La pequeña Dorrit (57 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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—Cerca de aquí hay una taberna —propuso el señor Flintwinch con mayor parsimonia de la habitual mientras, por un instante, se cruzaba con los ojos brillantes del señor Blandois, que se movían inquietos—; por lo que sé, la puedo recomendar, pero carece de toda elegancia.

—¡No necesito elegancia! —afirmó el señor Blandois con un ademán—. Hágame el favor de acompañarme a ese establecimiento y de presentarme, si no es pedir demasiado, y le estaré infinitamente agradecido.

Jeremiah buscó el sombrero y condujo otra vez al señor Blandois al otro extremo del vestíbulo. Mientras dejaba la vela en un candelero, donde los viejos y oscuros paneles de madera casi apagaban su resplandor, pensó que debía subir a decirle a la inválida que no se ausentaría ni cinco minutos.

—Si no es molestia —le pidió el forastero cuando se lo dijo—, dele mi tarjeta. Sea tan amable de añadir que estaré encantado de visitar a la señora Clennam, de presentarle mis respetos y de disculparme por haber causado cierta turbación en esta tranquila casa, si no va a ser para ella demasiado trastorno soportar la presencia de un desconocido unos minutos, cuando me haya quitado la ropa mojada y haya recobrado fuerzas tras comer y beber.

Jeremiah subió y bajó rápidamente y, al volver, dijo:

—Le alegrará verlo, señor, pero, como sabe muy bien que su habitación de enferma carece de alicientes, me ha pedido que le diga que no está obligado a cumplir su promesa si cambia usted de opinión.

—Cambiar de opinión —respondió el galante Blandois— sería infligir una afrenta a una dama; infligir una afrenta a una dama sería demostrar muy poca caballerosidad con el bello sexo; ¡y la caballerosidad con el bello sexo forma parte de mi carácter!

Después de tal afirmación, se echó al hombro el sucio faldón de la capa y siguió al señor Flintwinch a la taberna; en el camino se unió a ellos un mozo que lo esperaba con su baúl detrás de la verja.

La taberna era gobernada de un modo muy casero, y la condescendencia del señor Blandois era infinita. Apenas cabía en el pequeño mostrador en el que la dueña, viuda, y sus dos hijas lo recibieron; era excesiva para la angosta habitación de paneles de madera, con un tablero de
bagatelle
, que le ofrecieron en primer lugar como hospedaje; pero se esparcía perfectamente por el salón privado de la familia, que fue lo que finalmente le adjudicaron. En ese salón, ya con prendas secas, ropa interior perfumada, el cabello bien peinado, un gran anillo en los dos índices y un reloj de bolsillo inmenso y muy vistoso, el señor Blandois, mientras esperaba la cena cómodamente sentado, con las piernas recogidas, en el banco de la ventana, se parecía asombrosa y terriblemente (pese a las diferencias ambientales) a un tal
monsieur
Rigaud, el que en cierta ocasión había esperado el desayuno en la misma postura, en un alféizar de piedra detrás de los barrotes de hierro de una infame mazmorra de Marsella.

Su glotonería a la hora de la cena también se asemejaba mucho a la de
monsieur
Rigaud a la hora del desayuno. La voracidad con que cogía la comida, con que la devoraba, parte con los ojos y otra parte con la boca, era la misma. Su completo desprecio por los demás, evidente en su forma de tirar al suelo los femeninos mueblecitos que lo rodeaban, de colocarse almohadones muy valiosos debajo de las botas para apoyar el pie con mayor comodidad, de aplastar telas delicadas con su cuerpo enorme y su voluminosa cabeza de cabellos negros, encerraba el mismo egoísmo brutal. Las manos de movimientos suaves, tan atareadas con los platos, tenían la misma pérfida agilidad de las manos que se agarraban a los barrotes. Y, cuando se hartó de comer y empezó a chuparse los dedos delicados uno a uno y después se los limpió en el mantel, sólo faltaba que le hubieran puesto hojas de parra a modo de servilletas para que pareciera que estaba en Marsella.

En ese hombre, con ese bigote y esa nariz que subían y bajaban en la más malvada de las sonrisas, con esos ojos sin profundidad que parecían una prolongación de su cabello teñido y en los que la capacidad natural de reflejar la luz parecía haberse interrumpido por efecto de un proceso similar al del tinte, la naturaleza, que siempre es sincera y nunca actúa en vano, había colgado un aviso que decía: «¡Peligro!». No era culpa de ella que la advertencia fuera inútil. En esos casos, la responsabilidad no es suya.

Después de terminar el ágape y limpiarse los dedos, el señor Blandois se sacó un habano del bolsillo, se recostó en el banco de la ventana y se lo fumó tranquilamente, mientras le apostrofaba al humo que salía de sus labios finos en finas volutas:

—Blandois, hijo mío, vas a ajustar cuentas con la sociedad. ¡Ja, ja! ¡Caramba, qué bien has empezado! ¡Cuando convenga, serás un excelente profesor de inglés o francés, conocerás la intimidad de las familias! Eres agudo, divertido, te sabes comportar, tus modales son sutiles, tienes buena pinta: en resumidas cuentas, ¡eres un caballero! Como caballero vivirás, muchacho, y como caballero morirás. Ganarás, pase lo que pase en la partida. Todos reconocerán tu valía, Blandois. Con tu osadía someterás a la sociedad que tan gravemente te ha injuriado. ¡Desde luego! ¡Eres osado por carácter y por la posición que ocupas!

