La pequeña Dorrit (84 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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—No me siento muy dispuesto a participar en esta discusión —declaró Arthur, a quien todos contemplaban—, sobre todo porque quiero llevarme bien con el señor Gowan y mantener con él una relación lo menos enrarecida posible. De hecho, tengo razones muy poderosas para quererlo así. Antes de que la boda se celebrase, la señora Gowan habló un día conmigo y atribuyó ciertas intenciones a mi amigo, aquí presente, supuestamente interesado en ese matrimonio; yo intenté sacarla de su error. Le aseguré que yo sabía (como sigo sabiendo) que el señor Meagles se oponía con todas sus fuerzas a él, tanto de palabra como de obra.

—¿Lo ve? —dijo la dama mirando al señor Meagles y extendiendo las palmas de las manos, como si fuera la encarnación de la justicia y lo conminase a confesar, ahora que se había quedado sin coartada—. ¿Lo ve? ¡Muy bien! Papá y mamá Meagles —añadió mientras se ponía en pie—, permítanme que me tome la libertad de zanjar esta disputa tan encarnizada. No insistiré en los argumentos ya expuestos. Sólo voy a añadir que esto demuestra, una vez más, lo que una ya sabía por experiencia: que estas cosas nunca resultan, como diría mi pobre hijo, que nunca funcionan. En resumidas cuentas: que nunca salen bien.

El señor Meagles preguntó qué cosas no salían bien.

—Es inútil —continuó la señora— que intenten llevarse bien personas de procedencias tan diversas, azarosa y confusamente vinculadas por un enlace matrimonial, y que no pueden pensar lo mismo de las desgraciadas circunstancias que los han llevado a unirse. Estas cosas nunca salen bien.

—Permítame decirle, señora… —quiso replicar el señor Meagles.

—¡No, no diga nada! —respondió ella—. ¿Para qué? Todo el mundo lo sabe. Nunca salen bien. Por eso, si me lo permiten, yo seguiré mi camino, y ustedes sigan el suyo. Siempre estaré más que dispuesta a recibir a la bella mujer de mi pobre muchacho, y siempre me esforzaré en tratarla con el mayor cariño. Pero esas relaciones con personas que son medio familia y medio desconocidas, esas relaciones medio irritantes y medio aburridas, acaban dando risa de lo impracticables que son. Le aseguro que nunca salen bien.

Entonces la viuda hizo una pequeña reverencia, más a la sala que a los que la ocupaban, y se despidió de papá y mamá Meagles. Clennam se acercó para ayudarla a subir a la bombonera con ruedas que tenían a su servicio todos los bombones de Hampton Court; ella accedió al vehículo con distinción y solemnidad y se marchó.

A partir de ese día la viuda le contó muchas veces a cierta conocida, en tono jocoso y despreocupado, que, después de grandes fatigas, le había sido imposible conocer a esa gente que estaba emparentada con la mujer de Henry, y que tan denodadamente había decidido echarle el guante. Sólo ella sabía si había llegado previamente a la conclusión de que alejarse definitivamente de la familia Meagles haría más plausible su mentira favorita y le ahorraría ciertas molestias ocasionales sin poner nada en peligro (la bella criatura estaba casada y bien casada, y su padre la adoraba). Aunque esta historia también tiene su opinión sobre este punto, y es rotundamente afirmativa.

Capítulo IX

Aparición y desaparición

—Arthur, querido muchacho —le dijo el señor Meagles la tarde del día siguiente—, madre y yo hemos estado hablando, y no nos sentimos cómodos con el estado actual de cosas. Esa elegante pariente nuestra, esa querida dama que vino a vernos ayer…

—Sí, me hago cargo —respondió Clennam.

—Mucho nos tememos que ese miembro tan destacado, gentil y condescendiente de nuestra sociedad —prosiguió Meagles— pueda ir contando mentiras sobre nosotros. Estamos dispuestos a aguantar muchas cosas para llevarnos bien con ella, pero creemos que, si a ella le va a dar igual, es preferible que no lo consintamos.

