Este larguísimo y arduo parlamento requirió cierto tiempo, pero el joven fue capaz de pronunciarlo. A su término, el señor Dorrit expresó el deseo de que el señor Sparkler cenara pronto con ellos. Éste acogió la idea con tal entusiasmo que su anfitrión quiso saber, sin ir más lejos, qué iba a hacer ese mismo día. Como ese día no iba a hacer nada (lo cual constituía su ocupación habitual, para la que estaba especialmente bien preparado), concertaron allí mismo la cita; el joven se comprometió incluso a acompañar a las damas a la ópera esa noche.
A la hora de la cena, el señor Sparkler surgió de las aguas como el hijo de Venus imitando a su madre, e hizo una aparición espléndida al subir la gran escalinata. Si Fanny se había mostrado encantadora por la mañana, ahora se la veía tres veces más encantadora, con un vestido de colores muy pertinentes que la favorecía mucho, y con un aire de indiferencia que reforzó y remachó las cadenas del señor Sparkler.
—Señor Sparkler, tengo entendido que está usted relacionado con… —dijo el anfitrión en la cena—, con, ejem… el señor Gowan, Henry Gowan.
—Eso es, señor —confirmó el joven—. La verdad es que su madre y mi madre son muy amigas.
—Amy, si se me hubiera ocurrido —se lamentó el señor Dorrit, adoptando tal actitud de espléndido mecenas que parecía el mismo lord Decimus—, les habrías enviado una nota para invitarlos a cenar hoy. Algún criado nuestro podría haberlos, ejem… recogido. Podríamos haber reservado, ejem… una góndola. Siento que se me haya olvidado. Te ruego que me lo recuerdes mañana.
La pequeña Dorrit albergaba ciertas dudas de cómo se tomaría el señor Gowan el mecenazgo, pero prometió recordárselo sin falta.
—¿Podría decirme si el señor Gowan pinta, ejem… retratos? —preguntó el anfitrión.
El señor Sparkler opinó que pintaba cualquier cosa, con tal de que le hicieran el encargo.
—¿Y no sigue ninguna senda pictórica en particular? —añadió el señor Dorrit.
El señor Sparkler, a quien el amor inspiraba un gran ingenio, respondió que, para transitar por una senda en particular, una persona necesitaba unos zapatos particulares, por ejemplo, para ir de caza, botas de caza; para jugar al críquet, zapatos de críquet; pero que él creía que el señor Gowan no tenía zapatos particulares de ninguna clase.
—¿Ninguna especialidad? —insistió el señor Dorrit.
Como esta palabra era demasiado larga para el joven, y tenía la cabeza agotada del último esfuerzo, respondió:
—No, gracias, no suelo comer de eso.
—¡Bueno! —exclamó el señor Dorrit—. Me sería muy grato dar testimonio a ese caballero tan bien relacionado de, ejem… dar testimonio de mi deseo de que alcance sus metas artísticas y de que desarrolle, ejem… el germen de su genio. Creo que debo encargarle mi retrato al señor Gowan. Si el resultado es, ejem… satisfactorio para ambos, cabe la posibilidad de que después le encargue que pinte a mi familia.
Al señor Sparkler se le ocurrió una idea exquisitamente audaz y original: vio que la ocasión de responder que era imposible que ningún pintor hiciera justicia a ciertos miembros de la familia (insistiendo mucho en el «ciertos»). Sin embargo, como no encontró palabras para expresar la idea, ésta se volatilizó.
Todo esto fue especialmente desafortunado, porque la señorita Fanny recibió con gran alborozo la idea del retrato, e instó a su papá a que la pusiera en práctica. La muchacha sostenía que el señor Gowan había renunciado a oportunidades mejores y más elevadas al casarse con su bella mujer: vivir el amor en una casita y tener que pintar para ganarse el pan era tan sumamente interesante que le rogó a su papá que hiciera el encargo, independientemente de si el señor Gowan sabía o no pintar retratos, aunque tanto Amy como ella estaban al corriente de que sí sabía, puesto que ese mismo día habían visto uno, muy parecido al original, en su caballete, y habían podido compararlo con el modelo. Estos comentarios casi trastornaron al señor Sparkler (y quizá ésa fuera la intención), puesto que por un lado ponían de manifiesto la receptividad de la señorita Fanny a las ternezas del sentimiento, pero por otro revelaban tal inocente indiferencia por la admiración de su pretendiente, que a éste casi se le salieron los ojos de las órbitas, enfermo de celos de algún rival desconocido.
