Con la cómoda sensación en su interior, bastante sincera a su manera, de que sólo prestaba un servicio a la pequeña Dorrit haciendo algo que no tenía nada que ver con ella, una tarde Arthur apareció en la esquina de la calle del señor Casby. La calle salía de Gray’s Inn Road, y se había separado de la vía principal con la intención de adentrarse imparable en el valle y conquistar seguidamente la cumbre de la colina de Pentonville, pero se había quedado sin aliento al cabo de veinte metros y en ese momento había dejado de avanzar. Ya no existe este lugar, pero allí estuvo muchos años, contemplando con semblante crítico el paisaje agreste, con algunos huertos estériles y un sarpullido de casas de veraneo del que se había propuesto curarse en un santiamén.
«Esta casa —pensó Clennam mientras franqueaba el umbral— ha cambiado tan poco como la de mi madre, y está casi igual de lúgubre. Pero las similitudes terminan aquí fuera. Conozco la aburrida calma que reina dentro. Parece que huelo desde aquí los tarros de viejos pétalos de rosa y de lavanda».
Cuando llamó a la brillante aldaba de latón, con una forma pasada de moda, y una criada le abrió la puerta, esos aromas del pasado le dieron genuinamente la bienvenida como una ráfaga invernal aún cargada de un leve recuerdo de la primavera desaparecida. Entró en la casa silenciosa y sobria, sin ninguna corriente de aire (cabía imaginarse que esa quietud se debía a la presencia de sirvientes mudos, como sucede en Oriente), y la puerta, al cerrarse de nuevo, pareció dejar en el exterior todo sonido y todo movimiento. Los muebles eran formales, sencillos, propios de cuáqueros, pero estaban bien cuidados y tenían la apariencia más agradable que se puede exigir a cualquier cosa, ya se trate de un ser humano o de una banqueta de madera, destinada a ser muy utilizada y a la que no se ahorra ninguna tarea. Había un reloj solemne que marcaba los segundos en algún lugar de la escalera, y por la misma zona un pájaro que no cantaba, y que daba picotazos a la jaula como si también marcara el paso del tiempo. En el hogar del salón, el fuego marcaba asimismo los segundos. Sólo se veía a una persona delante de la chimenea, y el ruidoso reloj que llevaba en el bolsillo marcaba la hora de forma ostensible.
La criada pronunció las palabras «el señor Clennam» con el mismo deje acompasado de un reloj, tan bajito que no se la oyó; por tanto, cuando se retiró y cerró la puerta, Arthur se encontró delante de ésta sin que se advirtiera su presencia. En una butaca reposaba la figura de un hombre entrado en años, con ralas cejas grises en las que se reflejaba la luz de la chimenea y que parecían moverse al compás del segundero; tenía unas zapatillas hechas de retales en la alfombra, y giraba los pulgares lentamente, uno alrededor del otro. Se trataba del viejo Christopher Casby —reconocible con un solo vistazo—, que en más de veinte años había cambiado tan poco como sus muebles macizos: las influencias de las distintas estaciones le habían afectado tan poco como a los viejos pétalos de rosa y lavanda de sus tarros de porcelana.
Es posible que no haya existido otro hombre, en este atribulado mundo, tan difícil de imaginar de niño. Y, sin embargo, había cambiado muy poco a lo largo de su vida. Delante de él, en la sala, se veía el retrato de un muchacho en el que cualquiera, sólo de verlo, habría reconocido al señorito Christopher Casby, a los diez años, aunque disfrazado con una horca para el heno, instrumento que había tenido para él la misma utilidad, o el mismo interés, en toda su vida, que una campana de inmersión submarina; aparecía sentado (sobre una pierna) delante de un arriate de violetas, movido a una precoz contemplación por el campanario de una iglesia de pueblo. Ahí se veían el mismo rostro lampiño y la misma frente, la misma mirada azul y tranquila, la misma actitud de placidez. La cabeza calva, que tan enorme parecía de lo mucho que brillaba, y el largo cabello gris que, como hilo de seda o lana de vidrio, le caía a ambos lados de la cara y por el cuello, con un aire de benevolencia porque nunca era cortado, no se apreciaban en el niño, claro está, como en el adulto. Pero está claro que en la criatura seráfica de la horca del heno, se encontraban los rudimentos del patriarca de las zapatillas de retales.
«Patriarca» era el nombre que mucha gente le daba. Varias damas ancianas del vecindario declaraban que era «el último de los patriarcas». Tan gris, tan lento, tan callado, tan impasible, de cabeza tan voluminosa, «Patriarca» era la palabra más adecuada para él. Lo habían parado por la calle y le habían pedido respetuosamente que adoptara ese papel pintores y escultores, y con tanta insistencia, en verdad, que parecía que las Bellas Artes fueran incapaces de recordar las características de un patriarca o de inventar uno. Filántropos de ambos sexos habían querido saber quién era, y al descubrir que se trataba de «el viejo Christopher Casby, antiguo procurador de lord Decimus Tite Barnacle», habían exclamado en un paroxismo de desilusión: «¡Oh! ¡Caramba! ¡Con esa cabeza, y no es un benefactor de la humanidad! ¡Con esa cabeza, caray, y no se ha convertido en un padre para los huérfanos y en un amigo para los que no tienen ninguno!». Con esa cabeza, no obstante, seguía siendo el viejo Christopher Casby, rico, según todos proclamaban, en propiedades inmobiliarias; y con esa cabeza se hallaba ahora sentado en su silencioso salón. No cabe duda de que sería el colmo de la sinrazón esperar verlo allí sentado sin esa cabeza.
