor con más presión de la que podía permitirse avanzara hacia la habitación. Mientras se aproximaba a gran velocidad, el motor iba adquiriendo más energía; después de llamar a la puerta, sonó como si se hubiera agachado y resoplara por el agujero de la cerradura.
Antes de que Maggy pudiera salir a abrir, el señor Pancks lo hizo desde fuera y apareció delante de la muchacha: estaba sin sombrero y con el cabello en un estado sumamente alborotado, y se quedó mirando a Clennam y a la pequeña Dorrit. Llevaba un habano encendido en la mano, y olía a cerveza amarga y humo de tabaco.
—Pancks, el gitano —anunció, sin resuello—, te adivina el futuro.
Los miraba, jadeando y con una sonrisa tiznada, en un gesto muy curioso. Parecía que, en vez del recadero de su patrón, fuera el ufano propietario de Marshalsea, del director, de todos los carceleros y de todos los internos. Con esa actitud de gran satisfacción se llevó el habano a los labios (aunque era evidente que habitualmente no fumaba), y dio tal calada, con el ojo derecho muy cerrado para que le saliera mejor, que empezó a sufrir convulsiones y ahogos. Pero incluso en medio de ese acceso no cejó en el intento de repetir la frase con que le gustaba presentarse: «Pancks, el gitano, te adivina el futuro».
—Estoy pasando la tarde con los internos —explicó—. Me he puesto a cantar. He participado en el canon
White Sand and Grey Sand
. No conozco bien la melodía. Pero da igual. Me apunto a lo que sea. Lo único importante es saber gritar.
Al principio Clennam pensó que venía ebrio, pero en seguida se percató de que, aunque seguramente la cerveza no le había sentado demasiado bien (o todo lo contrario), en realidad su excitación no se debía a la malta, ni procedía de la destilación de ningún cereal ni de ninguna baya.
—¿Cómo está usted, señorita Dorrit? —dijo Pancks—. He pensado que no le importaría que me acercara a saludar un momentito. El señor Dorrit me ha dicho que estaba aquí el señor Clennam. ¿Cómo se encuentra usted, señor?
Arthur le agradeció el interés, y dijo que le alegraba verlo tan contento.
—¡Contento! —repitió Pancks—. No podría estar de mejor humor, señor. No me puedo quedar mucho porque me van a echar de menos, y no quiero que eso suceda. ¿Eh, señorita Dorrit?
Al parecer, le complacía sin medida dirigirse a la joven y mirarla sin dejar de pasarse la mano por el cabello, poniéndoselo de punta como una variedad oscura de cacatúa.
—No hace ni media hora que he llegado —añadió—. Sabía que el señor Dorrit iba a dirigir el coro, así que me he dicho: «¡Voy a echarle una mano!». En realidad ahora tendría que estar en la Plaza del Corazón Sangrante, pero ya iré a molestar mañana. ¿Eh, señorita Dorrit?
Los ojillos negros de Pancks lanzaban chispas eléctricas. Incluso de su cabello parecían salir chispazos cuando se lo alborotaba. Desprendía tanta energía que, si alguien le hubiera tocado cualquier parte del cuerpo, habría recibido una descarga y se habrían oído chasquidos.
—Qué bien acompañada está usted aquí —dijo—. ¿Eh, señorita Dorrit?
Pancks inspiraba cierto miedo a Amy, quien no supo muy bien qué responder. El visitante soltó una carcajada mientras señalaba con la cabeza a Clennam.
—Por él no se preocupe, señorita. Es de los nuestros. Habíamos acordado que, delante de la gente, fingiríamos no conocernos bien, pero no estaba pensando en el señor Clennam. Él es de los nuestros, lo sabe todo. ¿A que sí, señor Clennam? ¿Eh, señorita Dorrit?
La excitación de este extraño personaje se le estaba contagiando rápidamente a Clennam. Amy lo notó, estupefacta, y advirtió que los dos hombres cruzaban una breve mirada.
