Arthur ya había entrado en la calle estrecha y empinada que se abría a la parcela donde se alzaba la casa cuando oyó, detrás de él, unos pasos en la misma calle, tan cercanos a los suyos que tuvo que pegarse al muro. Como iba muy concentrado en los pensamientos antes mencionados, el encuentro lo cogió completamente desprevenido y el otro transeúnte tuvo tiempo de decir con voz de trueno: «¡Perdón! ¡No ha sido culpa mía!», y de seguir su camino antes de que Arthur tuviera un instante para volver a la realidad.
Cuando el instante pasó, se dio cuenta de que el hombre que avanzaba a buen paso delante de él era el mismo sobre el que tanto había cavilado los días anteriores. No se trataba de un parecido casual, acentuado por la intensa impresión que el desconocido le había causado. Era el mismo al que había seguido, el que acompañaba a Tattycoram, y el que había tenido con la señorita Wade la conversación de la que él había podido captar algunas palabras.
La calle descendía en una pronunciada pendiente con curvas, y el desconocido (que, aunque no iba borracho, parecía achispado por alguna bebida de alta graduación) la bajaba tan rápido que Clennam, mientras lo observaba, lo perdió de vista. Sin albergar la intención concreta de seguirlo, pero con el impulso de seguir estudiándolo un poco más, apretó el paso para doblar la esquina detrás de él. Cuando llegó, el hombre había desaparecido.
Clennam se detuvo cerca de la verja de la casa de su madre e inspeccionó la calle, pero no había nadie. Ninguna sombra era lo bastante grande para ocultar al desconocido; en las inmediaciones no había esquina que hubiera podido doblar, ni se había oído puerta alguna abrirse y cerrarse. Sin embargo, llegó a la conclusión de que el hombre debía llevar una llave, de que había abierto alguna puerta de las muchas casas de la calle y había entrado en ella.
Reflexionando sobre esa extraña casualidad y esa extraña visión, entró en el patio. Observó, por mera costumbre, las ventanas tenuemente iluminadas de la habitación de su madre, y en ese momento sus ojos se toparon con la figura que se le acababa de escapar: estaba apoyada en la verja de hierro del pequeño y descuidado patio, mirando también la ventana y riendo para sus adentros. Algunos de los gatos callejeros que solían merodear por allí de noche, y que se habían asustado del forastero, ahora se habían detenido al mismo tiempo que él, y lo miraban con unos ojos parecidos a los suyos desde lo alto de los muros, los porches y otros puntos en los que estaban a salvo. El hombre sólo se había parado un momento para recrearse en la vista de la casa; inmediatamente reemprendió la marcha, quitándose del hombro un extremo de la capa; subió los escalones, irregularmente hundidos, y llamó con fuerza a la puerta.
La sorpresa de Clennam no le impidió tomar una clara decisión. Se dirigió también a la puerta y también subió los escalones. Su amigo lo miró con aire bravucón mientras canturreaba:
¿Quién anda tan tarde por la calle?
Compagnon de la Majolaine!
¿Quién anda tan tarde por la calle?
¡Siempre va contento!
Después de lo cual volvió a llamar.
—Qué impaciente es usted, señor —comentó Arthur.
—Así es. ¡Y que lo diga! —exclamó el desconocido—. Tengo un carácter impaciente.
El ruido que hizo Affery al correr la cadena de la puerta los tuvo a ambos muy pendientes de ella. Affery abrió muy poco, sosteniendo una vela que daba mucha luz, y preguntó por qué llamaban con tanta insistencia a esas horas de la noche.
—¡Caramba, Arthur! —exclamó perpleja, pues fue a éste a quien vio primero—. ¿No ha sido usted quien ha llamado, verdad? ¡Ah, el Señor se apiade de nosotros! Claro que no —dijo al ver al otro—. ¡Otra vez él!
