—Sí, niña mía.
Una sombra de desazón cruzó su rostro, inspirada por la gran frecuencia con que la llamaba niña. Le sorprendió que él se diera cuenta, que se fijara en una minucia así, pero Clennam añadió entonces:
—Sólo buscaba una palabra cariñosa y no se me ha ocurrido otra. Como tú misma has utilizado ese nombre con el que te llaman en casa de mi madre, y dado que es el nombre con que siempre me acuerdo de ti, permite que te llame pequeña Dorrit.
—Gracias, señor, ése es el nombre que prefiero.
—Pequeña Dorrit.
—Pequeña madre —intervino Maggy (que se estaba quedando dormida), como efectuando una corrección.
—Es lo mismo, Maggy —respondió la pequeña Dorrit—, es lo mismo.
—¿Lo mismo, madre?
—Lo mismo.
Maggy soltó una carcajada y en seguida se puso a roncar. A ojos y oídos de la pequeña Dorrit, esa figura tosca y ese ruido tosco no podían ser más agradables. Cubrió entonces su semblante una resplandeciente expresión de orgullo, inspirada por su niña mayor, cuando volvió a encontrarse con la mirada del caballero moreno y serio. Se preguntó en qué pensaría mientras las miraba. Pensó que sería un padre espléndido. Que, con una mirada así, podría aconsejar y consolar a una hija.
—Lo que iba a contarle, señor —anunció la pequeña Dorrit—, es que mi hermano es libre.
A Arthur le alegró la noticia; esperaba que las cosas le fueran bien.
—Y lo que también iba a decirle, señor —añadió, con todo el cuerpecillo y la voz temblando—, es que nadie me dice quién fue tan generoso para procurar su liberación, no puedo preguntarlo y jamás me lo dirán, ¡y nunca podré expresarle a ese caballero toda la gratitud de mi corazón!
Clennam contestó que éste seguramente no necesitaba que le agradecieran nada. Que seguramente ya daba las gracias (y con motivo) por haber dispuesto de los medios y la oportunidad de prestarle un pequeño servicio a ella, que merecía uno muy grande.
—Y también quería decirle —prosiguió la pequeña Dorrit, temblando cada vez más— que, si lo conociera, y pudiera, le diría que no puede hacerse una idea de cuánto aprecio su bondad, y de cuánto la apreciaría mi pobre padre. Y le iba a decir, señor, que, si lo conociera, y pudiera, pero no lo conozco y no debo, ¡lo sé!, le diría que nunca más me iré a dormir sin haber rezado para que el Cielo lo colme de bendiciones y recompensas. Y si lo conociera, y pudiera, me arrodillaría delante de él, le cogería la mano y se la besaría, y le pediría que no la retirara, que la dejara, ay, que la dejara un momento, que permitiera que mis lágrimas de gratitud cayeran sobre ella, ¡pues no tengo otras gracias que darle!
La joven se había llevado la mano de Arthur a los labios y se habría arrodillado, pero él se lo impidió con delicadeza y la volvió a sentar en la butaca. En sus ojos, en sus tonos de voz, había encontrado una gratitud mayor de la que ella pensaba. No pudo decir con la misma serenidad de siempre:
—¡Tranquila, pequeña Dorrit, tranquila! Imaginaremos que conoces a esa persona, que has cumplido tu propósito y que ya está hecho. Y ahora dime a mí, que no soy esa persona, simplemente un amigo que te ha rogado que confíes en él, por qué has salido a medianoche, y por qué has recorrido unas calles tan lejanas a una hora tan tardía, ¡mi menuda, mi delicada —la palabra niña le afloró otra vez a los labios— pequeña Dorrit!
—Esta noche Maggy y yo —respondió ella, serenándose sin apenas esfuerzo, como estaba acostumbrada— hemos ido al teatro en el que trabaja mi hermana.
—¡Oh, y era un sitio
mu
bonito! —intervino de repente Maggy, que parecía poseer la capacidad de dormirse y despertarse a voluntad—. Casi tan bonito como un hospital. Pero en él no hay niños.
