Blandois fue a presentar sus respetos; el señor Dorrit lo recibió afablemente por su amistad con el señor Gowan, y le habló de su idea de encargar al pintor que lo inmortalizara. Como Blandois reaccionó con gran entusiasmo, a su anfitrión se le ocurrió que podía hacerle el favor de comunicar a su amigo la gran oportunidad que le brindaban. El caballero aceptó el recado con su habitual y locuaz elegancia, y juró cumplirlo antes de una hora. Al transmitirle la noticia a Gowan, éste mandó al señor Dorrit al diablo, sin ahorrar epítetos, media docena de veces (porque le fastidiaba el mecenazgo casi tanto como su ausencia), y se puso a discutir con su amigo por haberle llevado el mensaje.
—Puede que no esté en mis cabales, Blandois —dijo—, pero para mí es un misterio qué pinta usted en todo esto.
—Pues yo tampoco lo sé, se lo aseguro —respondió Blandois—; sólo pensaba que le estaba haciendo un favor a un amigo.
—¿Consiguiéndole el encargo de un advenedizo? —replicó Gowan con gesto de desagrado—. ¿A eso se refiere? Pues dígale a su otro amigo que pose para el cartel de una taberna, y que lo pinte un cartelista. ¿Quién soy yo, y quién es él?
—
Professore
—respondió el mensajero—, ¿y quién es Blandois?
Sin que, al parecer, este último detalle le interesara lo más mínimo, Gowan se puso a silbar, de mal humor, y dejaron de hablar del señor Dorrit. Pero al día siguiente volvió a sacar el tema y dijo con su brusquedad habitual y riendo con desdén:
—Bueno, Blandois, ¿vamos a ver a ese mecenas suyo? Los artistas debemos aceptar los trabajos que nos salen. ¿Cuándo vamos a interesarnos por ese encargo?
—Cuando usted disponga —respondió el ofendido Blandois—, cuando le apetezca. ¿Y yo qué pinto aquí? ¿A mí qué me importa?
—Le voy a decir la importancia que tiene para mí: ganarme el pan. ¡Hay que comer! Venga conmigo, querido Blandois.
El señor Dorrit los recibió acompañado por sus hijas y el señor Sparkler, quien, por alguna sorprendente casualidad, resultó que había ido de visita.
—¿Cómo está usted, Sparkler? —lo saludó Gowan distraídamente—. Cuando tenga usted que vivir del talento de su madre, muchacho, espero que las cosas le vayan mejor que a mí.
El señor Dorrit hizo su propuesta.
—Señor —respondió el pintor con una carcajada, después de escuchar con cortesía—, soy nuevo en este oficio y no conozco todos sus misterios. Creo que debería estudiarlo a usted con diferentes iluminaciones, decirle que constituye un modelo espléndido, y ver cuándo estoy libre para dedicarme con el entusiasmo necesario al cuadro que pienso pintarle. Le aseguro —añadió con otra carcajada— que tengo la sensación de traicionar a los demás artistas, esos hombres tan bondadosos, tan nobles, de tanto talento, al no conocer mejor los trucos de mi arte. Pero no me los han enseñado, y ya es demasiado tarde para aprenderlos. Lo cierto es que soy un pésimo pintor, pero no mucho peor que la mayoría. Si está usted dispuesto a despilfarrar unas cien guineas, yo, que soy tan pobre como suelen ser los parientes pobres de los ricos, le estaré enormemente agradecido si decide malgastarlas conmigo. Haré todo lo que pueda a cambio de esa cantidad; si todo lo que pueda acaba siendo una birria, tampoco será muy grave: tendrá usted un cuadro malo con una firma modesta, en vez de un cuadro malo con una firma importante.
Este tono, aunque no era el que había esperado, contentó prácticamente al señor Dorrit. Denotaba que el caballero, muy bien relacionado y no un simple artesano, le debería algo en el futuro. Expresó su satisfacción por ponerse en manos del señor Gowan y la esperanza de tener el placer de conocerlo mejor, de caballero a caballero.
—Es usted muy amable —afirmó Gowan—. No me he retirado de la sociedad desde que ingresé en la hermandad del pincel (constituida por los tipos más espléndidos del mundo), y de vez en cuando me sigue gustando el maravilloso olor a pólvora, aun a riesgo de que me haga saltar por los aires, a mí y a mi actual vocación. ¿No creerá usted, señor Dorrit —prosiguió con otra carcajada muy campechana—, que me he vuelto un masón, como muchos de los que practican mi oficio (no es el caso, le juro que no dejo de traicionar las costumbres de los pintores allá donde voy, aunque también le aseguro que amo y respeto mi oficio con todas mis fuerzas), si le propongo un lugar y una fecha para que comencemos?
¡Ejem! El señor Dorrit no había albergado ninguna… ejem… sospecha de esa índole, y creía en la sinceridad del señor Gowan.
