Pero la conducta extraña e insólita del señor Pancks no encajaba con esa idea. A la media hora de levantarse de la mesa, la pequeña Dorrit estaba trabajando de nuevo, esta vez a solas. Flora había ido «a echarse un rato» en la habitación de al lado y, después de que se retiraba, el olor a algún tipo de bebida se extendió por la casa. El Patriarca estaba dormido en el comedor con su filantrópica boca abierta bajo un pañuelo de bolsillo amarillo. En esa hora tranquila, el señor Pancks se presentó silenciosamente ante la muchacha y saludó con un cortés movimiento de cabeza.
—¿Se aburre, señorita Dorrit? —preguntó Pancks en voz baja.
—No, gracias, señor —contestó la pequeña Dorrit.
—Ya veo que está ocupada —observó el señor Pancks, entrando poco a poco en la habitación—. ¿Y qué es eso, señorita Dorrit?
—Pañuelos.
—Claro, tenía que haberme dado cuenta —dijo el señor Pancks—, no se me habría ocurrido —añadió mirando a la pequeña Dorrit en lugar de mirar los pañuelos—. Quizá se pregunte quién soy, ¿quiere que se lo diga? Soy un adivino.
La pequeña Dorrit empezó a pensar que estaba loco.
—Pertenezco en cuerpo y alma a mi amo —dijo Pancks—. Lo ha conocido hoy durante la comida. Pero también hago cosas en otra parte: de modo privado, muy privado, señorita Dorrit.
La pequeña Dorrit lo miró con aire de duda, no sin alarma.
—Me gustaría que me enseñara la palma de la mano —dijo Pancks—. Me gustaría mirarla, pero no quiero inquietarla.
La había inquietado ya, pero la joven dejó la labor en el regazo un momento y le tendió la mano izquierda con el dedal todavía en el dedo.
—Años de duras tareas, ¿verdad? —dijo Pancks, tocándola suavemente con el romo índice—. Pero ¿para qué otra cosa estamos hechos? Para nada más. ¡Vaya! —exclamó, observando las líneas de la mano—. ¿Qué es esto que tiene rejas? ¡Es una institución! Y ¿qué es esto con una bata gris y un gorro de terciopelo negro? Es un padre. Y ¿qué esto con un clarinete? Es un tío. ¿Y qué es esto que lleva zapatillas de baile? Es una hermana ¿Y quién es este que da tumbos? Un hermano. ¿Y quién piensa en todos ellos? Ah, es usted, señorita Dorrit.
Ella lo miró con expresión de asombro y sus ojos se encontraron; la pequeña Dorrit pensó que tenía una mirada penetrante y que era un hombre más inteligente y amable de lo que había creído durante la comida. Pancks volvió la mirada a la mano directamente y la oportunidad de confirmar o corregir la impresión se esfumó.
—Pero qué demonios… —murmuró trazando una línea en la mano con su torpe dedo—. Si soy yo quien está en ese rincón, ¿qué hago ahí? ¿Qué hay detrás de mí?
Deslizó el dedo despacio hasta la muñeca y alrededor de ésta, y simuló mirar el dorso de la mano como si ahí pudiera leer lo que ocultaba.
—¿Es algo malo? —preguntó la pequeña Dorrit con una sonrisa.
—¡Qué demonios! —exclamó Pancks—. ¿Qué cree usted que es?
—Tendría que ser yo quien preguntara eso, yo no soy la adivina.
—Es cierto —dijo Pancks—. ¿Qué significa? Vivirá usted para verlo, señorita Dorrit.
Le soltó la mano lentamente, se pasó los dedos por la melena enmarañada y ésta se puso tiesa del modo más asombroso; y repitió despacio:
—Recuerde lo que he dicho, señorita Dorrit: vivirá para verlo.
El rostro de la pequeña Dorrit manifestó su sorpresa, aunque sólo fuera por lo mucho que Pancks sabía de ella.
—¡No, eso no! —exclamó Pancks, señalándola—. Señorita Dorrit eso no, nunca.