—Me parece bien —comentó Arthur—. Continúe.

—Verás —añadió Meagles—: un enfrentamiento podría enturbiar la relación con nuestro yerno, incluso con nuestra hija, y también causar muchas disputas familiares. ¿No crees?

—Desde luego —confirmó Arthur—, son palabras muy razonables.

Clennam había mirado brevemente a la señora Meagles, que siempre se inclinaba por lo bueno y lo sensato, y que le había pedido, con un elocuente gesto de su rostro sincero, que confirmara el parecer del señor Meagles.

—Así que madre y yo estamos más que dispuestos —anunció Meagles— a recoger nuestros bártulos y a lanzarnos de nuevo al
allez
y al
marchez
. Más que dispuestos a marcharnos, a cruzar Francia sin detenernos y llegar a Italia para ver a nuestra Tesoro.

—Creo que es lo mejor que pueden hacer —declaró Arthur, conmovido por la ilusión maternal que se veía en la cara resplandeciente de la señora Meagles (que en otro tiempo debía de haberse parecido mucho a su hija)—. Y, si quieren saber mi opinión, les aconsejo que salgan mañana.

—¿Ah, sí? —dijo el señor Meagles—. Madre, ¿ves cómo piensa lo mismo que nosotros?

La mujer, con una mirada de agradecimiento que a Arthur le procuró un gran placer, respondió que, efectivamente, pensaba lo mismo que ellos.

—Además —prosiguió el señor Meagles, mientras la vieja nube volvía a ensombrecer su rostro—, resulta que mi yerno ha contraído nuevas deudas, y supongo que tendré que volver a pagárselas. A pesar de todo, iré a visitarlos y me portaré de la forma más amistosa posible. Además, madre está insensatamente preocupada (aunque también es natural) por la salud de Tesoro, y cree que no podemos permitir que se sienta sola en estos momentos. No cabe duda de que aquello está muy lejos, Arthur; nuestra pobre niña estará muy desorientada. Aunque esté tan bien atendida como cualquier dama de ese país, sigue estando lejísimos. Siempre se dice que como en casa, en ningún sitio. Pues bien: nosotros conseguiremos que, en Roma, Tesoro se sienta como en casa.

—Creo que es un espléndido motivo para ir a esa ciudad —dijo Arthur.

—Me alegra que te lo parezca; ahora estoy decidido. Madre, querida, haz los preparativos. Nos hemos quedado sin nuestra maravillosa intérprete (hablaba perfectamente tres idiomas extranjeros, Arthur, tú lo comprobaste muchas veces), así que tendrás que darme un empujoncito, madre. Necesitaré más de un empujoncito, Arthur —afirmó el señor Meagles moviendo la cabeza—, más de uno. Me hago un lío con todo lo que va detrás de los sustantivos… Incluso con los sustantivos me equivoco, si son muy difíciles.

—Se me acaba de ocurrir una cosa —propuso Clennam—: Cavalletto. Podría acompañarlos, si quieren. No quiero perderlo, pero sé que me lo devolverán sano y salvo.

—¡Te lo agradezco enormemente, muchacho! —exclamó el señor Meagles mientras consideraba la oferta—. Pero no hace falta. Madre me sacará de apuros. Caval… lo que sea… ¡ya me equivoco incluso con su nombre, que parece salido del estribillo de una canción de revista! Ese hombre te es tan necesario que no me gusta la idea de que tengas que prescindir de él. Además, quién sabe cuándo volveremos, y me niego a llevármelo por un período indefinido. Nuestra casa ya no es lo que era. Pese a que viven aquí sólo dos personitas menos, Tesoro y nuestra pobre y desgraciada doncella, Tattycoram, da la impresión de haberse quedado vacía. Cuando hayamos salido de ella, quién sabe cuándo volveremos. No, Arthur: madre me ayudará a salir de apuros.

Clennam pensó que quizá se las apañarían mejor solos, después de todo, así que no insistió.