Entonces, con una sacudida, se volvió a quedar dormida.
—Hemos ido —prosiguió la pequeña Dorrit, mirando a su protegida— porque a veces quiero comprobar por mí misma que mi hermana está bien; y quiero verla ahí, con mis propios ojos, sin que ella ni mi tío lo sepan. Lo puedo hacer muy pocas veces, porque cuando no he salido a trabajar estoy con mi padre, e incluso cuando salgo vuelvo corriendo a su lado. Pero esta noche he fingido que asistía a una fiesta.
Al hacer esta confesión, tímida y dubitativa, levantó la mirada, la dirigió al rostro de Arthur e interpretó su gesto tan claramente que respondió:
—¡Oh, no, desde luego que no! No he ido a una fiesta en mi vida.
Calló brevemente mientras él la miraba y añadió:
—Espero no haberme portado mal. Nunca le habría sido útil a nadie si no hubiera fingido un poco.
Temía que Arthur le estuviera reprochando, en su fuero interno, haber decidido fingir por ellos, pensar por ellos, preocuparse por ellos, sin que ellos lo supieran ni se lo pudieran agradecer, quizá incluso acusándola de un supuesto abandono. Pero él pensaba realmente en esa débil figura con esa voluntad férrea, en los finos zapatos gastados, en el vestido insuficiente, en la simulación de diversiones y distracciones. Le preguntó dónde se celebraba la supuesta fiesta. En un lugar donde ella trabajaba, respondió Amy ruborizándose. No había dado muchos detalles; sólo unas palabras para tranquilizar al padre. Éste no había creído que se tratase de una fiesta espléndida, ¿cómo iba a creerlo? Y la muchacha se miró brevemente el chal que llevaba.
—Es la primera noche —anunció ella— que he salido de casa. Y Londres parece tan grande, tan árido, tan salvaje…
A ojos de la pequeña Dorrit, la enormidad de la ciudad bajo el firmamento negro resultaba aterradora, y un temblor recorrió su cuerpo al decir esas palabras.
—Pero no es por esto —prosiguió, de nuevo con ese esfuerzo tranquilo— por lo que he venido a importunarlo, señor. Mi hermana ha entablado amistad con una dama de la que me ha hablado, que me inspira una gran inquietud; ése ha sido el motivo principal por el que he salido de casa. Y al salir, al acercarme (a propósito) donde usted vive, al ver una luz en la ventana…
No por primera vez. No, no por primera vez. A ojos de la pequeña Dorrit, esa ventana había sido una estrella lejana también en otras noches. Se había apartado lentamente de su camino, agotada y atribulada, para mirarla, para imaginar al caballero serio y moreno que había venido de tan lejos, que le había hablado como un amigo y un protector.
—Había tres cosas que quería decirle —añadió—, si llegaba a subir las escaleras y encontrarlo solo. En primer lugar, lo que he intentado comunicarle, pero que nunca podré, pero que nunca…
—¡Chitón! Esa cuestión ya está zanjada, cerrada. Pasemos a lo segundo —intervino Clennam, sonriendo para aliviar su preocupación, procurando que el fuego la calentara y acercándole, en la mesa, vino, un bizcocho y fruta.
—Creo… —continuó Amy—, y esto es lo segundo, creo que la señora Clennam ha descubierto mi secreto, que sabe de dónde vengo y adónde regreso. Es decir, dónde vivo.
—¿De veras? —dijo Arthur rápidamente. Tras una breve reflexión le preguntó por qué pensaba eso.
—Me parece —respondió ella— que el señor Flintwinch me ha visto.
Y por qué, inquirió Clennam mirando, frunciendo el ceño y volviendo a cavilar, ¿por qué pensaba eso?
—Me he cruzado con él dos veces. Las dos cerca de mi casa. Las dos de noche, mientras volvía. En las dos tuve la impresión (aunque me puedo haber equivocado fácilmente) de que no se había cruzado conmigo por casualidad.
—¿Te dijo algo?
—No, sólo me saludó con la cabeza y la ladeó.