Más sorprendida que antes y un poco más asustada, lo miró en busca de una explicación.
—Eso no —insistió Pancks, imitando, muy serio, la expresión y los gestos de sorpresa de Amy de forma grotesca aunque bienintencionada—. No ponga esa cara cuando me vea, cuando sea, donde sea. No soy nadie. No se fije en mí. No hable de mí, haga como si no me viera, ¿de acuerdo, señorita Dorrit?
—No sé qué decirle —contestó la pequeña Dorrit, atónita—. ¿Por qué?
—Porque soy adivino. Pancks el gitano. Todavía no le he dicho todo lo que le depara la suerte, señorita Dorrit, ni le he dicho lo que hay en el dorso de esa manita. Le he dicho que vivirá para verlo, ¿de acuerdo, señorita Dorrit?
—De acuerdo en que voy a…
—A hacer como si no me conociera fuera de aquí, a menos que yo le diga algo primero. Mostrará indiferencia cuando me vea ir o venir. Es fácil, no soy importante, no soy guapo, no soy buena compañía y sólo soy el ávido recaudador de mi amo. Sólo tiene que pensar: «Ah, Pancks, el gitano y sus cosas de adivino, me dirá qué es lo que me reserva la Fortuna un día de estos, viviré para verlo…». ¿De acuerdo, señorita Dorrit?
—Ssssí —tartamudeó la pequeña Dorrit, muy confusa—. Supongo que sí, mientras no haga daño a nadie.
—Bien —Pancks echó una mirada a la pared de la habitación contigua y se inclinó hacia delante—. Ella es una mujer sincera, posee grandes virtudes, pero es una cabeza de chorlito y una charlatana, señorita Dorrit.
Acto seguido, se frotó las manos, como si la entrevista le hubiera parecido muy satisfactoria, se dirigió a la puerta resoplando y, antes de salir, volvió a hacer un gesto cortés de despedida con la cabeza.
Si la pequeña Dorrit estaba sobremanera perpleja por la curiosa conducta de su nuevo amigo y por haberse visto envuelta en semejante pacto, su perplejidad no se vio reducida por las circunstancias posteriores. Además, el señor Pancks aprovechaba todas las oportunidades que se presentaban en casa del señor Casby para resoplar mirándola con intención —lo que no suponía gran cosa, teniendo en cuenta lo que ya había hecho— y empezó a infiltrarse en su vida diaria. Amy lo veía en la calle constantemente. Cuando iba a casa del señor Casby, siempre lo encontraba allí. Cuando se dirigía a casa de la señora Clennam, aparecía con cualquier pretexto, como si no quisiera perderla de vista. No había pasado todavía una semana cuando, para su sorpresa, una tarde lo encontró en la portería de la cárcel, conversando con el portero de guardia, y todo parecía indicar que era uno de sus compañeros habituales. La siguiente sorpresa se la llevó cuando lo encontró igualmente a sus anchas dentro de la cárcel, vio cómo se presentaba a su padre, entre otros visitantes, en la recepción del domingo, y cómo andaba cogido del brazo de un amigo interno por el patio, se enteró, por lo que se decía, de que un día se había ganado la estima de todos en el club social que se reunía en el Salón dirigiendo unas palabras a los miembros del Internado, cantando una canción e invitándolos a cinco galones de cerveza, a los que, según decían, había añadido disparatadamente un montón de gambas.
El efecto que estos fenómenos tuvieron en el señor Plornish cuando se convirtió en testigo de las visitas constates del señor Pancks causó una impresión en la pequeña Dorrit casi tan grande como los mismos fenómenos. Dio la impresión de que lo habían cegado y amordazado. No podía sino abrir atónito los ojos y murmurar de vez en cuando débilmente que en la Plaza del Corazón Sangrante no se lo creerían, pero nunca dijo una palabra más ni hizo una señal, ni siquiera a la pequeña Dorrit.
El señor Pancks coronó estos misterios haciéndose amigo de Tip de algún modo desconocido y paseando un domingo por el Internado del brazo de este caballero. Aunque nunca dio muestras de reconocer la presencia de la pequeña Dorrit, salvo una o dos veces, en que se acercó cuando no había nadie cerca; en estas ocasiones dijo al pasar, con una mirada amistosa y un resoplido de ánimo: «Pancks el gitano, adivino».
La pequeña Dorrit seguía trabajando incansablemente como de costumbre, intrigada, pero conteniendo su inquietud, como desde su más tierna infancia llevaba guardándose cargas más pesadas. Poco a poco, en aquel corazón paciente se estaba produciendo un cambio. Cada día se la veía más retraída que el anterior. Sus mayores deseos eran entrar y salir de la cárcel sin que repararan en ella y que en otros lugares la vieran y la olvidaran de inmediato.
Le gustaba retirarse a su propia habitación siempre que tenía ocasión sin abandonar sus deberes, una habitación extrañamente dispuesta para una persona de su delicada juventud y carácter. Algunas tardes que no tenía que trabajar, los visitantes se habían puesto a jugar a las cartas con su padre, no era necesaria su presencia y podía marcharse. Entonces volaba por el patio, trepaba por los largos tramos de escaleras que llevaban a su habitación y se sentaba junto a la ventana. Mientras meditaba, los pinchos que coronaban el muro se combinaban para adoptar infinidad de formas distintas, el duro hierro tejía infinidad de puntos de luz, el óxido recibía infinidad de pinceladas de oro. Algunas veces nuevos zigzags se sumaban al cruel dibujo cuando lo veía todo entre lágrimas; pero, embellecido o endurecido, no podía dejar de mirar, y de verlo todo por encima, por debajo o a través de aquella marca imborrable.
La habitación de la pequeña Dorrit era una buhardilla, y una buhardilla de Marshalsea sin atenuantes de ninguna clase. Aunque la tenía limpia y ordenada, era fea y como compensación tenía poco más que limpieza y aire; porque cualquier cosa bonita que hubiera podido comprar habría ido a parar a la habitación de su padre. Sin embargo, ella sentía un amor creciente por aquel lugar y su forma de descanso favorita era estar allí sola.
Por ese motivo, cierta tarde, mientras Pancks seguía misterioso, cuando estaba sentada junto a la ventana y oyó el conocido paso de Maggy subiendo las escaleras, la inquietó el temor de que requirieran su presencia. A medida que el paso de Maggy subía y se acercaba, Amy temblaba y vacilaba; y cuando Maggy por fin apareció, apenas pudo contestarle.
—Por favor, madrecita —dijo Maggy, jadeando y sin aliento—, tienes que bajar a verlo. Está aquí.
—¿Quién, Maggy?
—¿Quién? El señor Clennam, claro. Está en la habitación de tu padre y me ha dicho, Maggy, tendrías la amabilidad de ir a decirle que estoy aquí.
—No me encuentro muy bien, Maggy. Prefiero no ir, será mejor que me acueste. Mira, me acuesto para que se me pase el dolor de cabeza. Dile que muchas gracias, que me he acostado; en otro caso, habría ido.
—Bueno, no es muy educado, madrecita —dijo Maggy mirándola fijamente—, y tampoco lo es que ahora mires para otro lado…
Maggy era muy sensible a los desaires y tenía habilidad para inventarlos.
—¡Ni que te tapes la cara con las manos! —continuó Maggy—. Si tan insufrible te parece la visión de una pobre criatura, será mejor que se lo digas de entrada en lugar de echarla así, hiriendo sus sentimientos y rompiendo el corazón de una niña de diez años, pobre criatura.
—Es para calmar el dolor de cabeza, Maggy.
—Bueno, si lloras para calmar el dolor de cabeza, madrecita, deja que llore yo también. No te quedes para ti todo el llanto, eso es egoísta —dijo Maggy, e inmediatamente se puso a lloriquear.