—Si en algún momento quieres venir a esta casa para cambiar de aires, cuando te venga bien —añadió el señor Meagles—, me alegrará pensar, y sé que a madre también, que estas cuatro paredes vuelven a cobrar un poco de vida, como cuando estaban llenas de gente… y que de vez en cuando alguien mira cariñosamente a esas dos niñas de la pared. Éste es tu sitio, Arthur, al lado de ellas… hasta tal punto que todos nos habríamos puesto muy contentos si hubiera funcionado… Bueno, veamos cómo está el tiempo para viajar —concluyó el señor Meagles cambiando de tema; carraspeó y se levantó a mirar por la ventana.

Convinieron en que el tiempo parecía de lo más propicio, y Clennam no desvió la conversación hasta que hubo pasado el peligro; entonces sacó delicadamente el tema de Henry Gowan y resaltó su ingenio y las magníficas cualidades que demostraba cuando se le trataba con tacto; también destacó el indudable cariño que le inspiraba su mujer. Consiguió obrar el efecto deseado en el bueno de Meagles, a quien las alabanzas animaron mucho, y que afirmó, poniendo a madre por testigo, que lo único que deseaba para el marido de su hija, con toda cordialidad, era tener con él una buena relación en la que pudieran compartir amistad y confidencias. Pocas horas después empezaron a cubrir los muebles para que no se estropearan en su ausencia (o, para decirlo con las palabras del propio señor Meagles, la casa empezó a recogerse el pelo con bigudíes); al cabo de unos días padre y madre ya se habían marchado y la señora Tickit y el doctor Buchan ya habían ocupado el lugar de antaño, detrás de los postigos del salón, y los pasos solitarios de Arthur ya levantaban las hojas muertas cuando paseaba por el jardín.

Como la casa le gustaba casi nunca dejaba pasar una semana sin visitarla. A veces iba solo el sábado y se marchaba el lunes; otras veces su socio lo acompañaba; otras se contentaba con caminar un par de horas por la casa y el jardín, comprobar que todo estaba bien y regresar a Londres. En todo momento y circunstancia veía a la señora Tickit, con el negro flequillo rizado y su doctor Buchan, sentada junto a la ventana del salón esperando la vuelta de la familia.

En una de estas visitas el ama de llaves lo recibió con las siguientes palabras:

—Tengo que decirle una cosa, señor Clennam, que le va a sorprender.

Tan sorprendente era la cosa en cuestión que hasta había abandonado su puesto al lado de la ventana y había salido al camino del jardín, donde se la encontró Clennam abriéndole la verja.

—¿Qué ha sucedido?

—Señor —respondió la fiel sirvienta, tras conducirlo al salón y cerrar la puerta—, o mucho me equivoco, o ayer al anochecer vi a esa muchacha tan extraviada y tan engañada.

—¿No se referirá a Tatty…?

—¡A Tattycoram, a quién si no! —confirmó ella, acabando con el misterio en un santiamén.

—¿Dónde?

—No tenía yo los ojos muy abiertos, señor Clennam —aclaró el ama de llaves—, porque Mary Jane, que me estaba preparando una taza de té, tardaba algo más que de costumbre. No estaba dormida ni tampoco, por definirlo con mayor precisión, dormitando. Más bien se podría decir que estaba mirando con los ojos cerrados.

Sin pretender averiguar en qué consistía ese estado tan curioso y anormal, Clennam respondió:

—Muy bien. ¿Y?

—Pues bien, señor —continuó la señora Tickit—. En ese momento estaba pensando en las musarañas, como podría haberlo estado usted o cualquiera.

—Sí, lo comprendo perfectamente. ¿Y?

—Pues que, cuando me pongo a pensar en las musarañas, señor Clennam —prosiguió ella—, como comprenderá usted, siempre me acabo acordando de la familia. Porque, por mucho que divaguemos —afirmó la señora Tickit con un gesto argumentativo y filosófico—, siempre nos acaba viniendo a la cabeza lo que más nos preocupa. Eso es lo que pasa, señor, y no se puede hacer nada por evitarlo.