—Estaba diciendo algo —prosiguió Pancks—, pero la verdad es que he olvidado el qué. ¡Ah, sí! Qué bien acompañada está usted aquí… He hecho regalos a todos los internos. ¿Eh, señorita Dorrit?
—Es usted muy generoso —respondió ella, advirtiendo que los hombres volvían a mirarse rápidamente.
—No tiene la menor importancia —dijo Pancks—. Dentro de poco recibiré lo que es mío, estoy seguro. Puedo permitirme ser generoso. Creo que voy a organizar un banquete aquí dentro. Con mesas en el patio. Montañas de pan. Pipas a mansalva. Tabaco a raudales. Ternera asada y budín de ciruela para todos. Un litro de cerveza negra por barba. Y medio litro de vino, si a la gente le gusta y las autoridades lo permiten. ¿Eh, señorita Dorrit?
Ésta estaba tan atónita por el comportamiento de Pancks, o más bien por su creciente complicidad con Clennam (pues cada vez que el señor Pancks dirigía una frase a Amy con esos gestos de cacatúa, ella miraba a Arthur), que se limitó a mover los labios sin pronunciar palabra.
—¡Ah, por cierto! —añadió el visitante—. Le he dicho que algún día sabría usted lo que me revelaba su mano… ¡Y lo sabrá usted, lo sabrá! ¿Eh, señorita Dorrit?
De pronto, Pancks se contuvo. Fue un gran misterio de dónde salieron los nuevos mechones negros y puntiagudos que de pronto se irguieron en su cabeza, como la explosión de miles de puntitos que aparecen en el último estallido de unos grandes fuegos artificiales.
—Me van a echar de menos —añadió—, y no quiero que lo hagan. Señor Clennam, usted y yo hemos hecho un trato. Le prometí que lo cumpliría. Verá usted cómo lo cumplo si me acompaña un momentito. Buenas noches, señorita Dorrit. Que la fortuna le sonría, señorita Dorrit.
Estrechó bruscamente las dos manos de la joven y empezó a bajar las escaleras entre resoplidos. Arthur lo seguía con tanta prisa que estuvo a punto de tropezar con él en el último rellano; un poco más y habrían salido los dos rodando por el patio.
—Pero ¿qué es lo que sucede? —preguntó Arthur cuando llegaron, después de tantos atropellos, al exterior.
—Deténgase un momento, señor. Le voy a presentar al señor Rugg.
Entonces le presentó a otro hombre que tampoco llevaba sombrero, que también tenía un habano, y a quien también rodeaba un aura de cerveza y humo de tabaco; este hombre, aunque no tan exaltado, se encontraba en un estado que habría podido considerarse próximo a la locura, si bien, al lado de la euforia de su compañero, parecía estar en sus cabales.
—Señor Clennam, éste es el señor Rugg. Un momentito. Venga conmigo a la bomba de agua.
Allí se dirigieron. Pancks puso inmediatamente la cabeza debajo del caño y pidió al señor Rugg que le diera con brío a la palanca. Éste siguió fielmente sus instrucciones; Pancks se apartó del chorro jadeando y resoplando, y se secó con un pañuelo.
—Esto me ha aclarado la cabeza —le dijo entrecortadamente a Clennam, que no salía de su asombro—. Aunque hay que ver… Tener que escuchar esos discursos del Padre en ese Salón, sabiendo lo que sabemos, y verla a ella en esa habitación con ese vestido, sabiendo lo que sabemos, basta para… Présteme su espalda, señor Rugg. Un poco más arriba, señor. ¡Ya está!
Y allí mismo, en el patio de Marshalsea, entre las sombras del atardecer, el señor Pancks (¡quién lo habría dicho!) saltó sobre la cabeza y los hombros del señor Rugg de Pentonville, agente de negocios, contable y cobrador de deudas. Cuando volvió a poner los pies en el suelo, agarró a Clennam por la solapa, lo condujo detrás de la bomba y, entre jadeos, se sacó del bolsillo un fajo de papeles. Rugg también se sacó del bolsillo, entre jadeos, un fajo de papeles.
