En las tres vertientes —caballero del exterior que se había quedado encerrado la noche de su primera visita, caballero del exterior que se había interesado por los asuntos del Padre de Marshalsea con la idea magnífica de sacarlo de ahí, y caballero del exterior que se había interesado por la hija de Marshalsea—, Clennam no tardó en convertirse en un visitante de categoría.
A Clennam no le sorprendían las atenciones que le dispensaba el señor Chivery cuando este funcionario estaba en la puerta porque distinguía poco entre la cortesía del señor Chivery y la de otros vigilantes. Sin embargo, una tarde el señor Chivery lo sorprendió al destacarse de sus compañeros con toda nitidez.
El señor Chivery, mediante algún hábil ejercicio de su capacidad para vaciar el edificio de la portería, se las había ingeniado para librarse de todos los internos que merodeaban por ella a fin de que el señor Clennam, al salir de la cárcel, lo encontrara solo.
—Usted perdone, caballero —susurró con tono confidencial—, ¿podría decirme hacia dónde va?
—Voy hacia el puente —contestó Clennam atónito al ver que Chivery se había llevado la llave a los labios como si fuera una alegoría del silencio.
—Le ruego de nuevo que me perdone —susurró Chivery—, pero ¿le molestaría ir por Horsemonger Lane? ¿Podría pasar por esta dirección? —le dijo, tendiéndole una tarjeta impresa destinada a circular entre las amistades de Chivery & Co., tabacos, importadores de puros habanos, cigarros de Bengala, cigarros aromáticos cubanos, comerciantes en rapé, etc., etc.—. No es un asunto de trabajo —añadió—. La verdad es que se trata de mi mujer, quiere hablar con usted por una cuestión relacionada con… sí, con ella —dijo contestando a la mirada de recelo de Clennam con un movimiento de la cabeza.
—Pues la veré de inmediato.
—Gracias, señor. Muchas gracias. No lo apartará ni diez minutos de su camino. ¡Pregunte usted por la señora Chivery! —Chivery, que ya había dejado salir a Clennam, le dio estas últimas instrucciones a través de una ventanilla de la puerta que, cuando le parecía oportuno, podía abrir desde dentro para examinar a los visitantes.
Arthur Clennam, con la tarjeta en la mano, se dirigió a la dirección que en ésta figuraba y llegó rápidamente. Era un establecimiento muy pequeño en el que una mujer de aspecto decoroso cosía detrás de un mostrador. Tarritos de tabaco, cajitas de puros, una pequeña variedad de pipas, un par de tarritos de rapé y, para servir todo lo anterior, una palita de cuerno componían las existencias del comercio.
Arthur se presentó y agregó que, atendiendo a una petición del señor Chivery, había ido a tratar algo relacionado con la señorita Dorrit, según creía. Al instante, la señora Chivery dejó a un lado la labor, abandonó el asiento que ocupaba detrás del mostrador y movió la cabeza con gesto de pena.
—Ahora lo verá —dijo—, si tiene la bondad de mirar a hurtadillas.
Con estas misteriosas palabras, guió al visitante detrás de la tienda a un saloncito situado con un ventanuco que daba a un patio triste y diminuto. En ese patio, la colada de sábanas y manteles intentaba secarse (en vano, por falta de aire), colgada en un par de cuerdas; y entre la ropa, sentado en una silla, como si fuera el último marinero vivo en la cubierta de un barco, empapado e incapaz de plegar las velas, se hallaba un joven abatido por el dolor.
—Éste es nuestro hijo John —dijo la señora Chivery.
El señor Clennam no quiso parecer indiferente y preguntó qué le pasaba.
—Es lo único que hace —dijo la señora Chivery moviendo otra vez la cabeza—: estar ahí. No quiere salir, ni siquiera al patio cuando no hay ropa tendida; pero, cuando la ropa lo oculta de los vecinos, entonces sale y se queda ahí sentado durante horas. Horas y horas. ¡Dice que es como un bosque! —la señora Chivery negó de nuevo con la cabeza, se llevó el delantal a los ojos con gesto maternal y volvió con el visitante hacia la zona de la tienda—. Siéntese, por favor, caballero —dijo—. Lo que le pasa a nuestro John tiene que ver con la señorita Dorrit; tiene el corazón destrozado por su causa y me gustaría tomarme la libertad de preguntarle qué podremos hacer sus padres cuando se rompa definitivamente.