Arthur se mostró de acuerdo con este descubrimiento asintiendo con la cabeza.

—Me atrevería a decir que a usted le pasa lo mismo —añadió la señora—, que a todos nos pasa. Sea cual sea la posición que ocupemos en la vida, eso no cambia: ¡los pensamientos son libres! Como decía, estaba pensando en las musarañas y acordándome mucho de la familia. No sólo de sus circunstancias actuales, sino también de las anteriores. Cuando alguien se pone a pensar en las musarañas al anochecer, me parece que pasado y presente se confunden, y hay que salir de ese estado y reflexionar para distinguirlos.

Arthur volvió a asentir sin atreverse a decir palabra, por si daba pie para una nueva digresión a la elocuencia de la señora Tickit.

—Por todo eso —concluyó la criada—, cuando entreabrí los ojos y la vi en carne y hueso, mirando desde detrás de la puerta, los volví a cerrar sin sobresaltarme, porque en ese momento me parecía que esa persona de carne y hueso seguía formando parte de esta casa, tanto como usted o yo, y ni siquiera me acordaba de que se hubiera ido. Pero, al entreabrirlos de nuevo y ver que no estaba, me vino todo a la cabeza de golpe y, asustada, di un respingo.

—¿Y corrió tras ella?

—Sí, salí corriendo todo lo rápido que pude. ¿Podrá creer, señor Clennam, que la muchacha había desaparecido como si se la hubiera llevado el viento?

Sin detenerse a considerar el efecto que el viento había tenido en la joven, Arthur preguntó a la señora Tickit si había llegado a salir de la verja.

—Sí, y estuve dando vueltas de un lado a otro, pero ¡no había ni rastro de ella!

Clennam también quiso saber el tiempo que creía que había transcurrido entre los dos episodios de leve apertura ocular. La señora Tickit, pese a las detalladas circunstancias de sus respuestas, no tenía una opinión muy formada, y le parecía que tanto podían haber pasado cinco segundos como diez minutos. Su desconocimiento sobre este aspecto del incidente era tan grande, y resultaba tan evidente que se había despertado agitada de un sueño profundo, que Clennam estaba más que dispuesto a considerar que la aparición era un elemento del sueño. Como no quiso ofenderla proponiendo esta incrédula solución al misterio, se marchó sin decirle nada, y seguramente no habría cambiado de opinión si, poco después, no se hubiera visto inducido a ello por cierta circunstancia.

Un día, al anochecer, iba por el Strand; el farolero caminaba por delante de él y a su paso las farolas, difuminadas por la neblina, iban encendiéndose con gran brillo una tras otra, como un sinfín de girasoles resplandecientes que se abrieran al mismo tiempo. De pronto vio cortado el paso por una fila de carretas de carbón que venían lentamente de los muelles de la ribera, y tuvo que parar. Había estado andando a buen ritmo, enfrascado en sus pensamientos, y la interrupción repentina a la que fueron sometidas ambas operaciones le llevaron a fijarse de nuevo en todo lo que le rodeaba, como se suele hacer en tales circunstancias.

En seguida vio delante de él (a pesar de algunas personas que se interponían, pero tan cerca que la podría haber tocado extendiendo el brazo) a Tattycoram con un hombre de aspecto de lo más curioso: un hombre con un aire de suficiencia, de nariz prominente y un bigote negro de un color tan falso como falsa era la expresión de sus ojos, que llevaba una capa gruesa al estilo extranjero. Tanto su atuendo como su apariencia en conjunto eran los de un viajero, y daba la impresión de que acompañaba a la joven desde hacía muy poco tiempo. Cuando se agachaba (pues era mucho más alto) para atender a lo que Tattycoram le decía, miraba a su espalda con el gesto desconfiado de una persona acostumbrada a que la siguieran. Fue en ese momento en que se volvía para mirar a la multitud sin reparar en Arthur ni en nadie en concreto, cuando éste le vio la cara.

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