A la pequeña Dorrit le costó bastante mandar a Maggy con el recado de que la excusara, pero se impuso la promesa de que le contaría un cuento —desde pequeña, su gran pasión— si se concentraba en cumplir su cometido y dejaba sola a su amita una hora más; asimismo, se impuso la sospecha, por parte de Maggy, de que Amy había dejado su buen humor al pie de la escalera. Así que se fue, murmurando el recado todo el rato para no olvidarlo, y volvió en el momento acordado.
—Lo ha sentido mucho, te lo aseguro —anunció— y quería ir a por el médico. Va a volver mañana y me parece que no dormirá bien esta noche después de haber oído que te dolía cabeza, madrecita. Oh, vaya, ¿has llorado?
—Me parece que he llorado un poco, Maggy.
—¡Un poco! ¡Oh!
—Pero ahora ya se ha pasado, todo ha pasado para siempre, Maggy. Y tengo la cabeza mejor y más despejada, estoy bastante bien, me alegro de no haber bajado.
Su hija grande la abrazó con ternura sin dejar de mirarla; y, después de pasarle la mano por el pelo y humedecerle la frente y los ojos con agua fresca (tareas en las que sus torpes manos se volvían hábiles), la abrazó de nuevo, exultante al verla mejor, y la acomodó en la silla junto a la ventana. Luego, con exageradísimos esfuerzos, arrastró la caja que era su asiento cuando le contaba un cuento, se sentó en ella, se abrazó las rodillas y con un apetito voraz de historias y los ojos muy abiertos dijo:
—Venga, madrecita, una de las buenas.
—¿De qué la quieres, Maggy?
—Oh, de una princesa normal —dijo Maggy—: maravillosa e increíble.
La pequeña Dorrit pensó un momento y, con una sonrisa triste en el rostro, sonrojado por la puesta del sol, empezó:
—Maggy, érase una vez un buen rey que tenía todo lo que podía desear y mucho más. Tenía oro y plata, diamantes y rubíes, todo tipo de riquezas. Palacios y…
—Hospitales —intervino Maggy, que seguía abrazándose las rodillas—. Que tenga hospitales porque son muy cómodos. Hospitales de los que dan mucho pollo.
—Sí, tenía muchos hospitales y tenía mucho de todo.
—Muchas patatas asadas, por ejemplo —dijo Maggy.
—Mucho de todo.
—¡Señor! —dijo Maggy con una risita, abrazándose las piernas—. ¡Qué maravilla!
—Este rey tenía una hija que era la princesa más lista y más hermosa que se haya visto nunca. Cuando era pequeña entendía todas las lecciones antes de que los maestros se las enseñaran y, cuando creció, maravillaba a todos. Y resulta que cerca del palacio de esta princesa, había una casita en la que vivía completamente sola una mujer pobre y diminuta.
—Una viejecita —dijo Maggy, chasqueando los labios.
—No, no era vieja, era bastante joven.
—¿Y no tenía miedo? —dijo Maggy—. Sigue, por favor.
—La princesa pasaba por delante de la casita casi cada día en su bello coche de caballos y siempre veía a la pobre mujercita hilando con su rueca; miraba la mujer diminuta y ésta la miraba a ella. Un día ordenó a su cochero que parara a cierta distancia de la casita, bajó y miró por la puerta, y allí, como de costumbre, se encontraba la mujer diminuta hilando con la rueca, y miró a la princesa y la princesa la miró.
—Es como cuando nosotras intentamos mirarnos fijamente —dijo Maggy—. Por favor, sigue, madrecita.
—La princesa era una princesa tan maravillosa que tenía el poder de conocer los secretos y le preguntó a la mujercita: «¿Qué guardas ahí?». Eso demostró a la mujercita que la princesa sabía por qué vivía sola hilando con su rueca, y se arrodilló a los pies de la princesa y le pidió que nunca revelara su secreto. Así que la princesa dijo: «Nunca te traicionaré. Enséñame lo que hay ahí». Así pues, la mujer diminuta cerró los postigos de la ventana de la casita, cerró bien la puerta y, temblando de pies a cabeza, pues temía que alguien adivinara su secreto, abrió algo que tenía en un rincón muy oculto y le mostró a la princesa una sombra.