La señora Chivery, que era una mujer de aspecto convencional muy respetada en Horsemonger Lane por sus buenos sentimientos y su conversación, dijo esto último sin perder la compostura, y luego volvió a negar con la cabeza y a secarse los ojos.
—Caballero —dijo a continuación—. Usted conoce a esa familia, se ha interesado por esa familia y tiene influencia en esa familia. Si pudiera mediar para que dos jóvenes fueran felices, permita que le ruegue, por nuestro pobre John y por el bien de los dos jóvenes, que lo haga.
—No la conozco desde hace mucho —contestó Arthur desconcertado— pero en este tiempo me he acostumbrado a ver a la pequeña… a la señorita Dorrit bajo una luz tan distinta que lo que me dice ahora me pilla completamente por sorpresa. ¿La señorita Dorrit conoce a su hijo?
—Se criaron juntos, señor —dijo la señora Chivery—. Jugaban juntos.
—¿Y conoce los sentimientos de su hijo?
—¡Santo cielo! —exclamó la señora Chivery con una especie de susurro triunfal—. Es imposible que lo haya visto los domingos y no se haya dado cuenta. Sólo el bastón, si no el resto, bastaría para que se enterara. Los jóvenes como John no se aficionan a las empuñaduras de marfil sin ton ni son. Así fue como me di cuenta yo.
—Quizá la señorita Dorrit no se fije tanto como usted.
—Pero es que lo sabe porque él se lo ha dicho —replicó la señora Chivery.
—¿Está usted segura?
—Caballero —declaró la señora Chivery—, estoy tan segura como de que me encuentro en esta casa. He visto con mis propios ojos a mi hijo salir de esta casa y he visto con mis propios ojos a mi hijo volver a esta casa y sé que ha hablado con ella —la señora Chivery conseguía dar un énfasis sorprendente mediante la repetición y los detalles.
—¿Podría preguntarle cómo se sumió en este triste estado que le causa a usted tanta inquietud?
—Fue el mismo día en que a esta casa vi volver a mi hijo con estos ojos. Desde entonces, ya no ha sido el mismo en esta casa. Ya no ha sido como era antes, cuando llegamos aquí hace siete años como inquilinos por trimestres.
La curiosa manera que tenía la señora Chivery de construir las frases les daba cierto aire de declaración jurada.
—¿Y puedo aventurarme a preguntarle cuál es su versión de todo este asunto?
—Puede usted —dijo la señora Chivery—, y se la daré con palabras tan ciertas como que estoy en esta tienda. Nuestro John sólo recibe buenas palabras y buenos deseos de todo el mundo. Jugaba con ella de niño cuando ella jugaba en el patio. La conoce desde entonces. Un domingo por la tarde fue a verla después de comer y la vio, no sé si con cita o sin cita, no pretendo saber tanto. Y le hizo la proposición. El hermano y la hermana de ella se dan aires y están en contra de nuestro John. Su padre sólo piensa en sí mismo y no está dispuesto a compartirla con nadie. En estas circunstancias, ella contestó a nuestro John: «No, John, no puedo corresponderte, no puedo casarme, y no pienso casarme nunca, me sacrificaré por mi padre. Adiós, ¡encuentra otra mujer digna de ti y olvídame!». Así se propone ser una esclava para siempre de unas personas que no merecen que se convierta en esclava para siempre. Así es como nuestro John ya sólo quiere estar enfriándose entre la ropa tendida y quedarse en ese patio, como le he enseñado a usted, ¡convertido en una ruina que destroza el corazón de su madre!
Al decir esto, la buena mujer señaló el ventanuco tras el cual se veía a su hijo desconsolado, sentado bajo el bosquecillo poco melodioso; de nuevo negó con la cabeza y se secó los ojos, y rogó a Clennam, por el bien de ambos jóvenes, que ejerciera su influencia para cambiar el curso de los tristes acontecimientos.