—De nuevo demuestra usted una gran amabilidad —proclamó el pintor—. Señor Dorrit, me han dicho que va a ir usted a Roma. Yo también, pues tengo amigos allí. Permítame que inicie en esa ciudad, no aquí, la injusticia que malévolamente me he comprometido a perpetrar contra usted. Los días que nos quedan van a ser muy ajetreados, y, aunque no hay otro hombre digno de ese nombre más pobre en Venecia que yo, todavía no he conseguido dejar de ser del todo un diletante (¡ya ve que vuelvo a traicionar mi oficio!). No puedo aceptar un encargo a toda prisa sólo por unas monedas.
Estos comentarios no fueron recibidos de forma menos favorable que los anteriores por parte del señor Dorrit; constituyeron el preludio de la primera invitación a cenar a los señores Gowan, y gracias a ellos el pintor ocupó en la nueva familia la posición a la que estaba acostumbrado.
A su mujer también la colocaron en su posición habitual. La señorita Fanny percibió muy nítidamente que la belleza de la señora Gowan le había costado muy cara a su marido, que por culpa de ella se habían producido grandes disensiones en la familia Barnacle, y que la viuda Gowan, prácticamente inconsolable, se había opuesto con gran firmeza al matrimonio, hasta que los sentimientos de madre se habían impuesto. La señora General también entendió muy claramente que ese matrimonio había sido causa de muchas angustias y muchas discusiones familiares. Del bueno del señor Meagles nadie se acordó, aunque se comprendía que era natural que una persona de su clase quisiera situar a la hija en una posición más distinguida que la suya, y que no se le podía reprochar que hubiera hecho todo lo posible por conseguirlo.
El interés de la pequeña Dorrit por el bello objeto de esa idea comúnmente aceptada era demasiado sincero e intenso para no refutarla con la observación. Se daba cuenta de que tales comentarios contribuían a proyectar sobre la señora Gowan el matiz de sombra bajo el que vivía, e incluso intuía que eran rotundamente falsos. Entorpecieron, en cualquier caso, su relación con Minnie, porque la escuela de prismas y patatas dictaba que debía mostrarse muy educada con ella, pero sin trabar la menor intimidad, y Amy, como alumna obligada de esa institución educativa, debía someterse humildemente a sus dictámenes.
Sin embargo, ya se habían forjado entre ellas lazos de entendimiento y simpatía con los que habrían podido superar dificultades mayores y entablar amistad a partir de un trato aún más limitado. Parecía que las circunstancias se habían confabulado para fomentarla, puesto que ambas vieron confirmada su afinidad gracias a la aversión que cada una notaba que la otra sentía por Blandois de París; una aversión equivalente a la repugnancia y al horror de la antipatía natural que inspira una odiosa criatura de la familia de los reptiles.
Y, al lado de esta afinidad activa, se daba también otra de carácter pasivo. Blandois se comportaba exactamente igual con ambas, y las dos advertían que en su trato había algo uniforme, veían que su actitud con los demás era distinta. La expresión de esa diferencia era demasiado sutil para que otros la percibieran, pero ellas sabían que estaba ahí. Un mero guiño de sus pérfidos ojos, un mero ademán de su mano blanca y tersa, una minúscula exageración en la forma de bajar la nariz y subir el bigote en ese frecuentísimo gesto suyo: todo les transmitía un aire de presunción especialmente destinado a ellas. Como si dijera: «Tengo un poder secreto sobre vosotras. Lo sé todo».
Ninguna de las dos lo había percibido con tanta fuerza, ni había visto tan perfectamente que la otra también lo percibía, como el día en que Blandois se presentó en casa del señor Dorrit para despedirse, pues se marchaba de Venecia. La señora Gowan también había acudido con el mismo fin y así las encontró a las dos: el resto de la familia había salido. Amy y Minnie no llevaban solas ni cinco minutos cuando llegó Blandois, que, con su actitud especial, parecía decirles: «Iban ustedes a hablar de mí. ¡Ja! ¡Pues aquí estoy para impedirlo!».
—¿Va a venir Gowan? —preguntó con su sonrisa.
Minnie respondió que no.
—¡Que no viene! —exclamó el francés—. Permítame, como fiel sirviente suyo, que la acompañe a su casa cuando se marche.
—Gracias, pero no voy a ir a casa.
—¡No va a casa! Me deja usted desconsolado.
Quizá estuviera desconsolado, pero no tanto como para marcharse y dejarlas en paz. Se sentó y las deleitó con sus mejores halagos y su conversación más selecta, pero sin dejar de darles a entender lo siguiente: «No, no, no, queridas damas. ¡Aquí estoy expresamente para impedirlo!».
Se lo insinuó de forma tan clara, con una persistencia tan diabólica, que la señora Gowan acabó levantándose para irse. Él le tendió la mano para ayudarla a bajar las escaleras, pero ella no soltó la de la pequeña Dorrit, se la apretó cautelosamente, y respondió:
—No, gracias. Pero ¿podría tener usted la amabilidad de ir a ver si mi gondolero está ahí fuera? Se lo agradecería enormemente.
A Blandois no le quedó más remedio que bajar antes que ellas. Mientras lo hacía, sombrero en mano, Minnie susurró:
—Fue él quien mató al perro.
—¿Lo sabe el señor Gowan? —murmuró Amy.