—¡Que el diablo se lleve esa cabeza! —exclamó Clennam meditabundo, sin apartar la vista del fuego—. Siempre la tiene ladeada.
Salió de su ensimismamiento para convencerla de que tomara un poco de vino y de que comiera algo, lo que resultaba muy difícil por lo tímida y apocada que se mostraba, y después dijo con el mismo gesto meditabundo:
—¿Ha cambiado la actitud de mi madre contigo?
—No, en nada. Se comporta igual. Pensé que quizá debería contarle mi historia. Que quizá… bueno, que quizá usted querría que lo hiciese. Pensé —confesó, mirándolo suplicante y apartando gradualmente la mirada mientras él la contemplaba— que usted me diría lo que debo hacer.
—Pequeña Dorrit —respondió Clennam; estas dos palabras ya habían empezado, entre ellos, a sustituir a cientos de expresiones de cariño, según los cambios de tono y el contexto en que se empleaban—, no hagas nada. Tendré unas palabras con mi vieja amiga, Affery. No hagas nada, pequeña Dorrit, excepto reponerte con los medios de que dispones aquí. Te lo ruego.
—Gracias, no tengo hambre. Tampoco sed —aclaró cuando él le acercó la copa con delicadeza—. Pero quizá a Maggy le apetezca algo.
—En seguida le daremos un poco de todo lo que hay —le tranquilizó Clennam—, pero, antes de que la despertemos, me ibas a decir una tercera cosa.
—Sí. ¿No se ofenderá, señor?
—Lo prometo, sin condiciones.
—Le va a parecer extraño. No sé muy bien cómo expresarlo. No me considere poco razonable ni desagradecida —suplicó con una desazón creciente que volvía a aparecer.
—No, no, no. Estoy seguro de que será algo natural y correcto. No temo interpretarlo de forma errónea, sea lo que sea.
—Gracias. ¿Va a volver a ver a mi padre?
—Sí.
—¿Ha sido usted tan amable y tan previsor de escribirle una nota en la que anunciaba que le iba a visitar mañana?
—¡Oh, no tiene importancia! Sí.
—¿Puede adivinar —inquirió la pequeña Dorrit, entrelazando fuertemente las manos y mirándolo con toda seriedad— qué voy a pedirle que no lo haga?
—Creo que sí. Pero me puedo equivocar.
—No, no se equivoca —respondió ella, negando con la cabeza—. Si nos hiciera tanta, tantísima falta que nos viéramos en una auténtica necesidad… permita que sea yo quien se lo pida.
—Eso haré… eso haré.
—No deje que se lo pida él. Haga como que no lo entiende, si se lo solicita. No se lo dé. ¡Ahórrele y dispénsele esa situación, y podrá tener una mejor opinión de él!
Clennam le aseguró —no de forma muy clara, al ver las lágrimas que brillaban en sus ojos angustiados— que ese deseo sería sagrado para él.
—Usted no sabe cómo es —se lamentó ella—, no sabe cómo es de veras. ¿Cómo va a saberlo, por amor de Dios, si lo ha conocido ya donde está ahora, y no poco a poco, como yo? Usted ha sido tan bueno con nosotros, tan bueno de una forma tan delicada y auténtica, que quiero que su opinión sobre él sea la mejor de todas. ¡Y no soporto —sollozó, tapándose las lágrimas con las manos— que sea precisamente usted quien lo vea en sus únicos momentos de degradación!
—Te lo suplico —le imploró Arthur—, no sufras tanto. ¡Te lo suplico, pequeña Dorrit! Comprendo perfectamente la situación.
—Gracias, señor. ¡Gracias! He intentado por todos los medios no pedírselo; lo he pensado y vuelto a pensar día y noche; pero, cuando supe a ciencia cierta que iba a volver, me decidí a hablarle. No porque me avergüence de él —dijo secándose las lágrimas con rapidez—, sino porque lo conozco mejor que nadie, y lo quiero, y estoy orgullosa de él.