Estaba tan convencida de su exposición de los hechos, y su relato parecía tan bien fundamentado, al menos, en lo que se refería a la pequeña Dorrit y a su familia, que Clennam no pudo pensar que no estuviera en lo cierto. Había llegado a asociar a la pequeña Dorrit a un interés tan peculiar —un interés que, a medida que iba en aumento, la alejaba de todo lo vulgar y desagradable que la rodeaba— que le decepcionaba, disgustaba y casi le dolía imaginarla enamorada del joven Chivery del patio trasero o de cualquier otro similar. Por otra parte, razonaba Clennam para sí, tan buena y tan justa seguía siendo la muchacha si estaba enamorada de Chivery como si no lo estaba; y convertirla en una especie de hada domesticada, bajo pena de aislarla de las únicas personas que conocía, sería una debilidad de su imaginación y, además, muy poco amable por su parte. Sin embargo, la apariencia juvenil y etérea de Amy, sus modales tímidos, el encanto y la sensibilidad de sus ojos y su voz, tantos detalles de su personalidad que habían despertado su interés, y la gran diferencia que había entre ella y quienes la rodeaban, no encajaban y nunca encajarían con la noticia que acababan de darle.
Tras dar vueltas a estas ideas, incluso mientras la admirable señora Chivery le hablaba, Clennam contestó que podía estar segura de que haría todo lo posible, en toda ocasión, para procurar la felicidad, así como satisfacer los deseos del corazón de la señorita Dorrit, siempre que estuviera en su mano y descubriera cuáles eran. Al mismo tiempo, le advirtió que no diera por buenas las deducciones ni las apariencias; le recomendó que guardara un silencio y un secreto estrictos, no fueran a perjudicar a la señorita Dorrit; y le aconsejó, en concreto, que se ganara la confianza de su hijo para conocer bien el estado del caso.
La señora Chivery consideró que esta última precaución era superflua, pero dijo que lo intentaría. Negó con la cabeza como si no hubiera conseguido todo el consuelo que esperaba de la conversación, pero, a pesar de todo, le dio las gracias por las molestias que tan amablemente se había tomado. Se despidieron cordialmente y Arthur se marchó.
La multitud de la calle chocaba con la multitud que se movía por sus pensamientos, y, como la confusión era tal, evitó el puente de Londres y se desvió para tomar el Puente de Hierro, en una zona más tranquila. Había apenas empezado a recorrerlo cuando vio a la pequeña de los Dorrit caminando delante de él. Hacía un día agradable, soplaba una ligera brisa y parecía que hubiera salido a tomar el aire. Clennam la había dejado en la habitación de su padre una hora antes.
Ahora se le ofrecía la oportunidad deseada de observar su rostro y su comportamiento a solas. Aceleró el paso pero, antes de llegar a su altura, ella volvió la cabeza.
—¿La he asustado? —preguntó Clennam.
—Me ha parecido que conocía esos pasos —contestó Amy, vacilante.
—¿Y ha adivinado de quién eran, señorita Dorrit? Difícilmente podría esperar que fuera yo.
—No esperaba que fueran de nadie. Pero, cuando oí los pasos, pensé… me parecieron los suyos.
—¿Va usted muy lejos?
—No, señor, sólo estoy dando un paseo por aquí para variar.
Pasearon juntos y ella volvió a mostrar confianza en él y lo miró a la cara mientras decía, después de echar un vistazo a su alrededor:
—Es raro, quizá usted no lo entienda. Algunas veces tengo la sensación de que es desconsiderado pasear por aquí.
—¿Desconsiderado?
—Ver el río, tanto cielo, tantas cosas, tanto cambio y movimiento. Y luego volver y ver a mi padre en el mismo rincón angosto.
—¡Ah, sí! Pero, cuando vuelva, recuerde que lleva consigo el espíritu y la influencia de estas cosas para alegrarlo.
—¿De veras? Me gustaría que fuera así. Me temo que va usted demasiado lejos y supone que mi influencia es muy grande. Si estuviera usted en la cárcel, ¿podría llevarle semejante alivio?
—Sí, pequeña Dorrit, estoy seguro de que sí.
