La pequeña Dorrit (45 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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—Espero que la tía del señor F. se haya calmado ya —dijo Clennam.

—Está bien, señor —dijo Pancks.

—Tengo la desgracia de haber inspirado una gran animosidad a esa dama —dijo Clennam—, ¿conoce usted la causa?

—¿La conoce ella? —preguntó Pancks.

—Supongo que no.

—Yo también supongo que no —dijo Pancks.

Pancks cogió la libreta, la abrió, la cerró, la dejó dentro de su sombrero, que había puesto sobre el escritorio, y, se quedó mirándola, todo ello con gran interés.

—Señor Clennam —dijo—, necesito cierta información.

—¿Relacionada con esta empresa? —preguntó Clennam.

—No —contestó Pancks.

—Entonces, ¿en relación con qué asunto, señor Pancks? Es decir, si es de mí de quien espera la información.

—Sí, señor, sí. Me gustaría que me dijera una cosa, si puedo convencerlo. Se lo digo por orden alfabético: empieza por la A, por la B, por la C, por la D, Da, De, Di, Do…

—Dorrit, ¿a ese apellido se refiere?

El señor Pancks volvió a resoplar con aquella nariz tan peculiar y atacó las uñas de la mano derecha. Arthur le dirigió una mirada inquisitiva y Pancks se la devolvió.

—No comprendo bien lo que quiere, Pancks.

—Quiero saber algo relacionado con ese apellido.

—¿Y qué es lo que quiere saber?

—Lo que pueda y quiera contarme —expresó este amplio resumen de sus deseos no sin una amplia gesticulación.

—Qué visita tan singular, señor Pancks. Me parece un tanto extraordinario que venga a verme a mí por este motivo.

—Puede ser completamente extraordinario —contestó Pancks—. Puede salirse del curso ordinario y, sin embargo, es un asunto de negocios. Resumiendo, es un asunto de negocios, soy un hombre de negocios. ¿Y qué otro asunto tengo yo entre manos en este mundo que no sea de negocios? Ninguno.

Dudando de nuevo si aquel personaje duro y seco hablaba en serio, Clennam volvió a mirarle la cara atentamente. Parecía tan lúgubre y descuidada como siempre, tan ansiosa e inquieta como siempre, y no vio nada en ella que expresara la burla latente que le había parecido percibir en la voz.

—Veamos: para aclarárselo, le diré que no es asunto de mi amo.

—Cuando dice amo, ¿se refiere al señor Casby?

Pancks asintió.

—Es mi amo. Imaginemos un caso. Imaginemos que en casa de mi amo oigo mencionar un nombre, el nombre de una persona joven a la que el señor Clennam quiere prestar ayuda. Pongamos que la primera persona que dijo ese nombre delante de mi amo fuera Plornish, personaje de la Plaza. Pongamos que voy a ver a Plornish. Pongamos que le pido a Plornish un poco de información. Pangamos que Plornish, que le debe seis semanas de alquiler a mi amo, se niega. Pongamos que la señora Plornish también se niega. Pongamos que ambos me remiten al señor Clennam, pongamos por caso.

—¿Y bien?

—Pues bien, señor —contestó Pancks—. Voy a verlo a él. Por eso estoy aquí.

Con los mechones disparados por toda la cabeza y la respiración entrecortada y ruidosa, el diligente Pancks dio un paso atrás (siguiendo con la metáfora del remolcador, hizo media virada de popa), como si quisiera enseñar todo el casco sombrío, después se adelantó de nuevo y dirigió su rápida mirada alternativamente al sombrero, donde estaba la libreta, y al rostro de Clennam.

—Señor Pancks, para no meterme en sus terrenos misteriosos, seré tan claro como pueda con usted. Permita que le haga unas preguntas. Primero…

—De acuerdo —dijo Pancks, mostrando el sucio índice con la uña rota—. Ya lo entiendo, usted quiere saber qué motivos tengo.

—Exacto.

—Buenos motivos —dijo Pancks—. No tienen nada que ver con mi amo; no puedo decirlos ahora; sería ridículo decirlos ahora, pero son buenos. El deseo de ser útil a una joven llamada Dorrit —dijo, todavía con el índice alzado a modo de advertencia—. Es mejor reconocer que el motivo es bueno.

—En segundo y último lugar, ¿qué quiere usted saber?

Antes de que le formulara esa pregunta, el señor Pancks pescó la libreta y, mientras la guardaba en el bolsillo interior de la chaqueta, que cerró cuidadosamente con un botón, sin dejar de mirar a Clennam, contestó tras una pausa y un resoplido:

—Quiero información suplementaria, toda la que pueda.

Clennam no pudo contener una sonrisa al ver a aquel pequeño remolcador jadeante, que tan útil era para el gran barco, el Casby, esperando vigilante la oportunidad de asaltarlo y robarle a sus anchas antes de que él se opusiera a sus maniobras; si bien, por otra parte, la misma inquietud del señor Pancks daba pie a muchas especulaciones. Después de pensarlo un poco, Clennam decidió darle la información más destacada que podía darle, puesto que Pancks, si no la obtenía de aquella pesquisa, bien encontraría otro medio de conseguirla.

Así pues, después de rogarle a Pancks que recordara que había dicho voluntariamente que su amo no tenía interés en aquel interrogatorio y que sus intenciones eran buenas (dos declaraciones que el menudo caballero repitió con el mayor énfasis), le dijo abiertamente que no tenía información que darle en relación con el linaje o con el lugar en que habían habitado anteriormente los Dorrit, y que su conocimiento de la familia no iba más allá del hecho de que, en aquel momento, parecía reducirse a cinco miembros: los dos hermanos, uno de ellos soltero, y el viudo con tres hijos. Comunicó a Pancks la edad que calculaba a cada uno de los miembros, y, finalmente, le describió la posición del Padre de Marshalsea y el curso temporal de los acontecimientos que lo habían llevado a tal situación. El señor Pancks, roncando y resoplando con mayor solemnidad a medida que aumentaba su interés por el asunto, lo escuchó todo con gran atención; parecía obtener las sensaciones más agradables de los fragmentos más dolorosos de la narración y, especialmente, parecía encantado por el relato de la larga encarcelación de William Dorrit.

—En conclusión, señor Pancks —dijo Arthur—, no tengo más que decirle. Tengo motivos, más allá del respeto personal, para no hablar más de lo necesario de la familia Dorrit, especialmente en casa de mi madre —el señor Pancks asintió— y para recabar la mayor cantidad de información posible. Un hombre de negocios tan entregado como usted… ¿le pasa algo?

El señor Pancks había resoplado con una fuerza insólita.

—No pasa nada —dijo Pancks.

—Un hombre de negocios tan entregado como usted sabe perfectamente lo que es un pacto razonable. Me gustaría hacer un trato razonable con usted: usted me informa de todo lo que averigüe sobre la familia Dorrit, de la misma manera que le he informado yo. No le dará buena idea de mis costumbres en los negocios que no le haya aclarado las condiciones de entrada —prosiguió—, pero prefiero que sea una cuestión de honor. He visto hacer tantos negocios con ánimo de engaño que, para decirle la verdad, señor Pancks, estoy cansado.

El señor Pancks se echó a reír.

—Trato hecho, señor —dijo—. Ya verá usted como lo cumplo.

Tras lo cual, estuvo un momento contemplando a Clennam y mordiéndose las diez uñas, una por una, mientras grababa en la memoria todo lo que le había dicho y meditaba con cuidado, con intención de colmar cualquier posible laguna.

—De acuerdo —dijo finalmente Pancks—. Le deseo que pase un buen día, ya que es día de cobro de alquileres en la Plaza. Por cierto, ¿sabe algo de un extranjero cojo con un bastón?

—Sí, ya veo que algunas veces piden ustedes referencias —dijo Clennam.

—Cuando pueden pagar, señor —contestó Pancks—: quédate con lo que puedas conseguir y guarda lo que no te puedan obligar a dar. Así son los negocios. El extranjero cojo del bastón quiere una habitación alta en la Plaza, ¿es de fiar?

—Yo sí lo soy —dijo Clennam—. Y respondo por él.

—Con eso es suficiente. Lo que yo necesito en la Plaza del Corazón Sangrante es la fianza —dijo Pancks, tomando nota del caso en su libreta—. Quiero la fianza. Que paguen o entreguen las propiedades que tengan, ésa es la consigna de la Plaza. El extranjero cojo del bastón se ha presentado diciendo que lo enviaba usted, pero por mí puede presentarse diciendo que lo envía el gran Mogol. Según creo, ha estado en el hospital, ¿es cierto?

—Sí, lo conocí cuando tuvo el accidente, acaban de darle el alta.

—Por lo que he visto, cuando un hombre entra en el hospital, sale pobre —dijo Pancks, resoplando de nuevo sonoramente.

—Sí, yo también he visto casos así —contestó Clennam con frialdad.

El señor Pancks estaba ya listo para irse, metió presión a la caldera y, sin más gestos ni ceremonias, gruñó escalera abajo; resoplaba ya por la Plaza del Corazón Sangrante antes de que pareciera haber salido de la oficina.

Durante todo el resto del día, la Plaza del Corazón Sangrante estuvo consternada mientras Pancks la recorría de un lado a otro; lanzaba arengas a los inquilinos reincidentes en relación con el pago, les pedía la fianza, comunicaba desahucios y ejecuciones, perseguía a los morosos, levantaba una oleada de terror ante él y dejaba otra en su estela. Los vecinos, empujados por una atracción fatal, se agrupaban delante de la casa en la que estuviera en aquel momento, escuchando fragmentos de sus discursos a los inquilinos; y, cuando corría el rumor de que bajaba las escaleras, con frecuencia no podían dispersarse con suficiente rapidez y los acorralaba y les pedía los atrasos. En lo que quedaba del día, los «Pero ¿hasta dónde van a llegar? ¿Qué pretenden?» resonaron por toda la Plaza. El señor Pancks no quería excusas, no quería quejas, no quería oír hablar de reparaciones, sólo quería dinero y sin condiciones. Sudando, resoplando y tomando los rumbos más excéntricos, cada vez más acalorado y sucio, dejó la marea de la Plaza en un estado turbio y agitado. Las aguas no se habían calmado del todo dos horas después de que lo vieran alejarse echando humo por el horizonte en lo alto de la escalinata.

Aquella noche, en los diversos puntos de reunión de la Plaza, se formaron corrillos de corazones sangrantes, y en ellos todo el mundo coincidió en que el señor Pancks era un hombre difícil de tratar; y en que era una pena que un caballero como el señor Casby dejara en sus manos los cobros y no lo viera nunca tal como era en realidad. Porque (según decían los corazones sangrantes) si un caballero con ese pelo y esos ojos cobrara las rentas en persona, todo sería muy distinto y no pasarían tantas penurias ni estrecheces.

A esa misma hora exacta, el Patriarca —que había surcado serenamente la Plaza por la mañana, antes de que empezara el acoso, con el deseo expreso de mostrar su confianza en su mole sedosa y sus rizos—, a esa misma hora exacta, el mismo farsante de mil cañones se esforzaba por mantenerse a flote en su casa, en el muelle de su pequeño remolcador, y le decía mientras hacía girar los pulgares:

—Un mal día de trabajo, Pancks, muy malo. Me parece, caballero, y debo insistir en esta observación de un modo tajante para hacerme justicia, que tendría que haber cobrado mucho más dinero, mucho más dinero.

Capítulo XXIV

Artes adivinatorias

Aquella misma tarde, la pequeña Dorrit recibió una visita del señor Plornish, el cual, tras insinuar que deseaba hablar con ella en privado —con una serie de tosecillas tan sonoras que confirmaban la idea de que el señor Dorrit, en lo que se refería al trabajo de costurera, era una ilustración del principio de que no hay peor ciego que el que no quiere ver—, obtuvo audiencia en la escalera común, delante de la puerta.

—Hoy ha venido una señora a nuestra casa, señorita Dorrit —dijo Plornish con un gruñido—, acompañada de otra que era lo más parecido a una bruja que he visto en mi vida. ¡Dios mío, qué manera de regañar!

Al principio, el amable Plornish fue incapaz de dejar de pensar en la tía del señor F.

—Es que le aseguro que es la persona más avinagrada que he visto en mi vida —añadió para disculparse.

Finalmente, con gran esfuerzo, se olvidó lo bastante de ella para señalar:

—En fin, no es ella quien nos interesa. La otra señora es la hija del señor Casby; y, si el señor Casby no es rico no será por culpa de Pancks, porque, desde luego, se esfuerza en que lo sea, ¡y cómo!

Plornish, como de costumbre, se expresaba con poca claridad pero con mucho énfasis.

—Y ha venido a casa —prosiguió— para dejar recado de que, si la señorita Dorrit quería presentarse en la dirección que aparece en esta tarjeta, que es la de la casa del señor Casby, donde Pancks tiene un despacho en la parte trasera, parece mentira, y cuánto, estaría encantada de darle trabajo. Es una vieja amiga muy querida, ha dicho que muy amiga, del señor Clennam, y espera poder demostrar que es una amiga útil de su amigo. Eso ha dicho. Como quería saber si la señorita Dorrit podría ir mañana por la mañana, he contestado que yo la vería a usted, señorita, y se lo preguntaría, y que pasaría por aquí esta tarde y, si estaba usted ocupada, mañana.

—Puedo ir mañana, gracias —contestó la pequeña Dorrit—. Es muy amable por su parte, Plornish, pero es que usted es siempre muy amable.

El señor Plornish, restándose méritos con modestia, abrió la puerta de la habitación para dejarla pasar y entró tras ella disimulando con tanta exageración que se habían visto fuera que el padre de la pequeña Dorrit podría haberse dado cuenta, por poco observador que hubiera sido. Sin embargo, éste, en su afable inconsciencia, no advirtió nada. Plornish, después de una breve conversación en la que se entremezclaba su condición subordinada de antiguo interno con su actual situación privilegiada de humilde amigo externo, definido de nuevo por su modesta condición de yesero, se despidió; antes de marcharse, dio una vuelta por la cárcel y, con los sentimientos encontrados de un viejo interno que tenía motivos personales para creer que su destino tal vez fuera regresar, miró a los miembros de la institución jugar a los bolos.

A primera hora de la mañana, la pequeña de los Dorrit, después de dejar a Maggy como máxima responsable de los asuntos domésticos, se encaminó a la residencia del Patriarca. Cruzó por el Puente de Hierro, aunque le costó un penique, y en esa parte del recorrido fue más despacio que en el resto. A las ocho menos cinco tenía la mano sobre la aldaba patriarcal, situada a tal altura que apenas alcanzaba.

Entregó la tarjeta de la señora Finching a la joven que abrió la puerta y ésta le dijo que «la señorita Flora» —Flora, al regresar bajo el techo paterno, había vuelto a tomar el nombre con el que allí había vivido— todavía no había salido de su dormitorio, pero con gusto la acompañaría al salón de la señorita Flora. La pequeña Dorrit subió al saloncito de la señorita Flora y allí encontró una mesa de desayuno generosamente dispuesta para dos personas y una bandeja preparada para otra. La doncella desapareció unos instantes y regresó diciendo que hiciera el favor de sentarse junto al fuego, quitarse la capota y acomodarse como si estuviera en su casa. Pero la pequeña Dorrit era demasiado discreta, no estaba acostumbrada a acomodarse como si estuviera en su casa en semejantes ocasiones y no supo cómo hacerlo; de modo que seguía sentada al lado de la puerta, con la capota puesta, cuando Flora entró apresuradamente, al cabo de media hora.

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