En algunos atardeceres de ciertos días festivos se le ve caminando con un aspecto levemente más enfermizo, y una luz húmeda y pantanosa brilla en sus ojos. En esos momentos, el anciano está borracho. Una dosis pequeña basta para que se tambalee; después de media pinta, sus piernas inestables ya no lo sostienen. Algún conocido que se ha apiadado de él —muchas veces alguien a quien ha conocido de casualidad— ha querido que olvide sus achaques y lo ha invitado a una cerveza; la consecuencia es que uno tarda todavía más que de costumbre en volverlo a ver. Porque el anciano de baja estatura vive en un asilo de pobres; cuando se porta bien no le dejan salir con mucha frecuencia (aunque quizá deberían permitírselo, teniendo en cuenta los pocos años de salidas y entradas que le quedan en este mundo), pero, cuando se porta mal, lo encierran con mayor rigor, en una plantación con otros cincuenta y nueve ancianos donde cada uno huele a los demás.
El padre de la señora Plornish —un pobre caballero de voz aflautada, aguda, como la de un pájaro exhausto, que había trabajado, según contaba, en el ramo de la encuadernación de partituras musicales, que había sufrido grandes desgracias, y que apenas se había podido abrir camino en la vida, ni ver cuál era ese camino ni cómo ganarse el sustento, ni hacer otra cosa que andar sin rumbo, había ingresado voluntariamente en el asilo de pobres, establecimiento que por ley representaba al buen samaritano en ese distrito (aunque sin recibir los dos peniques correspondientes, un ejemplo de mala economía política)
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; su ingreso se había producido después de que el señor Plornish fuera embargado y acabara en la institución de Marshalsea. Antes de que los apuros de su yerno tuvieran ese desenlace, el viejo Nandy (siempre lo llamaban así en su residencia oficial, aunque para los habitantes del Corazón Sangrante era el viejo señor Nandy) acostumbraba a sentarse al lado de la chimenea de los Plornish y a comer y cenar gracias a la despensa de éstos. También aspiraba a seguir ocupando esa posición doméstica cuando el destino le sonriera a su yerno; entre tanto, mientras el destino no se inmutara, él era, y estaba firmemente decidido a seguir siendo, un anciano menudo del grupo de ancianos menudos que formaban esa comunidad tan peculiar.
Sin embargo, por muy pobre que fuese, por muy poco de moda que estuviese su chaqueta, por mucho que viviera en un asilo, la admiración que le tenía su hija no conocía límites. La hija del señor Plornish estaba tan orgullosa de los talentos de su padre como si éstos lo hubieran llevado a la presidencia de la Cámara de los Lores. Los modales del anciano le parecían tan afables y decorosos que habrían sido dignos del lord chambelán. El pobre y diminuto viejo sabía cantar ciertas cancioncillas sin gracia, caídas en el olvido desde hacía mucho tiempo, sobre las penas que el hijo de Venus había causado a Cloe, Filis y Coridón; la señora Plornish consideraba que en la ópera no había música que pudiera igualarse ni a las pequeñas vibraciones internas ni a los gorjeos con los que su padre entonaba esas melodías como un minúsculo órgano de tubos, roto, poco potente y manejado por un niño de pocos meses. En los «días de salida», que para el señor Nandy constituían puntos de luz en su habitual panorama de ancianos desmejorados, a la señora Plornish le procuraba cierto placer y cierta pena, cuando él ya había comido un buen plato de carne y tomado medio penique de oporto, decirle: «Cántenos algo, padre». Entonces les ofrecía la historia de Cloe y, si estaba de buen humor, también la de Filis (a Coridón apenas lo había mencionado desde su ingreso en el asilo); después la hija declaraba que nadie tenía una voz como la de su padre, y se secaba las lágrimas de los ojos.