Volvieron a las aguas después de la cena, y salieron de ellas para subir la escalinata de la Ópera precedidos por uno de sus gondoleros, que parecía un tritón a su servicio, con un farol con pantalla de lino; entraron en su palco, y el señor Sparkler en una velada agónica. Como el teatro estaba oscuro y el palco iluminado, tuvieron visitas en el curso de la representación; Fanny mostró tanto interés por ellas, y al conversar estuvo tan encantadora, mientras cuchicheaba y entablaba pequeños debates sobre la identidad de los ocupantes de palcos lejanos, que el desventurado Sparkler empezó a odiar a toda la humanidad. Pero al final de la representación se consoló con dos cosas: ella le tendió el abanico para que se lo sostuviera mientras se ponía la capa, y él tuvo el inmenso privilegio de llevarla del brazo al bajar la escalinata. El joven pensó que estas leves señales de esperanza bastaban para no desistir; y no es descabellado suponer que la señorita Dorrit pensara lo mismo.
El tritón del farol ya los esperaba en la puerta del palco, y otros como él, con otros faroles, ya esperaban también en muchas otras puertas. El tritón de los Dorrit llevaba la luz cerca del suelo, para que vieran bien los escalones, y el señor Sparkler añadió otras pesadas cadenas a las que ya lo ataban al fijarse en los radiantes pies de Fanny, que brillaban a su lado. Entre los que merodeaban por la salida se encontraba el señor Blandois de París, que se acercó a Fanny y la saludó.
La pequeña Dorrit se había adelantado con su hermano y la señora General (el padre se había quedado en casa), pero justo antes del embarcadero coincidieron todos. Amy volvió a sobresaltarse al ver que Blandois estaba cerca de ella, ayudando a su hermana a subir al barco.
—Gowan ha sufrido hoy una desgracia —anunció—, después de la visita de unas bellas damas a las que ha tenido la fortuna de recibir.
—¿Una desgracia? —repitió Fanny, a quien el apenado Sparkler ya había soltado, mientras se sentaba.
—Sí —confirmó Blandois—. La muerte de León, su perro.
Cuando dijo esto, la pequeña Dorrit le estaba dando la mano.
—¿Que ha muerto? —dijo Amy—. ¿Ese noble animal?
—¡Palabra de honor, bellas damas! —exclamó Blandois, sonriendo y encogiéndose de hombros—. Alguien ha envenenado a ese noble perro. Está tan muerto como los dogos de esta ciudad.
Esencialmente, prismas y patatas
La señora General, siempre atenta desde su asiento en el carruaje al cumplimiento de las normas, se desvelaba por inculcar un poco de elegancia a su queridísima y joven amiga, y la queridísima y joven amiga de la señora General hacía todo lo posible por adquirirla. Mucho se había esforzado esta joven a lo largo de su industriosa vida por alcanzar múltiples metas, pero nunca había hecho un esfuerzo mayor que el que hacía ahora para ser educada por la señora General. Las operaciones que practicaba en ella esa mano refinada le causaban angustia e incomodidad, pero se sometía a las necesidades de la familia en la grandeza del mismo modo en que se había sometido a la estrechez, y no cedía a sus propias inclinaciones más de lo que había cedido al hambre en la época en que dejaba de comer para que su padre pudiera cenar.