Clennam dedujo del temblor de sus labios, y de una sombra efímera de emoción que le recorrió el rostro, que la joven pensaba en su padre. Guardó silencio durante unos momentos y esperó a que recuperara la calma. La pequeña Dorrit, que temblaba en su brazo, era más ajena que nunca a la teoría de la señora Chivery y, sin embargo, no era irreconciliable con una nueva idea que se le ocurrió de repente: quizá existiera otra persona a una distancia inalcanzable… y aún imaginó más: a una distancia inalcanzable y sin esperanza.
Dieron media vuelta y Clennam exclamó:
—¡Por ahí viene Maggy!
La pequeña Dorrit alzó la vista, sorprendida, y vio a Maggy, que se detuvo en seco al verlos. Iba andando a paso ligero, tan atareada y preocupada que no los reconoció hasta que los tuvo encima. Por un momento pareció sentirse tan culpable que el canasto que llevaba compartió el cambio de ánimo.
—Maggy, me prometiste que te quedarías un rato con mi padre.
—Eso quería hacer, madrecita, pero él no ha querido. Si me manda a un recado, tengo que salir. Si va y dice: «Maggy, lleva esta carta y te ganarás seis peniques si la respuesta es buena», tengo que hacerlo. Madrecita, ¿qué puede hacer una niña de diez años? Y si el señor Tip se cruza conmigo porque llega cuando salgo y dice: «¿Adónde vas, Maggy?»; y yo le digo: «Voy a tal sitio»; y me dice: «Espera, que yo también lo intento» y se va a lo de George y escribe una carta y me la da y dice: «Lleva esto al mismo sitio y si la respuesta es buena te daré un chelín», ¡no es culpa mía, madre!
Arthur leyó, en la mirada baja de la pequeña Dorrit, el destino que imaginaba para las cartas.
—Voy a tal sitio, ahí voy —dijo Maggy—. Voy a tal sitio. Tú no tienes nada que ver, madrecita, las cartas son para usted —dijo Maggy, dirigiéndose a Arthur—. Será mejor que vaya usted a tal sitio para que se las pueda dar.
—No hace falta que sigamos las indicaciones tan al pie de la letra, Maggy. Dámelas aquí —dijo Clennam con voz grave.
—Entonces, vamos a cruzar la calle —dijo Maggy con un susurro sonoro—. Madrecita no tiene que saber nada de esto y no lo habría sabido si usted hubiera estado en tal sitio en lugar de ir de un lado para otro. No tengo la culpa. Tengo que hacer lo que me dicen. Tendrían que avergonzarse por decírmelo.
Clennam cruzó al otro lado de la calle y se apresuró a abrir las cartas. La del padre exponía que, tras encontrarse, del modo más inesperado, en la insólita situación de no haber recibido un envío de la City con el que contaba, tomaba la pluma, obligado por la lamentable circunstancia de su encarcelación, que duraba ya veintitrés años (subrayado dos veces), que le impedía presentarse personalmente, como habría hecho de otro modo; así pues, tomaba la pluma para rogar al señor Clennam que le avanzara la cantidad de tres libras y diez chelines, que le devolvería puntualmente, y que le rogaba que incluyera en su carta de respuesta. La del hijo decía que, sin duda, el señor Clennam se alegraría de oír que por fin había conseguido un empleo permanente muy satisfactorio, acompañado de la perspectiva de un gran éxito en la vida; pero que su jefe no podía pagarle en aquel momento el salario que le adeudaba (en tal circunstancia, dicho empresario había apelado a la generosidad que, según confiaba, encontraría siempre en los demás), lo que, sumado al engaño de un falso amigo y al altísimo precio que tenían en aquel momento los alimentos, lo había puesto al borde de la ruina si a las seis menos cuarto de aquella misma tarde no había reunido la cantidad de ocho libras. Sin duda, al señor Clennam le complacería saber que, gracias a la ayuda de varios amigos que confiaban en su probidad, había reunido ya esa suma, si bien le faltaba una menudencia para completarla: una libra con diecisiete chelines y cuatro peniques; el préstamo de dicha cantidad por un mes tendría las habituales consecuencias beneficiosas.