Con esos susurros tan alentadores terminó de fumar el habano y de beber la botella de vino. Después, se incorporó, pronunció un último y grave apóstrofe («¡Ánimo! ¡Blandois, aprovecha tu astucia, aguza el ingenio!»), se levantó y volvió a la sede del negocio de los Clennam.

Le abrió la puerta Affery, quien, siguiendo instrucciones de su marido, había encendido dos velas en el vestíbulo y una tercera en las escaleras; lo condujo a la habitación de la señora Clennam. En ella ya estaba preparado el té y se habían hecho los pequeños arreglos que solían acompañar a la recepción de un visitante inesperado. Estos cambios, hasta en las ocasiones más importantes, se reducían a sacar el juego de té de porcelana y a cubrir la cama con una tela sobria y triste. Por lo demás, el sofá, como un patíbulo con el tajo del verdugo encima, la figura con ropas de viuda, vestida como si aguardara su ejecución, el fuego ahogado por un montón de cenizas húmedas, otro montoncito de cenizas en el hogar, la tetera y el olor al tinte negro… todo seguía igual que hacía quince años.

El señor Flintwinch presentó al caballero que había acudido a Clennam y Compañía con una carta de recomendación. La señora Clennam, con ese documento delante, lo saludó con la cabeza y le pidió que se sentara. Se miraron con gran detenimiento, por pura curiosidad.

—Le agradezco, señor, que se acuerde de una impedida como yo. Pocos de los que vienen por negocios reparan en una persona tan apartada de la mirada ajena. Sería inútil fingir lo contrario. Ojos que no ven, corazón que no siente. Aunque agradezco la excepción, no me quejo de la regla.

El señor Blandois, con sus modales más caballerosos, afirmó que temía haberla molestado presentándose tan inoportunamente y a una hora tan avanzada. Ya le había pedido disculpas por eso al señor… Habría que perdonarlo, pero no había tenido el placer de oír su nombre.

—El señor Flintwinch lleva muchos años con nosotros.

El señor Blandois quedaba a la entera disposición del señor Flintwinch para lo que éste deseara. Le aseguró al señor Flintwinch que se sentía honradísimo de conocerlo.

—Como mi marido ha muerto —siguió la señora Clennam— y mi hijo prefiere otras actividades, en la actualidad el señor Flintwinch es el único representante de nuestro negocio.

—¿Y usted qué cargo desempeña? —preguntó en tono brusco el caballero—. Usted tiene la inteligencia de dos hombres.

—Mi sexo me impide desempeñar un papel de responsabilidad —respondió la enferma mientras dirigía una mirada fugaz a Jeremiah—, por mucha capacidad que tenga; por eso, él vela por sus intereses y los míos, y se ocupa de todo. Antes no eran así las cosas, pero algunos amigos de toda la vida (fundamentalmente, quienes envían esta carta) han tenido la gentileza de no olvidarnos, y todavía podemos cumplir nuestros encargos con la eficiencia de siempre. Sin embargo, no creo que esto le interese. ¿Es usted inglés, caballero?

—No, señora, desde luego que no; ni nací ni he crecido en Inglaterra. Lo cierto es que no soy de ningún país —declaró el señor Blandois, estirando la pierna y dándose un golpe en ella—. Procedo de media docena de países.

—¿Ha visto usted mucho mundo?

—¡Y tanto,
madame
! He estado en todas partes.

—Entonces no tendrá usted familia. ¿Está casado?


Madame
—dijo el señor Blandois, bajando las cejas en un feo gesto—, adoro a las representantes de su sexo, pero nunca me he casado.

Affery, que estaba al lado de la mesa, cerca de él, sirviendo el té, lo miró en plena ensoñación precisamente cuando pronunciaba estas palabras, y tuvo la impresión de vislumbrar en sus ojos cierta expresión que atraía irresistiblemente a los suyos. Por efecto de esta impresión, se quedó con la vista clavada en él y la tetera en la mano, lo que no sólo le resultó incómodo a ella, sino ostensiblemente también al visitante, y, a través de ellos, a la señora Clennam y al señor Flintwinch. Se produjo entonces un momento espantoso en el que todos se miraron confundidos sin saber por qué.

La inválida fue quien rompió el silencio:

—Affery —dijo—, ¿qué te pasa?

—No sé —respondió ésta, señalando con la mano izquierda, que tenía libre, al desconocido—. No soy yo. ¡Es él!

—¿A qué se refiere esta buena mujer? —exclamó el señor Blandois; se había puesto pálido y, acalorado, se levantó con lentitud y un gesto de furia terrible que contrastaba vivamente con el tono moderado de sus palabras—. ¡Es imposible comprender a esta señora!