—¡Caramba! —susurró Arthur—. Ha descubierto usted algo.
—Eso parece —respondió Pancks con una suficiencia que no se puede expresar con palabras.
—¿Hay implicados?
—¿Cómo que si hay implicados?
—En algún fraude o cualquier otro delito.
—En absoluto.
—¡Gracias a Dios! —dijo Arthur para sus adentros—. Déjeme ver.
—Debe usted saber… —añadió Pancks con un resoplido, mientras desdoblaba papeles febrilmente y profería frases cortas como estallidos producidos por la presión—. ¿Dónde está el árbol genealógico? ¿Dónde está el cuarto documento, señor Rugg? ¡Oh! ¡De acuerdo! Ya está. Debe usted saber que casi hemos terminado. Legalmente el asunto estará cerrado dentro de un par de días. Puede que tarde una semana. Llevamos con él, día y noche, muchísimo tiempo. Señor Rugg, ¿sabe usted cuánto tiempo le hemos dedicado? Da igual. No me lo diga, no me va a aclarar nada. Clennam, dígaselo usted a la pequeña Dorrit. Cuando le demos permiso. ¿A cuánto ascendía aproximadamente la cantidad, Rugg? ¡Ah! ¡Aquí está! Ésta es la noticia que tiene que darle a la muchacha. ¡El hombre que aparece ahí es el Padre de Marshalsea!
El malestar de la señora Merdle
La señora Gowan se resignó a un destino inevitable —con la idea de aprovechar el lado bueno de aquella gente, «los Miggles», y de someter su filosofía a tan dura prueba, tal como había previsto en la entrevista con Arthur— y decidió generosamente no oponerse al matrimonio de su hijo. En el proceso de reflexión y en la feliz conclusión probablemente no sólo influyeron los afectos maternales sino también tres consideraciones políticas.
La primera podría ser que su hijo nunca había mostrado la menor intención de pedir su consentimiento ni había dado indicios de incapacidad para seguir adelante sin él; la segunda tal vez fuera que la pensión que le había concedido el país agradecido (y un Barnacle) se vería libre de toda incursión filial cuando Henry estuviera casado con la querida hija única de un hombre muy acomodado; en tercer lugar, bien podría hallarse la convicción de que el suegro de Henry pagaría las deudas de éste antes de que llegara al altar. Cuando a estos tres puntos tan prudentes se suma el hecho de que la señora Gowan dio por fin su consentimiento en cuanto supo que el señor Meagles había dado el suyo, y que la objeción de éste a la boda había sido el único obstáculo real hasta el momento, resulta de lo más probable que la viuda del difunto Comisionado de Nada en Particular barajara tales ideas en su sagaz cabeza.
Sin embargo, entre sus conocidos y parientes, mantenía la dignidad individual y la dignidad de la sangre de los Barnacle, alimentando diligentemente la pretensión de que era un acuerdo sumamente desafortunado, de que estaba triste y disgustada, de que a Henry le habían sorbido el seso; de que ella se había opuesto mucho tiempo pero ¡qué podía hacer una madre! y cosas por el estilo. Ya había utilizado a Arthur Clennam, en calidad de amigo de la familia Meagles, como testigo de aquella fábula; y el siguiente paso fue acorralar a la familia con el mismo objetivo. En su primera reunión con el señor Meagles, adoptó la actitud de quien cede, desconsolada pero generosamente, a una presión irresistible. Con la mayor educación y los mejores modales, actuó como si hubiera sido ella —y no él— quien hubiera puesto reparos, y quien, al final, hubiera cedido; así pues, era ella quien se había sacrificado, no él. Con la misma habilidad cortés, le endilgó esa misma ficción a la señora Meagles, igual que un prestidigitador le habría puesto una carta en las manos a la inocente dama; y cuando su hijo le presentó a su futura nuera, le dijo mientras la abrazaba: