—¡Que le haga frente, si se atreve! —y, con un movimiento rígido de su bolso pétreo (accesorio de gran tamaño y aspecto fósil), indicó que Clennam era la infortunada persona a la que se dirigía el desafío.
—Una última observación —prosiguió Flora—: iba a decirle que me gustaría darle una última explicación que quisiera ofrecerle: la tía del señor F. y yo no nos habríamos presentado en horas de trabajo, porque el señor F. fue un hombre de negocios y aunque lo suyo era un comercio de vinos eso también es un negocio, llámelo como quiera, y las costumbres de los negocios son las mismas, y veíamos que el señor F., que tenía las zapatillas siempre en la alfombra a las seis menos diez de la tarde y las botas en el guardafuegos a las ocho menos diez de la mañana, hiciera bueno o malo, con luz o ya de noche, digo que no nos habríamos presentado sin un buen motivo en horas de trabajo y con la esperanza de ser bien recibidas, Arthur, mejor dicho, señor Clennam, aunque probablemente Doyce y Clennam suena más a negocio importante.
—Por favor, no se disculpe usted —suplicó Arthur—. Es usted siempre bienvenida.
—Es muy cortés por su parte decir eso, Arthur (no me acuerdo de decir señor Clennam hasta que ya me ha salido la costumbre de tiempos pasados que nunca volverán y eso es tan cierto que a menudo en la noche en calma antes de que la cadena del sueño haya atado a las personas los recuerdos más tiernos que traen las luces de tiempos pasados); muy cortés pero más cortés que sincero me temo ya que se ha metido usted en el negocio de la maquinaria sin enviar una línea ni una tarjeta a papá (no me diga que todo pertenece a otros tiempos pero que pasaron porque a la dura realidad me enfrento generosamente con un qué más da) y eso no lo parece debe usted confesarlo.
En esta ocasión a Flora se le escaparon hasta las comas; era mucho más incoherente y locuaz que la vez anterior.
—Aunque, la verdad —se apresuró a añadir—, no hay que esperar nada más, y por qué iba esperarse y, si no se espera, por qué se esperaría, y estoy lejos de echarle a usted la culpa o a cualquier otra persona. Cuando su mamá y mi papá se inquietaron tanto por nosotros y rompieron el cuenco de oro (quería decir el vínculo de oro, pero me parece que ya sabe a lo que me refiero y si no lo sabe tampoco se pierde nada y a mí me da lo mismo me atrevo a añadir), cuando cortaron el vínculo de oro que nos ataba y nos dejaron entre lágrimas en el sofá casi me ahogo por lo menos yo y todo cambió y le di mi mano al señor F. ya sé que lo hice con los ojos bien abiertos pero él estaba tan alterado y tan abatido que se puso a hablar del río o del aceite o de cualquier otra cosa de la botica y yo lo hice con la mejor intención.
—Querida Flora, ya zanjamos ese asunto, está todo claro.
—Le parece que está todo claro —contestó Flora— porque se lo toma con mucha frialdad, si no fuera porque sé que estaba en la China, pensaría que viene usted de las regiones polares, querido señor Clennam, tiene usted razón, de todos modos, y no puedo echarle la culpa pero como las propiedades de papá están al lado de Doyce y Clennam, hemos oído contárselo a Pancks y si no llega a ser por él no habríamos sabido nada, estoy convencida.
—No, no, no diga eso.
—Qué tontería no decirlo, Arthur, Doyce y Clennam, es más fácil para mí decir eso que señor Clennam, cuando lo sé y usted también lo sabe y no puede negarlo.
—Pero lo niego, Flora. No habría tardado en hacerles una visita de cortesía.
—¡Ah —exclamó Flora, moviendo la cabeza—, seguro que sí! —y le dirigió otra de sus miradas de otros tiempos—. De todos modos, cuando Pancks nos lo dijo, tomé la decisión de que la tía del señor F. y yo le haríamos una visita porque cuando papá, antes de saberlo, habló de usted y dijo que estaba interesado en ella, dije yo al momento, santo Dios, por qué no traerla, cuando no tenemos nada más que hacer en lugar de dejarlo para más tarde.
—¿Se está refiriendo usted a la tía del señor F.? —preguntó Clennam, bastante desconcertado.
—Por Dios, Arthur (insisto en que me resulta más fácil llamarlo Doyce y Clennam, debido a los viejos recuerdos), ¿quién ha dicho que la tía del señor F. se dedique a coser y salga durante el día?
—¿Sale durante el día? ¿Se refiere usted a la pequeña Dorrit?
—Claro, sí, por supuesto —contestó Flora—, el más raro de todos los nombres raros que he oído en mi vida, como si fuera el de un lugar que había en el campo con un portazgo, o el de un poni, o de un cachorro, o de un pajarito, o de una semilla que hay que plantar en un jardín o en una maceta para que crezca.
—En ese caso, Flora —dijo Arthur, interesado súbitamente en la conversación—, el señor Casby tuvo la amabilidad de hablarle a usted de la pequeña de los Dorrit, ¿verdad? ¿Qué le dijo?
—Oh, ya sabe cómo es papá —contestó Flora— y lo molesto que resulta cuando se sienta cómodamente y da vueltas a los pulgares una y otra vez hasta que una se marea si no aparta la vista; dijo, cuando estábamos hablando de usted, no sé quién sacó el tema, Arthur, Doyce y Clennam, pero estoy segura de que yo no fui, al menos espero no haber sido yo, pero debe usted disculparme si no me extiendo sobre este particular.
—Sin duda, por supuesto —contestó Arthur.
—Lo dice usted con mucho entusiasmo —dijo Flora con un puchero y callando de repente con un sonrojo cautivador— y debo admitir que papá dijo que usted había hablado de ella con interés y yo le dije lo que le he dicho y ya está.
—¿Ya está? —preguntó Arthur, un poco decepcionado.
—Pero cuando Pancks nos dijo que se había embarcado usted en este negocio y consiguió convencernos de que, efectivamente, se trataba de usted, le dije a la tía del señor F. que entonces vendríamos y le preguntaríamos si no sería agradable para ambas partes que la contratara para nuestra casa cuando la necesitara, ya que sé que con frecuencia va a casa de su mamá y sé que su mamá tiene un carácter muy susceptible, Arthur, Doyce y Clennam, porque si no hubiera sido así no me habría casado con el señor F. y en este momento podría ser… pero me parece que sólo digo tonterías.
—Muy amable por su parte pensar en eso, Flora.
La pobre Flora contestó, con una sinceridad que le sentaba mejor que las miradas de otros tiempos, que se alegraba de que lo pensara él. Lo dijo con tanto énfasis que Clennam habría dado una gran suma por comprar el papel que había representado y olvidarse de él, junto con el de sirena, para siempre.
—Me parece, Flora —dijo Clennam—, que el empleo que le puede facilitar usted a la pequeña Dorrit y la amabilidad que puede mostrar con ella…
—Sí, por supuesto —se apresuró a contestar Flora.
—Estoy seguro de que… le será usted de gran ayuda. Me parece que no tengo derecho a decirle lo que sé de ella porque me enteré de modo confidencial y en circunstancias que me obligan a guardar silencio. Pero tengo interés en la pobre criatura y me inspira un respeto que no puedo explicarle. Ha llevado una vida de sufrimiento y devoción con tanta bondad que no se puede ni imaginar. Me cuesta pensar en ella y más todavía hablar de ella sin sentirme conmovido. Dejemos que estos sentimientos representen lo que puedo decirle y la encomiendo a su amistad con todo mi agradecimiento.
Una vez más, tendió la mano con franqueza a la pobre Flora; una vez más, la pobre Flora fue incapaz de aceptarla con sinceridad y le pareció que, abiertamente, valía mucho menos que cuando se rodeaba de intriga y de misterio. Con tanto placer por su parte como consternación por parte de Arthur, la cubrió con una esquina del chal mientras la estrechaba. Después, viendo por el cristal de la oficina que se acercaban dos figuras, exclamó con infinito placer:
—Ah, es papá, Arthur, silencio, ¡por amor de Dios! —y volvió trotando a su silla como si estuviera a punto de desmayarse, inducida por la sorpresa y el virginal estremecimiento de su espíritu.
El Patriarca, entre tanto, se acercaba con una sonrisa estúpida a la oficina, detrás de Pancks. Éste le abrió la puerta para que pasara y se retiró a su amarre en un rincón.
—Me ha contado Flora —dijo el Patriarca con una sonrisa benevolente— que iba a pasar por aquí, a pasar por aquí. Y, como he salido, he pensado que yo también venía, también venía.
La benigna sabiduría que infundió a su declaración (poco profunda en sí misma), con el apoyo de sus ojos azules, la cabeza brillante y el largo cabello blanco tuvo un efecto de lo más impresionante. Habría podido clasificarse entre los más nobles sentimientos enunciados por los mejores hombres. Lo mismo habría podido decirse cuando, sentado en la silla que le había ofrecido Clennam, añadió:
—Así pues, ¿se dedica usted ahora a los negocios, señor Clennam? Le deseo lo mejor, le deseo lo mejor —parecía haber hecho maravillas.
—La señora Finching me estaba contando, señor —dijo Arthur después de los saludos, mientras la viuda del difunto señor F. protestaba, con un ademán, por el uso de aquel apellido respetable—, que tiene intención de contratar ocasionalmente a una joven costurera que usted recomendó a mi madre, cosa que le agradezco.
El Patriarca volvió la cabeza hacia Pancks con un gesto torpe y lento. El secretario cerró el cuaderno que lo tenía absorto y se dispuso a remolcar a su patrón:
—Usted no se la recomendó, ¿cómo iba a hacerlo? —dijo Pancks—. Usted no sabía nada de esa joven, no la conocía. Le hablaron de ella y se limitó a dar su nombre, eso fue lo que usted hizo.
—¡Bueno! —dijo Clennam—, en vista de que merece la recomendación, viene a ser lo mismo.
—Se alegra usted de que haya salido bien —dijo Pancks—, pero no habría sido culpa suya si hubiera salido mal. El mérito no es suyo y la culpa tampoco habría sido suya. No dio ninguna garantía. No sabía nada de ella.
—Así pues, no conoce usted a nadie de su familia —dijo Arthur, aventurando una pregunta.
—¿Si conoce a alguien de su familia? —contestó Pancks—. ¿Cómo iba el señor Casby a conocer a nadie de su familia? No ha oído nunca hablar de ellos. No puede conocer a gente de la que nunca ha oído hablar, ¿verdad? ¡Claro que no!
Durante toda esta conversación, el Patriarca sonrió con serenidad, asintiendo o negando con la cabeza benévolamente, según exigiera la ocasión.
—Y lo de recomendarla… —dijo Pancks—, ya sabe lo que significa, en general, dar referencias de alguien. ¡Tonterías! Mire los inquilinos que tiene aquí en la Plaza. Si se lo permitiera, los unos recomendarían a los otros, ¿y para qué? En lugar de uno, son dos los que quedan mal. Con uno es suficiente. Una persona que no puede pagar encuentra a otra que no puede pagar para garantizar que puede pagar. Como si una persona con dos piernas de madera buscara a otra con dos piernas de madera para garantizar que tiene dos piernas de carne y hueso. Y no por eso puede alguno de los dos participar en una carrera. Y cuatro piernas de madera son más molestas que dos cuando no se necesita ninguna —concluyó el señor Pancks con un resoplido, como si expulsara el vapor que contenía.
Sobrevino un silencio que rompió la tía del señor F., que desde su última observación estaba muy derecha, en un estado cataléptico. La mujer se estremeció con violencia calculada para sobresaltar los nervios de los no iniciados y, con la más letal de las animosidades, señaló:
—No se puede fabricar una cabeza y un cerebro con un tirador de bronce sin nada dentro. No se podía cuando vuestro tío George estaba vivo, mucho menos ahora que está muerto.
El señor Pancks no tardó en contestar con su calma habitual:
—Por supuesto, señora, bendita sea, me sorprende oír lo que dice usted.
A pesar de la presencia de ánimo del señor Pancks, la intervención de la tía del señor F. tuvo un efecto penoso en los presentes; en primer lugar, porque era imposible disimular que el templo de la razón despreciado era la cabeza inofensiva de Clennam; y, en segundo lugar, porque en estas ocasiones nadie sabía a qué tío George se refería o a qué presencia espectral se invocaba bajo aquel nombre.
Así pues, Flora dijo, no sin cierta vanidad y sensación de triunfo por su legado, que la tía del señor F. estaba «muy animada ese día» y creía que ya tenían que marcharse. Pero la tía del señor F. se reveló tan animada como para tomarse inesperadamente a mal la sugerencia y declarar que no quería irse; añadiendo, con varias expresiones injuriosas, que si «él» —sin duda, refiriéndose a Clennam— quería librarse de ella, «que la tirara por la ventana», con lo que expresaba al mismo tiempo su deseo de verlo a él oficiar semejante ceremonia.
Ante tal situación, el señor Pancks, que parecía capaz de hacer frente a cualquier emergencia en aguas patriarcales, se puso sigilosamente el sombrero, salió sigilosamente de la oficina y volvió a entrar sigilosamente con un falso aire de novedad, como si acabara de pasar en el campo varias semanas.
—¡Caramba, bendita sea, señora! —exclamó frotándose el pelo con expresión de asombro—. ¿Qué hace usted por aquí? ¿Cómo está usted? ¡Está usted magnífica! Estoy encantado de verla. Permítame que le ofrezca mi brazo, señora; vamos a dar un paseo, si me honra usted con su compañía.
Y así consiguió escoltar con gran galantería a la tía del señor Finching y bajar por la escalera de la oficina. En ese momento, el patriarcal señor Casby se levantó con aire de haber sido el artífice de todo y los siguió tranquilamente; su hija, que fue tras él, le señaló a su antiguo enamorado, con un susurro demencial (con el que disfrutó enormemente), que habían apurado la copa de la vida hasta los posos, e incluso llegó a aventurar que el difunto señor F. se encontraba precisamente en el fondo de la copa.
Cuando se encontró solo de nuevo, Clennam volvió a ser presa de las viejas dudas sobre su madre y la pequeña Dorrit, y resucitaron las antiguas ideas y sospechas. Mientras esos recelos se mezclaban con las tareas que ejecutaba de modo mecánico, una sombra se proyectó sobre los papeles y levantó la cabeza para averiguar la causa. Era el señor Pancks. Con el sombrero sobre las orejas, como si los hirsutos mechones lo hubieran proyectado como muelles hacia atrás, con los ojos negros como el azabache examinándolo inquisitivamente, con los dedos de la mano derecha en la boca dispuesto a morderse las uñas y los de la mano izquierda en reserva en el bolsillo como segundo plato, el señor Pancks proyectaba su sombra sobre los libros y papeles a través del cristal.
El señor Pancks preguntó, con un movimiento de cabeza interrogativo, si podía entrar de nuevo. Clennam le contestó con otro movimiento de cabeza afirmativo. El señor Pancks entró, se dirigió al escritorio, apoyó los brazos en él y empezó a hablar con un resoplido y un gruñido.