—Posible no es, desde luego —confirmó el señor Flintwinch, mirándola fugazmente con mala cara—. No sabe lo que dice. Es idiota y no piensa más que en majaderías. ¡Menuda se va a llevar, menuda! Vete, mujer, vete —le dijo al oído—, ahora que todavía sabes que te llamas Affery, ¡antes de que te dé una paliza!

Affery, consciente del peligro que corría su identidad, dejó la tetera, que cogió su marido, se tapó la cabeza con el delantal y desapareció en un abrir y cerrar de ojos. El visitante esbozó poco a poco una sonrisa y se sentó de nuevo.

—Perdónela, señor Blandois —le rogó Jeremiah mientras servía el té—; cada vez tiene peor la cabeza, ella es así. ¿Con azúcar, señor?

—Gracias, pero no quiero nada. Disculpen el comentario, pero ¡ese reloj es extraordinario!

La mesa del té se hallaba cerca del sofá, a cierta distancia de la mesilla de la señora Clennam. El señor Blandois, tan galante, se había levantado para acercarle la infusión (ella ya tenía el plato de la tostada) y estaba dejando la taza en un lugar a su alcance, cuando el reloj, que reposaba como siempre en la mesita, le llamó la atención. La señora Clennam levantó la vista de pronto y lo miró.

—¿Me permite? Gracias. Un reloj espléndido, de los de antes —observó el señor Blandois mientras lo sostenía—. Pesa mucho para llevarlo encima, pero es macizo y auténtico. Siento debilidad por todo lo auténtico. Yo mismo soy una persona auténtica. ¡Caramba! Un reloj de caballero, de caja doble, como se hacían antes. ¿Puedo sacarlo de la caja exterior? Gracias. ¡Oh! Un antiguo forro de seda con dibujos. He visto a muchos viejos caballeros holandeses y belgas con un reloj así. ¡Qué objeto tan curioso!

—Y anticuado —añadió la señora Clennam.

—Mucho. Pero el forro es más reciente que el reloj, ¿verdad?

—Creo que sí.

—¡Qué filigranas tan extraordinarias hacían con los números! —observó el señor Blandois, levantando la vista y otra vez con su sonrisa de siempre—. Aquí veo las letras N. O. J. Podrían significar casi cualquier cosa.

—Eso es lo que pone.

El señor Flintwinch, que llevaba todo ese rato sin moverse y observando, con una taza de té en la mano y la boca abierta, empezó a beber: casi siempre se llenaba completamente la boca antes de tomárselo todo de un trago, y siempre meditaba antes de llenársela de nuevo.

—No me cabe duda de que N. O. J. debía ser una mujer hermosa, adorable, cariñosa y fascinante —comentó el señor Blandois mientras cerraba la caja—. Únicamente con lo que imagino, ya venero su recuerdo. Desgraciadamente para mi tranquilidad de espíritu, tengo una tendencia excesiva a la veneración. Puede que sea un vicio o una virtud, pero la adoración de la belleza y los méritos femeninos constituye el tercer atributo de mi carácter,
madame
.

En ese momento el señor Flintwinch ya se había servido otra taza de té, que empezó a tomarse a grandes tragos, como antes, sin apartar la vista de la inválida.

—En este caso no tiene que preocuparse por su corazón —le respondió la anfitriona al señor Blandois—. Creo que estas letras no responden a las iniciales de un nombre.

—Quizá sean las de un lema —apuntó el visitante, al azar.

—De una frase. Creo que significan «no olvides jamás».

—Y, como es natural —dijo el forastero, devolviéndole el reloj y volviendo a su silla—, usted no olvida.

El señor Flintwinch terminó el té no sólo de un trago mayor que los anteriores, sino que con la pausa subsiguiente de otra forma, es decir, con la cabeza hacia atrás y la taza cerca de los labios, sin dejar de mirar a su socia. En el rostro de la señora Clennam había esa fuerza y ese aire concentrado de estar haciendo acopio de toda su determinación u obstinación, que en su caso equivalían a lo que en otra persona habrían sido ademanes y acciones, cuando respondió con un tono intencionadamente firme:

—No, señor, no olvido. No se puede olvidar cuando se lleva una vida tan monótona como la mía durante tantos años. No se puede olvidar cuando se lleva una vida dedicada a la corrección de los propios errores. El deseo de olvidar no puede cumplirse cuando una sabe que tiene ofensas que expiar (¡como las tenemos todos los hijos de Adán!). Por eso, hace mucho tiempo que he desistido de ese propósito: ni olvido ni quiero olvidar.

El señor Flintwinch, que estaba removiendo los posos del té, apuró lo que quedaba del líquido, dejó la taza en la bandeja para indicar que había terminado y miró al señor Blandois, como si quisiera preguntarle qué pensaba de esas palabras.

—Lo único que tengo que decir,
madame
—dijo el señor Blandois con la más lisonjera de las reverencias y la mano blanca sobre el pecho—, se resume en la palabra «naturalmente»; me enorgullece tener el suficiente discernimiento e inteligencia (sin la inteligencia no sería un Blandois) para conocer ese vocablo.

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