Arthur Clennam se movió para llamar su atención, y las cejas grises se volvieron hacia él.
—Discúlpeme —dijo Clennam—, me temo que no ha oído usted cómo me anunciaban.
—No, señor, no lo he oído. ¿Quería verme?
—He venido a presentarle mis respetos.
Al señor Casby parecieron decepcionarle un ápice estas palabras, pues quizá se había preparado para una visita de índole más económica.
—¿Tengo el placer de…? —comenzó a decir—. Coja una silla, por favor… ¿Tengo el placer de conocerlo? ¡Ah! ¡Desde luego, creo que sí! Me parece que no me equivoco al suponer que conozco esa cara. ¿Es posible que esté hablando con un caballero de cuyo regreso a este país me ha informado el señor Flintwinch?
—El mismo que tiene delante.
—¿De veras? ¡El señor Clennam!
—Así es, señor Casby.
—Señor Clennam, me alegro de verlo. ¿Le ha ido todo bien desde la última vez que nos vimos?
Sin considerar que mereciese la pena explicar que, en el transcurso de unos veinticinco años, había pasado por leves fluctuaciones de salud y de ánimo, Arthur respondió, sin entrar en detalles, que nunca le habían ido mejor las cosas, o algo semejante, y le estrechó la mano al dueño de «esa cabeza» que irradiaba sobre él una luz patriarcal.
—Somos más viejos, señor Clennam —observó Christopher Casby.
—Más jóvenes no somos —confirmó Clennam. Después de este comentario le pareció que no estaba comportándose de un modo precisamente muy brillante, y advirtió que se había puesto nervioso.
—¡Y su distinguido padre —prosiguió el señor Casby— ya no se halla entre nosotros! Lamenté mucho enterarme de la noticia, señor Clennam, lo lamenté mucho.
Arthur respondió, del modo habitual, que le estaba infinitamente agradecido.
—Hubo una época —añadió el señor Casby— en que las relaciones entre sus padres y yo no fueron amistosas. Se produjo un pequeño malentendido familiar. Puede que su distinguida madre estuviera bastante celosa del hijo; y, cuando hablo del hijo, me refiero a usted, a usted mismo.
Su rostro lampiño mostraba el esplendor de una fruta de invernadero madura. Con ese rostro en su máximo esplendor, esa cabeza y esos ojos azules, daba la impresión de comunicar sentimientos de virtud y sabiduría extraordinarios. Del mismo modo, su expresión fisonómica parecía rebosar bondad. Nadie podría haber señalado dónde residían esa sabiduría, esa virtud, esa bondad; pero transmitía la impresión de que las tres se encontraban en él.
—Esa época, sin embargo —siguió el señor Casby—, es cosa del pasado, cosa del pasado. De vez en cuando me tomo la libertad de visitar a su distinguida madre y de admirar la fortaleza y la presencia de ánimo con que afronta las dificultades, con que afronta las dificultades.
Cuando cometía esas pequeñas repeticiones, con las manos entrelazadas, ladeaba la cabeza con una sonrisa cariñosa, como si estuviera pensando en algo demasiado profundo y dulce para ser expresado en palabras. Como si se negara el placer de pronunciarlo, para no dar forma a ideas demasiado elevadas; como si, en aras de una profunda humildad, prefiriera sacrificar la elocuencia.
—Me han dicho que, en una de esas ocasiones —intervino Arthur, aprovechando la oportunidad que se le presentaba—, tuvo usted la gentileza de hablarle a mi madre de la pequeña Dorrit.
—¿La pequeña…? ¿Dorrit? ¿Se trata de la costurera de la que me habló uno de mis inquilinos? Ah, sí, Dorrit. Así es como se llamaba. ¡Sí, sí! ¿La llama usted pequeña Dorrit?
No pudieron avanzar por ese camino. El atajo no llevó a ningún sitio ni llegaron más lejos.
—Es posible que esté usted al corriente, señor Clennam —anunció el señor Casby—, de que mi hija Flora se casó y alcanzó una buena posición en la vida hace algunos años. Tuvo la mala fortuna de perder al marido cuando sólo llevaba unos meses de matrimonio. Ha vuelto a vivir conmigo. Se alegrará de verlo, si me permite usted que le anuncie su presencia.
—No faltaba más —respondió Clennam—. Se lo habría pedido yo mismo si no hubiera sido usted tan amable de anticiparse.