Si en esas ocasiones Nandy viniera del palacio real… no, si hubiera sido el noble refrigerador al regresar victorioso de una corte extranjera, a punto de ser recibido y ascendido gracias a un último y tremendo fracaso, la señora Plornish no lo habría anunciado con más pompa en la Plaza del Corazón Sangrante. «Ya ha llegado padre», decía, presentándoselo a una vecina. «Dentro de poco padre vendrá a vivir con nosotros. Se le ve espléndido, ¿verdad? Canta mejor que nunca. Si lo escucha, no lo olvidará jamás». El señor Plornish, al casarse con la hija del señor Nandy, se había casado también con estos artículos de fe, y lo único que le sorprendía era que un caballero con tanto talento no hubiera amasado una gran fortuna. Tras mucho cavilar, había llegado a la conclusión de que su suegro no había desarrollado científicamente su talento cuando era joven. «¿Cómo va a dedicarse uno a encuadernar partituras —opinaba el señor Plornish— cuando lo que mejor hace es ejecutarlas? Yo creo que ahí ha estado el fallo».
El viejo Nandy tenía un mecenas, un único mecenas. Tenía un mecenas que, con cierta actitud de magnificencia —una actitud de disculpa, como si constantemente admitiera ante un público de admiradores que le era imposible no tratar al anciano con tanta familiaridad, por lo sencillo y pobre que era—, se portaba muy bien con él. El viejo Nandy había ido varias veces a Marshalsea a visitar a su yerno durante la corta estancia de éste, y allí había tenido la fortuna de ganarse, y de poco a poco y a lo largo del tiempo aumentar, el mecenazgo del Padre de esa institución nacional.
El señor Dorrit acostumbraba a recibir al anciano como si éste fuera vasallo suyo y tuvieran una relación feudal. Nandy le preparaba golosinas y tés y se los ofrecía como tributos de una provincia lejana en la que los arrendatarios del señor vivieran en un estado primitivo. Daba la impresión, en ciertos momentos, de que al señor Dorrit no le quedaba más remedio que reconocer que el anciano era criado suyo, un criado de meritoria lealtad a lo largo de muchos años. Cuando se refería a él, decía en tono campechano que era su viejo jubilado. Verlo le procuraba una gran satisfacción, así como comentar cuán ajado estaba cuando ya se había ido. Le parecía asombroso que aún le quedara un poco de dignidad al pobre hombre:
—En el asilo, todo se comparte: allí nadie tiene intimidad, ni visitas, ni rangos, ni respeto, ni categorías. ¡Es deplorable! —exclamaba.
Era el cumpleaños de Nandy y lo habían dejado salir. Él no les había dicho qué día era, porque en ese caso quizá le habrían prohibido la salida: como todo el mundo sabe, los viejos como él nunca tendrían que haber nacido. Recorrió las calles de siempre hasta llegar a la Plaza del Corazón Sangrante, comió con su hija y su yerno y les cantó la historia de Filis. En cuanto terminó apareció la pequeña de los Dorrit para ver cómo estaban.
—¡Señorita Dorrit! —exclamó la señora Plornish—. ¡Ha venido padre! ¡Mire qué buen aspecto! ¡Y cómo tiene hoy la voz!
Amy le estrechó la mano y dijo con una sonrisa que llevaba mucho tiempo sin verlo.
—Es que son muy estrictos con él —explicó la señora Plornish, poniendo mala cara— y no le dejan que le dé el sol ni que cambie de aires tanto como le convendría. Pero no tardará en volver a casa. ¿Verdad, padre?
—Sí, querida, eso espero. Cuando Dios disponga.
En ese instante el señor Plornish pronunció un discurso que siempre repetía, palabra por palabra, en esas ocasiones. Decía lo siguiente:
—Señor John Edward Nandy: mientras quede bajo este techo algo de comer o beber, tiene usted garantizada una parte. Mientras quede bajo este techo un puñado de brasas o el rincón de una cama, tiene usted garantizada una parte. Si no quedara nada bajo este techo, tendría usted garantizada su parte, tuviéramos mucho o tuviéramos poco. Ésa es mi intención, se lo juro, y por eso le ruego que deje el lugar donde está, ¿qué se lo impide?