Aliviada de ese peso, la pequeña Dorrit se puso muy nerviosa y quiso marcharse. Como Maggy estaba muy espabilada, y contemplando a cierta distancia la fruta y los bizcochos y relamiéndose por anticipado, Clennam hizo todo lo que pudo por entretenerla sirviéndole una copa de vino, que ella apuró con una serie de sonoros lengüetazos, llevándose la mano a la garganta después de cada uno y proclamando entrecortadamente: «¡Ay, qué rico! ¡Qué
considerao
es usted!». Al terminar el vino y los halagos, Arthur le pidió que metiera en la cesta (ella nunca se separaba de esa cesta) todas las viandas que había en la mesa, y que se cerciorara de no dejar ni una miga. El placer de Maggy al hacerlo, y el placer de su madrecita al ver a Maggy complacida, fue el mejor desenlace que las circunstancias podrían haber dictado para esa nocturna conversación.
—Pero las puertas llevarán mucho tiempo cerradas —recordó Clennam súbitamente—. ¿Dónde vas a ir?
—Donde se aloja Maggy —respondió la pequeña Dorrit—. Estaré a salvo y me cuidarán bien.
—Te acompañaré —dijo él—. No puedo dejar que vayas sola.
—No, por favor, déjenos ir solas. ¡Se lo ruego! —le imploró ella.
Formuló el ruego con tanta seriedad que a él le dio apuro imponerle su presencia, sobre todo porque adivinaba perfectamente que el lugar donde vivía Maggy era de lo más mísero.
—Vamos, Maggy —dijo la muchacha con tono animado—; llegaremos estupendamente. Ya sabemos el camino, ¿verdad?
—Sí, madrecita, sí, sabemos el camino —respondió Maggy entre risas.
Y se marcharon. Al llegar a la puerta, la pequeña Dorrit se dio la vuelta y dijo: «¡Que Dios lo bendiga!». Pronunció esas palabras muy bajito, aunque quizá fue escuchada desde las alturas —¡quién sabe!— con la misma fuerza que un coro catedralicio.
Arthur Clennam esperó a que doblaran la esquina de la calle antes de seguirlas a cierta distancia; no pretendía invadir por segunda vez la intimidad de la muchacha, sino cerciorarse de que no corría ningún peligro en el barrio que ella conocía tan bien. Parecía tan menuda, frágil e indefensa en ese tiempo húmedo y oscuro, mientras seguía la sombra torpe de su protegida, que Arthur, inspirado por la compasión y por la costumbre de considerarla una niña distinta al resto del tosco mundo, tuvo ganas de cogerla en brazos y llevarla así al término de su viaje.
Al cabo de un rato llegaron a la calle principal donde estaba la cárcel de Marshalsea; entonces vio que aflojaban el paso y que tomaban otra calle perpendicular. Se detuvo; le pareció que ya no tenía derecho a seguir y poco a poco se fue alejando. No sospechaba que corrían el riesgo de vagar a la intemperie hasta la mañana siguiente; ni siquiera sospechó la verdad hasta mucho, mucho después.
Sin embargo, la pequeña Dorrit, cuando se detuvieron delante de una casa miserable y completamente a oscuras, aplicó el oído a la puerta, sin oír nada dentro, y dijo:
—Mira, éste es un buen alojamiento para ti, Maggy, pero no debemos molestar. Por eso, sólo llamaremos dos veces, no muy fuerte; si no los despertamos, tendremos que caminar hasta que amanezca.
Llamó una vez con cuidado y prestó atención. Llamó una segunda vez, con cuidado, y también prestó atención. Todo estaba cerrado y en silencio.
—Maggy, hay que apañarse, querida. Tenemos que armarnos de paciencia y esperar al alba.
La noche era oscura y fría y soplaba un viento húmedo cuando volvieron a la calle principal y oyeron que los relojes daban la una y media. «Dentro de cinco horas y media, nada más —calculó la pequeña Dorrit—, podremos volver a casa». Al mencionar su casa, estando tan cerca de ella, ir a verla parecía una consecuencia lógica. Se acercaron a la puerta cerrada y atisbaron el patio a través de la reja.