En los padecimientos impuestos por la señora General había algo que la consolaba, que le infundía ánimos y que le inspiraba más gratitud de lo que le habría parecido razonable a un espíritu menos fiel y menos afectuoso, menos acostumbrado a las luchas y los sacrificios que el de Amy; de hecho, en general espíritus como el suyo no razonan, al parecer, con el mismo detenimiento que la gente que se aprovecha de ellos. El consuelo consistía en el cariño continuado de su hermana. Lo mismo daba que éste adquiriese la forma de una tolerante superioridad: estaba acostumbrada a eso. No le importaba verse reducida a una posición subordinada, ni a un lugar subalterno en el llamativo carruaje en el que la señorita Fanny tenía un asiento destacado y desde el que recibía los homenajes; no quería un sitio mejor. Sin dejar de admirar en ningún momento la belleza, la elegancia y la viveza de Fanny, sin preguntarse hasta qué punto su disposición a fomentar la intimidad se debía a sus propios sentimientos, y no a los de Fanny, le entregaba todo el amor fraternal que su enorme corazón albergaba.
La ingente cantidad de prismas y patatas que la señora General había sumergido en el vaso de la vida familiar, sumada a las perpetuas salidas en sociedad de Fanny, habían dejado un residuo muy pequeño de posos naturales al fondo del líquido. Por eso Amy apreciaba todavía más las conversaciones íntimas con Fanny, y tanto mayor era el consuelo que le dispensaban.
—Amy —le dijo una noche, una vez solas, después de un día tan ajetreado que la pequeña Dorrit estaba exhausta, aunque Fanny habría asistido a otra velada social con el mayor de los placeres—, voy a contarte una cosita. Creo que no adivinas qué es.
—Seguramente —convino Amy.
—Te voy a dar una pista, cielo —dijo Fanny—. Se trata de la señora General.
Como ese día los prismas y las patatas, en mil combinaciones distintas, habían tenido un gran y agotador protagonismo (no habían hablado de otra cosa que de superficies y de apariencias, de ostentaciones sin sustancia), la pequeña Dorrit esperaba que dicha señora se hubiera metido en la cama y no saliera de ella en varias horas.
—¿No lo adivinas? —insistió Fanny.
—No, querida. ¿He hecho algo malo? —respondió Amy algo inquieta, pensando que quizá había estropeado alguna superficie y manchado alguna apariencia.
A Fanny le hicieron tanta gracia sus temores que cogió su abanico preferido (en esos momentos estaba delante del tocador, rodeada de todo su arsenal de crueles instrumentos, la mayoría útiles para el propósito de infligir alguna herida al corazón de Sparkler) y le dio a su hermana varios golpecitos en la nariz sin dejar de reír.
—¡Ay, cómo eres, Amy! ¡Qué tímida palomita es nuestra Amy! Pero el asunto no me hace ninguna gracia. Al contrario: estoy muy enfadada.
—Como no te has enfadado conmigo, ya no me preocupa —dijo la hermana menor con una sonrisa.
—Ya, pero a mí sí, y también te vas a enfadar tú, tesoro, cuando te diga qué ha pasado. ¿Nunca te ha parecido que cierta persona en concreto se muestra exageradamente atenta con la señora General?
—Todo el mundo es atento con ella, porque…
—¿Porque ella los fulmina con la mirada y los obliga a serlo? —la interrumpió Fanny—. No, no estoy hablando de eso, hablo de otra cosa que no tiene nada que ver. ¡Piensa! ¿No te ha llamado la atención la cortesía exagerada con que la trata papá?
—No —musitó Amy, con gran perplejidad.
—Ya, tampoco me extraña. Pues sí —dijo Fanny—. Así es, Amy. No olvides mis palabras. ¡La señora General le ha echado el ojo a papá!
—Pero, Fanny, ¿tú crees posible que le eche el ojo a alguien?
—¿Que si lo creo posible? —replicó ésta—. Cariño, estoy segura. Te digo que le ha echado el ojo. Y no sólo eso: papá la considera tal portento, tal dechado de virtudes, y cree que beneficiaría tanto a nuestra familia, que está dispuesto a caer rendido a sus pies en cualquier momento. ¡Y menudo panorama nos esperaría! ¿Me imaginas con la señora General de madre?
La pequeña Dorrit no respondió: «¿Me imaginas a mí con la señora General de madre?», sino que, con gesto de acongojado, preguntó con gran seriedad cómo había llegado Fanny a semejante conclusión.
—¡Por el amor de Dios! —replicó bruscamente—. ¡Es como si me preguntaras cómo sé qué un hombre está enamorado de mí! Pero lo sé, sin duda. Sucede con mucha frecuencia y siempre me doy cuenta. Ahora me he percatado de la misma manera, supongo. En cualquier caso, lo sé.