—¡Efectivamente! ¡Otra vez él, querida señora Flintwinch! —confirmó el desconocido—. ¡Abra la puerta, que quiero darle un abrazo a mi querido amigo Jeremiah! ¡Abra y permítame que corra a abrazar a mi Flintwinch!
—No está en casa —le informó Affery.
—¡Vaya a buscarlo! —exclamó el forastero—. ¡Vaya a buscar a mi Flintwinch! Dígale que ha venido su Blandois, que acaba de llegar a Inglaterra, que está aquí su queridísimo amigo del alma. ¡Abra, bella señora Flintwinch, y déjeme mientras tanto subir a presentarle mis respetos, el homenaje de Blandois, a mi señora! ¿Sigue viva? Bien. ¡Pues ábrame!
Para mayor sorpresa de Arthur, Affery, mirándolo con ojos como platos, como si quisiera avisarle de que no le convenía contrariar al caballero, soltó la cadena y abrió la puerta. El desconocido, sin ninguna ceremonia, entró en el vestíbulo adelantándose a Arthur.
—¡En marcha! ¡Haga lo que le he dicho! ¡Tráigame a mi Flintwinch! ¡Anúncieme a mi señora! —gritó el desconocido, dando pisotones en el suelo de piedra.
—Affery, te lo ruego —intervino Arthur, con voz fuerte y severa, mientras miraba indignado al hombre de arriba abajo—, dime quién es este caballero.
—Affery, te lo ruego —repitió el forastero—, dime… ja, ja, ja… dime quién es este caballero.
La voz de la señora Clennam se oyó oportunamente desde su habitación del piso superior:
—¡Affery, que suban los dos! ¡Arthur, pasa directamente a mi cuarto!
—¿Arthur? —se sorprendió Blandois, que se quitó el sombrero, extendió el brazo y juntó los talones, dando un gran paso hacia atrás, para hacerle una florida reverencia—. ¿El hijo de mi señora? ¡A sus pies!
Arthur volvió a mirarlo, aunque no con mayor simpatía que antes, y, dándose la vuelta sin hacerle caso, empezó a subir las escaleras. El visitante lo siguió. Affery quitó la llave de la cerradura y salió rauda a buscar a su señor.
Un testigo de la primera aparición del señor Blandois en esa estancia habría observado una diferencia en la forma de recibirlo de la señora Clennam. No era en su rostro donde se traslucía el cambio, ni en su actitud contenida, ni en su tono forzado, que también tenía controlados. Pero desde que entró Blandois no le quitó el ojo de encima, y en dos o tres ocasiones, cuando éste levantó la voz, ella se adelantó un poco, sin despegar las manos de los brazos del asiento, donde tan erguida estaba, como si quisiera indicarle que todas sus palabras serían escuchadas con atención. Arthur no dejó de observarlo, aunque él no podía calibrar la diferencia entre esta ocasión y la anterior.
—Señora —dijo Blandois—, permítame el honor de presentarme a
monsieur
, a su hijo. Tengo la impresión,
madame
, de que su hijo no simpatiza en exceso conmigo. No me ha tratado con educación.
—Señor —intervino Arthur sin perder un instante—, sea quien sea usted, y sea cual sea el motivo de su visita, si ésta fuera mi casa no habría tardado ni un segundo en echarlo a la calle.
—Pero no lo es —replicó la madre sin mirarlo—. Desgraciadamente para ti y para tu mal carácter, no eres el señor de esta casa.
—Ni pretendo serlo, madre. Si censuro el comportamiento que ha tenido aquí esta persona, y tanto lo critico que, si tuviera autoridad, indudablemente no habría permitido que se quedara ni un minuto más, lo hago pensando en ti.
—En el caso de que tales censuras fueran necesarias —observó la señora Clennam— las podría hacer yo. Y las haría.
El causante del enfrentamiento, que se había sentado, soltó una carcajada y se dio unos golpecitos en la pierna con una mano.