Al oír estas palabras, el señor Casby se puso las zapatillas de retales, se levantó y, con paso lento y trabajoso (su constitución era elefantina), se dirigió a la puerta. Llevaba una larga chaqueta con amplios faldones de color verde botella, unos pantalones de color verde botella y un chaleco de color verde botella. Los patriarcas no llevan prendas de paño de color verde botella, pero las suyas no dejaban de tener un aire patriarcal.
Apenas hubo salido de la sala y el sonido del segundero se hizo audible de nuevo, una mano imperiosa giró la llave de la puerta de la calle, abrió y cerró. Inmediatamente después, un hombre moreno, brioso y apresurado irrumpió en la estancia con tanto ímpetu que no se detuvo hasta encontrarse a escasa distancia de Clennam.
—¡Caramba! —exclamó.
Clennam no vio ningún motivo para no exclamar, a su vez:
—¡Caramba!
—¿Qué sucede? —inquirió el hombre bajo y moreno.
—Que yo sepa, nada —replicó Clennam.
—¿Dónde está el señor Casby? —preguntó el hombre, mirando a un lado y otro.
—Si quiere usted verlo, no tardará en venir.
—¿Que yo quiero verlo? ¿Y no quiere verlo usted?
Esto dio pie a algunas explicaciones por parte del visitante; mientras las ofrecía, el hombre bajo y moreno contuvo el aliento y se quedó mirándolo. Su ropa era negra y del color del hierro oxidado; sus ojos, redondos como cuentas y negros como la pez; tenía un mentón menudo, negro y de barba descuidada, un cabello negro y áspero que le salía en punta, como dientes de un tenedor u horquillas; una tez mugrienta por naturaleza, o muy sucia por artificio, o por una mezcla de naturaleza y artificio. Llevaba las manos también sucias, las uñas partidas y cochambrosas, y parecía haber salido de una mina de carbón; sudaba; respiraba con ronquidos, jadeos, bufidos y resoplidos, como un motorcito de vapor en funcionamiento.
—¡Oh! —observó después de que Arthur le contase el propósito de su visita—. Muy bien. De acuerdo. Si pregunta por Pancks, ¿sería usted tan amable de decirle que he venido?
A continuación, con un bufido y un resoplido, se marchó por otra puerta.
Antes de salir de Inglaterra, ciertas dudas audaces que sobre el último de los patriarcas flotaban en el ambiente, habían llegado, no recordaba cómo, a los órganos sensibles de Arthur. Sabía que circulaban sombras y atisbos de sospecha en aquel entonces, y según ellas Christopher Casby era como el cartel de una posada sin una posada detrás: una invitación al descanso y la gratitud, cuando no había sitio donde alojarse ni nada por lo que mostrarse agradecido. Estaba al tanto de que en algunos de esos rumores se llegaba a afirmar que Christopher Casby era capaz de tramar ardides con «esa cabeza»: que era un artero impostor. Otras sombras lo señalaban como un necio inconstante, obtuso y egoísta que se había dado cuenta, en el curso de sus aparatosos encontronazos con otros hombres, de que, para vivir rodeado de comodidades y honores, le era suficiente tener la boca callada, llevar bien lustrosa la calva y no peinarse; que su escasa astucia había bastado para captar esa idea y no desviarse de ella. Se decía que su puesto como procurador de lord Decimus Tite Barnacle se debía no a la posesión de la menor capacidad para los negocios, sino a ese aspecto insuperablemente bonachón que no permitía a nadie imaginar que los inmuebles representados por ese hombre pudieran adolecer de carencias o desperfectos; también se afirmaba que por los mismos motivos ganaba ahora más dinero con sus turbios alquileres, sin que nadie lo molestara, que el que habría ganado cualquier otra persona con una testa menos protuberante y reluciente. En dos palabras: se afirmaba (recordó Clennam, a solas en el salón) que muchas personas eligen a los que acabamos de mencionar, escogen a los suyos; pues, igual que podemos ver todos los años en la Royal Academy a algún granuja que se dedica a robar perros encarnando todas las virtudes cardinales, gracias a sus pestañas, su mentón o sus piernas (y clavando así espinas de confusión en el ánimo de los estudiantes de la naturaleza más observadores), en la gran exposición de la sociedad, muchas veces aceptamos los accesorios en vez de las cualidades interiores.
Al rememorar tales cosas, y clasificando al señor Pancks entre ellas, Arthur Clennam se inclinaba a confirmar la opinión, sin llegar a rubricarla del todo, de que el último Patriarca era el necio voluble antes descrito, cuya única idea consistía en llevar bien lustrosa la calva; recordó que, pese a que a veces pueda verse en el Támesis algún barco de difícil manejo avanzando de costado, con la popa en la posición de la proa, abriéndose paso a sí mismo y cortando el paso a los demás, aunque siempre ofreciendo un vistoso espectáculo de navegación, de pronto aparece un pequeño remolcador de carbón que se acerca a él, lo engancha y se lo lleva a toda velocidad; del mismo modo, el voluminoso patriarca había sido remolcado por el señor Pancks y sus resoplidos, y ahora seguía la estela de ese pequeño y cochambroso truhán.