Ante tan elocuente parlamento, que el señor Plornish siempre pronunciaba como si le hubiera costado mucho trabajo redactarlo (lo que sin duda había hecho), el padre de la señora Plornish respondió entre gorjeos:
—Te lo agradezco mucho, Thomas, conozco muy bien tus deseos, y precisamente por eso te doy las gracias. Pero no, Thomas. Hasta que mi presencia no suponga quitarles el pan a tus hijos, que es lo que sucedería si viniera a vivir con vosotros, pues digas lo que digas les quitaría la comida, aunque ojalá llegue ese momento lo antes posible… ¡no, Thomas, no!
La señora Plornish, que llevaba un rato mirando hacia otro lado y agarrándose una esquina del delantal, volvió a intervenir en la conversación y le dijo a la señorita Dorrit que padre se disponía a cruzar el río para presentar sus respetos al Padre de Marshalsea, a no ser que la señorita creyera que podía resultar molesto.
—Yo vuelvo directamente a casa; si viene conmigo será un placer guiarlo —respondió Amy, siempre considerada con los sentimientos de los débiles—, y también será un placer contar con su compañía.
—¡Mire, padre! —exclamó la señora Plornish—. ¡Va a parecer usted un alegre joven que sale de paseo con la señorita Dorrit! Le voy a hacer un nudo bonito y galante en el pañuelo del cuello, porque usted sí que es todo un galán, padre, desde luego que sí.
Con esta broma filial la hija lo acicaló, le dio un cariñoso abrazo y aguardó en la puerta con el niño débil en los brazos, mientras el niño robusto bajaba las escaleras con paso inseguro. La señora Plornish miró a su menudo y viejo padre, que se marchaba, con paso también inseguro, del brazo de la pequeña Dorrit.
Amy y el anciano fueron avanzando lentamente; ella lo llevó por el Puente de Hierro, donde lo sentó para que descansara; contemplaron las aguas y hablaron de las embarcaciones; él le contó lo que haría si tuviera un barco lleno de oro (su plan consistía en marcharse a vivir con los Plornish a una casa noble de los Tea Gardens y pasar allí el resto de su vida, servidos por un criado). Aquel cumpleaños fue especial para el señor Nandy. Faltaban cinco minutos para llegar a su destino cuando se encontraron con Fanny, en la esquina de la calle donde ésta vivía, con un sombrero nuevo; iba al mismo sitio que ellos.
—¡Cómo es posible, Amy! —exclamó la joven dama, descompuesta—. ¿Cómo has sido capaz?
—¿De qué me hablas, Fanny?
—¿De qué? ¡Creería muchas cosas de ti —respondió la dama con viva indignación—, pero esto ni lo habría soñado, especialmente tratándose de ti!
—¡Fanny! —dijo la pequeña Dorrit, herida y anonadada.
—¡Oh! ¡No te hagas la tonta! ¿A quién se le ocurre ir por las calles, a plena luz del día, con un pordiosero!
(Esta última palabra la disparó como si fuera la bala de una escopeta).
—Pero ¡Fanny!
—¡Te digo que no te hagas la tonta, que no voy a entrar en ese juego! Nunca había visto algo semejante. Es vergonzoso el gran empeño que pones en humillarnos en todo momento. ¡Eres mala!
—¿Acaso humilla a alguien —replicó Amy muy educadamente— cuidar a este pobre anciano?
—Sí, señorita —respondió la hermana—, deberías saberlo. Y lo sabes. Y lo haces porque lo sabes. Lo que más te gusta en el mundo es recordar a tu familia todas sus desgracias. Después de eso, lo que más te gusta es frecuentar malas compañías. Pero aunque tú no tengas ninguna decencia, yo sí la tengo. Si no te importa, voy a seguir mi camino por la otra acera, y no quiero que me dirijáis la palabra.