—No tienes ningún derecho —prosiguió la madre, sin dejar de mirar a Blandois, por muy directamente que estuviera hablándole a su hijo— a tratar con prejuicios a ningún caballero, menos aún al que procede de otro país, sólo porque no responde a tus ideas o porque su comportamiento no se ajusta a tus reglas. Probablemente el caballero, por los mismos motivos, podría censurarte a ti.
—Pues eso espero —replicó Arthur.
—Este caballero —añadió la señora Clennam— me trajo el otro día una carta de recomendación escrita por unos clientes muy apreciados y responsables. Desconozco por completo las razones que hoy lo han traído aquí. No tengo ni idea de a qué se debe su presencia, y ni siquiera se puede esperar que lo adivine —declaró; su habitual gesto de pocos amigos se acentuó mientras pronunciaba las siguientes palabras, lenta y gravemente, concediéndoles mucha importancia—: Sin embargo, cuando este caballero nos explique el motivo de la visita, cosa que le rogaré que nos aclare en cuanto Jeremiah regrese, resultará, no me cabe duda, que se trata de una de tantas visitas de negocios, que atenderemos con sumo placer y por el bien de nuestra empresa. Sólo puede tratarse de eso.
—¡En seguida lo sabremos,
madame
! —exclamó el hombre de negocios.
—En seguida lo sabremos —confirmó ella—. Este hombre conoce a Flintwinch; y, en su última visita a Londres, creo recordar que Jeremiah y él compartieron ciertos momentos de esparcimiento y amistad. No dispongo de muchos medios para saber lo que sucede fuera de esta habitación, y el barullo de los pequeños acontecimientos mundanos de la calle no me interesa especialmente, pero recuerdo haberlo oído.
—Es cierto,
madame
. Eso es verdad —confirmó el visitante con otra carcajada, después de lo cual silbó el estribillo de la canción que había cantado en la puerta.
—Así pues, Arthur —concluyó la madre—, aquí ya conocemos a este caballero, no es un intruso, y lamento profundamente que, por tu insensatez y tu mal carácter, su comportamiento te haya parecido censurable. Lo lamento. Así se lo hago saber a este caballero. Sé que tú no te vas a disculpar, así que lo hago yo en mi nombre y en el de Flintwinch, dado que es con nosotros con quienes este señor tiene negocios.
En ese momento se oyó la llave en la cerradura de la puerta de la calle, que se abrió y se cerró. Como era de esperar, apareció el señor Flintwinch; al verlo, el visitante se levantó entre grandes carcajadas y se fundió con él en un estrecho abrazo.
—¿Cómo se encuentra, queridísimo amigo? —le dijo—. ¿Cómo le va la vida, Flintwinch mío? ¿De color de rosa? ¡Cuánto me alegro, cuánto me alegro! ¡Ah, qué buena pinta tiene! ¡Tan joven y lozano como las flores en primavera! ¡Qué buen muchacho! ¡Qué mozo tan espléndido!
Mientras lo colmaba de halagos, Blandois le había puesto una mano en cada hombro y lo zarandeaba de tal modo, haciéndole dar vueltas sobre sí mismo, que los pasos titubeantes de Flintwinch, quien, en esas circunstancias, se mostraba más seco y más avieso que nunca, acabaron pareciéndose a los de una peonza a punto de caer.
—La última vez tuve el presentimiento de que llegaríamos a conocernos mejor, a ser más amigos. ¿Usted también lo nota, Flintwinch? ¿Lo nota ya?
—Pues la verdad es que no, señor —respondió éste—. No noto nada fuera de lo común. ¿No debería sentarse usted? Supongo que ha disfrutado un poco del oporto, ¿verdad?
—¡Ah! ¡Qué guasón! ¡Qué granuja! —exclamó el visitante—. ¡Ja, ja, ja!
Blandois empujó bruscamente a Jeremiah, como si le hiciera una última burla, y volvió a sentarse.