—Nadie lo sabe. No me mires a mí, míralo a él, que en cualquier momento va a darse la vuelta. Nadie lo sabe, pero yo estoy segura de que fue él. ¿Tú qué piensas?
—Pues… lo mismo.
—A Henry le cae simpático y es incapaz de pensar mal de él: es un hombre tan generoso y abierto… Pero a nosotras no nos engaña. Le dijo a Henry que al perro ya lo habían envenenado cuando se puso tan raro y se abalanzó sobre él. Henry se lo ha creído, pero nosotras no. Veo que intenta escucharnos, pero no nos oye. ¡Adiós, cielo! ¡Adiós!
Estas últimas palabras las pronunció en voz alta mientras el vigilante Blandois se detenía, volvía la cabeza y las miraba desde la parte baja de las escaleras. En ese instante, a pesar de su suma cortesía, un auténtico filántropo no habría podido encontrar mejor ocupación que colgarle una piedra enorme al cuello y lanzarlo a las aguas por detrás de la oscura puerta abovedada en la que se había quedado parado. Como no se veía a ningún benefactor de la humanidad en las inmediaciones, Blandois ayudó a la señora Gowan a embarcar y no se movió hasta que la góndola hubo desaparecido por el angosto canal; después embarcó él solo en la suya y la siguió.
A veces la pequeña Dorrit había pensado, y ahora volvía a pensarlo al subir la escalinata, que Blandois había entrado en casa de su padre con demasiada facilidad. Pero tanta gente y tan diversa hacía lo mismo, dada la participación del señor Dorrit en la obsesión social de su hija mayor, que el señor Blandois no era una excepción. Se había adueñado de la Casa de Dorrit un auténtico frenesí por conocer a gente a la que impresionar con su riqueza e importancia.
Pero en líneas generales a Amy le parecía que la sociedad en que vivían no era más que una Marshalsea de rango superior. Venía de fuera una gran cantidad de gente, igual que antes venía a la cárcel: por deudas, por ociosidad, por sus relaciones, por curiosidad o porque en casa eran incapaces de desenvolverse solos. Ahora, en estas ciudades extranjeras, los custodiaban guías y un séquito local, del mismo modo que los deudores eran conducidos a prisión. Deambulaban por iglesias y museos de pintura como antiguamente, con el mismo aburrimiento, por el patio de la cárcel. Siempre iban a marcharse al día o a la semana siguiente, a menudo no sabían lo que querían y raramente hacían lo que habían dicho que harían, ni iban a donde habían dicho que irían: también en eso se parecían mucho a los deudores de la cárcel. Pagaban muy caros unos alojamientos pésimos, y odiaban lugares que fingían apreciar: exactamente ésa era la costumbre en Marshalsea. Cuando se marchaban, las personas que se quedaban y que fingían no querer irse los envidiaban: otro hábito persistente de Marshalsea. Tenían siempre en la boca ciertas frases y palabras, tan características de los turistas como el «Internado» y el «Salón» lo eran del lenguaje de la cárcel. Adolecían de la misma falta de concentración que los presos, y eran una mala influencia los unos para los otros, igual que los reclusos, y se vestían de manera desastrada, y llevaban una vida de dejadez: todo como los internos de Marshalsea.
La estancia de la familia en Venecia tocó a su fin, y partieron, con su séquito, rumbo a Roma. Se repitieron las ya conocidas estampas italianas, cada vez más sucias y destartaladas, y pasaron por lugares donde hasta el mismo aire era perjudicial; al fin llegaron a su destino. Les habían buscado un alojamiento espléndido en la Via del Corso y en él se instalaron, en esa ciudad en la que todo parecía tambalearse perpetuamente sobre las ruinas de alguna otra cosa… a excepción del río, que, siguiendo leyes eternas, brotaba haciendo cabriolas de su glorioso sinfín de fuentes.
Allí la pequeña Dorrit tuvo la impresión de que el espíritu de Marshalsea que se había apoderado del grupo tenía menor influencia, y que los prismas y patatas tomaban el relevo. Todos paseaban por San Pedro y el Vaticano con las piernas ortopédicas de otras personas, y estudiaban atentamente todos los objetos visibles con criterios ajenos. Nadie opinaba sobre nada: todos repetían lo que decía la señora General, el señor Eustace o cualquier otra persona por el estilo. El grupo entero de viajeros parecía un compendio de víctimas voluntarias de un sacrificio humano, atadas de pies y manos, entregadas al señor Eustace y los ayudantes de éste y poniendo las entrañas de sus intelectos a disposición de esos sagrados sacerdotes. A través de las viejas ruinas de templos, tumbas, palacios, salas del Senado, teatros y anfiteatros de la Antigüedad, hordas de individuos modernos, mudos y ciegos, avanzaban a tientas, sin dejar de repetir «prismas y patatas», intentando pronunciar tales vocablos correctamente. La señora General no podía estar más en su elemento. Nadie tenía opinión. Alrededor de ella se estaba formando una cantidad ingente de superficies, y ninguna adolecía del defecto de la valentía o de la libertad de palabra.