Tras decir esto, cruzó rápidamente la calle. El vergonzoso anciano, que iba andando medio encorvado, con gran deferencia, un par de pasos por detrás (pues Amy le había soltado el brazo, estupefacta, cuando Fanny había empezado a hablar), empujado e insultado por transeúntes impacientes porque les entorpecía la marcha, alcanzó a su acompañante, bastante aturdido, y le dijo:
—No le habrá pasado nada a su distinguido padre, ¿verdad, señorita? Espero que no le haya sucedido nada a ningún miembro de su distinguida familia.
—No, no —respondió la pequeña Dorrit—. Gracias. Deme el brazo otra vez, señor Nandy. Ya falta poco.
Amy siguió hablando con él igual que antes; llegaron a la institución, vieron al señor Chivery en la garita y entraron. Resultó que el Padre de Marshalsea se acercaba tranquilamente a la garita cuando ellos la cruzaban, cogidos del brazo. Ante semejante visión, dio muestras de una gran ansiedad y una enorme turbación, y —sin prestar atención al viejo Nandy, quien, después de una reverencia, se quedó con el sombrero en la mano, como siempre hacía ante ese ilustre personaje—, se dio la vuelta y volvió rápidamente a su habitación por las escaleras.
Amy dejó al desventurado anciano, de quien en mala hora se había hecho cargo, y, prometiéndole precipitadamente volver a buscarlo en seguida, echó a correr tras los pasos del padre; en las escaleras, vio que Fanny la seguía con grandes aspavientos, para mostrar lo ofendida que estaba. Los tres llegaron a la habitación casi a la vez; el Padre se sentó en la butaca, hundió el rostro en las manos y soltó un gemido.
—No me extraña —sentenció Fanny—. Qué bonito. ¡Pobre papá, qué ofensa! ¡Señorita, espero que ahora me crea usted!
—¿Qué le pasa, padre? —exclamó Amy, agachándose al lado de él—. ¿Le he hecho algo malo? ¡Espero que no!
—¿Cómo que esperas que no? Pero ¡qué fresca! Amy, qué… —Fanny hizo una pausa para buscar una expresión suficientemente rotunda— ¡qué vulgar eres! ¡Cómo se nota que te has criado en una cárcel!
El padre frenó estos airados reproches con un ademán; empezó a sollozar, levantó el rostro y le dijo a su hija menor, moviendo con pena la cabeza:
—Amy, sé que tus intenciones no han sido malas. Pero ¡me has hecho un daño enorme!
—¿Que sus intenciones no eran malas? —intervino la implacable Fanny—. ¡Sus intenciones eran aviesas! ¡Mezquinas! ¡Lo que quiere es humillar a la familia!
—¡Padre! —exclamó la pequeña Dorrit, pálida y temblorosa—. Lo siento mucho. Por favor, perdóneme. ¡Dígame qué ha pasado para no volverlo a hacer!
—¿Cómo que qué ha pasado, granuja? —gritó Fanny—. Ya sabes lo que ha pasado. Te lo he dicho, ¡así que no seas una fresca y no lo niegues!
—¡Silencio! —dijo el padre, enjugándose el rostro varias veces con el pañuelo y después retorciéndolo convulsivamente con la mano que tenía apoyada en el muslo—. Amy, he hecho todo lo posible para que no te juntaras con mala gente, para que fueras una persona distinguida. Quizá lo haya logrado, quizá no. Quizá tú sepas si lo he conseguido; quizá no. Yo no me pronuncio. En este lugar he tenido que soportar muchas cosas, pero nunca una humillación. Afortunadamente no me había visto en esa situación… hasta hoy.
En ese momento abrió la mano que se movía compulsivamente y volvió a llevarse el pañuelo a los ojos. La pequeña Dorrit, arrodillada en el suelo y con una mano implorante en el brazo de su padre, lo miraba arrepentida. Al anciano se le pasó el acceso de dolor y volvió a agarrar fuertemente el pañuelo.