La perplejidad, el recelo, el resentimiento y la vergüenza con que Arthur contempló esta escena lo dejaron anonadado. Flintwinch, que había salido rebotado un par de metros por efecto del ímpetu del visitante, recobró la compostura con una expresión de impavidez imperturbable, sólo afectada por un aliento entrecortado, y clavó la vista en Arthur. Aparentemente, Jeremiah se mostraba igual de desconfiado e inexpresivo que siempre; la única diferencia perceptible consistía en que el nudo del pañuelo, normalmente debajo de la oreja, lo tenía ahora en la nuca, donde se había convertido en un apéndice ornamental similar a la coleta de un peluquín que le daba cierto aire palaciego.
Del mismo modo que la señora Clennam no había apartado los ojos de Blandois (en quien habían obrado cierto efecto, como el de una mirada firme en un chucho), Jeremiah no los había apartado de Arthur. Era como si ambos hubieran acordado tácitamente de quién debía ocuparse cada uno. Así pues, en el silencio que se produjo a continuación, Jeremiah observó a Arthur rascándose la barbilla, como intentando sacarle los pensamientos con unas pinzas.
Al cabo de un ratito el visitante, como si el silencio le resultara incómodo, se levantó y, con impaciencia, se puso de espaldas a ese fuego sagrado que tantos años llevaba ardiendo. Entonces la señora Clennam dijo, moviendo por primera vez de forma muy imperceptible una mano en señal de despedida:
—Arthur, haz el favor de marcharte, que vamos a ocuparnos de nuestros negocios.
—Madre, lo hago a mi pesar.
—Me da igual cómo lo hagas —replicó ésta— o cómo lo dejes de hacer. Haz el favor de marcharte. Vuelve en cualquier otro momento en que te sientas obligado a perder tediosamente una hora conmigo. Buenas noches.
La señora Clennam levantó los dedos enguantados para que él los tocara con los suyos, como era la costumbre; Arthur se agachó delante de la silla de ruedas para rozarle el rostro con los labios. Le pareció que su madre tenía la mejilla más tensa de lo habitual, y también más fría. Al volver a incorporarse siguió la dirección de su mirada y se fijó en el buen amigo del señor Flintwinch, el señor Blandois; éste chascó los dedos, con un ruido fuerte y lleno de desprecio.
—Señor Flintwinch, me marcho dejando a su… su socio comercial en la habitación de mi madre —dijo Arthur—, muy estupefacto y muy a mi pesar.
La persona mencionada volvió a chasquear los dedos.
—Buenas noches, madre.
—Buenas noches.
—Flintwinch, compadre mío, en cierta ocasión tuve un amigo —empezó a contar Blandois, con las piernas muy separadas delante de la chimenea, evidentemente para detener la marcha de Clennam, el cual se paró en la puerta—, tuve un amigo a quien habían hablado tanto del lado oscuro de esta ciudad y de las cosas que en ella suceden que nunca se habría atrevido a quedarse solo, de noche, con dos personas que tuvieran algún interés en mandarlo al otro barrio —ni siquiera, ¡por Dios!, en una casa tan respetable como ésta—, si no hubiera estado seguro de ser físicamente más fuerte que ellos. ¡Bah! Menudo gallina, ¿eh, Flintwinch?
—Un imbécil.
—¡Efectivamente! Un imbécil. Pero nunca lo habría hecho, mientras no supiera que quienes tenían intención de acabar con él serían incapaces de vencerlo. ¡Ni siquiera habría aceptado un vaso de agua en esas circunstancias, ni en una casa respetable como ésta, sin ver que alguno de ellos bebía primero y se tragaba el líquido!
Sin dignarse contestar, y por otro lado sin ser muy capaz de hacerlo, pues estaba a punto de ahogarse, Clennam se limitó a mirar al visitante mientras salía. Éste lo despidió con otro chasquido, y la nariz le bajó por encima del bigote y el bigote se le metió por debajo de la nariz, en una sonrisa fea y ominosa.