—¿Le has oído comentar algo a papá?
—¿Comentar algo? Querida niña, a ver, ¿qué necesidad ha tenido hasta ahora de comentar nada?
—¿Y has oído a la señora General decir algo?
—¡Caramba, Amy! ¿Te parece de esas mujeres que dicen algo? ¿No es evidente que, por ahora, lo único que puede hacer es seguir muy tiesa, sin quitarse esos guantes feísimos y yendo y viniendo con su majestuosidad? ¡Decir algo! Si estuviera jugando al
whist
y tuviera la carta ganadora no diría nada, cielo. La sacaría cuando le tocase el turno.
—¿Y no podrías haberte equivocado?
—Sí, pero no es el caso. Aunque me alegra que puedas contemplar este extremo, querida, y me alegra también que por ahora te lo tomes con la suficiente serenidad para considerar la posibilidad. Espero, pues, que, llegado el caso, puedas soportar estar emparentada con ella. Yo no lo soportaría, ni pienso intentarlo. Antes me casaría con el mozalbete ese, con Sparkler.
—Fanny, jamás te casarías con él, en ninguna circunstancia.
—Te juro —respondió la joven dama con una indiferencia exagerada— que yo no podría afirmarlo tan rotundamente. Quién sabe lo que nos deparará el futuro. Sobre todo porque, si me casara con él, después tendría muchas ocasiones de tratar a esa mujer, a su madre, igual que ella me ha tratado a mí. Cosa que no tardaría ni un segundo en hacer, Amy.
La conversación se detuvo en este punto, pero lo que se habían dicho hasta el momento dio a la señora General y al señor Sparkler un papel preponderante en los pensamientos de la pequeña Dorrit.
La propia superficie de la señora General llevaba mucho tiempo construida, con tal grado de perfección que ocultaba cualquier cosa que hubiese debajo (si es que había algo); por eso, de ella no se podía decir nada más. Indudablemente, el señor Dorrit la trataba con gran educación y la tenía en muy alta estima, pero Fanny, que casi siempre se dejaba llevar por los impulsos, podía estar completamente equivocada. Sin embargo, la cuestión de Sparkler era harina de otro costal: todos veían muy bien lo que estaba pasando, y Amy también se dio cuenta y reflexionó, alimentando muchas dudas e incógnitas.
La devoción del señor Sparkler sólo era comparable al carácter caprichoso y la crueldad de su ama. A veces le demostraba tal favoritismo que el joven soltaba carcajadas de júbilo; al día siguiente, o a la hora siguiente, lo ignoraba tanto y lo arrojaba a tal abismo de indiferencia que empezaba a gemir, fingiendo sin convencer a nadie que le había entrado tos. A Fanny nunca la conmovía la constancia de sus atenciones, aunque el muchacho se separara tan poco de Edward que, cuando éste quería cambiar de compañía, se veía irritantemente obligado a escabullirse como un conspirador en embarcaciones ocultas, por puertas secretas y callejones traseros; aunque le preocupara tanto la salud del señor Dorrit que fuera cada dos días a interesarse, como si el padre de Fanny fuera víctima de unas fiebres intermitentes; aunque apareciera con tanta frecuencia detrás de las ventanas principales, subido a su barca, que daba la impresión de haber apostado una elevada suma de dinero a que era capaz de recorrer mil millas marinas en mil horas; aunque, cada vez que la góndola de su amada salía de la casa, la góndola del señor Sparkler saliera de un escondrijo acuático y la persiguiera, como si ella fuera una bella contrabandista y él un agente de aduanas. Seguramente gracias al robustecimiento de su constitución ya naturalmente fuerte, de tanta exposición al aire y la sal marina, el señor Sparkler no se consumía a ojos vistas. No obstante, por una razón u otra, tenía tan pocas posibilidades de impresionar a su amada con una salud delicada que cada día se iba volviendo más corpulento, y esa peculiaridad, que le daba un aspecto más de niño hinchado que de hombre joven, se desarrolló hasta alcanzar altísimas cotas de rubicunda rotundidad.